Elliot detuvo su automóvil frente a la puerta de Bellegarde. Se hallaba repleto, a pesar de que Bostwick y el mayor Crow venían detrás en otro coche. El doctor Fell llenaba la mayor parte del asiento trasero, el resto del cual estaba enteramente ocupado por la caja grande que había llevado Stevenson, de acuerdo con las instrucciones recibidas. En el pescante, sentado junto a Elliot, se hallaba Stevenson en persona, fascinado al parecer, pero nervioso.
Bueno, todo estaba por terminar. Elliot tiró del freno de mano y miró el frente iluminado de la casa.
Pero antes de llamar la campanilla aguardó a que los demás llegaran. Era una noche fría, con una leve neblina.
Marjorie les abrió la puerta. Cuando vio sus semblantes oficiales, miró rápidamente hacia atrás.
—Sí, recibí su mensaje —dijo Marjorie—. Estamos todos aquí esta noche. Aunque, de todos modos, no hubiéramos salido. ¿Qué pasa?
—Sentimos mucho, señorita —dijo Bostwick—, interrumpir su noche de bodas —era evidente que no podía dejar de hablar de lo mismo: ese casamiento se había convertido para él en una especie de obsesión—. Pero no la molestaremos demasiado rato, y luego la dejaremos con…
Se interrumpió, murmurando entre dientes, al ver la mirada fría e iracunda que le dirigía el mayor Crow.
—Superintendente.
—¿Señor?
—Los asuntos privados de esta señora no necesitan ser discutidos. ¿Me entiende? Gracias —aunque el mayor no se sentía cómodo, trató de hablar jovialmente a Marjorie—. Sin embargo, en una cosa Bostwick tiene razón. Nos mandaremos mudar en cuanto sea posible. ¡Ja, ja, ja! Sí. Definitivamente. ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah, sí! ¿Puede conducirnos adonde están los demás?
Evidentemente el mayor no era, ni mucho menos, un actor. Marjorie lo miró, miró la caja grande que Stevenson sostenía de la manija, y no dijo nada. Estaba muy sonrosada, se notaba que había bebido coñac en la comida.
Encontraron el mismo ambiente en la biblioteca adonde ella los llevó. Estaba situada en el fondo de la casa y era un cuarto agradable, convencional, con estanterías de libros y una chimenea grande de piedra rústica. Un fuego de leños brillaba agradablemente en el hogar. Sobre la alfombra, junto a la chimenea, habían instalado una mesa de juego, y el doctor Chesney y el profesor Ingram jugaban una partida de chaquete. Cómodamente instalado en un sillón, Harding leía un diario, con la cabeza erguida y en posición poco natural debido a los vendajes que tenía en la nuca.
Tanto el doctor Chesney como Harding estaban algo bebidos. El profesor Ingram se mostraba fría y naturalmente sobrio. Sólo unas lámparas de bridge iluminaban el cuarto, en el que hacía mucho calor y estaba impregnado de olor a café, a cigarros, y al coñac que había en varios vasos grandes, especiales. Abandonaron toda apariencia de jugar al chaquete, aunque el profesor Ingram seguía haciendo rodar distraídamente los dados sobre el tablero.
Poniendo las manos de plano sobre la mesa, el doctor Chesney se volvió hacia los recién llegados, escudriñándolos con su cara pecosa y enrojecida.
—Bueno —refunfuñó—. ¿Qué pasa? Terminen de una vez.
Ante una señal del mayor Crow, Elliot se hizo cargo de la explicación.
—Buenas noches a usted, señor. Y a usted. Y a usted. Creo que todos han conocido al doctor Fell alguna vez. Y todos, por supuesto, conocen a Stevenson.
—Lo conocemos —dijo el doctor Chesney, mirándolos aún de soslayo y tratando de dominar su voz enronquecida por el coñac—. ¿Qué es eso que trae ahí Hobart?
