12

Más de una vez, Elliot había pensado que el doctor Fell nunca sería la persona adecuada para conversar en una mañana, digamos, en que se sufre por haber bebido muchos whiskies la noche anterior. Su mente se movía con tanta rapidez que había dado vuelta a la esquina y entrado por la ventana antes que la visión mental de uno pudiera seguirla. Se tenía conciencia de un rumor de alas, de una culminación de palabras altisonantes; y luego, antes que se supiera bien lo que había pasado, un edificio entero había sido construido por etapas que, en el momento, parecían perfectamente lógicas, pero que era difícil recordar después.

—¡Adelante, doctor! —instó Elliot—. Lo he visto hacer esto mismo antes y…

—Escúcheme —dijo el doctor con vehemencia—. No debe olvidar que me inicié en la vida como maestro. No había minuto del día en que los muchachos no trataran de contarme algún cuento fantástico, con nitidez, plausibilidad y una destreza que desde entonces no he visto igual ni en la cárcel. Por consiguiente, le llevo una ventaja enorme a la policía. He tenido una experiencia mucho mayor que ella con los mentirosos consuetudinarios. Y se me ocurre que aceptaron ustedes con demasiada tranquilidad la inocencia de Emmet. Naturalmente, los convenció de ello la señorita Wills antes que tuvieran tiempo de pensar. Por favor, no se enoje; lo hizo probablemente sin querer. Pero, ¿cuál era allí la situación? Usted dice: «Todos en esa casa tienen una coartada…», lo cual no es verdad. Explíqueme, por favor, cuál es la coartada de Emmet.

—Hum —dijo Elliot.

—Nadie, en realidad, vio a Emmet en ningún momento. Lo encontraron cuando yacía medio inconsciente debajo de un árbol con un hierro junto a él. Alguien dijo en seguida: «Evidentemente, ha estado tirado aquí mucho rato». ¿Pero qué evidencia médica tenían, o podían tener, del tiempo que hacía que estaba ahí? No era como una autopsia que indica la hora de la muerte. La cosa podía lo mismo haber ocurrido diez segundos que dos o tres minutos antes. El fiscal tildaría eso de doble engaño.

Elliot reflexionó.

—Sí, doctor, no le niego que lo pensé. De acuerdo con esa tesis el hombre del sombrero de copa era, al fin y al cabo, Emmet. Interpretó su parte, exceptuando la cápsula envenenada que le obligó a tragar al señor Chesney. Luego buscó el modo de darse un golpe en la cabeza (la automutilación para presentar una prueba de incapacidad no es cosa nueva), demostrando así que él no podía haber sido el doctor Nemo.

—Exactamente. ¿Y después?

—Era más fácil para él que para ningún otro —concedió Elliot—. No necesitaba tretas. No necesitaba eliminar a nadie ni recurrir a nadie. Todo cuanto tenía que hacer era interpretar su papel en el momento estipulado. Todo cuanto tenía que hacer era substituir la cápsula inofensiva por la que contenía ácido prúsico. Conocía todos los detalles. Era el único que sabía todos los detalles. Era… —como más lo pensaba Elliot, más se sentía impelido a la convicción—. Lo malo, doctor, es que aún no sé nada sobre Emmet. Nunca he hablado con él. ¿Quién es? ¿Qué es? Hasta ahora no ha habido la menor sospecha en contra suya. ¿Qué interés podría tener en matar al señor Chesney?

—¿Qué interés podría tener —repitió el doctor Fell— en repartir estricnina entre unos cuantos niños?

—¿Volvemos a la demencia pura, entonces?

—No lo sé. Pero tal vez le convenga considerar un poco más el móvil. En cuanto a Emmet… —el doctor Fell arrugó el ceño y aplastó el cigarro, apagándolo—. Recuerdo que lo conocí en la misma reunión donde conocí a Chesney. Un tipo de pelo oscuro, nariz colorada y con una voz y un aspecto bastante parecido al espectro del padre de Hamlet. Caminaba por ahí, canturreando, y se derramó un helado en las rodillas. El estribillo era: «¡Pobre Wilbur!». En cuanto a su físico… ¿qué tal las matemáticas? El sombrero de copa, el impermeable y lo demás, ¿eran de la medida que únicamente correspondía a Emmet, o qué?

Elliot sacó su libreta.

