20

Una hora más tarde, el doctor Fell se hallaba sentado con ellos en la biblioteca, junto al fuego. Pero Marjorie no estaba allí, como tampoco, por razones obvias, Bostwick ni Harding. Los demás se habían instalado alrededor de la chimenea en actitudes que Elliot, cuyo cerebro, aunque mortalmente cansado, trabajaba irónicamente, comparaba a las de los personajes de un cuadro holandés.

El doctor Chesney fue el primero en hablar. Había permanecido sentado con los codos sobre la mesa de juego y la cabeza entre las manos; pero ahora se irguió.

—¿Así que fue uno de afuera quien lo hizo? —murmuró—. ¡Ah! Creo que para mis adentros supe en todo momento que era así.

El profesor Ingram habló cortésmente.

—¡Ah!, ¿sí? ¿No nos repetía usted sin cesar que Harding era un muchacho excelente? Por lo menos esta tarde, cuando tuvo usted la buena idea de prestar ayuda a ese casamiento tan magnífico y bonito…

La cara del otro se encendió.

—¿No se da cuenta que me vi obligado a hacerlo? ¡Qué diablos! Me pareció que debía hacerlo. Harding me convenció. Dijo que…

—Dijo una cantidad de cosas —observó el mayor Crow con mesurada brusquedad.

—… y cuando pienso lo que será esta noche para ella…

—¿Le parece? —preguntó el profesor Ingram recogiendo los dados y echándolos dentro del cubilete—. Siempre ha sido usted mal psicólogo, querido amigo. ¿Cree que ella lo ama? ¿Cree que lo ha amado alguna vez? ¿Por qué se imagina que protesté tan enérgicamente contra esa maldita, enfermante ceremonia de esta tarde? —levantó el cubilete y lo sacudió, paseando la mirada del doctor Fell a Elliot y de éste al mayor Crow—. Pero creo, señores, que nos deben una explicación. Queremos saber, como suele ocurrirle a la mayoría de las personas al terminar un cuento, cómo descubrieron que Harding era el asesino y cómo esperan probar su culpabilidad. Tal vez ustedes lo vean claro, pero nosotros no.

Elliot miró al doctor Fell.

—Hágalo usted, doctor —sugirió displicentemente, mientras el mayor Crow aprobaba con la cabeza—. Mi cerebro no está como para eso.

El doctor Fell, con la pipa encendida y un jarro de cerveza junto a él, fijaba meditativamente los ojos en el fuego.

—Tengo muchos remordimientos en este asunto —empezó a decir con una voz que, tratándose de él, era suave—. Y esos remordimientos nacen de que hace cuatro meses lo que yo consideraba una idea disparatada mía era, en realidad, el comienzo de una solución. Será tal vez mejor empezar desde antes del principio para presentarles los acontecimientos en su debido orden, como yo los vi, y para seguirlos conforme se desarrollaron hoy ante nuestros ojos.

»Pues bien, el 17 de junio los chicos fueron envenenados con bombones de la tienda de la señora Terry. Hoy le expliqué al inspector Elliot cuáles eran mis razones para suponer, ya en ese entonces, que el envenenador no había utilizado un medio tan torpe como el de dejar caer un puñado de bombones envenenados en una caja abierta. Pensé mucho más probable que la cosa hubiera sido efectuada mediante algo como una maleta con resorte, lo que habría facilitado el cambio difícil de las cajas abiertas. Pensé que sería mejor buscar a alguien que (digamos que en algún momento de la semana anterior más o menos) hubiera entrado en la bombonería llevando una maleta. Ahora bien, eso nos indicaba inmediatamente a alguien que podía llevar una valija, sin que nadie se extrañara o lo recordara después como cosa poco habitual: digamos el doctor Chesney o el señor Emmet.

«Pero —siguió diciendo el doctor, accionando con su pipa— como se lo hice notar al inspector, existía aún otra posibilidad. Hasta el mismo doctor Chesney o el señor Emmet, si llevaban una maleta, podían haber llamado la atención, en el sentido de que toda cosa habitual también puede llamar la atención. Pero había otro tipo de persona que podía haber entrado ahí llevando una maleta sin que la señora Terry pensara dos veces en ello, ni entonces ni después».

—¿Otro tipo de persona? —inquirió el profesor Ingram.

—Un turista —dijo el doctor Fell.

—Como bien sabemos —prosiguió—, Sodbury Cross tiene un gran movimiento turístico, que es grande durante la mayor parte del año, pero aumenta en ciertas épocas. X o Y o Z, turista y desconocido, pasando por aquí en automóvil, puede haber entrado en el negocio con una maleta, haber pedido un paquete de cigarrillos y haberse esfumado de nuevo, sin que más tarde la tendera pensara en su maleta ni en él. El señor Chesney o el señor Emmet, residentes de aquí, habrían quedado en la memoria de la tendera; X o Y o Z, desconocidos, se habrían borrado de su mente aun antes de presentarse.

»Pero tales deducciones parecían pura y disparatada tontería. ¿Por qué iba a desear un desconocido hacer algo semejante? Un desconocido, un loco criminal, podía haberlo hecho; pero era absurdo que le dijera yo al mayor Crow: “Busque, en toda Inglaterra, a alguien desconocido en Sodhury Cross, a un desconocido sobre el cual no puedo darle el menor dato, que viaja en un automóvil del cual no tengo la menor idea, y que lleva una maleta con trampa que no tengo la menor razón para suponer que exista”. Pensé que mi imaginación se volvía demasiado fantástica; deseché la idea, y esto es lo que ahora recuerdo, echándomelo en cara.

»¿Y qué pasó entonces esta mañana?

»Elliot fue a verme, y con su historia removió esos recuerdos. Yo tenía la carta de Marcus Chesney; había oído hablar del asunto al camarero sordo; y lo que me contó Elliot me sorprendió bastante. Supe por él (Dios sabe si lo supe) que en Italia la señorita Wills se había comprometido con el galán de los ojos dulces, George Harding. No había motivo para sospechar de Harding sólo porque fuera un desconocido. Pero había excelentes razones para sospechar de alguno, de alguno de los componentes de ese grupito cerrado, compacto, aferrado alrededor de Marcus Chesney, de alguno que había logrado introducir el truco del asesinato en un espectáculo cuidadosamente planeado a base de trucos. De modo que empecemos por analizar dicho espectáculo.