—Una proyector —contestó Elliot, y dirigiéndose al profesor Ingram, añadió—: Hoy, señor, se mostraba usted muy ansioso por ver la película registrada durante la demostración del señor Chesney. Propongo, si no tienen inconveniente, que todos la vean. Stevenson ha consentido amablemente en traer el aparato y todo lo necesario, y estoy seguro que no se opondrán a que instalemos eso aquí —hablaba con el modo que el superintendente Hadley le había inculcado—. Comprendo que no ha de ser muy agradable para ustedes verla, y les pido disculpa. Pero les aseguro que será una ayuda, tanto para nosotros como para ustedes, si aceptan verla.
Se oyó el ruido seco y leve de los dados que el profesor Ingram hacía rodar por el tablero. El profesor les echó un vistazo para verificar el resultado, levantó los ojos y miró a Elliot.
—Ya, ya —murmuró.
—¿Cómo dice?
—Vamos, hombre —replicó el profesor Ingram—. Juguemos limpio. ¿Es esto —volvió a echar los dados—, es esto una especie de reconstrucción en el estilo de la policía francesa? ¿El infeliz culpable no podrá menos que gritar y confesar su crimen? No diga tonterías, inspector. En nada los ayudará, y es un mal procedimiento psicológico; por lo menos en el caso presente.
Su tono era superficial, pero había seriedad debajo de sus palabras. Elliot sonrió y sintió alivio cuando vio que el profesor Ingram también sonreía. Se apresuró a tranquilizarlo.
—No, señor; palabra de honor, no se trata de eso. No pretendemos atemorizar a nadie. Sólo queremos que todos ustedes vean la película. Queremos que la vean para que se convenzan…
—¿De qué?
—… para que se convenzan de quién era en realidad el doctor Nemo. Hemos estudiado cuidadosamente esa vista, y si observan ustedes con detenimiento lo que hay que observar, comprobarán quién mató al señor Chesney.
El profesor Ingram echó los dados en el cubilete, lo sacudió y volvió a tirarlos sobre el tablero.
—¿Así que la vista lo denuncia, eh?
—Sí. Así lo creemos. Por eso deseamos que todos vean la película, para verificar si están de acuerdo con nosotros: como estamos seguros que ocurrirá. Se ve clarísimo en la vista. Lo advertimos la primera vez que pasamos la película, aun cuando no nos dábamos cuenta de lo que veíamos; pero creemos que ustedes lo notarán en seguida. Y en ese caso, naturalmente todo será muy sencillo. Nos disponemos a efectuar un arresto esta noche.
—¡Santo cielo! —exclamó Joe Chesney—. ¿Quiere usted decir que van a tomar preso a alguno y a ahorcarlo por esto?
Hablaba con una especie de sorpresa simple, como si acabara de oír algo asombroso, cuya posibilidad todavía no se le había ocurrido, y su rostro se encendió aún más.
—Eso lo decidirá el jurado, doctor. ¿Pero tiene algún inconveniente? ¿De ver la vista, quiero decir?
—¿Eh? No, no; de ninguna manera. Para decirle la verdad, deseo verla.
—Y usted, señor Harding, ¿tiene algún inconveniente?
Harding se introdujo nerviosamente los dedos dentro del cuello, deslizándolos hasta tocarse la venda. Se aclaró la garganta, tomó la copa de coñac que tenía junto a él y la apuró de un trago.
—No —declaró—. ¿Es… es una buena vista?
—¿Una buena vista?
—Clara, quiero decir.
—Bastante clara. ¿Tiene algún inconveniente, señorita Wills?
—No, claro que no.
—¿Es necesario que ella la vea? —preguntó el doctor Chesney.
—La señorita Wills —dijo lentamente Elliot— es, precisamente, quien tiene que verla, aunque nadie más la viera.
El profesor Ingram echó a rodar nuevamente los dados y contempló los puntos con desgano.
