El superintendente Bostwick era una buena veintena de años mayor que Elliot; pero llegó abajo sólo a dos pasos detrás de él. En la primera fracción de segundo, Elliot se preguntó si lo que acababa de ver no sería una ilusión, un espejismo de ese tranquilo césped del frente, algo semejante a las ilusiones creadas por Marcus Chesney. Pero no eran ilusión el hecho de Harding tumbado en el asiento del conductor, ni el grito que había lanzado.
El automóvil, engranado, seguía andando suavemente y chocaba casi contra los escalones de la entrada, cuando Marjorie tuvo la sangre fría de tirar del freno de mano. Cuando Elliot llegó, el doctor Chesney se hallaba de pie sobre el asiento de atrás; evidentemente se le había disipado la borrachera. Elliot esperaba encontrar a Harding reclinado contra un costado del auto y con una bala en la cabeza. Lo que, en realidad, encontró fue a Harding, que había logrado abrir la portezuela, gateando por el suelo y cruzando el camino de pedregullo hacia el pasto, donde se dejó caer. Tenía los hombros levantados casi hasta las orejas. La sangre le brotaba por la parte de atrás del cuello y le corría hacia adelante; al palparla, demostraba un terror frenético. Las palabras que pronunciaba resultaban grotescas; en cualquier otra ocasión podían haber sido cómicas. —Me han matado —decía con una voz apenas más fuerte que un susurro—. Me han matado. ¡Dios mío! Me han matado.
Luego pataleó y se retorció en el pasto de tal manera, que Elliot comprendió que no se trataba de un cadáver, ni mucho menos.
—¡Quédese quieto! —le dijo—. ¡Quédese quieto!
El lamento de Harding se elevó hasta una nota de horror. Aunque de distinta manera, el doctor Chesney no se mostraba más coherente.
—Salió un tiro —insistía, mostrando el revólver—, salió un tiro.
Parecía querer grabar en la mente de sus oyentes, una y otra vez, la sorprendente noticia de que había salido un tiro.
—Ya nos dimos cuenta, señor —dijo Elliot. Luego, dirigiéndose a Harding, añadió—: Sí, le han pegado un tiro. Pero no está muerto, ¿verdad? No se siente muerto, ¿verdad? ¡Vamos!
—Me han…
—Permítame que lo examine. ¡Oiga! —ordenó Elliot, tomándolo de los hombros, mientras Harding, sin entender, le dirigía una mirada vidriosa—. No está herido, ¿me oye? Habrá movido el brazo o algo así. La bala se desvió y le rozó la piel del cuello. Está chamuscada, pero sólo presenta una lastimadura superficial. No está herido, ¿entiende?
—No importa —murmuró Harding—. De nada sirve quejarse; miremos la cosa de frente. Valor, ¿eh? ¡Ja, ja, ja!
Aunque al parecer no había oído a Elliot y murmuraba las palabras con una calma ausente, casi jocosa, Elliot tuvo una nueva impresión de él. Pensó que un cerebro muy astuto había captado su diagnóstico; lo había asimilado instantáneamente, aunque ofuscado por el terror; había advertido que se hallaba en el límite de lo ridículo; y como un relámpago se había recuperado, y estaba representando en forma magnífica un papel.
Elliot lo soltó.
—¿Quiere atenderlo? —preguntó al doctor Chesney.
—Maleta —dijo el doctor Joe, tragando saliva y moviendo la mano en dirección de la puerta principal—. Maleta negra. Mi maleta. Debajo de la escalera del vestíbulo.
—Hola, hola —dijo Harding amablemente.
Y Elliot no pudo menos que admirarlo, porque Harding estaba ahora sentado en el pasto y reía.
Es fácil hablar. Pero esa herida tenía que ser muy dolorosa, aunque sólo fuera por la quemadura de la pólvora; de haber sido media pulgada más profunda, hubiera significado la muerte; y ahora perdía mucha sangre. Sin embargo, aunque seguía muy pálido, Harding estaba como transfigurado. Era de creer que, sinceramente, el trance lo divertía.
—Tiene pésima puntería, doctor Joe —observó—. Si le erra a un blanco inmóvil como éste, nunca acertará. ¿Eh, Marjorie?
