11

—Pero antes —continuó el doctor Fell, apuntando agresivamente a Elliot con el cigarro— me gustaría aclarar un punto sobre el cual, o no comprendí bien lo que usted me decía o alguien lo ha embarullado intencionalmente. Se trata del final del espectáculo improvisado por Chesney. Chesney, imagínelo, acaba de abrir esa doble puerta para anunciar que la función ha terminado. ¿Recuerda la escena?

—Sí, doctor.

—El profesor Ingram le dice entonces: «Dicho sea de paso, ¿quién era su colega de aspecto tan horrendo?». A lo cual Chesney contesta: «Oh, no era más que Wilbur; me ayudó a planear la cosa». ¿Es exacto?

—Sí, perfectamente exacto.

—Además del de la señorita Wills, ¿tiene otros testimonios sobre el particular? —insistió el doctor—. ¿Los demás lo confirmaron?

—Sí, doctor —contestó Elliot intrigado—. Poco antes de dejar la casa repasé todo eso con ellos.

El color del rostro del doctor Fell había experimentado una leve modificación. Sentado, con la boca entreabierta y el cigarro en la mano, miraba azorado a su interlocutor. Con una especie de susurro tonante, como el viento que se embolsa en un túnel del subterráneo, exclamó:

—¡Pardiez! La cosa anda muy mal.

—¿Qué es lo que anda mal? —instó el doctor Fell muy agitado—. Échele un vistazo. Estúdiela y sorpréndase. ¿No ve lo que anda mal?

Con creciente inquietud ante la vehemencia del doctor Fell, Elliot apartó la mirada de él para clavarla en la lista.

—No, doctor, no puedo decir que veo nada. Tal vez mi cerebro no funciona del todo bien…

—Claro que no —le aseguró el doctor muy serio—. ¡Mírela, hombre! ¡Concéntrese! ¿No ve usted que Chesney ha hecho una pregunta totalmente innecesaria y absurda?

—¿Cuál?

—La pregunta número cuatro: «¿Qué altura tenía la persona que entró por la puerta del jardín?». ¡Fíjese! Formaba parte de una corta lista que había preparado cuidadosamente para que ellos contestaran; preguntas astutas, engañosas; preguntas para tomarlos de sorpresa. No obstante, antes de empezar siquiera a interrogarlos, revela exactamente quién era la persona. ¿Me sigue? Según me explicó usted, la señorita Wills dijo que todos conocían la altura de Wilbur Emmet. Vivían con él; lo veían todos los días. Por consiguiente, desde el momento que sabían de antemano quién era el visitante, no podían en modo alguno equivocarse al contestar la pregunta número cuatro. ¿Por qué razón Chesney echa por tierra todo, al brindarles la respuesta antes de hacerles la pregunta?

Elliot, nervioso, lanzó una imprecación. Luego reflexionó.

—Vamos por partes, sin embargo. ¿Y si hubiera alguna trampa en eso, doctor? —sugirió—. Supongamos que le hubiera indicado a Emmet (el profesor Ingram lo insinuó) que a favor del impermeable se agachase para parecer diez centímetros más bajo de lo que es en realidad. Con esto, el señor Chesney les habría preparado una celada. Cuando les dijo claramente que era Emmet, esperaba que cayeran en ella y que al contestar, como conocen su altura, dijesen: uno ochenta, cuando en realidad la altura del hombre agachado debajo del saco sería sólo de uno sesenta.

—Es posible —dijo el doctor Fell arrugando el ceño—. Con la mano sobre el corazón, admito que en este asuntito haya habido más trampas de las que usted imagina. Pero en cuanto a hacerlo agachar a Emmet… sinceramente, inspector, no lo creo. Dice usted que el impermeable era largo y ajustado. Del único modo que una persona podría rebajar diez centímetros de su altura sería doblando las rodillas y arrastrando los pies para cruzar la escena, dando pasos cortos. Ahora bien, desafío a cualquiera a que haga eso sin que las rodillas le sobresalgan, sin adoptar una postura rara y mostrar con toda evidencia al auditorio lo que está haciendo. En cambio, en sus declaraciones, todos transmiten la impresión de que el porte de aquel hombre era rígido y estirado. Admito que todo es posible, pero…

—¿Quiere usted insinuar que, después de todo, el hombre medía uno setenta?

—O bien —dijo el doctor con cierta sequedad— la alarmante e insólita posibilidad de que realmente midiera uno ochenta. Dos testigos lo confirman, usted lo sabe. Cada vez que el profesor Ingram los contradice, usted, automáticamente, lo cree. Tal vez tenga usted razón; pero no debemos… hum… no debemos caer en el error de creer que el profesor Ingram es un oráculo o un augurio o un portavoz de las sagradas escrituras.

Elliot volvió a reflexionar.

—Puede ser —insinuó— que el señor Chesney estuviera nervioso o aturdido, y que sin querer se le escapara el nombre de Emmet.

