El mayor Crow y el superintendente Bostwick se cruzaron con Marjorie en la puerta cuando ésta salía del cuarto. Pero el mayor no habló hasta que la puerta estuvo cerrada. Volvía a ser el mismo de siempre.
—Buenos días, inspector —dijo cortésmente—. O más bien dicho, buenas tardes. No pudimos encontrarlo esta mañana.
—Lo siento, señor.
—No importa —dijo el otro, sin perder su tono cortés—, sólo quería comunicarle que existe un pequeño asuntito de otra muerte que debemos considerar.
—Dije que lo sentía, señor.
—Puesto que fue a ver a mi amigo Fell, no se lo reprocho. Ha tenido más suerte que yo. Traté de interesarlo en este asunto en junio. Pero no. No era bastante sensacional para él, según parece. Ningún cuarto herméticamente cerrado, ningún elemento sobrenatural, ningún detalle raro como los del Royal Scarlet Hotel. Nada más que un brutal asesinato con estricnina y varios casi asesinatos. Pero ahora tenemos un amplio radio de prueba y dos víctimas más… una de las cuales tal, vez le resultaría interesante examinar, inspector…
Elliot tomó su libreta.
—Ya le he dicho dos veces que lo siento, señor —dijo lentamente—, no creo necesario volver a repetirlo. Y además, para serle franco, no admito que haya descuidado nada de lo que estoy obligado a atender. A propósito, ¿hay algún agente en Sodbury Cross?
Bostwick, que también había sacado su pipa y su tabaquera, se interrumpió en el momento en que se disponía a destornillar la boquilla.
—Sí, hay, mi amigo —dijo—. ¿Para qué quiere saberlo?
—Nada más que porque no he visto ninguno. Alguien, con una piedra, ha roto el vidrio de la puerta de abajo, causando un estruendo que ha de haberse oído hasta en Bath, pero no apareció ningún agente.
—¡Válgame Dios! —dijo Botswick, soplando repentinamente su pipa y volviendo a levantar la vista. Era una ilusión óptica, pero su cara parecía inflarse en forma increíble—. ¿Qué quiere decir con eso?
—Lo que digo.
—Si quiere decir —replicó Bostwick— que estoy convencido, y nótese que digo convencido, de que pronto podremos arrestar a cierta jovencita que no necesito nombrar… entonces estoy de acuerdo.
—¡Basta! —rugió el doctor Fell.
Fue como si una ráfaga sacudiera las ventanas e hizo que los que discutían se volviesen hacia él.
—Esto tiene que terminar —dijo con severidad el doctor Fell—. Están peleando por pequeñeces, y lo saben perfectamente. Si hay que echarle la culpa a alguien, échenmela a mí. La verdadera razón de toda esta tormenta, y eso también lo saben, es que cada uno de ustedes tiene una idea diferente, definitiva, preconcebida, terca, de quién es el culpable. ¡Por el amor de Dios! Aléjense de eso o no llegaremos a ninguna parte.
El mayor Crow rompió la tensión echándose a reír. Era un sonido honesto, familiar, tanto Elliot como Bostwick sonrieron.
—El viejo bandido tiene toda la razón —admitió el mayor—. Disculpe, inspector. Lo cierto es (podríamos agregar, Fell) que todos estamos con los nervios tan de punta que ya no vemos claro. Y es necesario ver claro. Es necesario.
Bostwick alargó su tabaquera a Elliot.
—Sírvase —le ofreció.
—Gracias. Con mucho gusto.
—Y ahora —dijo el doctor Fell con ferocidad—, ahora que la afabilidad está salvada y reina sobre todos un tibio calor de simpatía…
—No admito que me atribuya una idea definitiva, preconcebida —dijo con dignidad el mayor Crow—. No es verdad. Sólo sé que tengo razón. Cuando vi a ese pobre diablo de Emmet…
—¡Ja! —murmuró Bostwick con una inflexión tan escéptica y siniestra que Elliot se sorprendió, preguntándose en qué dirección se encaminarían ahora.
—… pero no hay ningún indicio, inspector, nada donde agarrarse. Ahí está Emmet; de pronto, alguien, en mitad de la noche, entra y le pone una inyección en el brazo. Nadie oyó, nadie admite haber oído nada sospechoso durante la noche. Cualquiera puede haberlo hecho. Hasta una persona de afuera puede haberlo hecho, porque nunca cierran con llave las puertas de Bellegarde. Por estos lados, muy pocas personas echan llave a sus puertas de noche. Digo que hasta alguien de afuera podría haberlo hecho, lo que no impide que tenga mi idea. ¡Ah!, y dicho sea de paso, he visto a West para el informe médico. Chesney fue muerto con seis centigramos, aproximadamente, de ácido prúsico puro. Es decir, que no había rastros de otros ingredientes capaces de demostrar que hubiera sido asesinado con una preparación como mercurio o cianuro de potasio. Y éstos son todos los datos que tenemos.
