Fue Elliot quien separó las cortinas de una de las ventanas. La luz del día entró con una palidez grisácea, atenuando el rayo de luz del proyector y poniendo en evidencia al mayor Crow, de pie delante de una vista aún torcida y débilmente estereotipada en la sábana colgada entre las dos puertas.
Y la agitación del mayor Crow seguía en aumento.
—Inspector —dijo—, nunca he creído tener capacidad analítica. Pero esto resulta tan claro que no podemos dejar de verlo. ¿Sabe usted? El pobre Marcus Chesney planeó, en realidad, la forma en que otra persona podía matarlo.
—¡Ah!, ¿sí? —dijo pensativamente el doctor Fell.
—Joe Chesney pudo muy bien estar enterado de lo del reloj y de la ilusión de la sombra. ¿No lo ven? Pudo andar rondando por Bellegarde después de la comida. Marcus y Wilbur Emmet estuvieron en el escritorio, con las puertas del jardín abiertas, durante cerca de tres horas. O si no, lo cual parece aún más plausible, Marcus y Emmet habrían estado planeando este espectáculo desde hacía días, y Joe pudo haberse enterado de todo con anterioridad. Sabía que Marcus no iba a empezar la función hasta que la aguja del reloj estuviera vertical. Ya saben que no se podía alterar ese reloj en la forma habitual; Marcus no podía mover las agujas. Si Joe lograba una coartada en casa de Emsworth, si podía volver a tiempo a Bellegarde y si Marcus decidía empezar la función después de medianoche y no antes de las doce, Joe Chesney viviría en la abundancia. ¡Esperen! Hay una cosa (recién se me ocurre), hay algo que con toda seguridad se vería obligado a hacer después.
—¿Y es? —preguntó Elliot.
—Tendría que matar también a Wilbur Emmet —contestó el mayor—. Emmet conocía el engaño del reloj. ¿Y cuántas personas de los alrededores creen ustedes que sabrían poner una inyección? —los dejó que se compenetraran bien de esta idea—. Señores, en mi vida he visto nada más claro. Ese tipo tiene cabeza. ¿Quién podría sospechar de él?
—Usted —dijo el doctor Fell.
—¿Qué quiere decirme?
—En realidad, usted sospechó de él —señaló el doctor—. Fue lo primero que pensó. Me parece que en su equilibrada cabeza está, desde hace tiempo latente, una profunda desconfianza hacia los modales demasiado ruidosos de Joe Chesney. Pero continúe.
—¡No tengo nada en contra de ese hombre! —protestó el mayor combativamente; y volviendo a recuperar su tono protocolar se dirigió a Elliot—. Inspector, el caso es suyo. De ahora en adelante no tendré nada más que ver en el asunto. Pero creo que cuenta con datos muy interesantes. Nadie ignora que Joe Chesney detesta trabajar, y que Marcus, en alguna forma, lo obligaba a hacerlo; y en lo que se refiere a las razones para arrestarlo…
—¿Qué razones? —interrumpió el doctor Fell.
—Pero ¿cómo…?
—Dije: ¿qué razones? —repitió el doctor—. En su notabilísima e inteligente reconstrucción parece haber olvidado un detalle pequeño, pero tal vez importante. No fue Joseph Chesney quien engañó a los testigos con el reloj: fue su hermano Marcus. Está usted enredando los datos. Roba a Pedro para ahorcar a Pablo.
—Sí, pero…
—Y por lo tanto —añadió con énfasis el doctor—, mediante no sé qué tramoya mental, se ha convencido de que debería arrestar a un hombre simplemente porque ha desbaratado usted la coartada que otro le combinó. Ni siquiera insinúa usted que la planeó él mismo. Quiere tomarlo preso nada más que porque carece de coartada. No comentaré los otros puntos manifiestamente débiles de su hipótesis; me limitaré a hacerle la simple observación de que no puede usted hacer eso aquí.
El mayor Crow estaba ofendido.
