VIOLET
Es probable que Trafalgar Square no sea el mejor sitio en el que estar a la una de la madrugada. De hecho, es posible que no sea el mejor sitio en el que estar a ninguna hora de la noche si una se encuentra sola.
La sombra de la columna de Nelson se cernía sobre mí y el aire fresco que corría entre los edificios aquella noche de julio me provocó un escalofrío. Me estremecí de nuevo y me arrebujé en mi abrigo. Comencé a arrepentirme de no llevar más que un vestido negro cortísimo, el atuendo que había elegido para aquella velada. «Cuánto sacrificio para pasárselo bien una noche».
Di un respingo cuando una paloma batió las alas junto a mis pies. Después, escudriñé las calles vacías en busca de algún indicio de la presencia de mis amigas. ¡Conque «a picotear algo a última hora»! El bar de sushi estaba a dos minutos de allí; ya habían pasado veinte. Puse los ojos en blanco: no me cabía duda de que en aquellos momentos ya habría algún tío en calzoncillos. «Bien por ellas. ¿Por qué iban a preocuparse por la pequeña Violet Lee?»
Me dirigí hacia los bancos que estaban bajo el follaje de los árboles, escaso y sombrío. Suspiré y me froté las rodillas con las manos para que me circulara mejor la sangre. Lamenté con amargura mi decisión de esperarlas allí.
Tras echarle un último vistazo a la plaza, saqué mi móvil y llamé utilizando la marcación rápida. Escuché los tonos hasta que, al final, saltó el buzón de voz:
«Hola, soy Ruby. Ahora mismo no puedo contestar, así que deja un mensaje después de la señal. ¡Viva Lovage!»
Gruñí de frustración cuando escuché el pitido.
—Ruby, ¿dónde demonios estás? Si estás con ese tío, ¡te juro que te mato! ¡Aquí en la calle hace un frío horrible! En cuanto oigas este mensaje, devuélveme la llamada.
Colgué y volví a guardar el teléfono en el bolsillo del abrigo, consciente de que era bastante probable que todos mis esfuerzos fuesen en vano, pues seguramente Ruby no escucharía el mensaje hasta varios días después. Volví a frotarme las manos y me acerqué las rodillas al pecho para entrar en calor. Entonces me pregunté si no debería coger un taxi y marcharme a casa sin más. Pero si al final Ruby aparecía, sería un lío. Me resigné a esperar durante un buen rato y, rodeada de silencio, apoyé la cabeza sobre las rodillas para contemplar la neblina anaranjada que cubría la ciudad de Londres.
Frente a mí, los borrachos trasnochadores desaparecían por un callejón tambaleándose hasta que sus escandalosas carcajadas se perdían en la oscuridad. Unos minutos después, un autobús rojo de dos pisos con las palabras VISITE LA NATIONAL GALLERY estampadas en un costado salió de detrás de la misma atracción turística que anunciaba y siguió la calzada que rodeaba la plaza hasta desaparecer en el laberinto de edificios victorianos que domina el centro de la ciudad. Cuando se alejó, pareció llevarse consigo el lejano zumbido sordo del tráfico de Londres.
Me pregunté cuál de los dos chicos que habíamos conocido aquella noche habría triunfado con Ruby. Sentí una punzada de pesar, deseé poder ser tan despreocupada y, bueno… «tan suelta», como ella. Pero era incapaz. Al menos después de lo de Joel.
Pasaron unos cuantos minutos más y empecé a inquietarme. Hacía un rato que no pasaba ningún borracho tambaleándose, y el aire frío de la noche se enroscaba alrededor de mis piernas desnudas. Busqué un taxi con la mirada, pero las calles estaban vacías. En la plaza sólo me acompañaba la luz que titilaba sobre la superficie del agua en las dos fuentes que flanquean la columna central.
Acababa de volver a sacar el teléfono con la intención de llamar a mi padre y pedirle que me recogiera cuando detecté un movimiento sutil con el rabillo del ojo. Con el corazón desbocado, me puse en pie de un salto, tan de golpe que casi se me resbala el móvil. Recorrí con la mirada toda la plaza.
