13

Elliot saltó por arriba del mostrador y se precipitó hacia la puerta. Era un impulso instintivo, nacido del entrenamiento policial, pero era también porque no quería encontrar los ojos de Marjorie Wills.

Abrió violentamente la puerta, aplastando a su paso y haciendo crujir los fragmentos de vidrio. Sentía un furor tan súbito ante la maldad de esa piedra, que al salir, casi se lanzó a través del panel roto. Una vez afuera miró hacia uno y otro lado de la calle.

Estaba desierta. La única persona a la vista (demasiado lejos para haber tirado la piedra) era un repartidor en bicicleta que pedaleaba atareado y que, con la cara en alto, miraba virtuosamente el cielo.

La calle principal seguía serena y honrada, ocupada en sus propios asuntos.

«Calma, vamos».

Aunque la sangre todavía se le agolpaba en la cabeza, sintió el fresco de la brisa y logró dominarse. No debía dar un paso en falso. No debía salir corriendo como loco y ponerse en ridículo, porque entonces les daría la oportunidad de reír, además de arrojar piedras. ¿Gritaría llamando al muchacho? ¿O haría salir al verdulero de enfrente? No; mejor que no, por el momento. En la duda, mejor esperar, y dejar que el culpable se preguntase qué pasaba; eso lo alarma más que nada. Pero, por primera vez, comprobada la violencia de la antipatía secreta, solapada, que rodeaba a Marjorie Wills. Durante veinte segundos tal vez, Elliot permaneció en silencio, mirando hacia uno y otro lado de la calle.

Luego volvió a entrar en la farmacia.

Con las manos en los ojos Marjorie Wills estaba apoyada sobre el mostrador.

—Pero ¿por qué? —dijo con voz lastimera—. Yo… yo no he hecho nada.

—No tienen derecho a romper así mis vidrios —exclamó Stevenson, que había empalidecido un poco—. Yo tampoco he hecho nada. No tienen derecho a romperme así los vidrios. No es justo. ¿No piensa proceder, inspector?

—Sí —dijo Elliot—. Pero en este momento…

Stevenson vaciló, indeciso entre varias ideas.

—¿Desea sentarse, señorita Wills? ¿Quiere una silla? ¿En la trastienda? ¿O arriba? Es decir —añadió volviendo a recobrar su cautela—, no suponía que la cosa era tan seria como todo eso. No me parece prudente que vuelva a salir.

Elliot pensó que eso era el colmo.

—¿Que no? —dijo—. ¿Dónde estamos, entonces? ¿En Inglaterra o en Alemania? ¿Qué somos?… ¿Un manojo de no arios acorralados? Dígame dónde quiere ir, y si alguno se atreve nada más que a mirarla de mal modo, lo pondré al fresco en el tiempo que se tarda en decir: doctor Nemo.

Ella volvió vivamente la cabeza y lo miró; y ciertas cosas aparecieron tan claras como si estuvieran estampadas en los innumerables envases de cartón que tenían alrededor. No era debido a las palabras de Elliot. Era la atmósfera que irradian las emociones, tan perceptiblemente, como irradia calor el cuerpo. De nuevo Elliot tuvo la sensación intensa que experimentaba en presencia de Marjorie y que lo hacía sensible al menor detalle de su rostro, como la línea de los ojos o el arranque del pelo en las sienes. Lo que se llama comunicación.

—Calma —dijo el doctor Fell.

La voz tranquila y profunda del doctor les devolvió la cordura. Hablaba casi con júbilo.

—Al fin de cuentas —continuó— no creo que estemos tan mal. ¿La señorita Wills desea sentarse? ¡Que lo haga! ¿Quiere ir a alguna parte? ¡Que vaya! ¿Por qué no? ¿Vino aquí en busca de algo, señorita?

—¿Si vine…? —tenía aún la mirada fija en Elliot, pero despertó.

—¿Jabón, pasta de dientes, sales para baño?

—¡Oh! Vine a… a buscar al inspector —ahora no lo miraba—. El mayor… el mayor Crow lo necesita en Bellegarde. En seguida. No pudieron encontrarlo… desde las once en adelante, y nadie sabía dónde estaba. Tratamos de telefonear a Stevenson, porque el mayor dijo que usted… que el inspector… estaría aquí a la una; pero no contestaban; y en vista de mi estado de ánimo, pensé que sería una especie de ejercicio para el espíritu venir a Sodbury Cross. Mi auto está afuera, si no me han tajeado las gomas.