—No son todos —dijo el doctor Fell con satisfacción—. Aquí está Stevenson. Vamos, amigo. Estamos listos. Haga funcionar el aparato.
Un silencio pesado descendió sobre el grupo. Consciente de su importancia, Stevenson caminaba con agilidad y se mostraba nerviosamente atareado. Se enjugó la frente; inspeccionó el fuego. Miró las ventanas. Estudió la sábana colgada en el vano de la doble puerta. Después de un prolongado examen de la mesa, la empujó hacia atrás tropezando, hasta colocarla casi contra la pared frente a la sábana. Luego la arrimó hacia adelante varias pulgadas. Sacó de una biblioteca unos cuantos volúmenes de la Enciclopedia Británica que apiló sobre la mesa para levantar la plataforma del proyector. Los cuatro investigadores fumaban ahora sus pipas y una nube de humo se extendió por el cuarto. Caminaban de un lado al otro.
—No va a andar —dijo el mayor Crow de pronto—. Algo se descompondrá.
—Pero ¿qué puede descomponerse? —preguntó Elliot.
—No sé. Alguna maldita cosa. Es demasiado fácil. Ya verán.
—Le aseguro que todo anda bien, señor —dijo Stevenson, volviendo hacia él su rostro sudoroso—. En un segundo estará listo.
Esta vez el silencio se hizo más prolongado; sólo lo interrumpía alguno que otro ruido, misterioso, ocasional, provocado por los preparativos de Stevenson, o el lúgubre zumbido del tránsito procedente de la calle principal. Stevenson empujó el sofá a un lado para dejar libre el espacio hasta la sábana. Dispuso las sillas. En la pantalla había una leve arruga, y arregló una de las chinches para alisarla. Finalmente, mientras los espectadores lanzaban un profundo suspiro de alivio, retrocedió despacio hacia la ventana.
—Ahora, señores —dijo empuñando una cortina—. Listos. ¿Quieren sentarse antes que oscurezca el cuarto?
El doctor Fell se dirigió al sofá. Bostwick se sentó nerviosamente a su lado, sobre el borde. Elliot arrimó una silla hasta situarla más cerca de la pantalla, pero a un costado. Se oyó el rumor metálico de las cortinas que se cerraban.
—Ahora, señores…
—¡Deténgase! —dijo el mayor Crow, sacándose la pipa de la boca.
—¡Qué demonios! —aulló el doctor Fell—. ¿Qué pasa ahora?
—No hay por qué agitarse tanto —protestó el otro, señalándolos con la pipa—. Supongamos… bueno, supongamos que todo ande bien…
—Eso es lo que estamos tratando de verificar.
—Supongamos que salga como esperamos. Nos enteraremos ciertamente de algunas cosas: la verdadera altura del doctor Nemo, por ejemplo. Es justo que en este momento mostremos nuestras cartas. ¿Qué vamos a ver? ¿Quién era el doctor Nemo? ¿Qué dice usted, Bostwick?
El superintendente Bostwick lo miró con su cara redonda, por encima del respaldo del sofá. Sostenía la pipa de tal manera que parecía suspendida en el aire detrás, de su cabeza.
—Y bien, señor; si me lo pregunta… no me cabe la menor duda que comprobaremos que era el señor Wilbur Emmet.
—¡Emmet! ¿Emmet? ¡Pero si Emmet está muerto!
—No estaba muerto entonces —observó el superintendente.
—Pero… bueno, no importa. ¿Cuál es su punto de vista, Fell?
—Mayor —dijo el doctor Fell con concentrada cortesía—, mi punto de vista es el siguiente: sólo deseo que se me permita ver la vista. En determinados aspectos, estoy seguro de lo que vamos a ver. En otros, no estoy muy seguro de lo que vamos a ver. En otros más, empieza a no importárseme un comino lo que voy a ver, siempre que se nos permita de una vez seguir adelante y verlo.
—¡Muy bien! —dijo Stevenson.
Las cortinas restantes fueron corridas. Sólo el débil resplandor del fuego y el fulgor fantasmal de las pipas interrumpían ahora la oscuridad. Elliot tuvo conciencia de la humedad que se adhiere a las viejas casas de piedra, y del olor, a encierro y a humo. Distinguía sin dificultad la forma y las caras de sus compañeros, y hasta la silueta de Stevenson en el fondo del cuarto. El farmacéutico daba vueltas, caminando con cautela para evitar el cordón eléctrico que colgaba del aparato. Lo puso en marcha. Estrías y rayos de luz surgieron de la máquina, iluminando a Stevenson y comunicándole la apariencia de un alquimista inclinado sobre un crisol, y el rayo de luz del proyector, que el humo atrapaba y seguía, apareció en la pantalla como una gran mancha blanca de cerca de un metro y medio cuadrado.
