IV
SE QUITAN LAS GAFAS

«¡No se imaginan qué distinto es, qué astuto!».

Un carcelero, de WILLIAM PALMER,

Rugeley, 1856

16

A las cuatro y media de la tarde, el doctor Fell y el inspector Elliot fueron, con el superintendente Bostwick, al dormitorio de Marjorie Wills.

Los dos primeros habían almorzado en silencio en «El León Azul»; en silencio, porque el mayor Crow estaba con ellos. Y aunque el mayor afirmaba que después de practicada la investigación de esta parte especial del asunto no iba a intervenir más en el caso, Elliot no estaba muy seguro de que así fuera. En realidad, se sentía malhumorado, y cuando trajeron la carne tuvo una sensación de náusea en el estómago. Se decía que así era la cosa, y que lo hecho estaba hecho, y todo lo demás. Miradas retrospectivamente, su entrevista con Marjorie y la súplica que ella le había dirigido, parecían tan teatralmente falsas que le producían arcadas, como una medicina de gusto desagradable. Probablemente la ahorcarían, y asunto concluido. ¿Pero cómo diablos había podido ella leer en sus pensamientos?

Dos veces le había tocado presenciar una ejecución en la horca. Prefería no recordar los detalles.

Cuando llegaron a Bellegarde, supo, con una sensación de alivio que casi lo atragantó, que Marjorie no estaba. Había salido en el auto con Harding, dijo Pamela, la criada bonita; había ido a Bath o a Bristol, dijo Lena, la criada pelirroja. Ambas, lo mismo que la señora Grinley, la cocinera, tenían los nervios de punta a la miseria porque estaban solas en la casa. Un tal señor McCracken (ayudante, al parecer, de Emmet en los invernáculos) iba hasta la casa de vez en cuando, para darles ánimo y comprobar que todo andaba bien. El doctor Chesney, que había pasado la noche en Bellegarde, ya se había ido. Ni las criadas ni la cocinera tenían nada que agregar a las declaraciones de los demás testigos sobre las muertes sobrevenidas la noche anterior.

Bellegarde presentaba un aspecto agradable y alegre bajo el sol otoñal. Los ladrillos amarillos y azules, el techo muy inclinado, y los aleros holandeses no parecían ocultar secretos. Cierto es que Wilbur Emmet había muerto muy tranquilamente. Las ventanas de su dormitorio daban al Oeste; un sol pálido que se filtraba por las cortinas abiertas iluminaba la cama. Con la cabeza vendada y el rostro marcado por una leve cianosis, tenía una expresión serena y casi atrayente en la muerte. Yacía completamente extendido, la colcha le tapaba el pecho y parte del brazo derecho, que tenía la manga del pijama recogida. El doctor West fue autorizado a llevar el cadáver para la autopsia; hasta entonces sólo había podido decir que la muerte de Emmet parecía causada por una dosis de ácido prúsico administrada por vía subcutánea, probablemente mediante una inyección. Nada podía ser más tranquilo ni sugerir menos lo terrorífico. Sin embargo, mientras miraba en derredor ese cuarto iluminado por el sol y el papel de sus paredes con el dibujo semejante a duraznos, hasta el doctor Fell se sintió estremecido por un leve escalofrío.

—Sí —le dijo Bostwick observándolo—. Ahora por aquí, si me hacen el favor.

El dormitorio de Marjorie estaba situado en el frente de la casa. Era también espacioso, alegre, con un papel color crema de dibujos recuadrados. Los muebles eran de nogal claro, las ventanas tenían cortinas de color castaño dorado sobre visillos con volados. Junto a la cama había una estantería de libros que contenía veinte o más volúmenes, y Elliot miró los títulos. Una serie de guías de Francia, Italia, Grecia y Egipto. Un diccionario francés y, en rústica, El italiano al alcance de todos. El mar Y la selva. Donde empieza el azul. «Antic Hay». El retrato de Dorian Gray. Piezas de teatro de J. M. Barrie. Cuentos de Andersen. Crónicas de un amante vicioso. Además (Elliot se preguntó si Bostwick los habría visto), varios libros sobre química.

Bostwick los había visto.

—¡Ah! Verá varias cosas más ahí. En el estante de abajo.

—¡Hum! Bastante heterogénea la colección, ¿no? —murmuró el doctor Fell, mirando por arriba de su hombro—. El carácter de la joven empieza a parecerme más interesante de lo que suponía.

—Para mí ya es suficientemente interesante, doctor —dijo Bostwick con brusquedad—. Mire esto.