—El sombrero de copa era del número 7; una reliquia perteneciente al propio Chesney. El impermeable, que pertenece a Emmet, era del tamaño común para hombre; no se confeccionan impermeables en medidas minuciosamente graduadas como los trajes. Los guantes de goma, un par de seis peniques de «Woolworth», los encontré hábilmente enrollados en el bolsillo derecho del impermeable…

—¿Y entonces? —preguntó el doctor Fell.

—Y aquí están las medidas; Bostwick me las consiguió. Emmet mide uno ochenta, pesa 78 kilos, usa sombreros número 7. El doctor Joseph Chesney mide uno setenta y siete, pesa 91 kilos, sombrero número 7. George Harding mide uno setenta y dos, pesa 77 kilos, sombrero 6 7/8. El profesor Ingram mide uno setenta, pesa 84 kilos, sombrero 7 1/4. Marjorie Wills mide un metro cincuenta y cinco, pesa 50… pero esto último no interesa. Ella está fuera de la cuestión —dijo Elliot con tranquila y firme satisfacción—. Cualquiera de los otros podría haber usado esas prendas sin parecer demasiado raro; pero ocurre que todos menos Emmet tienen una coartada indestructible. Por el momento no podemos decir mucho, pero hasta ahora parecería que el culpable tiene que ser Emmet. Me pregunto por qué.

El doctor Fell lo miró de un modo extraño. Mucho tiempo después recordaría esa mirada.

—Nuestros amigos los psicólogos —declaró el doctor— dirán, sin duda, que Emmet es un oprimido que sufre la avidez del poder. Es un mal común a muchos envenenadores, lo admito. Jegado, Zwanziger, Van de Leyden, Cream: la lista es interminable. También he oído decir que Emmet alimenta (digámoslo con mayúscula) una Pasión Sin Esperanza por la señorita Wills. ¡Oh!, cualquier desviación de las células recónditas es posible, se lo concedo. Pero también es posible —y miró muy fijamente a su interlocutor— que Emmet represente otro papel: el de testaferro.

—¿Testaferro?

—Sí. Porque, ¿no lo ve usted?, hay otra interpretación de la maleta con resorte y del asesino en la bombonería —observó el doctor Fell—. Me parece curioso, inspector, que hayan aludido tanto al caso de Christiana Edmunds, en 1871. Siempre he tenido la impresión de que esa historia encerraba una moraleja.

La duda volvió a herir a Elliot tan rápida y agudamente como una flecha que se clava en una tabla.

—¿Quiere decir, doctor, que…?

—¿Eh? —preguntó el doctor despertando y con aire auténticamente sobresaltado al verse interrumpido en sus profundas meditaciones—. ¡No, no, no! ¡Dios mío! Tal vez no me explico con claridad —hacía gestos agitados; se mostraba ansioso por cambiar de tema—. Bueno, apliquemos su propia teoría y pongamos manos a la obra. ¿Qué haremos? ¿Cuál será nuestro próximo paso?

—Vamos a ver esa película —contestó Elliot—. Siempre que quiera usted venir, naturalmente. El mayor Crow me ha dicho que el farmacéutico de Sodbury Cross es un aficionado entusiasta del cine, que revela sus propias películas. Lo despertó a las tres y cuarto esta madrugada y le hizo prometer que la película estaría lista hoy a la hora del almuerzo. Tiene una máquina proyectora en el piso alto de su negocio; el mayor Crow asegura que es hombre de confianza. Nos hemos citado allí a la una para pasar la vista. ¡Diablos! —añadió violentamente, sacudiendo el puño cerrado—. Esto puede solucionar el problema. La verdadera historia de lo que ha pasado ¡en blanco y negro, que no miente! ¡Todo lo que deseamos saber! Parece demasiado maravilloso para ser verdad. ¿Y si algo le pasa a la película? ¿Y si no ha salido? ¿Y…?

Ignoraba que dentro de la hora siguiente iba a recibir una de las sorpresas más grandes de su vida. Mientras el doctor Fell se vestía, mientras recorrían la corta distancia que los separaba de Sodbury Cross, bajo un cielo que se despejaba; mientras se detenían en la sombría calle principal, frente a la farmacia del señor Hobart Stevenson, Elliot anticipaba la sorpresa orientándola en todas direcciones menos la verdadera. Desde el asiento trasero, el doctor Fell con su aspecto de gran bandido de capa plegada y sombrero de teja, le dirigía con voz tonante palabras tranquilizadoras. El temor principal que experimentaba Elliot era que el farmacéutico hubiera estropeado la película al revelada; se había convencido de que esto iba a ocurrir.