—No dije que lo tomaría preso. Ya sé que necesitamos pruebas, pero ¿qué sugiere usted?
—¿Qué tal si continuamos con esto, señor —sugirió Bostwick— y tratáramos de averiguar algo?
—¿Cómo?
—El hombre del sombrero de copa. No lo hemos visto todavía.
—… Y está sobreentendido —dijo el doctor Fell violentamente cuando se restableció el orden y las cortinas volvieron a cerrarse— que esta vez nadie interrumpirá hasta la terminación de la película ¿De acuerdo? ¡Bien! Entonces tengan la amabilidad de morder una bala y dominarse, y dejamos ver lo que pasa. Adelante, Stevenson.
De nuevo el click y el zumbido del aparato llenaron el cuarto. Al reanudarse la vista, enmudecieron; sólo se oía de tanto en tanto una tos o un murmullo. Ahora, al mirar nuevamente la pantalla, la cosa era tan visible que Elliot se preguntó cómo la mente correlacionada con la visión podía extraviarse tanto. La aguja larga de ese reloj era claramente una sombra, nada más. Marcus Chesney, con el minutero en la mano, simulaba escribir aplicadamente, mientras nada se traslucía en su expresión.
Marcus Chesney dejó caer la aguja sobre el secante. Pareció que oía algo. Se volvió levemente hacia su derecha. Al presentar de frente su cara huesuda y desagradablemente desencajada por las sombras, pudieron verla aún mejor.
Y entonces, en la escena, apareció el asesino.
En efecto, el doctor Nemo giró lentamente sobre sus pies y los miró.
Era una figura desaliñada. El pelo del sombrero de copa estaba muy feo y parecía apolillado. El impermeable, de un gris pálido y terroso, tenía el cuello levantado hasta más arriba de las orejas. Una especie de ampolla velluda y grisácea, que podría haber sido la cara de un bicho o las envolturas de una bufanda, llenaban el espacio intermedio; y los anteojos negros miraban opacamente a los espectadores.
Aunque tomada desde la izquierda, la primera visión del personaje era bastante clara. En ese instante aparecía de pie, dentro del sector iluminado, pero demasiado hacia el frente para que se distinguieran bien sus pantalones y zapatos, porque la luz estaba muy alta y los dejaba en la penumbra. Los dedos de su mano derecha, enguantada, lisos y sin coyunturas como los de un muñeco, sostenían la maleta negra donde se leía el nombre pintado.
Entonces, con enceguecedora rapidez, se movió. Elliot, que aguardaba ese momento, miró con suma atención lo que hacía. Cuando se volvió hacia Marcus Chesney, les daba a medias la espalda, razón por la cual era más fácil observar sus gestos. Acercándose a la mesa, dejó en ella la maleta. La colocó justamente detrás de la caja de bombones. En seguida, como cambiando de idea, volvió a levantarla y la colocó encima de la caja. Con el primer movimiento había dejado caer la caja duplicada sobre la mesa, desde adentro de la maleta con resorte. Mediante el segundo movimiento había introducido en ella la caja original.
—¡Así fue como las cambió! —dijo la voz del mayor Crow desde la penumbra.
—¡Chist! —rugió el doctor Fell.
Pero antes que tuvieran tiempo de pensar, todo se desarrolló en un abrir y cerrar de ojos. Al caminar Nemo alrededor de la mesa, fuera del sector iluminado, se convirtió en una especie de borrón que estallaba desagradablemente, como si dejara de existir y se desmaterializara.
Vieron entonces asesinar a un hombre.
Nemo apareció por el otro lado de la mesa. Marcus Chesney le habló silenciosamente. Nemo tenía la mano derecha (la divisaban, porque ahora, en parte, lo veían de frente) metida en el bolsillo. La sacó; el movimiento de las manos se borroneó un poco, pero del bolsillo extraía algo que parecía una cajita de cartón.