»Sabíamos que había sido planeado desde bastante tiempo atrás. Sabíamos (en realidad nos lo metieron bien por los ojos) que era un espectáculo a base de tramoyas, en el cual no se podía creer nada de lo que se veía. Cabía sospechar que las trampas no se limitarían solamente al escenario, sino que se extenderían también al auditorio. Oigan lo que dice al respecto la carta de Chesney. Se refiere a los testigos:

(«No saben lo que se desarrolla sobre el escenario y menos aún lo que acontece en el auditorio. Muéstreles la cosa registrada en blanco y negro después, y le creerán; pero ni aun entonces serán capaces de interpretar lo que ven»).

»Ahora bien, si tratamos de interpretar las adivinanzas contenidas en el espectáculo, encontramos tres puntos contradictorios que exigen una explicación. Son los siguientes:

»a). ¿Por qué en la lista que se disponía a presentarles, insertó Chesney una pregunta totalmente innecesaria? ¿Por qué les contestó que el doctor Nemo era Wilbur Emmet, si inmediatamente después pensaba preguntarles qué altura tenía la persona del sombrero de copa?

»b). ¿Por qué insistió en que todos, esa noche, se pusieran el smoking? No acostumbraban ustedes a vestirse para la comida, pero esa noche, entre todas, lo exigió.

»c). ¿Por qué incluyó en esa lista la décima pregunta? No le dieron importancia mayor a esa décima pregunta, pero a mí me preocupaba. Recuerden que era la siguiente: “¿Quién habló, o quiénes? ¿Qué dijeron?”. Y a continuación agregó una nota, exigiendo la contestación literal de lo arriba escrito. ¿En qué consistía la trampa que había en eso? Parecía estar comprobado por todos los testigos en general que sólo Chesney había hablado en la escena, aunque es verdad que miembros del auditorio susurraron o pronunciaron unas cuantas palabras. ¿Pero dónde estaba la trampa?

»Señores, las contestaciones a los puntos a) y b) me parecieron clarísimas. Les dijo que el doctor Nemo era Wilbur Emmet por la sencilla razón de que el doctor Nemo no era Emmet, sino alguien que usaba el mismo traje de Emmet, pantalones y zapatos de charol. Pero evidentemente esa persona no podía haber sido de la misma altura de Emmet. De lo contrario no hubiera tenido objeto la pregunta: “¿Qué altura tenía la persona que entró por la puerta del jardín?”. De haber tenido dicha persona la altura de Emmet, uno ochenta, y si ustedes hubieran dicho uno ochenta, habrían, al fin de cuentas, acertado. Por lo tanto, tenía que engañarlos con alguien que tuviera varios centímetros de diferencia con Emmet, pero que vistiera de smoking.

»¡Hum! Bueno, ¿dónde encontrar una persona así? Podría haber sido, por supuesto, alguien de afuera. Podría haber sido cualquier amigo de Marcus que viviera en Sodbury Cross. Pero en ese caso la broma resultaba menos ingeniosa. Habría dejado de ser una hábil trampa para convertirse nada más que en una mentira; y no hubiera estado de acuerdo con las palabras: “No saben lo que se desarrolla sobre el escenario, y menos aun lo que acontece en el auditorio”. Si eso significa algo, es que la persona del sombrero de copa era alguien del auditorio.

»E inmediatamente aparece la trama del engaño. Vemos que Marcus Chesney tenía otro cómplice, además de Emmet. Alguien aparentemente ajeno a todo. Un cómplice que está entre el público, como se acostumbra en los espectáculos de prestidigitación. En los veinte segundos de completa, absoluta oscuridad, después que las luces se apagaron, Emmet y su otro cómplice intercambiaron sus puestos.

»El cómplice del auditorio se deslizó por la puerta abierta del jardín en esos veinte segundos de absoluta oscuridad, mientras Emmet entraba a hurtadillas y tomaba su sitio. Fue el otro cómplice, y no Emmet, quien representó el papel de Nemo. Fue Emmet quien durante toda la función estuvo sentado o de pie entre los espectadores. Fue así, señores, cómo planeó Marcus Chesney la ejecución del engaño.

»¿Pero cuál era el miembro del auditorio?». ¿A quién reemplazaba Emmet?

»En este punto el terreno se vuelve agradablemente fácil. Por razones obvias, la señorita Wills no estaba en cuestión. El profesor Ingram tampoco lo estaba por tres razones principales: primero, se hallaba sentado en el rincón más alejado de las puertas de la sala de música que dan al jardín, en el sillón que Chesney le había indicado; segundo, tiene una calva brillante y llamativa; tercero, es muy poco probable que Chesney hubiera elegido como cómplice al hombre que más deseaba engañar.

»¿Pero Harding…?

»Harding mide uno setenta. Tanto él como Emmet son delgados y casi del mismo peso: Harding, setenta y siete kilos, y Emmet, setenta y ocho. Ambos tienen pelo oscuro peinado hacia atrás. Harding se hallaba colocado en el extremo izquierdo… La situación peor para cualquiera que deseaba tomar una vista del escenario; en realidad, una situación ridícula; pero fue allí donde lo instaló Chesney, y a dos pasos de las puertas del jardín. Finalmente, Harding estaba de pie, con una máquina fotográfica apoyada en un ojo, de tal manera que su mano derecha podía naturalmente ocultar ese lado de su cara. ¿Admitido?».

—Admitido —dijo lúgubremente el profesor Ingram.

—Nada era más fácil, psicológicamente hablando, que efectuar ese intercambio. La diferencia de altura no se notaría, porque estaba de pie y los otros dos testigos sentados. Además, Harding dice que estaba «acurrucado», lo cual significa que Emmet estaba acurrucado. Si se engañaron ustedes fue porque las diferencias superficiales de uno y otro podían disimularse muy fácilmente en la oscuridad. Harding es buen mozo; Emmet, espectacularmente feo, pero este detalle no podía percibirse en la penumbra, y menos con la mano en un costado de la cara. Evidentemente, ustedes no tenían por qué concentrarse en esa silueta. Apenas si le dirigieron una mirada; de no ser así, no hubieran podido ver lo que ocurría en el escenario. Declarar que veían tanto a Harding como la escena, sería contradecir los términos. Dicen ustedes que veían a Harding «con el rabo del ojo», y es verdad; lo que veían era una forma y nada más. Veían en ella a Harding, porque creían estar viendo a Harding.