La farmacia de Hobart Stevenson, en el centro de la algo austera calle principal, tenía un aspecto nítidamente fotográfico. En las vidrieras se exhibían pirámides de cajitas amarillas de rollos de película; una cámara surgía de entre los jarabes para la tos, y detrás de ésta había un cartel con ampliaciones de fotografías insoportablemente estereotipadas. Desde allí se divisaban las vidrieras tapiadas que indicaban la tienda de la señora Terry; un garage y estación de servicio; un extenso despliegue de tiendas que no mostraban más que comestibles, algunos despachos de bebidas y, en el centro de la calzada, la fuente de agua potable. La calle parecía desierta, a pesar de los vehículos que pasaban velozmente como una serie de zumbidos aislados, y a pesar de las siluetas que repentinamente se inmovilizaban, espiando a través de las vidrieras de las tiendas. Desde ahí hasta el «León Azul», Elliot sentía que lo espiaban.

Cuando entraron, la campanilla colocada encima de la puerta de la farmacia dio un agudo ping. El local de Hobart Stevenson era lúgubre, saturado de ese caliginoso olor medicinal que despertaba agudamente en la memoria de Elliot el recuerdo de otra farmacia. Pero era un boliche aseado, una especie de botella rodeada por paredes de botellas, desde el fresco diploma que colgaba, enmarcado, en la pared hasta las pesas de una silla-balanza colocada junto al mostrador. Hobart Stevenson —un hombre joven, rollizo, de labios gruesos, que llevaba puesto un prolijo saco blanco— se escurrió del mostrador para recibirlos.

—¿El inspector Elliot? —dijo.

Estaba tan evidentemente compenetrado de la importancia de la ocasión, que sus ojos se dirigían hacia la puerta, considerando la conveniencia de cerrarla para que no entraran clientes. Cada hebra de su pelo chato parecía vibrar de emoción; Elliot lo estudió y se convenció de que podía confiar en él.

—Le presento al doctor Gideon Fell —le dijo—. Siento que hayamos tenido que sacarlo anoche de la cama.

—No es nada, no es nada. Lo hice encantado —dijo Stevenson, que manifiestamente lo estaba.

Bueno. ¿Tiene esa película?

—Lista y esperándolo a usted.

—Pero… ¿está bien? Quiero decir, ¿cómo salió?

—Bastante bien, bastante bien, por cierto —contestó Stevenson, hablando alegremente después de meditar el punto. Tratándose de un fotógrafo aficionado, era una concesión admirable. Se restregó las manos como quien desea tranquilizar a alguien. —Algo borrada, sin embargo; algo borrada—. Inclinó la cabeza sobre el hombro, volviendo a reflexionar—. Pero no está mal. Nada mal. Nada. —Luego añadió, sin poder dominar su agitación—: Espero que no le importe, inspector. Pasé la copia una vez en mi proyector a fin de asegurarme que estuviera bien. Todo se encuentra listo para mostrársela en cuanto llegue el Mayor. Si me permite decírselo, encontrarán ahí algunas cosas notables. Supongo que usted las llamaría pistas.

Es un hecho que el pelo de la nuca de Elliot se erizó. Pero habló despreocupadamente.

—¡Ah!, ¿sí? ¿Qué, en particular?

—Pistas —repitió Stevenson con inmenso respeto. Miró a su alrededor—. Por ejemplo, la segunda cosa que el señor Chesney levantó de la mesa y con la cual simuló escribir…

—¿Sí?

—Como le digo, espero que no le importe. Tuve que acercarme a la pantalla con una lente de aumento antes de estar completamente seguro. Y luego, la cosa era tan sencilla que me puse a reír, y todavía no he terminado.

—¿Sí? ¿Qué era?

—Nunca lo adivinaría —le aseguró Stevenson, pero sin reír—. Era una…

—¡Chist! —rugió el doctor Fell.

Su atronador chistido se mezcló con el ping de la campanilla al abrirse la puerta, dando paso al profesor Gilbert Ingram. El profesor no pareció sorprendido. Por el contrario, tenía una expresión muy satisfecha. Llevaba puestos un traje de golf de tweed oscuro y una gorra que en nada favorecían su figura algo gruesa. Pero más que su mirada franca y el gesto cortés de su saludo, Elliot percibió el ambiente que traía consigo. Durante el instante que estuvo parado en la puerta abierta, fue como si toda la violenta expectativa de Sodbury Cross y toda la atención concentrada en esa farmacia entraran como una corriente de aire. Afuera, el día se oscurecía, presagiando una próxima lluvia.

