A las ocho de esa misma noche, una vez que los cuatro hombres estuvieron sentados frente a la chimenea encendida del cuarto de Elliot en «El León Azul», el doctor Fell habló.
—Sabemos ahora —dijo con la mano en alto y descontando cada punto con los dedos— quién es el asesino; cómo operó; y por qué operó. Sabemos que toda la serie de crímenes fueron obra de este único hombre, que actuaba sin cómplice. Conocemos el asombroso peso de las pruebas que existen en su contra. La culpabilidad, según veremos, se probará por sí sola.
El superintendente Bostwick emitió un gruñido aprobatorio.
El mayor Crow hizo un gesto de asentimiento lleno de satisfacción.
—Acepto gustoso sus teorías —dijo—. Si es así ¡estremece la idea de ese hombre viviendo entre nosotros!…
—Y perturbando el ambiente —agregó el doctor Fell—. Exactamente. Eso es lo que tanto desconcierta a Bostwick. Dicha influencia contamina todo lo que toca, por inofensivo que sea. Se vuelve imposible tomar una taza de té, dar una vuelta en auto y comprar un rollo para una cámara, sin que esa influencia, en alguna forma, contamine la acción y la vuelva tortuosa. Un tranquilo rincón del mundo como éste, se trastorna a causa de ella. Las armas disparan tiros en los jardines de las casas donde antes sus habitantes se hubieran asombrado al ver un arma. Se lanzan piedras en la calle. Una idea antojadiza le trabaja los sesos al comisario, y otra al superintendente. Y todo debido a esa influencia que determinada persona se decide finalmente a poner en acción.
El doctor Fell sacó su reloj, y lo colocó frente a él, sobre la mesa. Llenó y encendió su pipa con maciza deliberación, resopló y siguió hablando.
—Por consiguiente —dijo— mientras ustedes piensan en las pruebas me gustaría enseñ… ¡ejem!… me gustaría discutir con ustedes el arte del envenenamiento y comunicarles algunos pequeños datos.
»En particular, puesto que se aplica a este caso, podríamos clasificar cierto grupo de crímenes dentro de una misma denominación. Por raro que parezca, nunca los he visto reunidos en una determinada clasificación, aunque sus características sean, en general, tan asombrosamente semejantes que los unos podrían ser copias más o menos sutiles de los otros. Son los eternos archihipócritas y el eterno peligro de las esposas: me refiero al envenenador masculino.
»Las mujeres envenenadoras son (Dios lo sabe) bastante peligrosas. Pero los hombres constituyen una amenaza más inquietante para la sociedad, puesto que a la astucia del envenenamiento añaden una especie de diabólica generalización, una aplicación de los principios comerciales, una voluntad de lograr el éxito mediante el empleo de arsénico o estricnina. Forman un grupo restringido, pero tristemente famoso; y sus caras, todas, se parecen. Admito algunas excepciones que no corresponderían a ninguna categoría: por ejemplo, Seddon[2]. Pero creo que si tomamos una docena de ejemplos muy conocidos de la vida real, encontraremos la misma máscara en el rostro y el mismo material falso en el cerebro. Adviertan cómo calza en el grupo nuestro asesino de Sodbury Cross.
»En primer lugar, son hombres de cierta imaginación, educación y hasta cultura. Las profesiones que eligen lo indican. Palmer, Pritchard, Lamson, Buchanan y Cream eran médicos; Richeson era clérigo; Wainewright, artista; Armstrong, abogado; Hoch, químico; Waite, dentista; Vaquier, inventor; Carlyle Harris, estudiante de medicina. E inmediatamente nuestro interés se despierta.
»No nos interesa el bruto analfabeto que aplasta a un prójimo en una fonda. Nos interesa el criminal que tiene la obligación de saber que eso no se hace. Naturalmente, yo sería el último en negar que la mayoría (si no todos) de los nombrados, eran brutos. Pero brutos de la especie cuyos modales atraen, cuya imaginación posee real actividad, cuya habilidad de artistas teatrales es de primer orden; algunos de ellos nos asombran por lo ingeniosidad de sus inventos para matar o desviar las sospechas.