«Nada. —Mi pánico comenzó a disminuir y negué con la cabeza—. Seguro que sólo ha sido una paloma», traté de calmarme. Comencé a marcar el número de mi casa con los dedos entumecidos por el frío y sin dejar de levantar la vista cada pocos segundos. Deseaba que mi respiración recuperara su ritmo normal.
Pero algo se había movido.
Una sombra había pasado revoloteando por encima de una de las enormes fuentes, demasiado veloz para que mis ojos pudieran distinguir su forma. La plaza, por lo demás, estaba vacía, excepto por unas cuantas palomas aterrorizadas que emprendieron el vuelo. Sacudí la cabeza con el teléfono ya pegado a la oreja. La línea crepitaba, daba una señal débil y pitaba cada pocos segundos.
Impaciente, comencé a dar golpecitos con el pie en el suelo.
—Vamos… —murmuré al tiempo que miraba la pantalla.
«Cobertura máxima».
Mientras el teléfono continuaba pitando, recorrí la plaza con la mirada hasta toparme con la columna de Nelson, que se alzaba más de cincuenta metros sobre el suelo. Los cegadores focos que iluminaban la estatua que la coronaba destellaron como una llama bajo la brisa nocturna. Se calmaron de nuevo, tan intensos y brillantes como antes.
Me estremecí, pero no de frío. Recé para que alguien contestara al teléfono, pero la línea se llenó de ruidos y, con un último pitido lastimero, se cortó. Contemplé el móvil con los ojos abiertos como platos justo antes de que la adrenalina comenzara a correrme por las venas a toda prisa y el instinto tomara las riendas. Me quité uno de los zapatos de tacón sin apartar la mirada de la columna. Observé con incredulidad cómo la sombra que acababa de ver unos instantes antes pasaba sobre la estatua y desaparecía de mi vista tan rápido como había llegado. Tras pelearme con la última hebilla, me quité el otro zapato y cogí ambos con las manos. Eché a andar. Pero apenas había avanzado unos pasos cuando me quedé paralizada, clavada al suelo.
Una pandilla de hombres vestidos con abrigos marrones y provistos de estacas largas y afiladas bajaban la escalera. Sus rostros lúgubres y curtidos por las inclemencias del tiempo eran sombríos y estaban llenos de cicatrices. Todos lucían una expresión inquebrantable, decidida. Sus violentas pisadas me retumbaban en los oídos y marcaban una marcha irregular a medida que se iban acercando.
Aturdida, me oculté de nuevo entre las sombras y, en silencio, me agaché detrás del banco. Sin apenas atreverme a respirar, intenté hacerme lo más pequeña posible mientras me alejaba lentamente de la plaza.
El hombre que encabezaba el grupo gruñó algo y los demás se abrieron hasta formar una línea tan ancha como la plaza, desde una fuente hasta la otra. Serían unos treinta. Todos a una, se detuvieron justo delante de la columna. En aquellos momentos tan sólo se movían sus abrigos, que se agitaban a causa del viento.
Ni siquiera los árboles hacían ruido. Todos y cada uno de aquellos hombres miraban hacia el frente, concentrados, observando y a la espera. Levanté la vista hacia la parte superior de la columna, pero la escultura estaba bañada por la luz, como de costumbre, y las únicas sombras que había eran las que proyectaban aquellos hombres y los árboles bajo los que yo me había cobijado. Unas cuantas hojas cayeron con indolencia hacia el suelo y fueron a parar al banco que había a mi lado.
Entonces ocurrió.
Sin previo aviso, algo surgió de detrás de los árboles planeando a gran altura sobre mi cabeza y aterrizó a unos tres metros de mí sin ni siquiera dar un traspié. Parpadeé, pues no podía creerme que mis ojos hubieran visto a una persona, pero antes de que pudiera echar un segundo vistazo, fuera lo que fuese aquello ya había desaparecido.