El profesor Ingram cerró la puerta.

—Buenos días, inspector —dijo—. ¿El doctor Fell, si no me equivoco? —(El doctor Fell retribuyó el saludo con un rugido cordial, y el profesor Ingram sonrió)—. He oído hablar mucho de usted, doctor, y tengo la impresión de que nos hemos conocido en una comida o algo así hace unos seis meses. De todos modos, he oído a Chesney hablar de usted. ¿Le escribió una carta hace pocos días, creo?

—Sí.

—En fin… —El profesor Ingram asumió un tono práctico y se volvió hacia Elliot—. Nadie, creo, podrá reprocharme porque me dormí esta mañana, inspector. Vengo a la disparada de mi casa —lanzó humorísticamente varios bufidos para demostrar que le faltaba el aliento—. Me parece que anoche le oí hacer planes para la… proyección en privado de cierta película, aquí en casa de Stevenson… (¡Buen día, Stevenson!). ¿Puedo acompañarlos a verla? ¿No hay inconveniente?

Una nueva modificación sutil se produjo en el ambiente. Elliot estaba impasible.

—Lo siento, señor. Temo que sea imposible.

La actitud cordial del otro adquirió un matiz intrigado.

—Pero, inspector…

—Lo siento, señor. Todavía no la hemos visto nosotros. Llegado el momento, tendrá usted probablemente oportunidad de verla.

Hubo una pausa.

—¿No cree, inspector, que es un poco injusto conmigo? —preguntó el profesor, con un cambio de voz casi imperceptible—. Después de todo, recurrió a mí en mi calidad de testigo experto, lo ayudé lo mejor que pude, y creo que será usted el primero en reconocer que pude bastante; experimento ahora la natural ansiedad de saber si tenía razón.

—Lo siento, señor.

Elliot retrocedió hasta el mostrador. Tropezó contra la balanza, cuyas pesas sonaron. Miró hacia la izquierda, y divisó su propia imagen reflejada en un espejo sombrío, colgado en la pared; y hubiera luchado contra esas coincidencias, de no haber, súbitamente, comprendido que los farmacéuticos, en su mayoría, debían tener esos espejos para vigilar la entrada de los clientes, mientras ellos están en la trastienda. Pero, sobre todo, se puso a estudiar al profesor Ingram…, el cual, desde abajo de su gorra de tweed, observaba y reía entre dientes.

—Bueno, no importa —dijo el profesor, animándose y recobrando su modo alborotado y burlón—. No me queda otro remedio que refrenar mi natural curiosidad; y a decir verdad, ha desinflado usted detestablemente mi vanidad —se interrumpió para reflexionar—. Sí, eso es: vanidad. No obstante, si no tiene inconveniente, compraré algunas cosas, y le prometo que después me iré. ¡Stevenson!, deme un paquete de hojas de afeitar; las de siempre. Y una caja de tabletas para la garganta, tamaño chico; sí, allí están. ¡Oh!, y deme también…

Caminó a lo largo del mostrador y siguió hablando con mayor seriedad:

—Tengo que ir a Bellegarde. Hay que hacer los arreglos para el entierro después de la autopsia, y tengo entendido que Vickers viene desde Bath esta tarde o esta noche a leer el testamento. También he estado pensando si Wilbur Emmet habrá recobrado el conocimiento.

—Oiga —observó el doctor Fell.

Habló de modo tan repentino e inesperado que todos dieron un salto. Era como si hubiera estirado la mano para llamar la atención de alguien que pasaba por la calle.

—¿Tiene usted una teoría? —interrogó con ávido interés.

—¡Ah! —exclamó el profesor Ingram. Se había inclinado para señalar un artículo que se hallaba dentro de una vitrina baja, pero se enderezó—. Si la tuviera, doctor, no serían éstos ni el lugar ni la hora apropiados para exponerla, ¿no le parece?