—¿El mayor Crow? Pero ¿por qué en Bellegarde?

Tenía que haber estado aquí a la una.

—¿Quiere decir que no saben? ¿Que nadie les ha avisado?

—¿Avisado qué?

—Wilbur ha muerto —dijo Marjorie.

El doctor Fell levantó el brazo y se echó el ala de la galerita un poco más sobre los ojos. Su mano permaneció ahí, dándole sombra a los lentes.

—¡Cuánto lo siento! —gruñó con la cara semiescondida—. ¿Entonces la conmoción fue fatal?

—No —explicó Marjorie—. Tío Joe dice que alguien entró en el cuarto en mitad de la noche con una inyección de ácido prúsico y… se la puso en el brazo; murió dormido.

Hubo un silencio.

El doctor Fell salió con dificultad del pasillo. Caminó pesadamente hasta la puerta y permaneció allí con la cabeza gacha; luego sacó un amplio pañuelo rojo estampado y se sonó violentamente las narices.

—Discúlpenme —dijo—. He estado otras veces frente a las fuerzas del mal, pero nunca las he visto actuar con tan minucioso y razonable cuidado. ¿Cómo ocurrió la cosa?

—No lo sé; nadie lo sabe —contestó Marjorie, tratando con toda evidencia de dominar sus nervios—. No nos acostamos hasta muy tarde, y hoy nadie se levantó antes de las once de la mañana. Tío… tío Joe dijo que no era necesario acompañar a Wilbur durante la noche. Esta mañana Pamela entró en su cuarto, y lo… encontró.

Levantó un poco los brazos a ambos lados del cuerpo y los dejó caer.

—Ya veo. ¡Stevenson!

—¿Doctor?

—¿Su teléfono está descompuesto?

—No, que yo sepa —contestó el otro preocupado—. He estado aquí toda la mañana, y no comprendo.

—Bien —el doctor Fell se volvió hacia Elliot—. Les propongo algo. Telefonear a Bellegarde. Hay que decirle al mayor Crow que, lejos de ir ustedes a Bellegarde, debe venir él aquí en seguida…

—¡Imposible! No puedo hacer eso, doctor —protestó Elliot—. Usted sabe que el mayor Crow es el comisario. Bostwick…

Yo puedo hacerla —dijo suavemente el doctor—. Conozco muy bien a Crow desde aquel caso del Ocho de Espadas. Para decirles la estricta y culpable verdad —añadió, y el enrojecimiento de su cara se hizo más evidente—, Crow me pidió que lo ayudara en el asunto de la señora Terry, cuando se produjo el primero de estos malditos acontecimientos. Me negué. Me negué porque la única deducción que encontré en aquel momento hubiera parecido tan extravagante y descabellada que ni siquiera se la comuniqué. Pero ahora, ¡qué diantre!, empiezo a ver que no tenía nada de extravagante. Era lo que saltaba a la vista: sencillamente, estúpidamente, absolutamente obvio. Por eso pude, lo temo, darle tan pronto esta mañana esas explicaciones a Elliot.

Sacudió el puño con violencia.

—Y porque quise ser modesto… ¡hrr!… dos personas más han muerto. Lo necesito a usted aquí. Necesito a Crow aquí. Más que nada en el mundo quiero ver esa película ahora. Quiero mostrarles, en blanco y negro sobre la pantalla, exactamente lo que yo creo que pasó. Por lo tanto voy a telefonear y a dar las órdenes pertinentes. Pero mientras hablo —cesó de expresarse con voz de trueno y miró a Elliot con mucha serenidad—, sugiero que le pregunte a la señorita Wills lo que pasó en la otra farmacia.

Marjorie se endureció. Elliot pareció no advertirlo y se dirigió a Stevenson.

—¿Vive usted aquí en el piso alto? ¿Podría cederme un cuarto durante algunos minutos?

—Sí, naturalmente. El mismo cuarto donde les mostraré la película.

—Gracias. Llévenos, por favor. ¿Quiere pasar adelante, señorita Wills?