—En lo que me concierne, me siento inclinado a enojarme por esto. Estaba muy ansioso, como usted dice, por ver la película. Y esta mañana sólo conseguí que me pagaran la molestia con un buen desaire. Por consiguiente, me siento inclinado —el calor del cuarto hacía relucir su calva— a mandarlos al diablo. Pero no puedo. Esa infernal flecha de cerbatana me obsesionó toda la noche. La verdadera altura del doctor Nemo me obsesionó toda la noche —golpeó el cubilete contra la mesa—. Dígame: ¿se distingue en la película la altura del doctor Nemo? ¿Pueden comprobarla?
—Sí, señor. Alrededor de uno ochenta.
El profesor Ingram dejó el cubilete sobre la mesa y levantó los ojos. Por su parte, el doctor Chesney, algo intrigado al principio, expresó luego curiosidad y buen humor.
—¿Está comprobado? —preguntó el profesor ásperamente.
—Usted mismo lo verá. No es ése el punto principal sobre el cual deseamos que fije su atención, pero puede darlo por establecido, sí. ¿No les importaría si pasáramos la película en la sala de música?
—No, no, pásenla donde quieran —exclamó Joseph Chesney con voz de trueno. Se había sentido sacudido como una medicina en un frasco, y, al igual de ciertas medicinas, hacía espuma y cambiaba de color. Había adoptado una actitud de extrema hospitalidad—. ¿Quieren que les indique el camino? Permítanme. Llevaré algo de beber. Lo veremos hasta el fin, pero tenemos que tomar algo.
—Conozco el camino, gracias —contestó Elliot sonriendo al profesor Ingram—. No, señor, no ponga esa cara. Pasar la vista en la sala de música no significa una especie de «tercer grado» francés. Lo hago porque creo que allí percibirán mejor ciertos detalles. Stevenson y yo nos adelantaremos, y el mayor Crow los llevará a todos allí dentro de unos cinco minutos.
Hasta que salió del cuarto no se dio cuenta de la temperatura febril de su frente. También en ese momento advirtió que no había pensado para nada en el asesino; sabía quién era el asesino; el asesino no tenía ahora más defensa que un ratón en la trampa. Pensaba en otras cosas que casi lo hacían sentirse indispuesto.
Hacía frío en el vestíbulo y también en la sala de música. Elliot halló la llave de la luz detrás de la cómoda francesa. Corrió las cortinas grises; la neblina empezaba a levantarse detrás de las puertas del jardín. Se dirigió al radiador y abrió la calefacción.
—Puede poner la pantalla —dijo— en el vano de la doble puerta. Coloque el proyector lo más cerca que pueda; que las imágenes aparezcan del tamaño más grande posible. Podemos arrimar el fonógrafo y utilizarlo como mesa para el aparato proyector.
Stevenson asintió, y ambos, en silencio, pusieron manos a la obra. Clavaron la sábana en el marco de la puerta, conectaron el proyector en el mismo enchufe del fonógrafo. Pero pareció que transcurría mucho tiempo antes que un cuadrado de luz apareciera en la pantalla. Detrás de ella se hallaba el escritorio donde Marcus Chesney había estado sentado, y donde el ruidoso tic-tac del reloj seguía oyéndose. Elliot arregló los sillones de brocado, de manera que dos de ellos quedaran a cada lado de la pantalla.
—Listos —dijo.
No había terminado de decirlo cuando un curioso desfile entró en la sala de música. Según advirtió Elliot, el doctor Fell se había encargado de dirigir la ceremonia. Marjorie y Harding fueron conducidos a los dos sillones de uno a los lados de la pantalla; el profesor Ingram y el doctor Chesney a los dos del lado opuesto. El mayor Crow (como la noche anterior) se apoyó sobre el piano de cola. Bostwick se instaló en un costado de la puerta, Elliot en el otro. El doctor Fell permaneció detrás de Stevenson, junto al proyector.