Hasta ese momento sus movimientos habían sido veloces y precisos. Ahora aparecían recargados de una especie de malignidad. Los dedos de su mano izquierda se cerraron levemente alrededor del cuello de Marcus Chesney, se movieron y echaron hacia atrás la cabeza. Hasta en las ojeras de Marcus Chesney se advertía el sobresaltado fulgor de su mirada. La mano derecha de Nemo se deslizó por la boca de su víctima, introdujo en ella una cápsula y con la palma la obligó a tragarla.
En la oscuridad se oyó la voz del superintendente Bostwick.
—¡Ah! —dijo—. Aquí es cuando la señorita gritó: «¡No! ¡No!».
Nemo volvió a esfumarse y reapareció rodeando la mesa como una sombra deslumbrante; levantó la maleta negra. Pero esta vez, al salir se dirigió hasta el fondo del cuarto. Opaca pero claramente, la luz destacó la totalidad de su figura y aparecieron los pantalones y los zapatos de charol. Se advertía también la distancia que había desde el ruedo del impermeable hasta el suelo. De una sola mirada podían calcular su altura casi con tanta exactitud como con un centímetro.
—¡Detenga la vista! —exclamó el mayor Crow—. ¡Deténgala ahí mismo! Se ve…
No era necesario detener la película. Se había terminado. Mientras el proyector emitía una serie de ruidos finales, la pantalla tembló, se obscureció y quedó vacía y blanca.
—Ha terminado —dijo la voz de Stevenson algo sordamente.
Durante breves instantes nadie se movió en el cuarto, con excepción de Stevenson. El farmacéutico cerró el aparato, salió de atrás de la mesa y fue a abrir las cortinas. Al hacerlo, puso en evidencia una especie de cuadro vivo. El mayor Crow irradiaba satisfacción. El superintendente Bostwick sonreía, tranquila, secretamente, mirando su pipa. Pero la cara del doctor Fell reflejaba una consternación tan anonadada y absoluta que el mayor lanzó una carcajada.
—Me parece que alguien ha recibido un sacudón —observó—. Bueno, inspector. Recurro a usted. ¿Qué altura tenía el doctor Nemo?
—Por lo menos uno ochenta, diría yo —contestó Elliot—. Tendremos, naturalmente, que utilizar una lente de aumento para tomar medidas de la película. El hombre estaba en la línea misma de la chimenea, así que nos será fácil. Medidas comparativas pueden aclarar el punto. Pero parecía uno ochenta.
—¡Ah! —asintió Bostwick—. Era uno ochenta. ¿Y se fijó cómo caminaba el tipo?
—¿Qué dice usted, Fell?
—¡Digo que no! —rugió el doctor Fell.
—¿Pero no cree en sus propios ojos?
—No —contestó el doctor—. Claro que no. Decididamente no. Consideren el lío en que nos hemos metido por haber creído en nuestros propios ojos. Estamos en un parque de ilusiones, en una caja de trucos, en una especie de tren fantasma particularmente tortuoso. Cuando pienso en la treta del reloj me invade un reverente temor. El reloj no podía ser alterado: pero lo fue. Si Chesney era capaz de pensar en algo tan ingenioso como eso, podía inventar otras tretas tan buenas… o mejores. No lo creo. ¡Diantre, no lo creo!
—¿Pero hay alguna razón para suponer que esto también sea una treta?
—La hay —afirmó el doctor Fell—. Yo la llamo El Problema de la Pregunta Innecesaria. Pero esto no sirve más que para enfrentarnos con problemas nuevos y mayores.
—¿Como ser?
—Y bien, observen cómo se engañó nuestro testigo experto —arguyó el doctor, sacando su pañuelo rojo y agitándolo en el aire—. Tres testigos contestaron a la pregunta sobre la altura del doctor Nemo. Marjorie Wills no es un testigo que se singularice por su excelencia. Harding, como testigo, es malísimo. El profesor Ingram, en cambio, es de los mejores. Sin embargo, en esta pregunta sobre la altura, los dos malos observadores contestaron bien, mientras que el profesor Ingram erró por completo.