La mesa de vestir estaba colocada entre las ventanas. En el centro, contra el espejo redondo, se veía una caja con adornos dorados de más de cinco pulgadas cuadradas. Tenía ángulos redondeados y cuatro patitas; el trabajo era italiano y la tapa ostentaba un dibujo en colores de la Virgen y el Niño. El doble fondo, apenas de un cuarto de pulgada de alto, estaba ingeniosamente disimulado; funcionaba por medio de un mecanismo con resorte, movido por la diminuta roseta de una de las patitas. Bostwick hizo la demostración.

—Supongo —dijo Elliot lentamente— que habrá comprado esta caja durante su viaje a Italia.

—Seguramente —replicó Botswick con indiferencia—. Lo principal es…

—En consecuencia, ¿otros miembros de la comitiva pueden haberse enterado de la existencia de ese doble fondo?

—Entonces —dijo el doctor Fell con su voz profunda y volviéndose para mirarlo—, ¿sugiere usted que algún otro escondió ahí la jeringa?

Elliot contestó con sinceridad:

—No sé. Admito que es lo primero que se me ha ocurrido. Pero si algún otro la escondió ahí, admito también que no veo por qué ni para qué. Tratemos de dilucidar esto —caminaba de un lado al otro del cuarto, rumiando—. Hay que aceptar el hecho de que el asesino es o un miembro de esta casa o está íntimamente vinculado a los Chesney. No podemos apartarnos de eso. Si se tratara de mera ficción, podría resultar, para arreglar las cosas, que el asesino fuese alguien completamente de afuera… digamos, por ejemplo, Stevenson el farmacéutico.

Bostwick abrió los ojos.

—¡Vamos, vamos, vamos! ¿Nos va a salir ahora con eso?

—No. No resulta convincente, y lo sabemos. Pero ¿cuál de las personas de aquí podría tener una razón para…?

Se detuvo, y tanto él como Bostwick volvieron vivamente la cabeza, porque el doctor Fell había lanzado una pequeña exclamación. Al doctor no le interesaba el alhajero. En cambio, desganadamente, casi con distracción, había entreabierto el cajón de la derecha de la mesa de vestir. Sacó de adentro un envase de cartón de lámpara «Photoflood», vacío. Lo sopesó. Resopló. Y después de ajustarse mejor los lentes sobre la nariz, sostuvo el envase en alto contra la luz como si examinara una botella de vino.

—¡Ah!, oigan —murmuró el doctor.

—¿Y bien?

—Una nimiedad, ¡y qué importante es! —dijo el doctor Fell—. Escuchen: si nadie se opone, me gustaría mucho hablar con la criada que arregla este cuarto.

Fue Elliot quien salió a buscarla; la actitud del doctor Fell era la de alguien que empieza a golpear una puerta y se prepara a echarla abajo. Elliot averiguó que Lena, la pelirroja, era la encargada del dormitorio. Pero Pamela, la bonita, insistió en acompañarla para prestarle apoyo moral; y las dos se enfrentaron con el doctor Fell, asumiendo un aire solemne y tirante que —Elliot lo descubrió más tarde— disimulaba un violento impulso de reírse nerviosamente.

—Hola —dijo el doctor Fell, afable.

—Hola —contestó la pelirroja, sin inmutarse. En cambio, Pamela sonrió con simpatía.

—Veamos, veamos —dijo el doctor Fell—. ¿Cuál de las dos arregla este cuarto por la mañana?

Después de mirar rápidamente a su alrededor, Lena, desafiante, contestó que era ella.

—¿Ha visto esto antes? —inquirió el doctor, mostrándole el envase de cartón.

—Sí, lo vi —contestó Lena—. Ella lo tenía ayer por la mañana.

—¿Ella?

—La señorita Marjorie lo tenía —dijo Lena, después de recibir un violento codazo de su compañera—. Fue temprano al pueblo a comprar la lámpara, y cuando volvió, yo estaba acomodando el cuarto; así que sé.

—¿Es un indicio, señor? —preguntó Pamela con inocente ansiedad.

—Sí. ¿Qué hizo con ella? ¿Lo saben?

Los ojos de Lena echaban chispas.

—La puso ahí, en ese cajón de la mesa de vestir que usted abrió; además, sería mejor que volviera usted a dejarlo donde lo encontró.

—¿Volvió a ver el paquete después?

—No.

Pura y simplemente por susto, Lena reaccionaba así; pero Pamela era hecha de diferente pasta.

Yo lo vi después —dijo.

—¿Sí? ¿Cuándo?

—Anoche a los doce menos cuarto —replicó rápidamente Pamela.