Marjorie bajó del auto y corrió hacia él.
El doctor Chesney, que tropezó con ella al ponerse ambos en movimiento, se detuvo tembloroso, con el pie en el estribo y la mirada fija.
—¡Por Dios! No cree usted que lo hice a propósito, ¿verdad?
—¿Por qué no? —Harding rió entre dientes—. Cuidado, Marjorie, cuidado con el clarete —tenía los ojos agrandados, fijos y oscuramente luminosos, pero casi se puso a cantar cuando palmeó el hombro de la muchacha—. No se disculpe; ya sé que no quiso hacerlo. Sin embargo, no es muy divertido que le disparen a uno tiros en la nuca.
Esto fue todo lo que oyó Elliot, porque entró en la casa en busca de la maleta del doctor. Cuando volvió, el doctor Chesney, horrorizado, le hacía la misma pregunta a Bostwick.
—¿Usted no cree, verdad, que lo hice a propósito, superintendente?
Bostwick, con la cara más ceñuda que nunca, habló con brusquedad.
—No sé qué se proponía, señor. Sólo sé lo que he visto —señaló—. Yo estaba en aquella ventana, allá arriba. Y vi que sacaba del bolsillo, deliberadamente, el revólver, que apuntaba al cuello del señor Harding y…
—Pero era una broma. ¡El revólver no estaba cargado!
—¿No, señor?
Bostwick se volvió. A cada lado de la puerta principal había un pilar pequeño, de adorno, pintado de amarillo oscuro, que sostenía un techito achatado, triangular, sobre la puerta. La bala se había incrustado en el pilar de la izquierda. Por una casualidad había pasado entre Harding y Marjorie: errando el parabrisa del automóvil y errándole también, milagrosamente, a la misma Marjorie.
—Pero no estaba cargado —insistió el doctor Chesney—. ¡Puedo jurarlo! Lo sé. Apreté el gatillo varias veces. Estaba vacío cuando estuvimos en… —se interrumpió.
—¿En dónde?
—No interesa. Hombre, ¿cree usted que sería capaz de semejante cosa? De ser así, me convertiría en un… —vaciló—, un asesino.
La incredulidad hueca con que se expresaba el doctor Chesney, la insinuación de un estallido de risa al señalarse a sí mismo, infundían la convicción de su veracidad. Había algo casi infantil en su forma de hablar. Era un buen tipo rodeado de acusadores. Metafóricamente hablando, había ofrecido una vuelta de bebida a todos y todos se habían negado a aceptar. Hasta su barbita pelirroja y sus bigotes se erizaban de sorpresa herida.
—Lo hice funcionar varias veces —repetía—. No estaba cargado.
—Si hizo eso —dijo Bostwick —y había una bala en el tambor, sólo consiguió ponerla en posición. Pero el asunto no es ése, señor. ¿Qué hacía usted con un revólver cargado?
—No estaba cargado.
—Cargado o no cargado, ¿por qué llevaba revólver?
El doctor Chesney abrió la boca y volvió a cerrarla.
—Era una broma —dijo.
—¿Una broma?
—Una especie de broma.
—¿Tiene permiso para andar con un revólver, señor?
—Es decir, exactamente, no. Pero puedo conseguirlo muy fácilmente —replicó el otro, de pronto volviéndose truculento. Estiró la barba hacia adelante—. ¿Qué significa todo este disparate? Si quisiera matar a alguien de un tiro, ¿creen que esperaría a estar justo frente a esta casa para sacar el revólver y hacerlo? ¡Qué estupidez! Y lo que es peor, ¿quieren que se me muera el enfermo? ¡Mírenlo, sangrando como un chancho! Déjenme tranquilo. Alcáncenme esa maleta. ¡A casa con usted, George, mi amigo! Es decir, siempre que me tenga confianza.
—Tiene razón —dijo Harding—. Me arriesgaré.
Aunque Bostwick estaba furioso, difícilmente podía intervenir. Elliot advirtió que el doctor Fell recién salía de la casa; al entrar, tanto Harding como el doctor Chesney le dirigieron una mirada de sorpresa.