—Sin embargo…

—¡Sin embargo, como usted dice! Usted, doctor, es un hombre inteligente; creo que puedo confiar en usted —(Elliot quedó, de pronto, tan completamente ignorado como si fuera la figura de una joven de cartón, de tamaño natural, que anunciaba un jabón junto a él)—. Anoche le dije al inspector, y lo dije varias veces a todos, que no encaraban bien la cosa, que no tomaban en consideración los únicos factores de alguna importancia. Me refiero, naturalmente, al móvil —enrojeció, debido tal vez a la violencia de su concentración—. No tengo para qué discutirlo ahora. Sólo deseo preguntarle lo siguiente: ¿ha oído usted hablar de cierto móvil de asesinato, uno de los más poderosos que se conocen en la psicología criminal, y que podríamos llamar, en términos generales, la ambición del poder?

—¡Diantre!… —dijo el doctor Fell.

—¿Cómo dice?

—Nada, discúlpeme —contestó el doctor, sinceramente y algo abochornado—. No creía que tan pronto me iba a topar con eso.

—¿Lo niega usted? Dígame: ¿cree que el envenenamiento de los bombones de la señora Terry y el de anoche fueron llevados a cabo por personas distintas?

El doctor Fell arrugó el entrecejo.

—No. Al contrario, estoy casi seguro que fueron consumados por la misma persona.

—Bien. Entonces, ¿dónde encontrar otro posible eslabón? ¿Qué otro móvil plausible existe?

La caja registradora funcionó con un sonoro timbrazo. Al recibir el paquete, el profesor Ingram se volvió a medias y lo miró, como si el envoltorio le sugiriera nuevos pensamientos.

—Sólo puedo repetirle lo siguiente: es el único móvil aplicable a los dos crímenes. El asesino no gana nada con matar al pobre Frankie Dale y casi suprimir a los niños Anderson. Ni gana nada con matar a Marcus Chesney. En el sentido material, quiero decir. Tanto Marjorie como Joe Chesney, todos lo sabemos, heredarán grandes sumas de dinero. Pero el asesino —sus ojos se agrandaron— no gana nada. Pero es mejor que no siga hablando aquí y que no los distraiga de sus importantes tareas. Buenos días, doctor Fell. Buenos días, Stevenson. Buenos días.

Al salir, no cerró por completo la puerta. Un camión pasó como un trueno por la calle principal y los vidrios vibraron; un aroma de aire húmedo y fresco y de árboles húmedos y frescos entró en el local, removiendo los olores medicinales. El doctor Fell silbaba entre dientes «Auprès de ma blonde», y Elliot, que conocía los síntomas, vaciló.

Entonces el doctor, levantando su bastón de mango de muleta, señaló la puerta.

—Le aseguro que no soy demasiado mal pensado —dijo—. Pero ese señor ¿tiene una coartada?

—Indestructible. Eso es lo malo. Estas coartadas no consisten en que alguien haya estado andando de aquí para allá en trenes o automóviles, o trasladándose hábilmente de un lado a otro. Estas coartadas, salvo en un caso, se basan en que hay personas que han visto e identificado a otras. En el único caso a que me refiero, la coartada se prueba mediante un reloj que no puede ser alterado.

Elliot calló, dándose cuenta de pronto que estaba hablando delante de un extraño, como Hobart Stevenson. Hubiera jurado que mientras hablaba había cruzado por la cara de Stevenson un relámpago de auténtico deleite. El farmacéutico, que había recuperado su solemnidad profesional, trataba evidentemente de tapar con un corcho un considerable secreto.

Esto hizo que Elliot hablara ásperamente.

—¿Qué nos decía usted hace un rato, Stevenson?

—Sinceramente, inspector, preferiría que usted mismo lo viera. Si cree…

—¡Oiga! —exclamó el doctor Fell.

Se había encaminado hacia atrás del mostrador, asomándose al dispensario. Notoriamente fascinado por ese corpulento visitante, Stevenson lo siguió. El doctor Fell escudriñó a su alrededor muy interesado.

—¿Cómo anda por aquí la cuestión venenos? —preguntó, como si estuviera averiguando el estado de los desagües.

—Lo normal, señor.

—¿Tiene ácido prúsico o cianuro de potasio?

Por primera vez, Stevenson parecía algo nervioso. Se alisó los cabellos con ambas manos, tosió un poco y se preparó a hablar con tono profesional.

—Ni una gota de ácido prúsico, no. Tengo uno o dos preparaciones de cianuro de potasio, pero esta mañana le decía yo al señor Bostwick…

—¿Vende mucho de eso?

