III
TERCERA MIRADA TRAVÉS DE LAS GAFAS

«¿Y qué hizo después de cometer el crimen?».

«Luego, naturalmente, me dormí.»

ARTHUR WARREN WAITE

New York, 1915.

10

A las once de la mañana siguiente, el inspector Elliot llegaba en su automóvil y se detenía cerca del «Beau Nash Hotel», situado en la explanada que se encuentra frente mismo a la entrada de los baños romanos.

Quien dijo que siempre llueve en Bath ha levantado una mezquina calumnia a esa noble ciudad, donde las altas casas del siglo dieciocho parecen altas matronas del siglo dieciocho que miran con ojos ciegos los trenes y los automóviles. Pero (para ser estrictamente exactos) llovía a cántaros esa mañana. Cuando se zambulló en la entrada del hotel, Elliot se hallaba en un estado de ánimo tan horriblemente deprimido, que necesitaba confiarse en alguien, o de lo contrario, renunciar al caso y explicarle el motivo al superintendente Hadley.

Había dormido, ciertamente, muy poco la noche anterior. Y a las ocho de la mañana había vuelto a ocuparse de las investigaciones de práctica. Pero no podía apartar de su mente el cuadro que presentaba Wilbur Emmet (con la cabeza enyesada, la nariz roja y el cutis manchado) revolcándose, presa del delirio, y murmurando entre dientes palabras absolutamente incomprensibles. Ése había sido el maleficio final de la noche precedente.

Elliot se dirigió a la administración del hotel y preguntó por el doctor Gideon Fell.

El doctor Fell estaba arriba, en su cuarto. Siendo como era esa hora, es lamentable tener que decir que el doctor Fell no había salido aún de su habitación. Elliot lo encontró sentado frente a una mesa de desayuno, luciendo una robe de chambre de franela, amplia como una carpa, bebiendo café, fumando un cigarro y leyendo un cuento policial.

Sujetos por una ancha cinta negra, los lentes del doctor Fell estaban firmemente prendidos en su nariz. La intensa concentración erizaba sus bigotes de bandido, sus mejillas se hinchaban con regularidad, y suaves terremotos de respiración profunda animaban la inmensa robe de chambre de flores granates, mientras su dueño trataba de adivinar cuál era el asesino. Pero al entrar Elliot, se levantó como un inmenso oleaje y casi volcó la mesa, como Leviatán surgiendo debajo de un submarino. Un fulgor tan radiante de bienvenida cruzó su rostro, prestándole un brillo rosado y transparente, que Elliot se sintió mejor.

—¡Hola! —exclamó el doctor Fell, estrechándole la mano—. ¡Qué agradable sorpresa! ¡Qué suerte verlo por aquí! Siéntese, siéntese. Tome algo. Tome cualquier cosa. ¿Y?

—El superintendente Hadley me dijo dónde podía encontrarlo, doctor.

—Muy bien —contestó el doctor Fell con una risita ahogada, y acomodándose con ancho despliegue hacia atrás, contempló a su huésped como si éste fuera algún fenómeno refrescante que nunca hubiera visto. Su júbilo animaba toda la habitación—. Estoy tomando las aguas. La frase suena bien; es bella, amplia, llena de posibilidades. Cras ingens iterabimus aequor. Pero el proceso real del asunto deja mucho que desear en lo que se refiere a lo agradable; a decir verdad, después de beber mi décima o duodécima copita, muy pocas veces tengo ganas de cantar.

—Pero ¿es necesario que las tome en esas cantidades, doctor?

—Todas las bebidas deben tomarse en esas cantidades —afirmó enérgicamente el doctor Fell—. Si no puedo hacer la cosa a lo grande, prefiero no hacerla. ¿Y cómo está usted, inspector?

Elliot trató de infundirse valor.

—He estado mejor otras veces —confesó.

—¡Oh! —exclamó el doctor Fell. El fulgor desapareció de su cara y pestañeó—. ¿Supongo que viene usted por el asunto de Chesney?

—¿Ha oído hablar de él?