Bostwick se volvió hacia Marjorie.
—Bueno, señorita.
—¿Qué? —dijo Marjorie fríamente.
—¿Sabe por qué su tío llevaba un revólver?
—Ya le dijo que era una broma. Usted conoce a tío Joe.
Nuevamente, Elliot no alcanzaba a comprender su actitud. Estaba reclinada contra el costado del automóvil, y procuraba limpiar en el pedregullo varios puntitos blancos que tenía pegados en la suela húmeda de uno de sus zapatos. La mirada que dirigió a Elliot fue breve.
En vista de la actitud iracunda del superintendente, Elliot intervino.
—¿Ha estado usted con su tío toda la tarde, señorita Wills?
—Sí.
—¿Dónde fueron?
—A dar una vuelta.
—¿Por dónde?
—Nada más que… a dar una vuelta.
—¿Se detuvieron en alguna parte?
—En uno o dos bares. Y en casa del profesor Ingram.
—¿Había usted visto ese revólver de su tío antes que lo sacara aquí y lo disparara?
—Tendrán que preguntárselo a él —contestó Marjorie con el mismo tono descomedido—. No sabría decirles nada de eso.
La cara del superintendente Bostwick expresaba: «¿Que no lo sabría, demonios?», pero se dominó.
—Lo sepa o no lo sepa, señorita —dijo en alta voz—, tal vez le interese saber que tenemos una o dos preguntas que hacerle… sobre usted misma… y ésas las puede contestar.
—¿Ah?
Detrás del superintendente, la expresión del doctor Fell se tornó sanguinaria. Hinchaba ya los carrillos para lanzar una andanada de palabras, pero la interrupción no fue necesaria. La interrupción llegó por otro lado. La fiel Pamela abrió la puerta principal, sacó la cabeza, hizo un gesto que indicaba a todos los investigadores, movió rápidamente los labios, sin pronunciar palabra, y volvió a cerrar la puerta. Salvo Marjorie, solamente Elliot la vio. Dos voces hablaron casi al unísono.
—¿Así que han estado revisando mi cuarto? —dijo Marjorie.
—¡Así fue como lo hizo! —dijo Elliot.
Si hubiera buscado las palabras capaces de causarle un sobresalto, no podría haberlo hecho mejor. Ella volvió la cabeza con violencia; Elliot notó el brillo extraordinario de sus ojos. Marjorie habló apresuradamente:
—¿Cómo hice qué?
—Leer el pensamiento. En realidad, lee el movimiento de los labios.
Marjorie manifestó claramente su desconcierto.
—¡Ah! Quiere usted decir —agregó con cierta malicia— cuando llamó al pobre George: puerco pícaro. Sí, sí, sí. Tengo mucha práctica en lectura de labios. Tal vez es lo mejor que sé hacer. Un viejo que trabajaba aquí me lo enseñó; vive en Bath; él…
—¿Se llama Tolerance? —preguntó el doctor Fell. A esa altura, confesó más tarde Bostwick, él había llegado a la conclusión de que el doctor Fell estaba loco. Media hora antes, parecía aún en sus cabales; por otra parte, Bostwick siempre recordaba con respeto su trabajo en el caso del Ocho de Espadas y el de Waterfall Mannor. Pero durante la conversación sostenida en el dormitorio de Marjorie Wills, algo parecía haberse destornillado en el cerebro del doctor Fell. Nada podía superar el placer, el casi maligno placer, con que ahora pronunciaba el nombre de Tolerance.
—¿Se llama Henry S. Tolerance? ¿Vive en la calle Avon? ¿Trabaja como mozo en el Beau Nash Hotel?
—Sí, pero…
—¡Qué endiabladamente pequeño es este mundo! —dijo el doctor Fell entre dientes—. Nunca ha sido más apaciguante para el oído este noble lugar común. Hoy temprano le hablé a mi amigo Elliot de mi excelente mozo de comedor. La primera noticia que tuve del asesinato de su tío la supe por él. Agradezca a Tolerance, señorita. Cuide a Tolerance. Mándele a Tolerance cinco chelines para Navidad. Los merece.
—¿De qué diablos está usted hablando?