Cogidos tan por sorpresa como yo, los hombres se replegaron unos cuantos pasos, tambaleantes y aterrorizados. Los que estaban en los extremos de la fila se desplazaron hacia el centro, y el orden tan sólo se restauró cuando el que supuse que era su líder levantó una mano. Se sacó del abrigo un bastón plateado y con uno de los extremos tan afilado como el de un arma letal. Con un giro de muñeca, el bastón se tornó el doble de largo. El hombre hizo girar su arma unas cuantas veces, como si estuviera admirando el modo en que centelleaba cuando la luz incidía sobre ella. En sus labios se dibujó una sonrisa satisfecha y, de nuevo a la espera, se quedó inmóvil.
El líder, alto y delgado, era bastante joven, veinte años, como mucho. No tenía cicatrices en la cara, al contrario que quienes lo rodeaban. Llevaba el pelo muy corto y tan decolorado que parecía casi blanco, en un marcado contraste con su abrigo de cuero y su piel bronceada. Su sonrisa se hizo más amplia cuando clavó la mirada en la figura que había aterrizado tan cerca de mí. Contuve la respiración a la espera de que me descubriera, pero su atención se desvió cuando un hombre salió de detrás de las fuentes.
No, no era un hombre, sino un chico no mucho mayor que yo. Tenía los ojos hundidos, la piel cenicienta y casi traslúcida, tirante sobre unas mejillas demacradas. Él también era alto, pero debajo de su camisa ajustada distinguí la silueta tensa de sus músculos. Sus brazos eran igual de pálidos, pero estaban cubiertos de manchas rojas, como si se hubiera quemado al sol. Tenía los labios manchados de un rojo brillante y sangriento, al igual que el pelo, de punta y desaliñado.
Yo parpadeé. Y él ya no estaba. Recorrí la plaza con la mirada, pues estaban apareciendo más, todos con la piel igual de pálida y el mismo aspecto macilento. Rodearon el grupo del centro con un rictus a medio camino entre el regocijo y el asco dibujado en el rostro. Habían salido de la nada y se movían de un lado a otro a velocidad sobrehumana, desaparecían y resurgían en un solo segundo. Me froté los ojos, convencida de que simplemente estaba demasiado cansada para enfocar bien la vista. Era imposible que se desplazaran así de rápido.
El muchacho del cabello llameante apareció de nuevo y se apoyó en la fuente como si estuviera junto a la barra de un bar. A su lado había un joven con el cabello rubio rojizo que creí reconocer como el que había salido de detrás de mí.
En total había cinco, y manejaban al grupo de los del abrigo marrón como si fueran un rebaño de animales. Los rostros morenos de aquellos hombres se contrajeron en una mueca de miedo y desprecio cuando rompieron filas y retrocedieron unos cuantos pasos con las estacas bajadas. Sólo el líder permaneció inmóvil. Su sonrisa se convirtió en un gesto de suficiencia cuando levantó la cabeza sin dejar de sujetar el bastón con fuerza.
De pronto, un hombre cayó de la columna, desde lo alto de sus más de cincuenta metros de altura. Se desplomaba a una velocidad cada vez mayor hacia el suelo, sin duda al encuentro de su muerte. Pero me quedé maravillada cuando aterrizó sobre el pavimento con agilidad y quedó agachado ante el líder de la banda.
La plaza se sumió en el silencio y, por primera vez, el que parecía el jefe se estremeció.
—Kaspar Varn, qué gran placer volver a verte —dijo con un acento que no fui capaz de situar.
El hombre, Kaspar, se irguió. Mostró un rostro impertérrito, indescifrable. Era de la misma altura que el líder, pero su porte y su corpulencia hacían que el otro pareciera mucho más pequeño.
—El placer es sólo mío, Claude —contestó con frialdad mientras, de derecha a izquierda, recorría con la mirada a los presentes. Le dedicó un gesto brusco al muchacho de pelo rubio rojizo, y yo aproveché para echarle un vistazo desde mi escondite.