Marjorie no hizo ningún comentario. Stevenson los condujo arriba a una sala confortable, fuera de moda, que daba a la calle. Una doble puerta, otra vez, comunicaba con lo que, presumiblemente, era un dormitorio; se hallaba abierta, pero en el vano habían colgado una sábana, sujeta con chinches, para que hiciera las veces de pantalla. Las pesadas cortinas estaban corridas a medias y en la chimenea ardía un lindo fuego. Sobre la mesa había un gran aparato de proyección con los rollos de película ya colocados.

Siempre sin hacer ningún comentario, Marjorie se dirigió al sofá y se sentó. Elliot había reaccionado enérgicamente; su conciencia volvía a despertarse.

Marjorie miró el cuarto iluminado por el fuego de la chimenea como para cerciorarse de que estaban solos. Luego movió la cabeza y habló con tranquilidad:

—Yo le dije que nos habíamos visto antes.

—Sí —asintió Elliot, sentándose junto a la mesa y sacando su libreta. La abrió y la extendió con gesto en extremo deliberado. Para ser exactos, el jueves pasado, Mason Hnos., farmacéuticos, 16 Crown Road, donde usted trató de comprar cianuro de potasio.

—Sin embargo, no se lo dijo usted a nadie.

—¿Por qué supone tal cosa, señorita Wills? ¿Por qué cree que me mandaron a esta región del país?

Era una púa. Lo hizo intencionalmente a fin de fortalecer su propia conciencia. Se preguntó hasta qué punto se habría traicionado cuando estaba abajo, y hasta qué punto lo habría notado ella, y si trataría de abusar de su descubrimiento, como parecía hacerlo ahora mediante esa repentina, inspirada insinuación; él no iba a permitir nada de eso.

Si había esperado producir efecto, lo consiguió. Marjorie se puso pálida. Sus ojos, que hasta ese momento se habían mantenido fijos, abierta y serenamente, en Elliot, pestañearon; no lo comprendía; más tarde se desencadenaría la ira.

—¡Oh! ¿Así que vino a arrestarme?

—Depende.

—¿Es un crimen tratar de comprar cianuro aunque uno no lo consiga?

Elliot levantó su libreta y la dejó caer de plano sobre la mesa.

—Sinceramente, señorita Wills, y entre usted y yo, ¿de qué le sirve hablar de ese modo? ¿Cómo quiere que se lo interpreten?

La muchacha era extraordinariamente perspicaz. Aunque maldecía su inteligencia, Elliot no podía menos que admirarla. Seguía observándolo, esperando; seguía sin saber qué pensar de él, y su oído había captado instantáneamente el leve matiz de vamos-qué-diablos-por-qué-no-me-ayuda, que él no había podido evitar en la exasperación de su última pregunta. La respiración de Marjorie se hizo menos agitada.

—Si le digo la verdad, inspector… si le digo sinceramente por qué quería ese veneno… ¿me creerá usted?

—Si es la verdad, sí.

—Sí, pero no es eso lo que quiero decir. No es eso lo importante. Si le cuento la verdad pura y simple, ¿me promete usted, me promete que no lo repetirá a nadie?

(En esto, pensó él, es sincera).

—Lo siento, señorita. Pero no puedo hacer promesas de esa clase. Si se relaciona con la investigación…

—No tiene nada que ver.

—Entonces, muy bien; ¿para qué quería el cianuro?

—Lo quería para matarme —dijo Marjorie serenamente.

Hubo una leve pausa, mientras las brasas restallaban.

—Pero ¿por qué quería usted matarse?

Marjorie hizo una profunda inspiración.

—Si desea saberlo: me sentía absolutamente, horriblemente enferma ante la idea de volver a casa. Ahora se lo he dicho. Lo he contado a alguien.

Lo miró con curiosidad, como preguntándose por qué se lo había contado.

Inconscientemente, Elliot se había ido deslizando de la actitud de un detective que hace preguntas oficiales hacia una actitud algo distinta; pero ninguno de los dos pareció advertido.

—Sí; pero oiga. ¿Tenía alguna razón para matarse?