En el fondo del cuarto se oyeron algunos ruiditos mecánicos y un click, como si algo se abriera o cerrara. El aparato empezó a vibrar hasta producir un zumbido parejo. En la pantalla hubo un relámpago que se fue extinguiendo, hasta quedar convertido en negro absoluto.
Nada malo ocurría, porque el zumbido seguía llenando el cuarto. El rectángulo negro continuaba cruzado por relámpagos grises y un poco trémulo. Parecía que continuaría así, interminablemente. Luego apareció una débil mancha de luz que se tornó deslumbrante. Era como si una grieta vertical se abriera en el centro de la pantalla mientras una vaga sombra negra la empujaba y la agrandaba, separándola. Elliot comprendió lo que era. Estaban en la sala de música, frente al escritorio, y Marcus Chesney abría la doble puerta.
Alguien tosió. La película saltaba un poco; vieron entonces, como separada por una franja de oscuridad, la parte de atrás del escritorio de Bellegarde. En un ángulo del recuadro se movía una sombra; era evidentemente un hombre que caminaba hacia la mesa. Al tomar la vista, Harding se había situado un poco demasiado a la izquierda, de modo que no se veían las puertas del jardín. La luz era vaga y bastante mala, a pesar de la nitidez de las sombras; pero se distinguía claramente la repisa brillante, el cuadrante del reloj cuyo péndulo reflejaba la luz, el respaldo del sillón del escritorio, la ancha mesa, la caja de bombones cuyos dibujos parecían grises, y las dos cosas, que parecían lápices, sobre el secante. Luego hubo un movimiento en el haz de luz… y la cara de Marcus Chesney los miraba fijamente desde la pantalla.
Su aspecto no era agradable. La colocación de la luz, la ausencia de cosméticos y el temblor del ambiente creado por la inestable cámara le daban una apariencia cadavérica. Tenía la cara lívida, las cejas acentuadas y las órbitas hundidas; cuando volvió la cabeza, rayas de sombra cruzaban por sus mejillas. Pero su expresión era digna, serena y orgullosa. Entraba en el radio de la vista moviéndose con holgura…
—Miren el reloj —dijo alguien, rompiendo el silencio en voz tan alta, desde atrás del hombro de Elliot, que ahogó el zumbido regular del proyector—. ¡Miren el reloj! ¿Qué hora marca?
—¡Por todos los diablos del infierno!… —dijo la voz de Bostwick.
En el cuarto se produjo una conmoción, como si los muebles y no la gente se hubieran movido.
—¿Qué hora es ahí? ¿Qué dicen?
—Todos estaban equivocados —exclamó la voz de Bostwick—, ésa es la verdad. Uno de ellos dijo que era medianoche, otro que cerca de medianoche, mientras el profesor Ingram aseguraba que aquello había ocurrido a las doce menos un minuto. Estaban equivocados todos. Eran las doce y un minuto.
—¡Chist!
El pequeño mundo mudo seguía imperturbable. Con suma deliberación Marcus Chesney desarrimó el sillón del escritorio y se sentó. Estiró un brazo y empujó la caja de bombones un poco hacia su derecha, con una minuciosidad que contrastaba con el temblequeo de la película. Luego levantó un lápiz chato y simuló escribir aplicadamente y con cierta afectación. Después, apoyando un poco las uñas en el secante y con cierta dificultad para recogerlo, tomó otro pequeño objeto. Lo vieron nítidamente, vertical a contraluz.
Por la mente de Elliot cruzó como un relámpago la descripción del profesor Ingram. Éste había dicho que el objeto se asemejaba a una lapicera, pero que era mucho más angosto y pequeño. Lo había descrito como una delgada astilla de menos de tres pulgadas de largo, negruzca, de punta aguda. Y la descripción era exacta.
—Ya sé lo que es —dijo el mayor Crow.
Se oyó el ruido de una silla que se desarrimaba. El mayor se separó apresuradamente del grupo, se deslizó por uno de los costados e introdujo la cabeza en el rayo de luz para ver mejor. Su sombra cubrió la mitad de la pantalla. Y una serie de siluetas fantásticas de Marcus Chesney, retorciéndose, bailaron débilmente impresas en la espalda del impermeable del mayor.
—Detenga la vista —dijo, volviéndose de lleno en el rayo de proyección. Su voz subía de tono—. Sé muy bien lo que es —repitió—. Es el minutero de un reloj.
—¿Qué? —preguntó Bostwick.