—Porque por él sabremos quién mató a su tío —dijo el doctor Fell cambiando de tono y hablando seriamente—. O, por lo menos, le deberemos la evidencia.
—¿Supongo que no cree usted que yo lo hice?
—Sé que no lo hizo usted.
—¿Pero sabe quién lo hizo?
—Sé quién lo hizo —dijo el doctor, bajando la cabeza.
Durante un rato, que pareció muy largo, ella lo miró sin otra expresión en los ojos que los que podrían tener los de un gato. Luego, tanteando con vaguedad, buscó algo en el pescante del automóvil y sacó su cartera como si se preparara a correr hacia la casa.
—¿Ellos lo creen? —preguntó repentinamente, señalando con la cabeza a Bostwick y a Elliot.
—Lo que nosotros creemos, señorita —espetó Bostwick—, nada tiene que ver aquí. Pero el inspector —miró a Elliot— vino, vino hasta aquí, óigalo bien, expresamente con el objeto de hacerle algunas preguntas.
—¿Sobre una jeringa de inyecciones? —dijo Marjorie.
El temblor de sus dedos parecía ahora haberse posesionado de todo su cuerpo. Miró fijamente el cierre de su cartera, abriéndolo y cerrándolo con una serie de movimientos nerviosos; había agachado la cabeza de tal suerte que el ala del sombrero gris de fieltro le tapaba la cara.
—Me imagino que la habrán encontrado —prosiguió tosiendo un poco—. Yo la encontré esta mañana. En el fondo del alhajero. Quise esconderla, pero no se me ocurría lugar más seguro en toda la casa, y tuve miedo de sacarla de aquí. ¿Cómo puede uno deshacerse de algo? ¿Cómo puede dejado en alguna parte y estar segura de que nadie la ve cuando lo hace? No tiene impresiones digitales mías, si es que alguna vez las tuvo, porque la limpié. Pero no fui yo quien la puso en el alhajero. No fui yo.
Elliot sacó el sobre del bolsillo y lo sostuvo abierto para que ella pudiera inspeccionar su interior.
Marjorie no miraba a Elliot. Como si nunca hubiera existido, no existía ahora comunicación alguna entre ellos. Era una cuerda rota, un hilo desconectado, una pared nueva.
—¿Es ésta la jeringa, señorita Wills?
—Sí. Ésa es. Creo.
—¿Es suya?
—No. De tío Joe. Por lo menos, es de las que él usa; y tiene la marca «Carwright y Cía.» y un número de fábrica y de cantidad.
—¿Sería posible —rogó el doctor Fell, cansado— olvidar esa jeringa durante un momento? ¿Sería posible expulsar de nuestras mentes esa jeringa? ¡Al diablo con esa jeringa de inyecciones! ¿Qué diferencia hace lo que tenga escrito, de quién es, o cómo pudo introducirse en el alhajero, mientras no sepamos quién la escondió allí? Ninguna, les digo. Pero si la señorita Wills cree lo que le aseguré hace un momento —la miró con firmeza— podría, en cambio, contarnos lo del revólver.
—¿El revólver?
—Quiero decir —aclaró el doctor—, podría contarnos adónde fueron usted y Harding y el doctor Chesney esta tarde.
—¿No sabe también eso?
—¡Diablos, no lo sé! —rugió el doctor Fell, haciendo una terrible mueca—. Tal vez me equivoque. Todo es cuestión de la atmósfera que los rodeaba. El doctor Chesney tenía la suya, a su manera; Harding la tenía, a su manera; usted también la tiene, a su manera. Mírese. Dígame, por favor, si soy un burro; pero hay, además, otros indicios exteriores.
Levantando el bastón, señaló el clavel blanco tirado en el camino, el clavel que el doctor Chesney se había sacado del ojal, arrojándolo por la borda al acercarse el automóvil a la casa. Luego el doctor Fell bajó el bastón y tocó el zapato de Marjorie. Ésta, instintivamente, retrocedió, y echó atrás el pie, levantándolo, pero una de las diminutas partículas blancas adheridas a la suela se había pegado ahora en la punta del bastón.