»Los doctores George Harvey Lamson, Robert Buchanan y Arthur Warren Waite cometieron crímenes para obtener ventajas materiales, en 1881, en 1882 y en 1915, respectivamente. En esa época, la literatura de ficción, denominada cuento policial, estaba en la infancia. Pero vean ustedes la forma en que cada uno de ellos se desempeñó.
»El doctor Lamson mató a su víctima, un sobrino inválido de dieciocho años, empleando pasas de uva envenenadas con aconitina y cocinadas dentro de una torta. Llegó hasta el extremo de cortar la torta en presencia del muchacho y del director del colegio donde estudiaba la víctima. Los tres comieron un pedazo de torta a la hora del té; por lo tanto Lamson podía alegar su inocencia cuando nadie más que el muchacho se sintiera mal. Me parece haber leído esta treta en algún libro de ficción.
»El doctor Buchanan envenenó a su mujer con morfina. Ahora bien, la morfina es una droga que (y él lo sabía) puede fácilmente ser localizada por cualquier facultativo, debido a la contracción que sufren las pupilas de la víctima. En vista de ello, el doctor Buchanan agregó un poco de belladona a la morfina, con lo cual evitaba la contracción de las pupilas, lograba que la apariencia de la víctima fuera normal y obtendría del médico que fue a verla un certificado de muerte natural. El procedimiento era magnífico e infalible si el doctor Buchanan no hubiera dejado escapar la verdad al conversar con un amigo.
»Arthur Warren Waite, el criminal aniñado y feliz, trató de matar a sus adinerados suegros por medio de bacterias de neumonía, difteria y gripe.
»El método demostró ser demasiado lento, y finalmente recurrió a venenos menos sutiles, pero su primera tentativa fue asesinar a su suegro empleando bacilos de tuberculosis, administrados con un pulverizador nasal».
El doctor Fell hizo una pausa.
Había entrado de lleno en el tema e irradiaba una concentrada gravedad. De haber estado allí el superintendente Hadley le habría gritado que parara el carro y terminase la conferencia. Pero Elliot, el mayor Crow y Bostwick se limitaban a hacer gestos afirmativos con la cabeza. Comprobaban cómo todos los detalles eran aplicables al asesino de Sodbury Cross.
—Ahora bien —prosiguió el doctor Fell—, ¿cuál es la primera y más destacada característica del envenenador? La siguiente. Tiene, por lo general, entre sus amistades, fama de ser un gran tipo. Es un personaje jovial. Un compañero generoso. Un amigo verdadero y servicial. A veces se jacta de ciertos minuciosos escrúpulos puritanos en materia de estricta observancia religiosa y hasta en lo que se refiere a los buenos modales en sociedad; pero sus amigos liberales le perdonan fácilmente tales pequeñeces porque, después de todo, es un tipo excelente.
«Thomas Griffiths Wainewright, ese exigente mantenedor de las reglas sociales que envenenaba a las personas al por mayor para quedarse con el dinero de los seguros, fue uno de los más hospitalarios anfitriones de hace cien años. William Palmer, de Rugeley, era abstemio, pero nada le complacía más que ofrecer amablemente bebidas a sus amigos. El reverendo Clarence V. T. Richeson, de Boston, encantaba a los devotos dondequiera que iba. El doctor Edward William Pritchard, aquel de la gran cabeza calva y de la larga barba castaña, era el ídolo de las confraternidades de Glasgow. ¿Ven ustedes cómo todo esto se aplica al hombre cuya captura deseamos?».
El mayor Crow asintió.
—Sí —dijo Elliot, taciturno y al mismo tiempo satisfecho. Y fue como si una imagen se diseñara en el cuarto del «León Azul» iluminado por el fuego.
—Hay, en cambio, en sus caracteres, como el reverso de la medalla, y tal vez como parte esencial de la misma, una indiferencia tal ante el dolor ajeno, una distribución tan glacial de muerte en sus más horribles formas, que nuestra imaginación común es incapaz de captarla. Lo que acaso nos llama más la atención no es tanto su indiferencia ante la muerte, como la que demuestran ante el dolor causado por la muerte. Todos conocemos la famosa respuesta de Wainewright. «¿Por qué envenenó a la señorita Abercromby?». «Juro por mi alma que lo ignoro, a menos que sea porque sus tobillos eran demasiado gruesos».