»La oscuridad escondía también otra trampa psicológica en la que, a mi entender, también cayeron ustedes. Dicen que la figura que sostenía la máquina cinematográfica habló en voz alta. Me atrevo modestamente a insinuarles que no pasó nada semejante. El efecto psicológico de la oscuridad en un espectáculo es hacer que las personas, automáticamente, hablen en voz baja. Esos secreteos suenan, sin embargo, como voces comunes; a veces hasta parecen voces muy gritonas, como lo comprobarán ustedes (protestando) si van al teatro y oyen a algún idiota que charla sin parar en la fila de atrás. En realidad, es un susurro, aunque no lo creerían, a menos de oír ese susurro entre la conversación común y poder comparado. Por lo tanto, sugiero que cuando la persona exclamó: “¡Huy! El hombre invisible”, no hizo más que susurrarlo. Por consiguiente, se engañaron ustedes, porque todas las voces parecen iguales cuando hablan en secreto. Y creyeron que era la voz de Harding porque ni por un momento se les ocurrió que podía ser la voz de otro.

»En realidad, para el papel del otro cómplice, Harding es la única elección razonable. Marcus no lo habría elegido a usted, profesor, con quien había discutido la cosa durante años. No lo habría elegido a usted, doctor Chesney, con quien había sostenido la misma discusión toda su vida, aunque el hecho de que su altura, por ser la misma de Emmet, lo excluía automáticamente desde el principio. No. Elegiría al deferente, al adulón George Harding que vivía pendiente de todas sus palabras, que halagaba su vanidad, que daba crédito a sus teorías, y que, sobre todo, era dueño de una cámara cinematográfica muy útil en diversos aspectos.

»Y por aquí nos vemos otra vez en un camino que nos lleva directamente a Harding. Si algo hemos oído repetir constantemente en este caso, es que Harding nunca dejó de demostrar extrema deferencia a Marcus Chesney. Sin vacilar jamás, ni amenguar, ni disentir, es decir, sin desentonar nunca, salvo en lo único en que no debió haber desentonado. Ese espectáculo constituía el orgullo mayor de Chesney. Lo tomaba muy en serio y esperaba que todos hiciesen lo mismo. Pero en uno de sus momentos culminantes, como era la dramática entrada del doctor Nemo por la puerta del jardín, el supuesto Harding aunque se le había recomendado previa y expresamente que guardara silencio, se hizo el gracioso susurrando: “¡Huy! El hombre invisible”. Que se hiciera el chistoso tan repentinamente a expensas de Chesney parecía raro. Podía haber provocado hilaridad. Podía haber estropeado todo el espectáculo. No obstante, el supuesto Harding lo dijo.

»Dentro de un momento les explicaré por qué esa sola frase basta para probar la culpabilidad de Harding. Pero antes les diré cuál fue mi primera deducción; pensé: “Hay algo raro ahí. Ése no puede ser otro que Wilbur Emmet, que ha substituido a Harding entre los espectadores. Y puesto que tampoco a Emmet se le iba a ocurrir hacerse el gracioso a expensas de Chesney… ¡por los dioses del Olimpo!, esa frase estaba también convenida de antemano”. Sus palabras formaban parte del espectáculo; y aquí volvemos a la pregunta: “¿Quién habló, o quiénes? ¿Qué dijeron?”.

»No exagero las cosas, señores. Las cuento tal cual se desarrollaron. Y ese era el hilo de mis pensamientos esta mañana cuando Elliot fue a contarme la historia. Al principio no me atrevía mucho a esperar que el culpable fuera Harding…».

El doctor Chesney miró a todos asombrado.

—¿A esperar —preguntó pestañeando con expresión de sospecha—, a esperar? ¿Por qué era una esperanza para usted que Harding resultara culpable?

El doctor Fell tosió con sonoridad prolongada y profunda.

—Ejem —dijo—. Un lapsus. ¿Prosigo?

»Aun así, cerrando la mente a la consideración del móvil, a toda otra consideración que no fuera la simple mecánica del crimen, era evidente que Harding podía haber interpretado el papel del doctor Nemo.

»Fíjense en nuestro horario. En los veinte segundos de absoluta oscuridad que mediaron entre el momento de apagar las luces y el momento en que Chesney abrió la doble puerta, Emmet pudo haberse deslizado por la puerta del jardín a la sala de música. Pudo entonces tomar la cámara de manos de Harding, quien a su vez salió por la misma puerta y se puso el disfraz del doctor Nemo. La substitución podía efectuarse en dos o tres segundos. Aun así, pasaron cuarenta segundos hasta que el doctor Nemo entró en el escritorio. Eso le facilitaba a Harding un minuto entero para disfrazarse. El profesor Ingram les proporcionará una notable lista de las cosas que pueden hacerse en un minuto.

»Después de treinta segundos de permanencia en el escritorio, Nemo sale. Analicemos ahora el momento en que Harding regresa a su sitio. ¿Cómo coincide esto con nuestro horario?

»Ahora bien, a esta altura de mis deducciones no había visto aún la película. Pero Elliot me repitió el testimonio de Harding. Harding dijo: “Después que ese tipo del sombrero de copa salió de la escena, levanté los ojos, retrocedí y cerré la máquina”. En otras palabras, eso fue lo que hizo Wilbur Emmet (en el papel de Harding). Dejó de filmar en el momento en que el doctor Nemo salió del escritorio. Pero, ¿por qué? Como ustedes saben, el espectáculo no había terminado. Marcus Chesney tenía aún que caer de bruces, en su dramática simulación de muerte, y luego levantarse y cerrar la doble puerta. Con eso Chesney les daba el tiempo suficiente para que volvieran a sus respectivos puestos.

»Parecía evidente que Emmet, después de la partida de Nemo, “retrocedió” inmediatamente (detrás del radio visual de los otros) y se deslizó afuera de la sala de música para encontrarse con Harding. Ese era su plan, el plan de Marcus Chesney. Pero Harding —si mi teoría era correcta— había pensado incluir en él una interesante variación. Acababa de darle a Marcus Chesney una cápsula envenenada. (Naturalmente, nunca hubo más que una sola cápsula. La discusión sobre la existencia de una segunda cápsula es innecesaria. Si estaba convenido de antemano que Harding interpretaría el papel del doctor Nemo, ¿para qué se necesitaba una segunda cápsula? No había más que una: la que previamente le habían dado a Harding y que él había llenado de ácido prúsico). Después de lo cual, Harding estaba listo para poner en ejecución la variante del plan.