—No; no he vendido nada desde hace dieciocho meses… ¿Puedo decírselo, verdad? —miró vacilante a Elliot, que se había acercado a ellos, que estaban en el pasillo angosto y sombrío entre las botellas—. Como le decía, el superintendente me interrogó esta mañana. Y (entre nosotros) le dije que si creía que alguien de Bellegarde compró en alguna parte KCN para los frutales… bueno, que no le serviría para nada. Con las temperaturas de esos invernáculos, mantenidas siempre entre los cincuenta y ochenta grados Fahrenheit durante todo el año, sería suicidarse llevar ahí dentro un pulverizador con KCN.

Era un aspecto del asunto que a Elliot no se le había ocurrido.

—Si quieren, puedo mostrarles mi registro —dijo Stevenson.

—No, no. A decir verdad —expresó el doctor Fell— me interesa más la fotografía, y su farmacia parece una casa de fotografía —miró a su alrededor pestañeando—. Dígame: ¿vende usted lámparas especiales «Photoflood», verdad?

—¿Lámparas especiales? Por supuesto.

—Pues bien, dígame —prosiguió el doctor—; supongamos que atornillo una de esas lámparas en cualquier parte, y la enciendo, y la dejo encendida. ¿Cuánto tiempo tardará en quemarse?

Stevenson pestañeó a su vez y lo miró.

—Pero eso no debe hacerse —señaló con aire sagaz—. Sólo se tiene encendida mientras se toma una vista.

—Sí, sí, ya sé. Pero supongamos que soy un excéntrico. Supongamos que tornillo la bombita y la dejo ahí, ¿cuánto durará?

El farmacéutico pensó un rato.

—Diría que bastante más de una hora. Pero…

—¿Está seguro?

—Sí, doctor, perfectamente seguro. Esas lamparitas dan muy buen resultado.

—Hum. Así será. ¿Alguien de Bellegarde le ha comprado una lamparita de ésas ayer por la mañana?

Stevenson parecía inquieto.

—¿Ayer por la mañana? Deje que piense. —(No era cierto que necesitara pensarlo, decidió Elliot)—. Sí, la señorita Wills. Vino a eso de las diez de la mañana y me compró una. Pero, por favor, si no le parece mal, no vaya a citar todo lo que le digo. Yo no quiero decir nada de ninguna de las personas de Bellegarde…

—¿La señorita Wills compraba con frecuencia esas lamparitas?

—Con frecuencia, no; a veces.

—¿Para ella?

—No, no, no. Para el señor Chesney. Algunas veces tomaban fotografías dentro de los invernáculos. Los duraznos, ¿sabe usted?; los mejores ejemplares, para propaganda y esas cosas. Él le encargó que comprara la lámpara ayer.

El doctor Fell miró a Elliot, entornando los ojos.

—Según dijo usted, inspector, ella declaró que esa lamparita era nueva, comprada por ella misma —se volvió otra vez hacia Stevenson—. ¿Entonces a la señorita Wills no le interesa la fotografía?

—No, no, no. Nunca ha comprado nada aquí para… trabajos fotográficos.

Herido por el recuerdo, Andrew Elliot levantó los ojos. Y por segunda vez, como si por arte de magia girara una rueda, vio a Marjorie Wills que lo miraba desde el espejo.

No habían oído el ping de la campanilla de la puerta que permanecía abierta, moviéndose y crujiendo ligeramente. No habían oído paso alguno. Lo que sí habían oído, mientras Elliot levantaba la vista y miraba de lleno la cara de la muchacha reflejada en el espejo, a menos de metro y medio habían sido las palabras del farmacéutico, pronunciadas con voz clara, suave y bien articulada.

Era como si esa imagen hubiera surgido de atrás del escenario de la nada. Tenía los labios levemente entreabiertos y llevaba puesto el mismo sombrero gris de fieltro. Mantenía una de sus manos enguantadas suspendida a medias en el aire, como señalando alguna cosa. Mirándola en los ojos por el espejo sombrío, Elliot vio nacer en ellos el recuerdo de la otra vez, con tanta claridad como si una nueva cara estuviese adquiriendo forma.

Ella sabía.

Marjorie Wills, como un niño, se puso el dedo en los labios.

Fue en ese momento cuando estalló el estruendo de un vidrio de la puerta que se despedazaba, el crujir de los fragmentos que caían y, en el silencio que siguió, la última y lenta vibración sonora causada por la piedra que alguien le había arrojado desde la calle.