Como todos los demás, tenía la piel pálida y ligeramente cetrina, desprovista de todo color o rubor. Su pelo oscuro, casi negro, tenía mechones de tonos castaños. El viento lo había despeinado y el cabello le caía sobre la frente. En todo caso, sus rasgos eran más cadavéricos que los de cualquiera de los otros, pues su rostro estaba lleno de sombras, como si no hubiera dormido desde hacía días.
«Tal vez no duerma», susurró una voz en mi cabeza. Cuando aquel pensamiento me pasó por la cabeza, me dio la sensación de que el recién llegado miraba más allá del chico del cabello rubio rojizo y fruncía el entrecejo durante un instante. Contuve la respiración, consciente de que me estaba mirando directamente a mí. Pero si me vio, decidió no prestarme ninguna atención, pues se volvió hacia el líder y su rostro se tornó de nuevo impasible.
—¿Qué quieres, Claude? No puedo perder el tiempo contigo y con el clan Pierre —dijo el hombre del cabello oscuro.
La sonrisa del tal Claude fue ensanchándose a medida que recorría el borde afilado de su estaca con un dedo.
—Y aun así has venido.
Kaspar hizo un gesto de desdén con la mano.
—Estábamos cazando, no andábamos muy lejos.
Sentí un escalofrío. «¿Qué se caza en una ciudad?»
Claude ahogó una carcajada siniestra.
—Igual que nosotros.
De repente, avanzó a la velocidad del rayo con la estaca a la altura del pecho del otro hombre. Pero no alcanzó su objetivo. Kaspar levantó una mano y apartó el arma sin más. Pareció no suponerle ningún esfuerzo, ya que apenas parpadeó. Pero Claude salió despedido hacia atrás como si lo hubiera atropellado un camión. La estaca repiqueteó contra el suelo y su sonido metálico retumbó en el silencio de la noche.
Claude se tambaleó, tropezó y después recuperó el equilibrio con torpeza y se enderezó de nuevo. Con los ojos entrecerrados, miró hacia donde descansaba la estaca y, a continuación, de nuevo hacia el hombre que permanecía en pie ante él. Sus labios volvieron a curvarse en una sonrisa.
—Dime, Kaspar, ¿cómo está tu madre?
De repente, el hombre pálido estiró la mano a toda velocidad y agarró a Claude por el cuello. Horrorizada, vi que los ojos del líder comenzaban a pugnar por salírsele de las órbitas y que sus pies abandonaban el suelo. Su rostro perdió todo el color. Tosía y resoplaba, no dejaba de dar patadas en el aire. Sus manos forcejeaban con las muñecas de Kaspar, pero pronto empezó a ceder mientras, de un modo agónicamente lento, iba poniéndose morado.
Sin previo aviso, el hombre pálido lo liberó. Claude se desplomó contra el suelo. Jadeaba intentando recuperar el aliento y se frotaba el cuello febrilmente. Solté un suspiro de alivio, no así el hombre desmoronado sobre el pavimento. Sus quejidos se convirtieron en súplicas y su rostro pareció mostrar una especie de reconocimiento cuando levantó la mirada hacia la cara enloquecida de Kaspar. Retrocedió arrastrándose, retorciéndose, y se agarró al bajo del abrigo que llevaba uno de sus hombres. El otro no se movió.
Kaspar respiraba agitadamente y su rostro estaba deformado por una expresión desquiciada. Bajó la mano y la cerró en un puño.
—¿Quieres pronunciar unas últimas palabras, Claude Pierre? —gruñó sin disimular la amenaza que impregnaba su voz.
El líder tomó varias bocanadas de aire largas y temblorosas. Se secó el sudor y las lágrimas con la manga para prepararse.
—Espero que tú y tu reino sangriento ardáis en el infierno.
En los labios de Kaspar se dibujó una sonrisa desdeñosa.
—Eso es hacerse ilusiones.