—¡Ajá! —exclamó el doctor Fell, con tanto alivio, violencia y falta de tino, que hasta Pamela dio un respingo, y la cara de Lena se puso gris. —Discúlpenme, lo siento mucho —dijo el doctor, moviendo las manos en el aire y acentuando la consternación general. Bostwick lo miraba asombrado.

—Mejor que tengas cuidado —dijo Lena con vehemencia—. Te van a llevar presa, eso es lo que te va a pasar.

—No me van a llevar presa —exclamó Pamela—. ¿Verdad?

—Claro que no —le aseguró el doctor Fell con tono tranquilizador—. ¿Puede contarme cómo fue? Trate de contarme cómo fue.

Pamela hizo una pausa suficientemente larga como para dirigirle una mueca secreta y triunfante a su compañera.

—La vine a buscar para el señor Chesney —explicó—. Me quedé levantada hasta tarde anoche, oyendo la radio…

—¿Dónde está la radio?

—En la cocina. Y cuando ya me iba y empezaba a subir la escalera tratando de no hacer ruido, salió el señor Chesney del escritorio.

—¿Y?

—Dijo: «Hola, ¿qué hace levantada? A estas horas debería estar en la cama». Yo le dije que me disculpara, que había estado oyendo la radio, que iba justamente a acostarme. Me iba a decir algo, pero en ese instante el profesor Ingram salió de la biblioteca. El señor Chesney me dijo: «¿Sabe de la lámpara “Photoflood” que la señorita Marjorie compró hoy? ¿Dónde está?». Yo sabía porque Lena me había contado…

—¡No trates de meterme a mí! —vociferó Lena.

—¡Oh, no seas tan idiota! —dijo Pamela con súbita impaciencia—. No hay nada de malo en eso, ¿verdad? Dije que estaba arriba. El señor Chesney dijo: «Bueno, vaya y tráigamela, por favor». Y así lo hice y se la llevé, mientras él hablaba con el profesor, y luego me fui a la cama.

Fuere cual fuere la línea del interrogatorio que se proponía seguir el doctor Fell, fue interrumpida por Lena.

—No se me importa si hay algo malo en eso o no —dijo, estallando—. Lo único que sé es que estoy harta de hablar aquí y de hablar allí, pero todo el tiempo hay que callarse cuando se trata de ella.

—¡Lena! ¡Chist!

—¡Qué chist ni qué chist! —dijo Lena cruzándose de brazos—. No creo ni por un minuto que ella hiciera las cosas que dicen que hizo; si no, mi padre, como me lo dijo, no me dejaría estar aquí ni un minuto más, y además tampoco le tengo miedo. No les tengo miedo a diez como ella. Pero no hace las cosas como los demás, y por eso dicen de ella lo que dicen. ¿Por qué se fue a casa del profesor Ingram ayer, y se quedó allí parte de la mañana y media tarde, sola, mientras su novio, que es un muchacho de lo mejor que hay, se quedaba aquí sentado? ¿Y esos viajes a Londres, cuando se creía que iba a casa de la señora Morrison en Reading? Era para ver a algún hombre, eso es lo que era.

Por primera vez el superintendente se mostró interesado.

—¿Viajes a Londres? ¿Qué viajes a Londres? —preguntó.

—Oh, yo sé —respondió Lena oscuramente.

—Se lo estoy preguntando. ¿Cuándo ocurría eso que dice?

—No importa cuándo —dijo Lena, ahora completamente lanzada, y temblando casi de dignidad—. Era para ver a un hombre, eso es lo que era; y eso basta.

—Mire, muchacha —dijo Bostwick perdiendo la sangre fría—. Si sabe lo que le conviene, hable claro. ¿Por qué no me dijo nada de todo esto antes?

—Porque mi padre me amenazó que me daría una paliza donde ya sabemos si lo mencionaba siquiera a alguien, por eso no se lo dije. Y, de todos modos, pasó hace cinco o seis meses, así que no tiene nada que ver con esto. Nada que pudiera interesarle, señor Bostwick. Lo que yo digo es: si a todas nos dejaran portarnos como ella…

—¿Quién era el hombre que iba a ver a Londres?

—Por favor, ¿podemos retiramos? —intervino Pamela, hundiendo el codo en las costillas de su compañera.

—¡No, no pueden retirarse! ¿Quién era el hombre que iba a ver a Londres?

—Y yo qué sé. Yo no la seguí.

—¿Quién era el hombre que iba a ver a Londres?