—Confieso —dijo el doctor Fell, respirando con dificultad— que esto no va a ser agradable para ustedes… especialmente para la señorita Wills. Pero ¿quiere hacerme el favor, señorita, de arrimar su sillón un poco más cerca de la pantalla?
Marjorie lo miró asombrada, pero obedeció sin decir palabra. Las manos le temblaban tanto, que Elliot se acercó y corrió el sillón. Aunque muy de costado, estaba a treinta centímetros de la sábana colgada entre las puertas abiertas.
—Gracias —gruñó el doctor, cuya cara estaba algo más pálida que de costumbre. Gritó a voz en cuello—: ¡Amén! En marcha.
Bostwick apagó las luces. De nuevo Elliot advirtió cuán intensa era la oscuridad, que sólo se interrumpió cuando Stevenson encendió la luz del proyector. Apenas arrojaba un reflejo sobre las caras de los que se hallaban en su órbita. Como la máquina estaba colocada a un metro cincuenta de la pantalla, la imagen reflejada en la sábana, aunque no de tamaño natural, sería enorme.
Empezó el rítmico zumbido, y la pantalla súbitamente se ennegreció. Era fácil oír la respiración de los presentes. Elliot tenía conciencia de la voluminosa silueta de bandolero del doctor Fell, erguida sobre los que estaban sentados; pero sólo como un fondo: prestaba toda su atención a las imágenes que iban a ver otra vez, a su significado, tan evidente con sólo detenerse a pensarlo.
A lo largo de la negrura de la pantalla se deslizó la mancha vertical de luz, temblorosa de sus bordes. De nuevo las puertas fantasmales se abrieron. De ese borrón surgió, gradualmente, una imagen clara del mismo cuarto que estaba detrás de la puerta doble que miraban. Y al ver la repisa de la chimenea brillante, la luz blanca sobre la mesa, el reloj de cuadrante blanco, Elliot tuvo la pavorosa sensación de que estaban frente al cuarto verdadero y no frente a su imagen. Era como si vieran el cuarto mismo a través de un velo transparente, un velo que convertía los colores en gris y negro. La ilusión se veía reforzada con el tic-tac del verdadero reloj. Ese tic-tac coincidía con el movimiento del péndulo del reloj espectral. Delante de ellos tenían un cuarto hueco, un cuarto en un espejo, con un verdadero reloj que marcaba la hora de la noche anterior y con las puertas abiertas al aire de la noche anterior.
Entonces Marcus Chesney los miró desde el escritorio.
No fue sorprendente que Marjorie gritara, porque la figura parecía casi de tamaño natural. Tampoco se debía el efecto a la apariencia cadavérica de Marcus bajo esas luces: procedía de la ilusión de realidad que había entre ellos. En el cuarto del espejo, Chesney seguía gravemente en su asunto. Se sentó frente a ellos, empujó la caja de bombones de dibujos grises hacia un lado, y empezó su pantomima con los dos pequeños objetos que había sobre la mesa…
—¡Ah, ciego como un topo! —susurró el profesor Ingram, inclinándose tanto hacia adelante que su calva entró en el rayo de luz del proyector—. Ya veo. ¿Flecha de cerbatana, eh? ¡Ahora veo! Ya veo…
—¡Eso no tiene importancia! —exclamó el doctor Fell—. No se ocupe de eso. No le preste atención. Observe el lado izquierdo de la pantalla. El doctor Nemo va a entrar en escena.
Como si la hubieran llamado, la silueta alta y delgada con el sombrero de copa se presentó, volviéndose para mirarlas en cuanto apareció; y se encontraron muy cerca de los ciegos anteojos negros. Los detalles estaban más nítidos y agrandados. Se advertía el pelo raído del sombrero alto, la bufanda velluda con una separación para la nariz, y el curioso modo de caminar de Nemo mientras se movía en el cuarto hueco. Caminando hacia el escritorio con la espalda vuelta en parte hacia ellos, efectuó su veloz substitución de las cajas de bombones…
—¿Quién es? —preguntó el doctor Fell en cuanto la figura empezó a actuar—. Miren bien. ¿Quién es?