»Era, naturalmente, jactancia; pero nos ofrece la medida real de la actitud del envenenador frente a la vida humana. Wainewright necesitaba dinero; por lo tanto, evidentemente, alguien tenía que morir. William Palmer necesitaba dinero para jugar a las carreras; en consecuencia, su mujer, su hermano y sus amigos tenían que tomar estricnina. Era algo que caía de su peso. Y es así siempre en el caso de quienes, suave o lastimeramente, “tienen que conseguir” algo. El reverendo Clarence Richeson, el de los ojos magnéticos, habría negado con lágrimas en los ojos que se casaba con la señorita Edmunds por su dinero o su situación. Pero envenenó a una ex amante con cianuro de potasio para que no lo incomodara. El sentimental doctor Edward Pritchard no ganó mucho al matar a su mujer con pequeñas dosis de emetocatártico administrado durante un período de más de cuatro meses; y apenas ganó unos cuantos miles cuando liquidó a su suegra. Pero quería ser libre. “Tenía que conseguir” eso.
Lo cual nos lleva a considerar la siguiente característica del envenenador: su extraordinaria vanidad.
»Todos los asesinos la tienen. Pero el envenenador la posee en grado extremo. Se siente orgulloso de su inteligencia, orgulloso de su apariencia, orgulloso de sus modales, orgulloso de su capacidad de engaño. Tiene veleidades de actor, hasta de exhibicionista; y en general, es un actor excelente. Pritchard, abriendo el cajón para besar por última vez los labios de su mujer muerta; Carlyle Harris discutiendo sobre ciencia y teología con el sacerdote mientras se dirigía a la silla eléctrica; la indignación sorprendida de Palmer en presencia de los investigadores: estas escenas teatrales son incontables y su raíz es la vanidad.
»No es menester que dicha vanidad se manifieste en la superficie. El envenenador puede ser un hombrecillo manso, de ojos azules, profesoral, como Herbert Armstrong, el abogado de Hay, que suprimió a su mujer y luego trató de suprimir a un rival en los negocios por medio de arsénico espolvoreado en un scone a la hora del té. Por lo cual es mucho peor cuando el engreimiento sale finalmente a luz durante los interrogatorios o en presencia del juez. Y nada expresa con mayor claridad la vanidad del envenenador masculino que su dominio (o lo que él considera su dominio) sobre las mujeres.
»Casi todos tienen, o creen tener, ese dominio. Armstrong lo tenía, aunque escondido. Wainewright, Palmer y Pritchard lo utilizaron para cometer sus crímenes. Por tenerlo, Harris, Buchanan y Richeson se vieron en dificultades. Hasta el bizco Neill Cream creyó que lo tenía. Tal poder iba unido a una continua suficiencia y jactancia que constituían el fondo de todo lo que hacían. Hoch, el asesino Barba Azul, suprimió a una docena de mujeres con arsénico hábilmente escondido en una pluma fuente. Pocos espectáculos parecen más ridículos que el de Jean Pierre Vaquier, el envenenador de Byfleet, que sonreía afectadamente entre sus aceitadas patillas durante el juicio. Vaquier había mezclado estricnina al bromuro que tomaba el posadero, confiando en su poder donjuanesco para conquistar a la esposa de su víctima, al mismo tiempo que la posada de su víctima. Después de su apelación, lo llevaron a la rastra mientras gritaba: “Je demande justice”, y es muy posible que creyera que no le habían hecho justicia.
»Porque, llegando al fondo del asunto, vemos que todos estos espléndidos muchachos asesinaron para procurarse ventajas financieras.