—¡Oh, qué modos tiene! —dijo la pelirroja, abriendo los ojos—. Y bueno, no sé; y seguiría sin saberlo aunque me diera toda la plata que hay en el Banco de Inglaterra. Sólo sé que el hombre trabajaba en algún laboratorio o algo así, porque escribía cartas. ¡No, no empiece a imaginarse cosas ahora! ¡Estaba impreso en el sobre! Así es como yo lo supe.

—Un laboratorio, ¿eh? —repitió Bostwick lenta y pesadamente. Su tono cambió—. Ahora váyanse y esperen afuera hasta que las llame.

La orden fue fácil de cumplir, porque en ese momento Lena sucumbió finalmente a un ataque de llanto. Los acontecimientos de la noche anterior, trabajando en acción retardada, habían colmado la medida. Pamela, que era mucho más tranquila, se apresuró a sacarla del cuarto, y Bostwick se rascó la frente.

—Un laboratorio, ¿eh? —repitió, volviendo a meditar el punto.

—¿El dato le parece interesante? —inquirió Elliot.

—Pues bien, le diré. Creo que, por fin, tenemos un poco de suerte y hemos dado de narices contra lo que tanto nos preocupaba: dónde obtuvo el veneno —declaró el superintendente—. Mi experiencia es así. Todo llega siempre junto, la mala o la buena suerte. Es así. ¡Un laboratorio! ¡Nada menos! Yo… Esa joven tiene la manía de los químicos, ¿no es cierto? Primero ese tipo, después el señor Harding…

Elliot se decidió.

—Harding es ese tipo —dijo; y les explicó.

Mientras duraba su explicación, y en tanto que los ojos de Bostwick se agrandaban y el doctor Fell permanecía mirando taciturnamente por la ventana, Elliot tuvo la impresión de que lo que decía no era una novedad para el doctor. Volvió a su mente el recuerdo de esa mañana; el recuerdo del doctor Fell rondando demasiado cerca para no haber oído. Pero el silbido que dio Bostwick fue tan largo y variado que casi se convirtió en una escala musical.

—¿Cuánto hace?… ¿Cuándo supo esto? —preguntó.

—Cuando ella trataba, como usted dice, de conquistar a un policía.

(Tuvo conciencia de la mirada que el doctor Fell le dirigía).

—¡Oh… ah! —dijo Bostwick, dándose por enterado—. Así que no era sino… no importa —el superintendente lanzó un suspiro de vago, irritado alivio—. Lo principal es que tenemos construido el caso. Somos tan seguros como los de Londres. Sabemos dónde consiguió el veneno: por el señor Harding. Probablemente ha visitado su laboratorio; tendría libre acceso a todo; podía robar lo que quería, y ¿quién se entera? ·¿Eh? O si no… —hizo una pausa y una expresión sombría y pesada inundó su rostro—. ¿Quién sabe? ¿Quién sabe? El señor Harding es un caballero muy agradable y bien hablado, pero esto es mucho más intrincado, mucho más de lo que pensábamos. ¿Y si nos hubieran engañado desde el principio? ¿Y si ella y el señor Harding, juntos, lo hubieran planeado todo? ¿Qué dirían de esto?

—Diría que tiene usted que elegir entre una y otra suposición.

—¿Como ser?

—Bueno, se refiere usted a un caso construido —Elliot se sentía a punto de gritar a voz en cuello—. Pero el caso tiene que existir. ¿Cuál es? Primero, cometió un asesinato sola. Luego cometió un asesinato en connivencia con Emmet. Ahora mata a Emmet y comete un crimen en connivencia con Harding. Por el amor de Dios, seamos sensatos. No es posible que la tenga bailando una ronda homicida de la mano de todos los que encuentra.

Bostwick, pausadamente, se metió las manos en los bolsillos.

—¿Ah? ¿Y qué quiere decirme con eso, mi amigo?

—¿No me explico con claridad?

—No, mi amigo, temo que no. Pone, sí, algunas cosas en claro, pero otras no. Parecería que aún no cree culpable a esa joven.

—Para decirle la pura verdad —dijo Elliot—, tiene toda la razón. Aún no lo creo.

Se oyó un pequeño, leve ruido de algo que se caía. El doctor Fell, de quien no podía decirse que era cuidadoso en sus movimientos, había logrado tirar un frasco de perfume de la mesa de vestir de Marjorie. Después de mirarlo, pestañeando prolongadamente, y de ver que no se había roto, y de dejarlo donde había caído, se echó hacia atrás con expresión de inmenso placer. El alivio brotaba de él como el vapor que emana de un horno.

El doctor Fell citó:

—«Sólo yo puedo contar la historia —El carnicero de Ruán, pobre Berrold—. Los países se mueven por el capricho de un rey…».