—Por supuesto, a ustedes no les han tirado confetti —dijo el doctor—. Pero creo recordar que el pavimento de la puerta del registro civil de Castle Street está sembrado de estos papelitos. Y hoy es un día húmedo… ¿Por qué tengo yo que hacer estas cosas? —agregó con violencia.
Marjorie movió afirmativamente la cabeza.
—Sí —dijo con tranquilidad—. George y yo nos hemos casado en el registro civil de Bristol esta tarde.
Y como nadie pronunciaba palabra, durante una pausa en que se oían voces procedentes del interior de la casa, Marjorie insistió.
—Era una licencia especial. La conseguimos anteayer —su voz subió de tono—. Pensábamos… pensábamos guardar secreto durante un año —su voz se elevó más aún—. Pero puesto que estamos entre detectives tan perspicaces, y somos criminales tan poco hábiles que en seguida lo adivinan ustedes todo, bueno, ahí lo tienen.
El superintendente Bostwick la miraba atónito. Luego estalló en palabras sinceras.
—Pero, muchacha —dijo con tono incrédulo—. ¡Por Dios! No lo creo. No puedo creerlo. Ni cuando me pareció que había algo raro en usted, pero no discutamos eso, mire: ni entonces, la hubiera creído capaz de hacer una cosa así. O que el doctor se lo permitiera. No lo entiendo.
—¿No es partidario del casamiento, señor Bostwick?
—¿Partidario del casamiento? —repitió Bostwick como si las palabras no significaran nada para él—. ¿Cuándo se decidió a hacerlo?
—Íbamos a hacerla hoy. Ya lo teníamos planeado. Íbamos a casarnos en la intimidad, en un registro civil porque George detesta la ceremonia y el alboroto: Pero tío Marcus murió, y yo me sentía tan… tan… bueno, sea como sea, decidimos esta mañana casarnos de todos modos. Y tenía mis razones. ¡Tenía mis razones, les digo!
Hablaba casi a gritos.
—¡Caramba! —dijo Bostwick—. Eso es lo que no entiendo. Conozco a su familia desde hace dieciséis años. Se lo digo sinceramente. ¡Y que el doctor vaya y la deje hacer eso cuando ni siquiera han enterrado todavía al señor Chesney!
Marjorie dio un paso atrás.
—Bueno —dijo con lágrimas en los ojos—, ¿nadie va a felicitarme, siquiera, ni a decirme por lo menos que me desea felicidad?
—Yo se la deseo —dijo Elliot—. Usted lo sabe.
—Señora Harding —empezó a decir gravemente el doctor Fell, y ella se sobresaltó, sorprendida al oírse nombrar así—. Le pido disculpas. Mi falta de tino es tan notoria que me hubiera extrañado no cometer una incorrección. Le ofrezco mis felicitaciones. Y no solamente espero que sea feliz: le prometo que lo será.
Con la cual la actitud de Marjorie cambió repentinamente.
—¡Qué sentimentales estamos! —exclamó con una mueca irónica—. Y este policía grandote —miró a Bostwick— que de pronto recuerda lo mucho que conoce a mi familia, o por lo menos a la familia Chesney, ¡cómo le gustaría, sin embargo, ponerme una cuerda al cuello! Me casé. Bien. Me casé Tenía mis razones. Tal vez no entiendan ustedes, pero tenía mis razones.
—Sólo dije… —empezó Elliot.
—Olvídelo —interrumpió Marjorie con mortal tranquilidad—. Todos han dicho cuanto tenían que decir. Por lo tanto, pueden seguir ahora rondando por aquí tan satisfechos y solemnes como una lechuza. Como el profesor Ingram. Hubieran visto la cara que puso cuando pasamos por su casa y le pedimos que sirviera de testigo. No, no. ¡Oh, no! Algo espantoso. No podía disimularlo. Pero lo había olvidado. A ustedes sólo les interesa saber lo del revólver, ¿verdad? No me cuesta nada decirlo; fue, de veras, una broma. Tal vez el humorismo de tío Joe no se caracteriza por su refinamiento, pero él, por lo menos, está con uno cuando los demás fallan. Tío Joe pensó que sería un chiste espléndido fingir que se trataba de lo que él llama un casamiento de «revólver al pecho», y pensaba sostener el arma de tal manera que el jefe del registro civil no pudiera verla, pero nosotros sí, mientras simulaba que nos había acompañado para cerciorarse de que George haría de mí una mujer decente.