»Cuando Nemo desaparece, Wilbur Emmet detiene la filmación y sale por la puerta del jardín de la sala de música. Harding, que necesita pocos segundos para quitarse el disfraz, está esperando. Del otro lado de ese angosto borde de pasto, en la sombra, apoyado contra el tronco de un árbol, hay un hierro que espera desde hace horas. Harding, que ha tirado su disfraz al pie de la puerta del escritorio, aguarda ahora junto a ese árbol. Le hace señas a Emmet para que se acerque. Le toma de las manos la máquina. Señala la casa con silencioso gesto. Cuando Emmet se vuelve, Harding, con la mano envuelta en un pañuelo, lo golpea con el hierro. Luego entra sigilosamente por la puerta de la sala de música antes que enciendan las luces. El tiempo transcurrido, como lo calculó el profesor Ingram, es sólo de cincuenta segundos».

El profesor Ingram hizo sonar los dados en el cubilete. Frunció el ceño, sacudiendo la cabeza.

—Muy justo, lo admito. Tenía suficiente tiempo. ¿Pero no corría ese hombre un riesgo estúpido?

—No —dijo el doctor Fell—. No corría riesgo alguno.

—Pero ¿y si alguien (yo o alguno de los otros) hubiera encendido las luces antes de tiempo? ¿Si las luces se hubieran encendido antes de su entrada en la sala de música?

—Olvida usted a Marcus Chesney —dijo el doctor Fell con tristeza—. Olvida usted que el hombre, prácticamente, planeó su propio asesinato. Más que nadie deseaba él que Harding llegara, sin ser visto, a su sitio antes de encender las luces. Hubiera arruinado su plan, hubiera sido el hazmerreír, si atrapaban a Harding. Era indispensable evitar eso. ¿Recuerda usted, como dije hace un momento, que Chesney prolongó el espectáculo (quedándose sentado ante la mesa durante un rato y cayendo luego de bruces: seguramente era una improvisación de último momento, puesto que no hay preguntas sobre eso en la lista), prolongó el espectáculo después de la desaparición de Nemo? Fue para darle tiempo a Harding. Seguramente Harding le hizo una señal convenida, una tos, por ejemplo, para indicarle a Chesney que ya estaba de vuelta en la sala de música. Entonces Chesney terminó el espectáculo, cerrando las puertas. Harding hubiera podido emplear el tiempo que hubiera deseado para hundirle el cráneo a Emmet. La tarea lo mismo hubiera podido haberle tomado veinte segundos que ciento veinte. Chesney no habría dado término al espectáculo mientras él no estuviera de vuelta.

—¡Maldito sea! —rugió de pronto Joe Chesney, dejando caer el puño cerrado sobre la mesa de juego con tal violencia que el tablero de chaquete saltó—. ¿Así que, sencillamente, jugaba todo el tiempo sobre seguro?

—Sí.

—Prosiga —dijo el profesor con voz contenida.

El doctor Fell resopló.

—Tal era, esta mañana, la situación. Y, como pueden comprender, ansiaba ver esa película… La película que, según mis deducciones había tomado Emmet. Harding, justamente antes de mi primer revés, empezaba a aparecérseme envuelto en curiosos, por no decir siniestros, colores. Era un químico. Podía haber fabricado ácido prúsico en cualquier momento. De las personas incluidas en el caso, era el único que podía conocer la forma de ponerse y sacarse en un instante los guantes de goma. No sé si han hecho ustedes la experiencia. Es bastante fácil ponerse esa clase de guantes, siempre que estén empolvados por dentro. Pero quitárselos apresuradamente es casi imposible si se desconoce el modo de hacerlo. No se sacan tirando de los dedos como se hace con los guantes comunes; de ese modo sólo se consigue romper el guante o tironear de los dedos mientras uno lanza imprecaciones. Es menester enrollarlos desde la muñeca. Y así fueron encontrados éstos: prolijamente enrollados. Yo demostré por ellos un interés que pareció sorprender al inspector Elliot.

»La imagen de Harding en el papel de asesino se diseñaba en mi mente cada vez con mayor claridad y firmeza antes aun de haber visto la película. Y se tornó evidente a raíz de la conversación que Elliot sostuvo con la señorita Wills en el cuarto del piso alto de la farmacia de Stevenson. Yo escuché esa conversación, señores. La escuché sin dignidad y sin sentir vergüenza. Entre el dormitorio y la sala, colgada en el vano de la doble puerta, había una sábana, y detrás de esa sábana, en el dormitorio (si pueden imaginarme en esos manejos), estaba yo, espiando.

»Hasta ese momento, nada sabía de Harding, salvo lo que me había contado Elliot. Pero ahora, ¡diablos!, empezaba a saber algo. Elliot me había asegurado que Harding no había oído mencionar a Sodbury Cross hasta que conoció a la señorita Wills en el viaje por el Mediterráneo. Y me enteré, que por el contrario, conocía a Marjorie desde hacía mucho tiempo; que la conocía desde antes del envenenamiento de los bombones, y que ella solía ir a Londres a verlo. Por favor, no se sorprendan tanto, señores —dijo el doctor con cierta dureza—, y domine, doctor Chesney, cualquier impulso de arrojarme por la cabeza esas tenazas de la chimenea. Hasta las criadas lo saben. Pregúnteles.

»Pero lo más interesante, en realidad, fue que logré penetrar los dos aspectos del carácter del señor George Harding. No se le podía culpar, naturalmente, por el hecho de que tomase un camino tan torcido para ocultar a la familia sus relaciones con Marjorie, aunque fuera una forma demasiado complicada. No podía culparlo por eso. Pero podía culparlo, y el inspector Elliot lo hubiera matado, por el hecho de haber sugerido melosamente a Marjorie que necesitaba vacaciones, que le vendría bien un viaje al extranjero y que ella le pagara los gastos del viaje, mientras él trababa conocimiento con la familia. Pero eso no era todo. Señores, yo estaba en el dormitorio del farmacéutico y sentí (si pueden creerlo) que enmudecía de asombro. Veía visiones y oía voces. Me pareció oler los rizos perfumados de Wainewright. Me pareció que el espectro de Warren Waite estaba allí sentado en la silla de hamaca. Me pareció ver del lado de afuera de la ventana, como fantasmas precursores de muerte, los ojos magnéticos de Richeson y la enorme cabeza calva de Pritchard.