—¿Qué es eso?

—¡Ah! —dijo el doctor Fell, golpeándose el pecho como Tarzán. Luego, abandonando las ínfulas de sus citas trovadorescas y respirando hondo, señaló por la ventana hacia afuera—. Sería mejor —continuó— decidir un plan de campaña. Sería mejor decidir a quién atacaremos, dónde atacaremos y por qué atacaremos. La señorita Wills, el señor Harding y el doctor Chesney llegan en este momento en el auto. Por lo tanto, está muy indicada una pequeña conversación. Pero antes quiero decirles algo. Elliot, amigo mío: me alegra muchísimo que haya dicho lo que acaba de decir.

—¿Se alegra? ¿Por qué?

—Porque tiene toda la razón —dijo sencillamente el doctor—. Esa muchacha es tan culpable de esos crímenes como yo.

Hubo un silencio.

Para disimular el blanco que se había producido en su pensamiento, Elliot corrió una de las cortinas de la ventana más próxima y miró hacia afuera. Debajo se extendía el césped cuidado del frente de Bellegarde, con el camino de pedregullo para automóviles y la pared baja de piedra que daba a la carretera. Un auto abierto, manejado por Harding, trasponía en ese momento el portón. Marjorie se hallaba en el pescante sentada junto a él, y el doctor Chesney iba cómodamente instalado en la parte de atrás. A pesar de la distancia, Elliot advirtió —detalle grotesco— que el doctor Chesney, aunque enlutado, llevaba una flor blanca en el ojal.

Elliot no quiso mirar la expresión que ponía Bostwick mientras oía lo que le decía el doctor Fell.

—Ahora bien, su plan era el siguiente —le decía el doctor—. Usted, con la más astuta de sus miradas y lanzando un alarido, pensaba abalanzarse sobre ella, agitando ante sus narices la jeringa de inyecciones. Iba a bombardearla hasta que confesara. Iba a tomar el camino más corto, y enloquecerla y obligarla a hacer cualquier tontería. Bueno, mi consejo es, simplemente: no lo haga. No diga ni una palabra de esto. Aparte de que ella no es culpable…

Bostwick lo miró.

—Así que usted también está en eso —dijo con voz apesadumbrada.

—Lo estoy —dijo el doctor Fell—. ¡Caramba si lo estoy! He venido a defender a los ciegos y a los incapaces, y si no, mi existencia en el mundo no vale cuatro peniques. Tenga la bondad de meter lo que acaba de oír en su pipa y fúmelo. Le prevengo que si lleva las cosas a ese extremo, terminará por tener un suicidio sobre la conciencia. Lo cual sería una lástima, porque esa muchacha no es culpable y puedo probarlo. Hemos sido engañados por uno de los vanidosos más grandes… ¡ja!… que he visto en mi vida; pero es mejor que sepan la verdad ahora. Ah, y olviden sus malditos laboratorios. Marjorie Wills no tuvo ninguna intervención en esto. No robó, ni pidió prestado, ni consiguió ningún veneno en el laboratorio de Harding, como tampoco, casi siento decirlo, lo hizo Harding. ¿Está claro?

En su agitación y su fastidio hacía gestos en la dirección de la ventana. Por eso todos vieron lo que ocurrió abajo.

El automóvil llegaba sin prisa por el camino del jardín, y se hallaba a unos seis metros de la puerta principal. Harding miraba a Marjorie, quien parecía estar un poco sonrojada e indecisa, y le decía algo. Harding no miraba por el espejito «retrovisor» para ver lo que ocurría detrás de ellos… como que, en realidad, no había razón para que lo hiciera. Sentado hacia adelante en el asiento trasero, con los puños plantados en las rodillas, el doctor Joseph Chesney sonreía. Los que observaban, veían nítidamente todos los detalles: el pasto mojado todavía por la lluvia, los castaños de hojas amarillas al borde del camino, la sonrisa reveladora de que el doctor Chesney estaba un poco ebrio.

Después de lanzar un vistazo a la casa, el doctor Chesney se sacó la flor blanca del ojal y la tiró al camino por encima del costado del auto. Balanceándose un poco en el asiento, introdujo la mano en el bolsillo del saco. Lo que sacó del bolsillo era un revólver de calibre 38. En su cara pecosa persistía la sonrisa. Inclinóse, afirmó el codo en el respaldo del pescante, apoyó el caño del arma en el cuello de George Harding y apretó el gatillo. Al retumbar el tiro, los pájaros salieron volando despavoridos de entre el follaje, y hubo una serie de pequeños estampidos y un sacudón al engranarse el motor del automóvil.