»Cream, lo admito, fue una excepción; porque Cream era loco y sus frenéticas exigencias de chantaje no pueden tomarse muy en serio. Pero en la raíz de los crímenes de los demás está el deseo de dinero, el deseo de conseguir una situación más holgada en la vida. Hasta cuando uno de ellos elimina a su esposa o a su amante, lo hace para conseguir a otra que tenga más dinero, porque la que tiene es un obstáculo para su talento. Si no fuera por ella, podría gozar de comodidad. Si no fuera por ella sería una personalidad eminente. Se cree ya una notabilidad; el mundo le debe muchas cosas buenas. Por lo tanto, la esposa o la amante desechada, puede lo mismo ser, en cuanto a obstáculo, una tía, un vecino, o Juan Pérez. Lo que debemos considerar es la contextura corrompida del cerebro; y estamos de acuerdo en que eso es lo que caracteriza al asesino de Sodbury Cross».
El mayor Crow, que había estado mirando el fuego meditativamente, hizo un gesto violento.
—Sé que es cierto —dijo volviéndose hacia Elliot—. Usted lo ha probado.
—Sí, señor. Creo que sí.
—Todo lo que hace ese sinvergüenza basta para desear ahorcarlo —espetó el mayor Crow—. Hasta la razón por la cual esto le fracasó, si lo entiendo bien. Todo el espectáculo fracasó porque…
—Le fracasó porque quiso alterar toda la historia de la criminalidad —replicó el doctor Fell—. Eso nunca resulta, créanme.
—¡Un momento! —dijo Bostwick—. En esto no lo entiendo.
—Si tiene usted alguna vez la tentación de cometer un asesinato con veneno —dijo el doctor Fell muy en serio— recuerde lo siguiente: de todas las formas de asesinato, el envenenamiento es la más difícil de ejecutar impunemente.
El mayor Crow lo miró atónito.
—Vamos —protestó—, quiere usted decir la más fácil, ¿verdad? No soy lo que se dice un imaginativo, como ya lo saben. Pero a veces me he preguntado… bueno, óiganlo, ¡lo confieso! Todos los días mueren personas de nuestro alrededor; se supone que de muerte natural; certificado médico y todo; pero ¿quién puede saber cuántas de esas muertes serán crímenes? Lo ignoramos.
—¡Ah! —exclamó el doctor Fell, respirando larga y profundamente.
—¿Qué significa «ah»?
—Significa que he oído eso mismo otras veces —replicó el doctor—. Tal vez tenga razón. Lo ignoramos. Pero sólo deseo subrayar esto: que lo ignoramos. Por consiguiente su argumento es tan extraordinario que hace vacilar mi cerebro. Cien personas, digamos, mueren en Wigan en el transcurso de un año. Usted sospecha oscuramente que algunas de ellas pueden haber sido envenenadas. Y porque lo sospecha, se vuelve hacia mí y me dice que es una razón por la cual envenenar a las gentes es cosa fácil. Lo que dice puede ser muy cierto; no le discuto que los cementerios estén tal vez llenos de cadáveres de asesinados que claman venganza, desde aquí hasta Tierra del Fuego, pero, ¡qué diantre!, procuremos tener alguna prueba antes de suponer que una cosa sea verdadera.
—Bueno, ¿cuál es, entonces, su argumento?
—Analizando —dijo más suavemente el doctor Fell—, analizando los únicos casos que podemos emplear como prueba (los casos en que ha sido descubierto veneno en un cadáver), es evidente que el envenenamiento es el asesinato más difícil de cometer impunemente, puesto que tan pocas personas se libran de que las descubran.
»Quiero decir que el asesino, por la misma naturaleza de su carácter, está sentenciado desde el principio. No puede, nunca lo hace, quedarse tranquilo. Cuando consigue envenenar con éxito la primera vez, sigue envenenando sin descanso hasta que fatalmente lo pescan. Observe la lista que cité hace un rato. Su propio carácter lo traiciona. Usted o yo podemos pegar un tiro, o una cuchillada, o un cachiporrazo, o estrangular. Pero no nos encariñaríamos tan apasionadamente con un reluciente revólver, o una lustrosa daga nueva, o una cachiporra, o un pañuelo de seda; no podríamos jugar con estas monadas siempre. Y eso, justamente, es lo que hace el envenenador.