»Pero había algo más en todo esto. Fuera lo que fuera, George Harding era, indudablemente, un magnífico actor. Ahora bien, yo estaba enterado de aquella pequeña escena en Pompeya. Un momento: no importa cómo lo supe. Pero si lo que yo acababa de saber al escuchar la conversación de la farmacia era verdad, ¡piensen lo que significaba aquella escena pompeyana! Piensen en Harding, inocente, fiel, heroico, allí entre ustedes, dejándoles hablarle a él de Sodbury Cross. Recuerden la forma en que introdujo el tema de los envenenadores, y los azuzó a ustedes diciéndoles: “Supongo que en esa época era fácil envenenar impunemente al por mayor”, hasta que le contaron todo. Recuerden su sorpresa manifiesta, la forma en que se apresuró a guardar la guía, pidiendo disculpas, confundido, cuando se dio cuenta que había iniciado, torpemente, un tema escabroso. Recuerden…

»Bueno, no es menester insistir. Pero que esa escena les quede en la mente como una especie de símbolo de todo lo que ocurrió después. Constituye un pequeño esquema nítido de la mentalidad de Harding. Porque frente a la completa y minuciosa hipocresía de todo lo que dijo e hizo allí, frente a la forma en que incitó, sonsacó y fingió, lo vi, entre mi grupo de fantasmas, recibido con placer junto al bienaventurado Willie Palmer.

»Trataré de ser menos metafísico. Vimos después la película: y eso fue concluyente. Ante la gravedad del desliz, comprendí que en ese instante Harding se había sentenciado.

»Todos ustedes han visto la película. Pero todos, la primera vez que la vimos, hemos tendido a pasar por alto una cosa. Y es la siguiente. Si aceptábamos lo que nos contaba Harding, si admitíamos que él había tomado las películas, si creíamos en su coartada y no sospechábamos que en eso hubiera tramoya, admitiendo todo esto, esa película constituía el ángulo visual de Harding durante el espectáculo.

»¿Me siguen? —inquirió el doctor Fell con extremada seriedad—. Esa película constituía lo que él vio, y nada más que lo que vio. Era su versión de lo que había ocurrido en el escritorio. Era como si tuviéramos el registro del cuadro grabado en su mente. Por consiguiente, nosotros veíamos sólo lo que Harding había visto.

»Ahora bien, según las declaraciones de los otros testigos y del mismo Harding, ¿qué había ocurrido? Volvamos al comienzo del espectáculo de Chesney. La grotesca figura con el sombrero de copa entra por la puerta del jardín. Al adelantarse Nemo, Harding susurra: “¡Huy! El hombre invisible”; y la figura se vuelve y mira al auditorio.

»¿Pero qué vemos en la película? Vemos que la figura no aparece en ella hasta el instante en que se vuelve y nos mira. Aparece, se vuelve, y es ésta nuestra primera visión del doctor Nemo. El movimiento que hace al mirarnos se produce, sin duda alguna, justamente después que Harding ha dicho: “¡Huy! El hombre invisible”, porque en ningún otro momento Nemo se volvió a mirar al auditorio. ¿Cómo diablos, entonces, pudo Harding pronunciar esas palabras tan apropiadas, o palabra alguna? Porque hasta ese momento no veíamos al hombre invisible, y por consiguiente tampoco podía verlo él.

»No veía las puertas del jardín. Se hallaba instalado demasiado a la izquierda. Por la misma razón, tampoco nosotros las veíamos. No pudimos ver la figura cuando entraba; no la vimos hasta que se dio vuelta a mirarnos. ¿Entonces cómo, pregúntense, podía Harding saber qué aspecto tenía el doctor Nemo? ¿Cómo pudo dar esa excelente definición del doctor Nemo antes que éste hubiera ni siquiera entrado en su radio visual?

»Y la contestación no es complicada. Fuera quien fuera el que estaba allí agazapado con la cámara, esa persona era cómplice del espectáculo, conocía de antemano el aspecto del doctor Nemo, le habían indicado las palabras que debía susurrar, y al ver que Chesney volvía la cabeza hacia la puerta, había creído llegado el momento, y las había murmurado unos segundos antes de lo debido, cuando ya los otros veían al doctor Nemo, pero él todavía no. Puesto que Harding juró luego, por lo más sagrado, que había pronunciado esas palabras, era por consiguiente un cómplice, fuera él o fuera Emmet quien había tomado la película. Lo que venía a confirmar mi creencia anterior de que Emmet había tomado la película, y Harding interpretado la parte del doctor Nemo.

»Cuando hoy temprano pasamos la película, sentía ganas de gritar y anunciarles mi descubrimiento. Ya, en este sentido, no pude dejar de emitir algunas exclamaciones significativas cuando el mayor Crow tropezó con la verdad al decir que Marcus Chesney había, en realidad, planeado la forma de su propio asesinato. Era verdad, aunque Crow aplicaba su afirmación a otra cosa. Pero en ese preciso instante, mi construcción se desmoronó por completo.

»Pudimos observar muy claramente al doctor Nemo en la película.

»Y tenía un metro ochenta de altura.

»No sólo medía un metro ochenta, sino que su modo de andar lo identificó positivamente como Wilbur Emmet.

»Y recibí un golpe en el plexo solar del cual tardé varias horas en reponerme.

»Les recomiendo la virtud de la humildad. Es una virtud refrescante. Tan seguro me sentía de tener razón que no sólo construía mi torre sino que añadía cemento a los ladrillos para mantenerlos pegados. Sólo a la tarde, cuando encontramos ese envase de cartón de la lámpara “Photoflood” en el cajón del cuarto de la señorita Wills, volví a darme cuenta por la centésima vez que habíamos sido engañados por otra de las ingeniosas tretas de Chesney. Era la última, pero, gracias a ella, el plan de Harding había resultado triplemente seguro.

»Naturalmente, hacía rato que cierto detalle nos tenía en ascuas. Sin detenernos por el momento a averiguar quién era el asesino, fuera quien fuera, ¿por qué no había destruido la película? Había tenido amplia oportunidad de hacerlo, sin ser visto. La película estaba ahí en un cuarto vacío, a disposición del primero que llegara. Cualquiera, en cinco segundos, podía anularla con sólo exponerla a la luz. Ningún asesino, ni siquiera un loco, querría que la justicia se concentrara en el análisis de un film sobre su persona en el momento de cometer el crimen. Pero nadie había tocado la película. Si desde el primer momento hubiera yo tenido la inteligencia de interpretar tan clara indicación, habría comprendido que se habían esmerado en metérnosla por los ojos, porque de ningún modo era la película del verdadero asesino.