—¡Hum! Sí —dijo el doctor resoplando—. El mozo del comedor, un hombre excelente, que es sordo como una tapia cuando se trata de oír una campanilla, pero que se ha especializado en el arte de entender mirando el movimiento de los labios, me lo contó todo esta mañana. Lo supo por el lechero, quien a su vez lo supo no sé bien por quién. Además, yo… bueno, puedo decir que conocía a Chesney —el doctor pareció preocupado. Se rascó un costado de su pequeña y brillante nariz—. Conocí a Chesney y a su familia en una recepción, hace alrededor de seis meses. Y en esa ocasión me escribió una carta.

El doctor tuvo una nueva vacilación.

—Si conoce usted a su familia —dijo Elliot lentamente— es más fácil. No sólo he venido a consultarle el caso; se trata de un problema personal. No sé qué diablos me ha picado, ni qué hacer, pero es así. ¿Conoce usted a Marjorie Wills, la sobrina de Chesney?

—Sí —dijo el doctor Fell, fijando en él sus ojos pequeños y agudos.

Elliot se puso de pie.

—¡Me he enamorado de ella! —gritó.

No ignoraba lo ridículo que debía de parecer, de pie ahí, gritando la novedad como si estuviera tirando un plato a la cara del doctor; y le ardían las orejas. Si en ese momento el doctor Fell hubiera reído, si el doctor Fell le hubiera obligado a bajar la voz, probablemente él hubiera puesto en evidencia su quisquillosa dignidad escocesa y habría salido del cuarto. No podía evitarlo; era su modo de sentir. Pero el doctor Fell se limitó a mover la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Muy comprensible —observó, con amplia aunque algo sorprendida simpatía—. ¿Y bien?

—Sólo la he visto dos veces —gritó Elliot mirándolo de frente y resuelto a aclarar el punto—. Una vez en Pompeya y otra vez en… no interesa dónde, por el momento. Como le digo, no sé qué diablos me ha picado. No la idealizo. Cuando volví a verla anoche, casi no recordaba cómo era, casi no recordaba las otras dos veces. Tengo ciertos indicios de que probablemente es una envenenadora y una obra maestra de traición. Pero encontré al grupo por casualidad en un rincón de Pompeya (usted no está enterado de aquel asunto, pero me encontraba allí) y ella estaba de pie, sin sombrero, en una especie de jardín, y el sol brillaba en sus brazos; y yo me quedé ahí mirándola y luego di media vuelta y me fui. Tal vez era la forma en que se movía, o hablaba, o volvía la cabeza: algo, nada, no sé qué. No tuve el valor de seguirlos y relacionarme con ellos; de hacer lo que, evidentemente, había hecho ese tipo Harding. Ignoro por qué no me animé. No era únicamente porque acababa de oírlos arreglar el casamiento de Marjorie con Harding, se lo juro, ni siquiera pensé en eso. Si pensé en algún momento en Harding, fue nada más que para convencerme de mi mala suerte y dejar las cosas como estaban. De lo único que pude darme cuenta fue, primero, que me había enamorado de ella y, segundo, que tendría que sacarme la idea de la cabeza porque era, sencillamente, un disparate. Supongo que no me comprende usted.

El cuarto estaba silencioso. Sólo se oía el rumor de la lluvia y la respiración jadeante del doctor Fell.

—Tiene muy pobre opinión de mí —dijo gravemente el doctor— si cree que no lo comprendo. Continúe.

—Bueno, doctor, eso es todo. No pude sacarme la idea de la cabeza.

—Pero no es todo, ¿verdad?

—Perfectamente. Usted quiere saber dónde la vi por segunda vez. Fue una fatalidad. Sentía hasta la médula que tenía que suceder. Ver a una persona una vez, tratar de olvidarse y de huirle, y en cuanto uno se da vuelta, topa otra vez con ella. La segunda vez que la vi fue hace, justamente, cinco días, en una pequeña farmacia cerca del muelle Royal Albert. Cuando los encontré en Pompeya, oí al señor Chesney mencionar el nombre del vapor en que regresaban y la fecha de salida. Partí de Italia al día siguiente, por tierra, y llegué a Inglaterra algo más de una semana antes que ellos. El jueves pasado, el 29, me encontraba por casualidad en las proximidades del muelle Royal Albert, investigando un caso —Elliot se interrumpió—. Ni siquiera puedo decirle la verdad, ¿no es cierto? —preguntó con amargura—. Sí, pretexté estar ahí para eso en esa fecha, pero el resto debe de haber sido casualidad… juzgará usted por sí mismo. El registro de venenos de ese farmacéutico había despertado sospechas. Al parecer, el hombre había estado vendiendo más drogas de lo normal; por eso me encontraba allí. Entré y le pedí su registro de venenos para examinarlo. Se apresuró a mostrármelo, y para que lo leyera, me llevó al dispensario de la trastienda, separado del mostrador por una pared de botellas. Mientras me hallaba examinando el registro, entró una clienta. No la veía, y ella no podía verme a mí; creía que no había nadie más en la farmacia. Pero yo conocía perfectamente esa voz. Era Marjorie Wills que pedía cianuro de potasio para «trabajos fotográficos».