Dicho esto, se abalanzó sobre él y hundió la cabeza bajo la garganta de Claude. Se oyó un chasquido escalofriante.
Sentí náuseas. Inconscientemente, me llevé las manos a la boca cuando la bilis me subió por la garganta. Y con ella llegó el miedo. Las lágrimas comenzaron a asomar, pero sabía que si hacía cualquier ruido yo sería la siguiente.
Mi instinto de supervivencia se activó cuando el cuerpo sin vida de Claude cayó al suelo. Era testigo de un asesinato, y había visto suficientes informativos como para saber lo que les ocurría a los testigos que permanecían en el escenario de un crimen. «Tengo que salir de aquí. Tengo que contárselo a alguien».
«Si es que consigues escapar», me dijo la misma voz irritante.
Me fastidió reconocerlo, pero la voz tenía razón: se habían abierto las puertas del infierno.
Los tipos de la piel pálida saltaron sobre los hombres y se desató una batalla enorme y sanguinolenta, si es que podía llamarse batalla. Aquellos hombres apenas tuvieron tiempo de utilizar sus estacas para defenderse de aquellos asesinos; como si de corderos llevados al matadero se tratara, sus cadáveres bronceados caían al suelo y la sangre lo salpicaba todo.
Se me contrajo el estómago y tragué con dificultad. La garganta me ardía. Incapaz de apartar la mirada, contemplé cómo Kaspar tiraba de otro de los hombres hacia él. Mi cerebro me decía que aquel hombre pálido debía de tener un arma, pero mis ojos no veían ninguna. Hundió la boca en el cuello de su oponente y estiró. Vi un tendón serpenteante antes de que el hombre se desplomara aullando de dolor. Su asesino se dejó caer tras él. Apoyó una rodilla en el suelo y acercó los labios mientras sostenía al hombre contra su pecho. Debajo de ellos, la sangre comenzó a formar un charco y a filtrarse por las ranuras del pavimento. La seguí con la mirada mientras avanzaba y formaba una cuadrícula al juntarse con la sangre de otro, y de otro, hasta que levanté los ojos para descubrir la carnicería que había tenido lugar.
Todos y cada uno de los hombres bronceados estaban muertos, o moribundos, con los cuellos rotos o sangrando. Varios de ellos se hallaban en el fondo de las fuentes y teñían el agua de un rojo lúgubre. Cerca de mí había uno tumbado boca arriba y con la cabeza torcida sobre el hombro.
Seis adolescentes acababan de masacrar a treinta hombres.
Gimoteé contra el banco, tan sumida entre las sombras como podía, y rogué a todos los dioses que aquellos asesinos no me vieran.
—Kaspar, ¿vamos a limpiar esto o vamos a dejarlo así? —preguntó uno de los que estaban más cerca de la fuente. Incluso su cabello intensamente rojizo parecía apagado en comparación con el agua sobre la que ahora pasaba los dedos.
—Lo dejaremos así como mensaje para cualquier otro cazador que crea que puede enfrentarse a nosotros —contestó Kaspar—. ¡Escoria! —añadió tras escupir sobre el cadáver que tenía más cerca.
Su voz había perdido el tono de frialdad y esta había sido sustituida por un desprecio profundo y satisfecho. Mi rabia comenzó a superar mi miedo cuando le vi patear el brazo de otro moribundo para apartarlo de su camino, haciéndole emitir un último gemido.
—Imbécil —susurré.
Se quedó paralizado.
Y yo también. Contuve la respiración, se me hizo un nudo en el estómago. «Es imposible que me haya oído desde el otro lado de la plaza. Simplemente no es posible». Pero con lentitud, casi relajadamente, se volvió para mirarme.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí?
Soltó una carcajada oscura, y sus labios volvieron a adoptar un rictus cruel.