—Sin embargo, ¿por qué insiste usted en que no tenía uno ochenta?
—No insisto. Sólo digo que algo me huele mal… Durante todo el tiempo, todo el maldito, enloquecedor, aplastante tiempo que ha pasado desde que me contaron el caso, una cosa me preocupa como el diablo. Y sigue preocupándome todavía más que nada; y es lo siguiente: ¿Por qué no destruyeron esa película? Repito —continuó el doctor agitando siempre el pañuelo—: ¿por qué el asesino no destruyó esa película? Después de la muerte de Chesney, cuando llevaron a Emmet arriba, el piso bajo de la casa quedó totalmente desierto. Hubo amplia oportunidad, fácil oportunidad de destruirla. Ustedes mismos, al llegar, encontraron vacía la sala de música. La cámara había sido metida dentro del fonógrafo. Lo único que tenía que hacer el asesino era abrir la máquina, exponer la película a la luz, y terminado el asunto. No van a decirme que el asesino deseaba que quedase una vista de su actuación rodando por ahí, para que la policía pudiera colocarla debajo de un microscopio. No, no, no.
—Pero Joe Chesney… —empezó a decir el mayor.
—Muy bien: supongamos que el asesino sea Joe Chesney. Supongamos que él mató a Marcus, contando con el engaño del reloj para su coartada, exactamente como usted dice. Pero el hombre no puede ser un loco absoluto. Si interpretó la parte del doctor Nemo, sabía que Harding estaba ahí, impresionando, con el mayor ahínco, una película. No podía ignorar que un examen de dicha película descubriría inmediatamente la falta del minutero, el reloj alterado, y que todo el plan se desbarataría, como ha pasado. ¿A qué hora le telefoneó a la comisaría?
—A las doce y veinte.
—Sí. ¿Ya qué hora llegaron a Bellegarde?
—Alrededor de las doce y veinticinco.
—Sí. Exactamente. De manera que si les habló por teléfono se encontraba abajo, a tres pasos de la sala de música. Los demás estaban arriba. ¿Por qué en dos minutos no entró en la sala y destruyó la prueba que podía llevarlo a la horca?
El mayor Crow se había puesto algo colorado.
—En esta vuelta lo han ganado, señor —observó Bostwick secamente.
—¿Qué quiere decirme con eso? —expresó el mayor con extraordinaria dureza—. No sé. Tal vez no pudo encontrar la cámara.
—Vamos, vamos —dijo el doctor Fell.
—Pero puesto que usted, superintendente —prosiguió el mayor—, se siente tan superior en todo este asunto, tal vez nos ayude a salir del paso. ¿Puede explicamos por qué el asesino no destruyó esa vista?
—Sí, señor; creo que sí. Fue por lo siguiente: uno de los asesinos no se hallaba en condiciones de destruir la película y el otro asesino no quería destruirla.
—¿Qué? ¿Dos asesinos?
—Sí, señor. El señor Emmet y la señorita Wills.
Bostwick, en íntima comunión con su pipa, la examinaba atentamente. La expresión de su rostro era sombría, pesada, reflexiva, y hablaba con cierta dificultad.
—Hasta ahora no he dicho mucho sobre el asunto. Pero lo he meditado profundamente, en todo sentido. Y si les interesa mi opinión se las diré sin inconveniente; y puedo también mostrarles algunas pruebas contundentes. Pues bien, ese tipo de la vista —señaló la pantalla— es el señor Emmet. No hay duda. Miren su altura. Miren cómo camina. Pregunten a cualquiera de por aquí; muéstrenle esa vista; pregúntenle quién es el único hombre que camina así, y le dirá: el señor Emmet. Nunca creí eso de que alguien golpeara al señor Emmet para tomar su lugar. No lo creí, y no me equivoqué. La señorita Wills nos lo quiso hacer tragar antes que supiéramos lo que nos pasaba. Se parece demasiado a una vista de cine. ¿Quién —se enderezó en su silla—, quién se tomaría tanto trabajo y con todo ese aparato cuando sólo necesitaba echar un poco de cianuro en el té del viejo? ¿Y si se le hubiera caído el disfraz? ¿Y si se le hubiera caído el sombrero o desatado la bufanda? No pasó, pero podía haber pasado. ¿Y si el viejo le hubiera echado mano, cosa que también hubiera podido suceder? No, señor. Y es como dice el doctor Fell. Sea quien sea el que mató al viejo, con seguridad no deseaba que quedara una película de lo que pasó para que nosotros lo viéramos. En consecuencia, ¿por qué no la destruyó? Anoche no pegué los ojos pensando en esto. Y de pronto me dije: «¡Diablos —se dio una palmada en la rodilla—, diablos! ¿Dónde está la otra cápsula?».