»Era, en realidad, la película de un ensayo que Chesney, Emmet y Harding habían realizado esa mañana, la mañana del día del espectáculo con Emmet en el papel de doctor Nemo.

»La lámpara especial los descubrió. Esa lámpara había despertado mi curiosidad, pero me tenía completamente perplejo. Lo que más me intrigaba era el relato que me hicieron del asombro evidente de la señorita Wills cuando le dijeron que se había quemado la lámpara. ¿Por qué se había asombrado tanto? La cuestión tal vez no tenía importancia, pero era justamente una de esas coincidencias que mueven el pestillo cuando la puerta está obstinadamente atascada. Ella había comprado la lámpara esa mañana. No se había usado hasta la noche. ¿Cuánto tiempo había estado encendida durante esa velada?

»Costaba poco averiguarlo. El espectáculo de Chesney comenzó (grosso modo) alrededor de las doce y cinco. La lámpara estaba encendida. Siguió encendida hasta que la policía llegó a las doce y veinticinco. A esa hora, ¿recuerdan?, la apagaron. Esto nos da, para empezar, veinte minutos. La encendieron otra vez durante breves instantes cuando la policía efectuó un rápido examen del cuarto, antes que los interrumpiera usted, profesor. A los pocos minutos, menos de cinco en todo caso, volvieron a apagarla. La tercera y última vez que la encendieron fue cuando llegaron el médico forense y el fotógrafo. Ahí también el lapso fue corto, apenas lo suficientemente prolongado para que Elliot le explicara al mayor Crow la cuestión de la maleta con resorte y examinaran el reloj de la chimenea; luego se quemó. Digamos cinco minutos más.

»Aunque admitamos que estas horas son aproximadas, la discrepancia es demasiado grande: esa lamparilla se quemó después de sólo media hora de uso, en total. Y Stevenson, el farmacéutico, me aseguró que esas lámparas duran bastante más de una hora.

»Se quemó después de media hora porque la habían usado anteriormente, ese mismo día, más temprano.

»Esa sencilla realidad me saltó a la vista cuando encontré el envase en el cajón. La señorita Wills había comprado la lámpara por la mañana y la había guardado allí. Ella no la había usado, porque supimos por las criadas que se había ido por la mañana a casa del profesor Ingram, permaneciendo allí hasta la tarde; en todo caso, nos han repetido una y otra vez que a ella nunca le ha interesado la fotografía.

»Debíamos suponer, en realidad, que nadie la había utilizado hasta el momento en que Pamela recibió la orden de subir a buscarla, a las doce menos cuarto de la noche. Pero, como ya lo he demostrado, no podía ser así. Y había otra razón más para suponerlo. Encontramos el envase de cartón. Ahora bien, si cuando Pamela subió a buscar la lámpara ésta hubiera estado en una caja aún sellada, la habría llevado con caja y todo. Pero no hizo eso, llevó solamente la lámpara. Lo cual significaba que la caja ya había sido abierta; lo cual significaba que la lámpara se hallaba suelta en el cajón o dentro de una caja abierta.

»Podíamos dar por establecido que Chesney, Emmet y Harding habían hecho ensayos largos y minuciosos para este pequeño espectáculo. La cosa tenía que desarrollarse sin una falla. Y la cuestión era: ¿cuándo realizaron el ensayo? Evidentemente a mediodía. Chesney había mandado comprar la lámpara por la mañana. La señorita Wills se ausentó después, y como usted, doctor, no vive aquí, no había razón para que estuviera presente. Pero es seguro que Harding estaba: lo supimos por la criada.

»¿Advierten ustedes ahora la naturaleza del truco, de la broma final de Chesney, de su última treta destinada a los testigos? Iba a engañarlos aún después de terminada toda posible tramoya. Al hacer que Harding sacara de antemano una película del espectáculo (de un espectáculo que en varios detalles sutiles sería completamente distinto del verdadero), escondía en la manga uno de los ases de la baraja. Les diría: “Y bien, ya me han dado sus respuestas. Ahora vean lo que realmente pasó. La cámara no puede mentir”. Pero la cámara podía mentir; porque era Emmet quien interpretaba la parte de Nemo, y las palabras que Chesney pronunció eran totalmente distintas, aunque aproximadamente el mismo el número de sus sílabas. Tengo la vaga impresión de que este fraude fue realizado en mi honor. Como ustedes saben, Marcus iba a invitarme dentro de unos días a presenciar su demostración. Pensaba entonces decirme a mí también: “Mire usted ahora la película que tomamos de esto mismo la otra noche”. Y, probablemente, me hubiera engañado a mí también, mientras él, locamente divertido, me diría desde la pantalla: “No me gusta usted, doctor Fell”. Puede decirse que casi lo admite en su carta. “Muéstreles después la cosa registrada en blanco y negro, y le creerán; pero ni aun entonces serán capaces de interpretar lo que ven”.

»Hacemos el trueque de esas películas fue la única equivocación grande y aplastante que cometió George Harding. Tenía, naturalmente, cámaras duplicadas. Dejó que Emmet tomara la película con una de esas cámaras, y gentilmente nos dio a nosotros la otra con la otra película. Probablemente les complacerá saber que Bostwick ha encontrado la otra cámara, escondida en su cuarto, con la película del crimen milagrosamente intacta; y ese pedacito de pura vanidad lo llevará a la horca.

»La solución de las dos películas nos proporcionó la respuesta final y remachó el clavo. Durante bastante tiempo me había sentido vagamente intrigado por lo siguiente: ¿el hecho de que George Harding hubiera estado situado tan a la izquierda se debía solamente a su deseo de hallarse cerca de la puerta del jardín? Existía otra razón. No se había colocado en forma de poder sacar la puerta del escritorio por donde aparecería Nemo, porque no se atrevía a hacerlo aparecer en la película. Hubiera puesto de manifiesto la luz del día, cuando filmó el ensayo, resplandeciendo a través de la puerta cuando entrara Nemo. Las puertas del jardín dan al Oeste, y ayer fue un día brillante de sol. Así que tuvo que situarse a un costado, y Emmet, para tener el mismo ángulo, tuvo que hacer lo mismo durante el espectáculo nocturno. Cuando súbitamente el inspector Elliot comprendió lo que pasaba, debido a mis preguntas sobre la lámpara especial, cayó también en la cuenta del significado de lo que podríamos llamar La Posición Fotográfica Zurda; y la verdad apareció con gran claridad y nitidez».