—Pruebe estar expuesto a lo que yo estaba expuesta… aquí. Acusada de envenenar a las gentes, de envenenarlas así; esperar a cada minuto del día que la arresten a uno, y escapar a eso nada más que porque faltan pruebas. Luego embárquese en un crucero magnífico por el Mediterráneo, algo que nunca ha podido hacer en su vida a pesar de tener un tío millonario. Luego pruebe lo que es volver… a lo que se dejó atrás. Pruébelo. ¡Pruébelo! Y verá lo que se siente.

Apretó los puños.

—¡Oh!, ahora estoy mejor. Pero cuando bajé de aquel barco sentí sencillamente que no podría afrontarlo. No me detuve a reflexionar. De haberlo hecho, era fácil inventar cualquier historia plausible para no asustarme y no tartamudear cuando el farmacéutico empezara a hacerme preguntas. Sólo lo pensé después. Lo único que se me ocurrió en el momento fue que había oído decir que el cianuro de potasio era muy rápido y nada doloroso; con sólo probarlo ya estaba uno muerta. Y pensé que en el East End de Londres nadie me conocía. Creo que la cosa se me ocurrió al llegar de vuelta por el río, en el barco, y ver nuevamente las casas…, y todo lo demás.

Elliot dejó el lápiz y preguntó:

—Pero ¿y su novio?

—¿Mi novio?

—¿Quiere decirme que pretendía comprar veneno para suicidarse cuando volvía a su país a casarse?

Marjorie hizo un gesto de desesperación.

—¡Le digo que se trataba de un estado de ánimo pasajero! Se lo estoy diciendo. Además, eso es distinto. Todo había sido tan maravilloso antes de que aquello pasara, y tenía la esperanza de que las cosas se presentarían bien para mí. Cuando conocí a George en Londres…

Elliot interrumpió:

—¿Cuándo lo conoció en Londres?

—¡Caramba! —murmuró Marjorie tapándose la boca con la mano. Se quedó mirándolo y luego se dibujó en su rostro una expresión de cansancio y cinismo—. No me importa. ¿Por qué no habría de saberlo? Me hace mucho bien… mucho bien… sacarme esto de encima. Conozco a George desde hace años, y años, y años. Me lo presentaron en Londres, en una fiesta, en una de las pocas ocasiones en que tío Marcus me permitió ir sola a la ciudad, y me enamoré terriblemente de él. Solía escapar a la ciudad para verlo. ¡Oh!, no hacíamos nada malo. Supongo que me faltaba el valor: así soy yo.

Miraba fijamente el suelo.

—Pero decidimos que todavía no era prudente presentarlo a tío Marcus. En primer lugar, tío Marcus nunca… nunca… alentaba… a las personas; es decir, a que vinieran a verme. No es por elogiarme, pero soy una buena dueña de casa, y era más cómodo que estuviera… ya sabe lo que quiero decir —se sonrojó—. En segundo lugar, George conocía muy bien la fama de tío Marcus. Se habría producido un lío terrible si tío Marcus se hubiese enterado de lo que ocurría a sus espaldas. ¿Comprende?

—Sí. Comprendo.

—Era preferible fingir que nos conocíamos por casualidad. Y mejor aún en el extranjero; además, George decía precisamente que necesitaba vacaciones. No es rico, por supuesto, sobre todo tratándose de un viaje como éste. Pero yo tenía unas doscientas libras de un seguro que mi madre me dejó, y lo cobré, y así George pudo hacer el viaje.

(Puerco, dijo Andrew Elliot para sus adentros. Maldito puerco. Pícaro puerco).

Ella lo miró azorada.

—¡No es eso! —exclamó—. Quiero decir, es vivo, pero no lo otro. Es el hombre más brillante que he conocido y más seguro de sí mismo; por eso lo amé: seguro de sí mismo.

—Discúlpeme —empezaba a decir Elliot… cuando se detuvo de pronto con la pavorosa sensación de que el mundo había soltado amarras. «Puerco, maldito puerco, pícaro puerco». No había pronunciado esas palabras en voz alta. Las había visto mentalmente, con tanta claridad como si pasaran impresas en una cinta, pero no las había pronunciado. Esa muchacha podía ser muy inteligente, salvo en lo concerniente al señor George Harding, pero no era adivina.

Marjorie parecía no tener conciencia de lo que había pasado.