—La aguja larga de ese reloj de la chimenea —gritó el mayor Crow, levantando el índice como para ilustrar sus palabras—. Hemos comprobado ya que el reloj tiene un cuadrante de seis pulgadas de diámetro. ¿No lo ve? Es el minutero. Antes del espectáculo, Chesney no tuvo más que sacar la cabeza del tornillo que sostiene las agujas (vimos que tenía un tornillo), sacar el minutero y volver a colocar el tornillo. De ese modo dejaba únicamente una aguja en el reloj, la corta, que señalaba las doce en punto. ¡Cielos! ¿Todavía no lo ven? Sólo había una aguja en el reloj. Los testigos creyeron ver dos agujas. Lo que realmente veían era la aguja de las horas y la sombra que ésta proyectaba hacia arriba y los costados, sobre el cuadrante del reloj, debida a la luz brillante que la iluminaba desde abajo.
Señaló con el índice; parecía luchar contra el deseo de ponerse a bailar.
—¿No ven que esto explica las divergencias en las declaraciones de los testigos? Están en desacuerdo según la dirección en que veían caer la sombra. El profesor Ingram sentado en el extremo derecho, la veía sobre el minuto antes de las doce. La señorita Wills, sentada en el centro, la veía en las doce en punto. Esta vista, sacada desde el extremo izquierdo, la muestra en un minuto después de las doce. Terminada la función, cuando Chesney, cuidadosamente, cerró la doble puerta, no tuvo más que volver a colocar el minutero en el reloj: lo cual le tomaría alrededor de cinco segundos. Y el reloj volvió a señalar la hora exacta. Pero durante el espectáculo, Chesney tuvo el atrevimiento colosal de estar ahí sentado, con el minutero en las narices de todos, y ninguno de ellos se dio cuenta.
Hubo un silencio.
Desde la penumbra llegó el ruido de una palmada que Bostwick se daba en el muslo, de un gruñido de aprobación emitido por el doctor Fell y de los rezongas de Stevenson que luchaba con un rollo atascado. El mayor Crow agregó suavemente, pero reventando de orgullo:
—¿No les decía yo que había algo raro y alarmante en ese reloj?
—Muy cierto, señor —dijo Bostwick.
—Es cuestión de pura psicología —admitió el doctor Fell, moviendo afirmativa y vigorosamente la cabeza—. Les apostaría cualquier cosa que, aun sin sombra, el truco los hubiera engañado igualmente. Cuando las agujas de un reloj marcan las doce, sólo vemos una aguja; no miramos dos veces; la costumbre nos engaña. Pero nuestro pobre Chesney fue aun más lejos e hizo que el engaño fuera tres veces más eficaz. Por eso, empezamos ahora a comprenderlo, insistió tanto en que la representación se realizara cerca de medianoche. La ilusión de la sombra, es cierto, podría producirse con las agujas en cualquier posición del cuadrante. Pero con la aguja corta, vertical en las doce, se aseguraba de que los tres testigos, desde tres diferentes ángulos, verían tres horas distintas en el reloj y nítidamente destacadas. Y con eso los atrapaba en dos preguntas, nada menos, de las diez que había preparado. ¡Pero hay otra cosa! La cuestión es… No se agiten… La cuestión es: ¿cuál era la hora exacta?
—¡Ah! —dijo Bostwick.
—Esa aguja está vertical, ¿verdad?
—Sí —afirmó el mayor.
—Lo cual quiere decir —prosiguió severamente el doctor—, lo cual quiere decir, si recuerdo bien mis diversas experiencias en materia de arreglos de relojes, que la posición del minutero puede haber sido cualquiera entre cinco minutos antes y cinco minutos después de las doce. La aguja que marca la hora permanece vertical durante ese lapso, más o menos; depende del tamaño y el mecanismo del reloj. La hora anterior a las doce no nos interesa. La hora después de las doce sí nos interesa. Significa…
El mayor Crow guardó la pipa en el bolsillo.
—Significa —interrumpió— que la coartada de Joseph Chesney se cae en pedazos. Todo dependía de que hubiera salido de casa de Emsworth a las doce en punto, a la misma hora, suponíamos, en que el doctor Nemo estaba en el escritorio de Bellegarde. Joe Chesney partió de la casa de Emsworth a las doce. Pero el doctor Nemo no entró en el escritorio y mató a Chesney a medianoche. No: la hora verdadera era pasadas las doce. Probablemente cinco o seis minutos después de las doce. Joe Chesney puede fácilmente haber llegado en su auto desde la casa de Emsworth hasta Bellegarde en tres minutos. L. Q. Q. D. Que alguien abra esas cortinas. No tengo nada en contra de Joe Chesney, pero me inclino a creer que es el hombre que buscamos.