El instinto actuó con mayor rapidez que mi cerebro y, antes de darme cuenta, me había puesto en pie de un salto y había echado a correr. Me había quitado los tacones y mis pies emitían un ruido sordo al chocar contra la piedra mientras corría, literalmente, por mi vida. La comisaría más cercana no estaba demasiado lejos, y habría jurado que yo conocía Londres mejor que ellos.
—¿Adónde te crees que vas, Nena?
Cogí aire de golpe al chocar contra algo duro y frío, tan frío que me aparté de inmediato. El hombre de cabello oscuro estaba de pie justo delante de mí. Di unos pasos hacia atrás sin dejar de mirar alternativamente hacia el lugar donde Kaspar había estado antes y donde estaba en aquel momento. «Es imposible». Retrocedí con las manos hacia atrás, como si esperara que apareciera un mágico salvador. Él ni siquiera se inmutó, como si el hecho de que una chica chocara contra su pecho mientras corría fuera algo habitual.
—Na… Nada. Sólo iba a… eh… —tartamudeé. Mi mirada saltaba de los cadáveres al hombre y a la calzada: la única ruta de escape posible.
—¿Ibas a denunciarnos? —me preguntó. Él ya sabía la respuesta, y yo abrí los ojos como platos con aire de culpabilidad. Se acercó tanto a mí que pude distinguir que sus iris eran de un intenso tono esmeralda. Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—: Me temo que no puedes hacer eso.
Desde tan cerca no pude evitar percatarme de lo asombrosamente guapo que era. En las profundidades de mi estómago, algo se revolvió. Asqueada, volví a retroceder.
—¡Claro que puedo! —grité al tiempo que lo rodeaba e iniciaba otra escapada frenética.
Sin dejar de correr, miré hacia atrás. Para mi sorpresa, ninguno de ellos me perseguía. Espoleada, continué huyendo. En mi corazón había cobrado vida una minúscula chispa de esperanza. Estaba a sólo unos metros de distancia del borde de la acera cuando eché otro vistazo a mi espalda.
En aquella ocasión me dio la sensación de que Kaspar soltaba un suspiro exasperado, pero no me permití continuar mirando, pues no quería entretenerme. Estaba a punto de poner los pies en el asfalto cuando tiraron de mí hacia atrás. Una mano me sujetaba por el cuello del abrigo. Me tambaleé, intenté mantener el equilibrio a la vez que luchaba contra la mano que me sujetaba. Di puñetazos, asesté patadas y grité, pero no sirvió de nada… Me retuvo con facilidad.
Me di la vuelta con los ojos ardiendo de indignación y, aparentando mucha más valentía de la que en realidad sentía, proferí una amenaza:
—Tienes diez segundos para soltarme, monstruo, ¡o te daré una patada tan fuerte en los huevos que desearás no haber nacido nunca!
Él volvió a echarse a reír.
—Eres una guerrera, ¿verdad?
Cuando abrió la boca, vislumbré sus colmillos superiores, ambos inmaculadamente blancos. Inmaculadamente blancos y afilados, hasta un punto antinatural.
«Cazar. Cazadores…»
Algún rincón de mi cerebro cayó en la cuenta de que aquello no era normal. De que estaba muy lejos de ser normal, pero, con la misma rapidez, mi parte racional descartó la conclusión a la que mi mente estaba llegando.
Forcejeando de nuevo, traté de acercarme lo bastante para darle una patada, pero me sujetó con más fuerza y me mantuvo firmemente alejada.
—Lo has visto todo. —Sus palabras sonaron escalofriantemente frías. Fue una afirmación, no una pregunta, pero yo la respondí de todas formas.
—¿Tú qué crees? —repliqué, vertiendo en mi tono todo el sarcasmo que fui capaz de reunir.
—Creo que vas a tener que venir con nosotros —gruñó. Me agarró por el codo y comenzó a arrastrarme. Separé los labios, pero él fue más rápido y me tapó la boca con la mano—. Grita y te juro que te mato.
Mientras yo me revolvía y lo mordía, me arrastró en dirección opuesta al truculento baño de sangre que habían provocado aquellos monstruos de piel pálida.