»Hasta los primeros riesgos que corre son grandes. El asesino común corre un solo riesgo. El envenenador corre un riesgo triple. A diferencia del balazo o la cuchillada, su obra no termina después de efectuado el trabajo. Tiene que cerciorarse de que su víctima no viva lo bastante como para denunciarlo: riesgo grande. Tiene que demostrar que no tuvo oportunidad de administrar el veneno ni razón para hacerlo: riesgo mortal. Y tiene que conseguir el veneno sin que lo descubran… tal vez el riesgo peor de todos.
»Una y otra vez se repite la misma siniestra historia. X muere en circunstancias sospechosas. Se sabe que Y tenía excelentes razones para desear eliminar a X, y todas las oportunidades para intervenir en la comida o la bebida de X. Se exhuma el cadáver. Se halla veneno. Partiendo de esta base, sólo basta localizar una compra de veneno que haya hecho Y; y tenemos como inevitable conclusión la secuela del arresto, el juicio, la sentencia y el paseíto de las ocho.
»Ahora bien, nuestro amigo de aquí, de Sodbury Cross, sabía todo esto. No necesitaba ser un profundo investigador de crímenes para saberlo, le bastaba leer los diarios. Pero sabiéndolo, se propuso construir un plan de asesinato que cubriría esos tres riesgos mediante una especie de coartada triple. Trató de hacer algo que ningún criminal ha logrado hacer. Y fracasó, porque a una persona inteligente (como ustedes) le es posible penetrar cada detalle de la triple trama. Permítanme ahora mostrarles otra cosa.
Buscando en el bolsillo interior de su saco, el doctor Fell extrajo una billetera repleta de toda clase de papeles: recortes que siempre juntaba y metía en sus bolsillos, negándose a separarse de ellos. Entre el montón, consiguió encontrar una carta.
—Les dije —prosiguió— que Marcus Chesney me había escrito hace apenas unos días. Hasta ahora no les he mostrado la carta porque no quería que les hiciera errar el rumbo. Hay en ella demasiadas pruebas fehacientes. Y los hubiera desorientado mucho. Pero léanla ahora, a la luz de lo que sabemos que es la verdad, y vean la interpretación que le dan.
Desplegó la carta sobre la mesa junto a su reloj. La encabezan las palabras: «Bellegarde, octubre 1.°», y se refería casi a las mismas teorías que acababan de oír. Pero el índice del doctor Fell señalaba un párrafo, casi al final:
«Todos los testigos, metafóricamente hablando, usan anteojos negros. No pueden ver con claridad, ni interpretar lo que ven en sus colores exactos. No saben lo que se desarrolla sobre el escenario, y menos aún lo que acontece en el auditorio. Presénteles después la cosa registrada en blanco y negro, y le creerán; pero ni aun entonces serán capaces de interpretar lo que ven».
«Pienso efectuar, dentro de poco, una pequeña demostración ante un grupo de amigos. Si resulta bien, ¿puedo pedirle que tenga la amabilidad de venir a verla, en una fecha ulterior? Sé que ahora se encuentra usted en Bath, y puedo enviarle el auto cuando lo desee. Prometo tratar de engañarlo en todas las formas posibles. Pero, puesto que no conoce el terreno, puesto que sólo conoce apenas a algunas de las personas de aquí, jugaré limpio y le daré un dato: observe de cerca a mi sobrina Marjorie».
El mayor Crow silbó.
—Exactamente —gruñó el doctor Fell doblando la carta—. Y esto junto con lo que vamos a ver y oír esta noche, debería completar el caso.
Se oyó un discreto golpe de nudillos en la puerta.
El doctor Fell, respirando hondo, miró su reloj. Echó una ojeada al círculo de oyentes, y todos le dieron a entender que estaban listos. El doctor guardó el reloj, en el momento en que se abría la puerta; una silueta familiar, cuyo aspecto era menos familiar que de costumbre porque vestía traje de calle en lugar del habitual saco blanco, introdujo la cabeza en la habitación.
—Entre, Stevenson —dijo el doctor Fell.