Elliot lo miró.
—¿La otra cápsula? —inquirió mientras Bostwick le devolvía firmemente la mirada.
—Sí. La otra cápsula. Creemos, la señorita Will nos hace creer, que alguien golpeó al señor Emmet y puso una cápsula envenenada en el lugar de la inofensiva. Bueno, supongamos que sea así. Si es así, ¿dónde está la otra cápsula? La inofensiva. La hemos buscado por todas partes, por toda la casa: en el impermeable, en la maleta y en todas partes. ¿Encontramos acaso otra cápsula? No, claro que no. Lo cual significa que había solamente una: la que tenía el señor Emmet, la que le obligó a tragar al viejo.
El mayor Crow silbó.
—Continúe —dijo.
—Y tampoco encontramos otra cosa —arguyó Bostwick dirigiéndose a Elliot—. La cajita de cartón de donde sacó la cápsula. ¿Acaso la encontramos en el bolsillo del impermeable? No, claro que no. Pero pensé para mis adentros: «Hola —me dije—, ¿dónde estará?». Y entonces la busqué esta mañana donde pensé que estaría; y estaba.
—¿Dónde?
—En el bolsillo derecho del saco del señor Emmet. Colgado en la silla de su dormitorio, donde lo pusieron al desvestirlo.
—Esto —dijo el mayor— parece…
—Ya que empecé será mejor que termine, señor —interrumpió Bostwick, hablando más rápidamente y con mayor pesadez—. Alguien mató al señor Emmet anoche. Ese alguien estaba en connivencia con el señor Emmet para matar al viejo. Nadie ignora que el señor Emmet haría cualquier cosa por ella. O, en todo caso, ella le dio una cápsula con veneno sin que él supiera lo que había adentro, y le pidió que se la hiciera tragar al viejo. Pero sobre esto último no apostaría, porque como el señor Emmet se dio un golpe para procurarse una coartada, parecería que la cosa estaba arreglada entre ellos. Viéndolo bien, ¿por qué gritó «¡No! ¡No!», cuando estaban asesinando al viejo… y luego negó haberlo dicho? Eso no está bien, ni es natural, a menos que supiera lo que pasaba, y lo sabía muy bien. A último momento no pudo contenerse. Ha ocurrido eso mismo otras veces. Puede no creerlo, señor Elliot, pero leo muchos de los casos de crímenes londinenses. Y le diré dónde ocurrió anteriormente algo semejante. Las mujeres no pueden dominarse, ni siquiera cuando son ellas mismas quienes hacen todo el lío. «¡No! ¡No!», es exactamente lo que esa mujer, Edith Thompson, se puso a gritar cuando aquel tipo Bywaters salió corriendo y mató a su marido de una puñalada al volver del cine.
Hizo una pausa y respiró con fuerza.
El mayor Crow se movió nerviosamente.
—Las pruebas contra Wilbur Emmet —admitió Elliot— son… Bueno: si consigue gente que identifique a Emmet en esa vista, terminó el asunto. —Se sentía desconcertado y algo indispuesto, pero encaraba de frente la realidad—. Hasta ahí vamos bien, pero ¿qué pruebas hay contra la señorita Wills? No podemos arrestarla sólo porque gritó: «¡No! ¡No!». Eso no sirve.