—Es Wilbur —dijo Marjorie—. Es Wilbur —repitió, levantándose del sillón—. ¿No lo ven? ¿No distinguen su modo de caminar? ¡Mírenlo! Es Wilbur.
La voz del doctor Chesney se elevó vigorosamente, aunque algo aturdida.
—Tiene razón —dijo—. ¡Dios mío!, es tan seguro como que estamos aquí. Pero no puede ser Wilbur. El muchacho está muerto.
—Parece, ciertamente, Wilbur —admitió el profesor Ingram. En la penumbra toda su personalidad pareció agudizarse; se movió nerviosamente y su concentración se intensificó; lo sentían—. ¡Esperen! Aquí hay algo raro. Esto es un engaño. Estoy pronto a jurar…
El doctor Fell lo interrumpió. El firme zumbido del aparato retumbaba en los oídos de los presentes.
—Ahora llegamos a la parte importante —dijo el doctor Fell, mientras el doctor Nemo se dirigía al otro lado de la mesa—. ¡Señorita Wills! Dentro de dos segundos su tío va a decir algo. Lo está mirando a Nemo. Va a decirle algo a Nemo. Observe sus labios. Lea el movimiento de sus labios y díganos lo que dice. ¡Calma!
La muchacha estaba de pie junto a la pantalla, tan inclinada hacia adelante que su sombra casi la tocaba. Ahora se hubiera dicho que ni oían el zumbido del proyector. Se produjo un silencio, un silencio casi sobrenatural. Cuando en el cuarto del espejo los labios de Marcus Chesney se movieron, Marjorie habló al par de ellos. Su voz había adquirido un timbre agudo y anormal, como si su pensamiento estuviera totalmente ausente. Era una voz suave, espectral, que seguía una especie de ritmo propio.
Marjorie dijo:
“No me gusta usted, doctor Fell;
No podría decir por qué razón,
Pero…”.
En el grupo se había producido una especie de tumulto.
—¿Qué diablos significa todo esto? —exclamó el profesor Ingram—. ¿Qué está diciendo?
—Estoy diciendo lo que él dice o dijo —gritó Marjorie—. «No me gusta usted, doctor Fell…».
—Les aseguro que es un engaño —dijo el profesor—. No estoy tan loco como para creerlo. Yo estuve aquí, lo vi y lo oí, y sé que no dijo nada semejante.
Fue el doctor Fell quien contestó.
—Naturalmente que no —replicó con voz pesada, amarga, cansada—. Y en consecuencia, no están viendo una película de lo que vieron anoche. Y en consecuencia, nos han defraudado con una película errónea. Y en consecuencia, el asesino es la persona que nos dio la película equivocada, afirmando que era la verdadera. Y en consecuencia, el asesino es…
No tuvo necesidad de terminar la frase.
En tres zancadas, Elliot atravesó el rayo de luz al ver que George Harding se ponía de pie. Harding lo vio venir y le lanzó con la derecha, torpemente, un puñetazo a la cara. Elliot deseaba una pelea. Había estado soñando con una pelea, y casi rogando por tenerla. Toda su antipatía se convirtió en odio, todas las cosas que se había visto obligado a sofocar, el conocimiento que tenía de lo que había hecho George Harding y por qué lo había hecho, todo irrumpió en la mente de Elliot con una especie de grito interior, y en el colmo del placer se abalanzó contra su adversario. Pero la oposición no duró. Junto con el primer esfuerzo, George Harding había perdido su último vestigio de valor. Con la mirada vacilante y el rostro convulsionado por la compasión que hacia sí mismo sentía, corrió al lado de Marjorie tambaleándose, se asió de su falda y cayó desmayado. Tuvieron que reanimarlo con coñac, antes de poder aplicarle, en la forma habitual, la orden de arresto.