Bostwick hizo restallar la lengua.
—¡Oh, ah! —murmuró con un fulgor de alivio en la cara—. ¿Por qué no lo dijo antes? Quiere usted decir…
—No, no quiero decir —interrumpió Marjorie casi enternecida—. ¡Qué maestro había sido usted en el arte de malograr los grandes efectos! Me caso para evitar que me ahorquen por asesinato, y usted se torna sumamente comprensivo cuando cree que lo hice para convertirme en mujer decente. Es algo maravilloso —su regocijo se acentuaba—. No, superintendente. A pesar de todo lo que usted me atribuye, acaso se sorprenda horriblemente, pero, como usted diría, mi pureza permanece incólume. ¡Qué mundo éste! De todos modos, no se agite. Quería saber lo del revólver, y ya se lo dije. Ignoro cómo pudo una bala introducirse en él; probablemente por descuido de tío Joe, pero no fue más que un accidente y nadie quería matar a nadie.
Cortésmente, el doctor Fell le preguntó:
—¿Es ésa su impresión?
Pese a su rapidez mental, Marjorie, en el primer momento, no comprendió.
—¿Quiere usted insinuar que el balazo que recibió George no fue un…? —empezó a decir, y se interrumpió—. ¿No pretende, verdad, insinuar que el asesino ha vuelto a las andadas?
El doctor Fell bajó la cabeza.
La tarde caía sobre Bellegarde. Hacia el Este, las colinas se tornaban grises, pero el cielo, en el Oeste, era aún de fuego: el lado del cielo al que daban las ventanas de la sala de música, el escritorio, y las ventanas del dormitorio de Wilbur Emmet en la planta alta. Por una de esas ventanas, recordó Elliot algo distraídamente, había aparecido, la noche anterior, la cabeza del doctor Chesney.
—¿Me necesita para algo más? —preguntó Marjorie en voz baja—. Si no, le ruego que me permita retirarme.
—Naturalmente —dijo el doctor Fell—. Pero esta noche la necesitaremos.
Sin que Elliot casi lo advirtiera, Marjorie se retiró, mientras los tres hombres permanecían junto al orificio abierto por la bala en el pilar amarillo. Más tarde, Elliot recordó que la visión de esas ventanas situadas frente a la luz del poniente fue lo que hizo que también en su cerebro se abriera una ventana. O fue tal vez el sacudimiento que le produjo la combinación de circunstancias de lo que Marjorie Wills decía, pensaba y hacía, lo que había despejado su parálisis mental. Su juicio se había soltado como se suelta una cortinilla y se enrolla con un chasquido. Y en la claridad creciente de esa revelación se maldijo a sí mismo y todo lo que acontecía a su alrededor. A más B más C más D calzaban rápidamente en un esquema que se delineaba con nitidez en su cabeza. Hasta ese momento no se había comportado como un detective, sino como un tonto de capirote. Todas las veces que había podido errar el camino lo había errado. Todas las veces que había sido posible interpretar equivocadamente las cosas, lo había hecho. Si a cada hombre se le permite una sola vez en la vida actuar como un perfecto imbécil, él ya había cumplido con eso. Pero ahora…
El doctor Fell se volvió. Elliot sintió los ojos pequeños y sagaces del doctor fijos en él.
—¿Ajá? —dijo el doctor de pronto—. ¿Ya lo tiene, no es así?
—Sí doctor. Creo que ya lo tengo.
Y pegó un puñetazo en el aire.
—Si es así —dijo el doctor Fell con suavidad—, sería mejor volver al hotel y comentar el asunto. ¿Listo, superintendente?
Elliot volvió a maldecirse mientras, recapacitando, ordenaba mentalmente los indicios; y su abstracción era tan profunda que apenas oyó al doctor que silbaba una tonada mientras se dirigían al automóvil. Era una tonada que permitía marcar el paso. En realidad era la marcha nupcial de Mendelssohn; pero nunca hasta ese momento había sonado así: maligna y fatal.