—Tenemos excelentes pruebas —replicó Bostwick, mientras su cara volvía a congestionarse. Vaciló, y luego gritó por encima del hombro—: Hobart Stevenson, si alguna vez deja escapar una sola palabra de lo que ha oído en este cuarto, vendré y le romperé el alma. Y sabe que lo haré.
—No diré ni una palabra, superintendente —dijo Stevenson, que miraba atónito—. Se lo juro.
—Tenga la seguridad de que si lo hace, lo sabré —le advirtió Bostwick lanzándole una imponente mirada. Se volvió hacia los demás—. Pensaba decirles lo que sé en cuanto viera la película. No lo he mencionado aún ni al mayor, porque quería estar seguro. Pero tenemos buenas pruebas. Decía usted hace un momento, señor, que pocas personas, exceptuando los médicos, saben poner inyecciones. Ella sabe. Aprendió durante la epidemia de gripe, hace seis o siete años; ayudaba al doctor Chesney a ponerlas. Y decía usted, amigo —miró a Elliot—, que no nos mostrábamos muy ansiosos por arrestar a las personas que le tiran piedras. Eso no es verdad, y no me gustó. Ni un poquito. Si alguien altera el orden, cumpliré con mi deber; pero le apuesto a que los jueces no serían muy severos con el culpable. Le anuncié que tenía pruebas. ¿Qué piensa de esto?
Del bolsillo interior del saco extrajo un sobre. Lo mantenía abierto para que lo miraran por dentro; dio la vuelta al grupo con él. Contenía una pequeña jeringa de inyecciones. El émbolo era de níquel y se deslizaba por un pequeño tubo de vidrio dentro del cual se distinguía una mancha incolora. El olor a almendras amargas era muy perceptible.
—Sí —dijo Elliot—. Sí. —Tenía la garganta reseca y los ojos le ardían—. ¿Dónde encontró eso?
—Tengo la costumbre de curiosear —dijo Bostwick—. Por eso le pedí al mayor que dijera a la señorita Wills que viniera a buscarlo a usted aquí. Lo encontré en el doble fondo de un alhajero, sobre la mesa de vestir del dormitorio de la señorita Wills.
Entregó el sobre a Elliot y luego se cruzó de brazos.
—Esto —dijo el mayor Crow, aclarándose la garganta— me parece lo más concluyente. ¿Qué dice, inspector? ¿Quiere una orden de arresto?
—No, hasta que pueda hablar con ella —dijo con suavidad Elliot. Y respiró profundamente—. Pero como dice usted… temo que la prueba sea concluyente. ¿Qué opina, doctor?
El doctor Fell apretó las manos contra su copiosa cabellera salpicada de canas. Emitió una especie de quejido, mientras en su rostro se pintaba una terrible indecisión.
—¡Si por lo menos pudiera estar seguro! ¡Si por lo menos pudiera —arguyó— huir de lo que en este momento constituye el naufragio de mi cosmos! No sé qué decir. Este asunto se me ha desmoronado en una forma que nunca creí posible. Es muy probable que tengan razón…
Las esperanzas de Elliot también se desmoronaron.
—… pero una pequeña conversación con la muchacha está, naturalmente, indicada antes…
—¡Conversar con ella! —rugió Bostwick, perdiendo finalmente el propio control—. ¡Conversar con ella! ¡Ah! Eso es lo que hacemos todo el tiempo. La muchacha es tan culpable como Satanás, y bien lo sabemos. Dios es testigo de que le hemos dado todas las oportunidades posibles. No podríamos haberla tratado con mayor consideración si hubiera sido de sangre real. ¿Y qué hemos conseguido? Ya sabemos lo que hemos conseguido. Es Edith Thompson reencarnada: sólo que mucho peor. He oído decir que la Thompson —lanzó una mirada a Elliot— hasta trató de conquistarse al detective que fue a interrogarla después del crimen; y lo que digo es que la historia no hace más que repetirse a cada rato.