—¡Y cómo esperaba —continuó diciendo con una especie de violencia— que George le pagara a tío Marcus con la misma moneda! ¡Oh!, naturalmente, deseaba que causara buena impresión. Pero esa… esa humilde obediencia…, fue el colmo. Cierto día, en Pompeya, tío Marcus decidió, de pronto, poner las cosas en claro, y por añadidura delante de Wilbur y del profesor Ingram, en un sitio público donde cualquiera podría haber entrado. Le dio a George órdenes, o poco menos, sobre la forma en que debía arreglar las cosas para el futuro, y George, como un cordero, las aceptó. ¡Y me pregunta usted por qué me sentí deprimida y desanimada y con ganas de gritar cuando bajé de aquel barco! Vi que no se había producido ningún cambio. Vi que mi vida seguiría exactamente como antes. A cualquier parte donde fuera, habría nada más que tío Marcus, tío Marcus, tío Marcus.

Elliot se irguió.

—¿No quería usted a su tío?

—Claro que lo quería. Lo quería mucho. Pero no estamos hablando de eso. ¿No comprende?

—Sí… tal vez.

—Era muy bueno, a su modo. Se lo debo todo, y salió de su rutina para ofrecerme unas vacaciones maravillosas cuando las necesité. ¡Pero si usted lo hubiera oído hablar nada más que cinco minutos!, y luego las eternas, interminables discusiones con el profesor Ingram a propósito de crímenes (hasta cuando hubo un crimen real y verdadero aquí entre nosotros), y su manuscrito criminológico

Con súbito gesto Elliot volvió a tomar el lápiz.

—¿Manuscrito criminológico?

—Sí, ya se lo dije. Siempre trabajaba en algún tema de estudio, pero sobre todo en lo referente a la ciencia mental. Por eso era tan amigote del profesor Ingram. Solía decir: «Bueno, usted sostiene que un psicólogo en actividad podría ser el mejor criminal del mundo. ¿Por qué no convertirse en pioneer, en interés de la ciencia? Cometa un crimen perfectamente desinteresado y compruebe su teoría». ¡Brr!

—Ya veo. ¿Y qué contestaba a eso el profesor Ingram?

—Decía: «No, gracias». Decía que no cometería un crimen hasta que pudiera inventar la coartada perfecta…

(Esto sonaba familiar a Elliot).

—… pero que por más que lo pensara, ni siquiera un psicólogo encontraría la forma de hacer que un hombre estuviera en dos lugares al mismo tiempo —Marjorie cruzó las piernas y se reclinó en el respaldo del sofá—. Lo que me daba escalofríos era verlos hablar siempre de eso con tanta tranquilidad. Porque, ya lo ve, ha sucedido. Todas esas horribles cosas están pasando, y no sabemos cómo, ni por qué, ni quién las hace. Y ahora Wilbur ha muerto. Wilbur, que nunca hizo el menor daño a nadie, como tampoco lo hicieron Frankie Dale, ni los niños Anderson, ni el mismo tío Marcus. He llegado casi al máximo de lo que puedo soportar, sobre… sobre todo cuando empiezan a tirarme piedras a , y sabe Dios qué otras cosas pueden sucederme. Lincharme, o quemarme o qué se yo. Ayúdeme. ¡Por favor, ayúdeme!

Hizo una pausa.

Había en su voz algo tan directo, suave y vital, una fuerza tal de súplica, que Elliot estuvo a punto de perder su serenidad oficial. Mientras ella se inclinaba hacia adelante con la mano extendida, como si le pidiera que la ayudara a levantarse del sofá, sus ojos no se apartaban ni un segundo de los suyos. Fue en ese momento cuando oyeron, del otro lado de la puerta cerrada, un ruido continuo como si un elefante golpeara con sus patazas el suelo y emitiera un gruñido de paquidermo que pide de comer. Después se oyó un fuerte golpe en al puerta y el doctor Fell, entrando de perfil, se volvió y los miró pestañeando.

—No quiero interrumpirlos —dijo—, pero tal vez sería mejor dejar el interrogatorio para más tarde. Crow y Bostwick suben ahora la escalera. Es mejor que se vaya, señorita Wills. Stevenson está cerrando el local, pero su ayudante la llevará a casa en su auto. Luego…

Clavó los ojos en el aparato proyector.