Elliot lanzó un gruñido. El doctor Fell, cuya pipa se había apagado, vació de un trago su jarro de cerveza.

—Haremos ahora un resumen del asunto bastante penoso de George Harding y Marjorie Wills.

«Harding planeó hace unos meses una serie de crímenes a sangre fría, inteligentes y bárbaros, con un único móvil: ventajas materiales. Como primer medida pretendió demostrar que fuera quien fuera el asesino de Sodbury Cross, no podía ser George Harding. Su método de ataque no era nuevo. Ha sido puesto en práctica con anterioridad. Continuamente han traído ustedes a colación el caso de Christiana Edmunds en 1871. Le dije a Elliot que esa historia encerraba una moraleja. Pero algunos de ustedes me han discutido el caso, negándose persistentemente a ver dicha moraleja. La moraleja no es: cuidado con las mujeres que persiguen a un médico. La moraleja es: cuidado con la persona que envenena al azar a personas inocentes sólo para demostrar que no puede ser ella quien envenena. Eso fue lo que hizo Christiana Edmunds; y eso fue lo que hizo George Harding.

»En su desmedida vanidad, una vanidad comparable a la de Palmer o Pritchard, creyó que podría hacer exactamente lo que quería con Marjorie Wills. Reconozco que tenía razones para suponerlo. Una mujer que paga los gastos de unas vacaciones que duran varios meses, puede con justicia ser calificada de indulgente y hasta de ciegamente enamorada; y si en algo eso puede consolarlo, será el esposo legal de una mujer acaudalada hasta que el verdugo lo mande al otro mundo.

»Marcus Chesney era un hombre muy rico y la señorita Wills su heredera. Pero hasta que Chesney muriera (un hombre de fibra en todo sentido) difícilmente podía esperar Harding tocar un solo penique de su dinero. Lo sabía desde el principio, y tengo entendido que Chesney no le dejó la menor duda al respecto. Harding deseaba, sinceramente, lanzar en gran escala su nuevo procedimiento de electroplatinado; no dudo que ha de ser un procedimiento espléndido, aunque es distinto del tratamiento eléctrico que a mí me gustaría que le aplicaran a él. Se creía un gran hombre que necesitaba “conseguir eso”; por lo tanto, Marcus Chesney debía ser eliminado.

»Sospecho que éstos eran sus pensamientos desde que conoció a Marjorie. En consecuencia, “introdujo” en Sodbury Cross un envenenador del modo que ustedes conocen. Una visita al negocio de la señora Terry, con cualquier clase de disfraz, le daría una idea del local y de la colocación de las cajas de bombones; otra visita, efectuada días después le permitiría intercambiar las cajas. Usó estricnina por una razón premeditada; es uno de los pocos venenos que un químico de laboratorio no usa. No sabemos aún dónde la compró, pero no es raro que la policía no encontrara esa pista: nunca habían oído nombrar a George Harding».

—Gracias —dijo el mayor Crow.

—Ignoramos cuál sería su plan original para eliminar a Chesney. Pero como caída del cielo, como regalada, se le proporcionó la oportunidad de envenenar a Chesney con el apoyo y la cooperación de la propia víctima. Además, como Chesney había adivinado la forma en que habían sido cambiadas las cajas de bombones, Harding tenía que apresurarse. Para colmo de ironía, ni por un instante Chesney sospechó de Harding. Y éste no podía permitir que Marcus fuera más lejos en sus averiguaciones: podía descubrir demasiado. Otra cosa preocupaba a Harding. Para llevar a cabo el crimen en esa forma, tenía que emplear un veneno que matara casi instantáneamente, paralizando las cuerdas vocales de la víctima, para que no pudiera hablar. Eso significaba que tenía que recurrir a uno de los cianuros; él trabajaba con cianuro de potasio y las sospechas se dirigirían inmediatamente hacia él.

«Solucionó la cosa con extraordinaria habilidad Esta tarde les manifesté mi sentimiento al asegurarles que Harding no había sacado veneno de su laboratorio. Era verdad. Lo fabricó aquí. Esta casa, ustedes lo habrán notado, y particularmente sus alrededores, están como habitados por un suave olor a almendras amargas. La única dificultad que existe para esconder en cualquier parte una cantidad de ácido prúsico es ese olor que despide aunque esté tapado; pero ese olor nunca llamaría la atención en Bellegarde, a menos que alguien aspirara profundamente un frasco abierto que lo contuviese. De suerte que fabricó su ácido prúsico, y deliberadamente, dejó cierta cantidad guardada en el botiquín del cuarto de baño. Hizo eso para poder indicarles a ustedes lo fácil que resultaba a cualquiera que tuviera el menor conocimiento de química, componer ácido prúsico, e insinuar que alguien quería echar sobre él las sospechas. No me cabe duda que les hizo sobre esto una explicación excelente».

—Así es —dijo el mayor Crow.

—No creo que al principio tuviera la idea de hacer recaer las sospechas sobre Marjorie. Hubiera sido una tontería y un peligro. Quería conseguir el dinero de la muchacha, pero con toda seguridad no deseaba verla arrestada. La casualidad, sin embargo hizo recaer sobre ella las mayores sospechas, y Harding encontró la forma de usar de eso en provecho propio. Porque empezaba a alarmarse por algo muy distinto: la muchacha se enfriaba.

«Todos lo advirtieron. Desde hacía algunas semanas su entusiasmo disminuía. Ya no miraba a su galán con ojos encantados; tal vez había alcanzado a vislumbrar en una o dos ocasiones el alma de su novio; tendía a contestarle con aspereza, y hasta pensó en el suicidio. Aunque en la plenitud de su vanidad, Harding no podía dejar de entrever vagamente lo que ocurría. No podía perderla ahora, o se vería en el caso de arriesgarse terriblemente para nada, y eso era un mal negocio. Cuanto antes la decidiera a casarse, mejor para él.