—Me parece difícil —observó el doctor Fell—, puesto que en seguida llamó a Emmet diciéndole que ya podía entrar y armó un lío cuando no apareció. Hum, no. Cuesta creerlo, inspector. El ilusionista no muestra sus cartas con tanta facilidad, ni se aturde, ni llama la atención del público, indicándole la puerta secreta por donde acaba de desaparecer su ayudante. Chesney no me da la impresión de ser un tipo de esa clase.

—A mí tampoco —admitió Elliot—. Pero entonces, ¿qué nos queda? Eso sólo nos ofrece un nuevo acertijo para agregar al resto. ¿Vislumbra usted algo en todo el asunto?

—Mucho. ¿Se da cuenta ahora de lo que pensaba Chesney sobre la forma en que fueron envenenados los bombones de la señora Terry?

—No, doctor. ¡Que me caiga muerto! ¿Cómo?

El doctor Fell se agitó en la silla. Una expresión de aflicción pantagruélica cruzó por su rostro; hacía gestos vagos mientras murmuraba algo para sus adentros.

—Mire —expresó con tono de protesta—, decididamente no quiero hacer el papel de un oráculo henchido de vanidad, obligarlo suavemente a callar y mostrarme superior a costa suya. Siembre he detestado esa clase de snobismo; y lo combatiré hasta en su última trinchera. Pero insisto en que sus alteraciones sentimentales no favorecen su inteligencia. Ahora bien, consideremos el problema de los bombones envenenados de la señora Terry. ¿Qué datos tenemos? ¿Cuáles hechos debemos aceptar? Primero: que los chocolates fueron envenenados en algún momento del día 17 de junio. Segundo: que fueron envenenados por alguien que estuvo en la tienda ese día, o por la señorita Wills, mediante un juego de manos efectuado con Frankie Dale para cambiarlos. Porque está establecido que no había veneno en los bombones la noche del 16, puesto que la señora Terry sacó un puñado para la fiesta de los chicos. ¿Son correctas estas conjeturas?

—Sí.

—Absolutamente falsas —dijo el doctor Fell—. ¡Tonterías! Niego —prosiguió con fervoroso ardor— que los chocolates fueran necesariamente envenenados el 17 de junio. Niego también que fueran envenenados por alguien que visitó la tienda ese día. Ahora bien, el mayor Crow, si no me equivoco, le esbozó las líneas generales de un procedimiento, mediante el cual el asesino podría fácilmente haber adulterado la caja de bombones abierta sobre el mostrador. De acuerdo con esa hipótesis, el asesino entra con cierto número de chocolates envenenados escondidos en la mano o en el bolsillo. Desvía la atención de la señora Terry y deja caer los bombones adulterados dentro de la caja del mostrador. ¡Evidentemente, evidentemente! Es bastante fácil. Podría haber sido hecho en esa forma. Pero ¿no es acaso una forma increíblemente simple para un asesino que ha demostrado ser tan ágil como éste? ¿Qué se deduce de tal suposición? Simplemente, que el veneno fue puesto ahí en un día determinado, y limita la lista de sospechosos a aquellos que acudieron al local ese día. Si me lo permite, puedo sugerirle un procedimiento mil veces mejor. Prepare un duplicado exacto de la caja de bombones abierta sobre el mostrador. En esa caja duplicada no envenene, como un tonto, la hilera de arriba. Coloque en cambio seis o diez bombones envenenados en el fondo de la caja. Vaya al local de la señora Terry y substituya una caja abierta por la otra. A menos que sea muy grande la demanda de bombones de crema, a nadie le tocarán ese día los envenenados. ¡Al contrario! Los chicos, en general, no son muy aficionados a los bombones de crema. Prefieren mucho más las pastillas de goma o los caramelos, porque pueden obtenerlos en mayor cantidad por el mismo precio. En consecuencia, es probable que los bombones de crema queden en la tienda uno, dos, tres o cuatro días, tal vez una semana, antes de que a nadie le toque la hilera envenenada. Por lo tanto, el envenenador no se hallará ciertamente en la bombonería el día de la consumación del crimen. Y sea cual fuere la fecha en que fueron envenenados aquellos bombones, le apuesto lo que quiera que es muy anterior a ese fatal 17 de Junio.

Esta vez Elliot protestó en voz alta. Caminó hasta la ventana, miró la lluvia y se volvió hacia su interlocutor.

—Sí, pero… Bueno; para empezar: no es posible andar por las calles ocultando una caja abierta de bombones, ¿no es verdad?, y cambiarla como si nada por otra caja abierta…

—Es posible —dijo el doctor Fell—, cuando se es dueño de una maleta con resorte. Lo siento, mi amigo, pero me parece que esa maleta con resorte lo explica todo. Esas valijas (corríjame si me equivoco) se controlan mediante un botón que hay en la manija de cuero. Se oprime el botón, la maleta agarra cualquier cosa que esté debajo. Y también, por supuesto, puede utilizarse en sentido inverso. Colóquese algo dentro de la maleta, oprímase el botón para abrir las fauces del resorte y deposítese donde se quiera lo que haya adentro.

El doctor Fell hizo un pase de prestidigitador, dio un resoplido, adquirió una expresión desconsolada, y finalmente habló con gravedad.