»Lo consiguió mediante una combinación de ternura y terror. El asesinato de Wilbur Emmet, parte necesaria del plan, lo cometió con una jeringa de inyecciones que le robó a usted, doctor Chesney. Y al día siguiente la colocó en el doble fondo del alhajero de Marjorie. La muchacha ya estaba medio enloquecida de miedo, y sin desperdiciar la menor oportunidad, Harding había provocado en ella un estado tal que Marjorie deseaba aferrarse a su novio, aunque sólo fuera por el alivio simple y puro de dejar que alguien se encargara de sus preocupaciones. Con ese último hecho, al esconder la jeringa en el alhajero, consiguió su objeto. Ella misma nos ha dicho que se casó para salvarse de ser arrestada por asesinato. No me cabe duda que Harding le recalcó muchos detalles, entre ellos que la policía podría descubrir sus visitas a su laboratorio y saber que había podido procurarse veneno; pero que si la arrestaban estando casados, no tendría él que declarar contra ella como testigo. Señores, cuando uno se detiene a considerar la suave, tranquila, absoluta, deslumbrante insolencia con que encaró el asunto…».

El doctor Fell calló con una especie de sobresalto culpable; el mayor Crow le lanzó un violento chistido; y todos clavaron los ojos en el fuego con extrema turbación.

Marjorie acababa de entrar.

Elliot nunca hubiera creído que su rostro pudiera empalidecer de ese modo ni sus ojos adquirir tanto brillo. Pero sus manos no temblaban.

—No se preocupen —dijo—. Continúen, por favor. He estado oyéndolos desde la puerta desde hace cinco minutos. Quiero saber.

—¡Ah! —dijo el mayor Crow. Se levantó de un salto y muy solícito le preguntó—: ¿Quiere que abra la ventana? ¿O un cigarrillo? ¿O coñac? ¿O algo?

—Toma este almohadón —insistió el doctor Chesney con gravedad.

—Creo, querida Marjorie, que si se recostara… —empezó a decir el profesor Ingram.

Ella les sonrió.

—Estoy muy bien —dijo—. No soy tan frágil como ustedes creen, ni mucho menos. Y el doctor Fell tiene razón. George hizo todo eso. Para asustarme hasta utilizó los libros sobre química que hay en mi cuarto. Los compré para enterarme del trabajo que él hacía y ayudarlo; pero me preguntó qué pensaría la policía si los encontraba allí. Lo peor es que sabía… sabía lo que sabía el inspector Elliot: que intenté comprar aquel cianuro de potasio en Londres…

¿Qué? —rugió el mayor Crow.

—¿No está usted enterado? —Marjorie lo miraba con asombro—. Pero…, pero el inspector dijo…, por lo menos me insinuó…

Esta vez Elliot se sonrojó tan violentamente que todos lo advirtieron.

—Comprendo —observó el mayor cortésmente—. No hablemos de eso.

—Y… y llegó hasta decirme que podrían sospechar una intervención mía en el espectáculo durante el cual mataron a tío Marcus. Me dijo que sabía que tío Marcus había escrito una carta al doctor Fell y que en la carta le decía que me observara…

—Es cierto —dijo el doctor Fell—. «Jugaré limpio y le daré un dato: observe de cerca a mi sobrina Marjorie». Por eso me abstuve cuidadosamente de mostrar la carta al impresionable superintendente Bostwick mientras no pudiera demostrar quién era el culpable; no hubiera servido más que para hacerle errar la pista. Lo único que su tío pretendía era engañarme, como trató de engañarlos a ustedes, diciéndoles que el doctor Nemo era Wilbur Emmet. ¡Pero el efecto que esa carta le hubiera producido a Bostwick…!

—Por favor, espere —rogó la muchacha apretando los puños—. No crean que voy a desmayarme porque me digan la verdad. Cuando vi a George esta tarde, es decir, cuando él creyó que lo habían matado, me inspiró un desprecio tan grande que casi me sentí mal. Pero eso es lo que quiero saber. ¿Ese balazo fue nada más que un accidente?

—¡Ojalá no lo hubiese sido! —dijo el doctor Chesney con voz atragantada—. ¡Ojalá no lo hubiese sido! Me hubiera gustado meterle una bala en los sesos a ese inmundo. Pero fue nada más que un accidente. Juro que no sabía que había una bala en ese revólver.

—Pero el doctor Fell dijo…

—Discúlpeme —interrumpió el doctor Fell, con un gesto de malestar—. Ni una sola vez en todo este asunto, lo sostengo, la he engañado con palabras, actitudes o insinuaciones; pero en aquel momento tuve que engañarla. Había demasiados oídos rondando por ahí. Me refiero en particular a la astuta Pamela y a la no menos astuta Lena, cuyas orejas escuchaban detrás de la puerta; y era mucho alboroto en público. La evidente simpatía de Lena por Harding la hubiera hecho correr a contarle todo lo que yo dijera, y si Harding se enteraba de mis dudas sobre un atentado criminal, se sentiría tan seguro como nunca lo había soñado en sus sueños de felicidad.

—Gracias a Dios —dijo la joven—. Temía que fueras tú.

—¿Yo? —preguntó el doctor Chesney.

—El asesino, quiero decir. Naturalmente, al principio pensé que podía ser el profesor Ingram…

Los ojos suaves del profesor se agrandaron.

—Me sorprende mucho —declaró—. Me siento muy halagado, pero ¿por qué?

—¡Oh!, por sus conversaciones sobre el crimen psicológico perfecto. Además, cuando fui a su casa y me quedé allí toda la tarde y le pregunté qué opinaba de mi casamiento con George, y usted me hizo el psicoanálisis y me aseguró que yo no lo amaba, que no era mi tipo… bueno, no sabía qué pensar. Pero tenía razón. Tenía razón. Tenía razón.

El doctor Fell pestañeó, volviéndose hacia el profesor.

—¿Le hizo el psicoanálisis? —preguntó—. ¿Con qué tipo de hombre debería casarse?

La cara de Marjorie se encendió.

—Nunca —dijo entre dientes—, nunca quiero ni ver a otro hombre en toda mi vida.

—Excluyendo a los presentes, espero —dijo el profesor Ingram, con tono reconfortante—. No podemos permitir que adquiera una neurosis. Siempre he pensado que, en una comunidad bien ordenada, una neurosis de esa clase debería curarse con los mismos métodos que se emplean para los aviadores que caen sin herirse. Para que recobren el valor, se les manda subir inmediatamente a otro avión. ¿Su tipo? Diría, después de reflexionar, que es aquél cuyas inhibiciones corresponden a…

—¡Oh!, tonterías —dijo el mayor Crow—. Su tipo es un policía. Bueno, cuando esto se arregle, les prometo, les doy mi palabra de honor, que no intervendré para nada en el caso. Es definitivo. Pero lo que yo digo es…

—FIN —