—Sí, muchacho. Temo que sea eso lo que pasó, o no habría razón alguna para que la maleta con resorte apareciera mezclada en el caso. El asesino, como usted dice, no hubiera podido cambiar las cajas abiertas de no haber contado con algo que las mantuviera firmemente sujetas para que no se volcaran al cambiarlas. Aquí es donde entra en juego la famosa valijita. El criminal entró en el local de la señora Terry llevando, en el fondo de la maleta, una caja de bombones adulterados. Mientras distraía la atención de la señora Terry, dejó caer dicha caja en el mostrador. Luego colocó la maleta sobre la caja auténtica, haciéndola desaparecer en su interior, empujó la caja envenenada hasta ponerla en el lugar correspondiente; todo esto durante el tiempo que tardaba en recibir cincuenta Players o Gold Flake desde el mostrador de cigarrillos situado enfrente. Y Marcus Chesney había adivinado la treta. Para demostrar cómo habían sido cambiadas las cajas, consiguió e hizo traer de Londres una maleta con resorte. Y anoche Chesney llevó a cabo el mismo truco… sin que nadie lo notara.

Hubo un silencio y Elliot respiró profundamente.

—Gracias —dijo con tono grave.

—¿Eh?

—Dije gracias —repitió Elliot sonriendo—. Vuelve usted a ponerme los sesos en su sitio, doctor, o está dándoles un coscorrón, si me explico bien.

—Gracias a usted, inspector —dijo el doctor Fell con vaga satisfacción.

—¿Pero se da cuenta que, sea como sea, esta explicación nos deja peor aún que antes? Creo que es la más acertada y la que mejor cuadra con todas las circunstancias. Pero desplaza los únicos hechos que antes habíamos concretado. No tenemos la menor idea de cuándo fueron envenenados los bombones, salvo que probablemente no lo fueron el día único en el cual se concentra la atención policial desde hace cuatro meses.

—Siento estropear el pastel —dijo el doctor, rascándose la cabeza vigorosamente y como disculpándose—. Pero… ¡qué diablos! Si su mente es tan maliciosa como la mía, el camino que le señalo es tan inevitable como el del gato que se come al ratón. Y no estoy de acuerdo en que nos deja peor que antes. Al contrario, debería conducirnos directamente a la verdad.

—¿Cómo?

—Dígame, inspector. ¿Se crió usted en un pueblo o por lo menos en una comunidad pequeña?

—No, doctor. Hablando exactamente, no. En Glasgow.

—Ah, pero yo sí —dijo el doctor con evidente satisfacción—. Vamos ahora a plantear la situación. El asesino, llevando lo que parece ser un maletín inofensivo, entra en la tienda. Supongamos que el criminal es alguien que la señora Terry conoce; debemos suponerlo. ¿Ha tenido ocasión de observar la curiosidad madura, sana e instintiva de las tenderas de pueblo, particularmente las del tipo alborotado a que pertenece la señora Terry? Suponga que entra usted llevando una maleta. Le diría: «¿Se va de viaje, señor Elliot?», «¿A Weston, señor Elliot?»… y si no lo dijera, lo pensaría, porque verlo con una maleta sale de lo acostumbrado. Porque la maleta no es un apéndice habitual en usted. Se acordaría de ello. Si alguien entró en su tienda con una valijita en el curso de la semana que precedió al crimen, probablemente lo recordará.

Elliot asintió. Pero tenía la sensación de que había algo más que hacer, que tenía que tantear por otro lado, porque el doctor Fell lo miraba con sólida concentración.

—¿O bien?… —insinuó el doctor.

—Ya veo —murmuró Elliot, mirando fijamente la ventana lavada por la lluvia—. O bien el asesino era alguien que habitualmente lleva una maleta como ésa, y verlo resultaba tan corriente que la señora Terry ni siquiera lo advirtió.

—La hipótesis se sostiene —dijo el otro, respirando fuerte.

—¿Quiere decir: el doctor Joseph Chesney?

—Quizá. ¿Hay alguien más que lleve habitualmente consigo una valija o algo así?

—Me han dicho que solamente Wilbur Emmet. Tiene una canastita bastante parecida a una valija; la vi en su cuarto… como ya le dije.

El doctor Fell sacudió la cabeza.

—Solamente Wilbur Emmet —contestó—. Solamente Wilbur Emmet, dice este hombre. ¡Por los dioses del Olimpo! Si una maleta de cuero puede convertirse en valija con resorte, recurriendo al ingenio de una casa de artículos para prestidigitación, ¿existe alguna razón para que no pase lo mismo con una canastita? Es obvio que cuando el mayor Crow y el superintendente Bostwick se recuperen de sus ideas fijas se aferrarán seguramente a Emmet. Sospecho, por lo que usted me dice, que el profesor Ingram ya lo ha hecho; y nos recibirá con esa teoría en cuanto asomemos las narices en Bellegarde. Debemos desconfiar mucho de las posibles celadas. Por consiguiente, basándonos en las pruebas que hasta ahora tenemos, le aseguro que la única persona que puede ser culpable es Wilbur Emmet. ¿Le interesa conocer mis razones?