Elliot se interrumpió otra vez.

No veía en este momento la habitación del «Beau Nash Hotel». Veía una sombría farmacia en la sombría luz de la tarde y olía el caliginoso olor medicinal que siempre asociaría al caso. En el suelo había creosota; las tapas de los frascos chatos parecían vagamente luminosas, y del otro lado del local, en la penumbra, había un espejo manchado por las moscas. En ese espejo veía reflejada a Marjorie Wills mirando hacia arriba, mientras caminaba junto al mostrador y pedía cianuro de potasio «para trabajos fotográficos».

—Tal vez porque yo estaba ahí —siguió diciendo Elliot— el farmacéutico insistió en preguntarle para qué lo quería y cómo pensaba usarlo. Sus respuestas demostraron que sabe tanto de fotografía como yo de sánscrito. Había un espejo en el local. En el instante en que mayor confusión mostraba, miró por casualidad en ese espejo. Debe haberme visto, aunque entonces no pareció que miraba con atención, y todavía lo dudo. Súbitamente le dijo al farmacéutico que era un… bueno, no interesa qué; y salió corriendo del local. ¡Lindo asuntito! ¿Eh? —agregó con salvaje violencia.

El doctor Fell no hizo comentario alguno.

—Me parece que ese farmacéutico es un pillo —prosiguió Elliot con voz pausada—, aunque nada pude encontrarle. Y, para colmo, el superintendente Hadley me encarga ahora a , el caso de envenenamiento de Sodbury Cross, del cual (gracias) había ya leído todos los detalles en las colecciones de los diarios.

—¿No rehusó el caso?

—No, doctor. ¿Podía acaso rehusarlo? ¿Podía rehusarlo sin por lo menos decirle lo que sabía al superintendente Hadley?

—¡Hum!

—Sí, ya sé. Piensa usted que deberían echarme a patadas de la policía, y tiene toda la razón.

—¡Dios mío, no! —dijo el doctor Fell abriendo mucho los ojos—. Esa maldita conciencia suya todavía va a acabar con usted. Déjese de decir tonterías y siga con el cuento.

—Anoche, durante el viaje hacia Sodbury Cross, medité sobre todas las formas posibles de salir del paso. Tan absurdas algunas que me estremezco al recordadas ahora, por la mañana. Pensé en escamotear sistemáticamente todas las pruebas que hubiera contra ella. Hasta pensé en arrestarla y escapar con ella a los mares del Sur.

Hizo una pausa; pero el doctor Fell sólo movía la cabeza con simpatía, como comprendiendo la sensatez de tales propósitos; y Elliot continuó hablando, mientras se sentía invadir por una inmensa sensación de alivio.

—Esperaba que el comisario (el mayor Crow) no se daría cuenta de nada. Pero mi actitud ha de haber sido rara desde el principio, y varias veces metí la pata. Lo peor fue cuando ella casi me reconoció. No me reconoció del todo: es decir, no me situó como el hombre del espejo de la farmacia. Pero sabe que me ha visto antes, y procura recordar dónde. Por lo demás, intenté encarar el caso sin prejuicios (¿contemporizando otro vez, eh?), y tratarlo exactamente como trataría un caso cualquiera. No sé si lo logré. Pero ya ve usted que he venido a visitarlo hoy.

El doctor Fell reflexionó.

—Dígame. Dejando a un lado el crimen de la tiendita de bombones, ¿encontró anoche algún indicio que lo induzca a creerla culpable del asesinato de Marcus Cresney?

— ¡No! Precisamente todo lo contrario. Tiene una coartada grande como una casa.

—Entonces, ¿de qué diablos estamos hablando? ¿Por qué no está usted más contento que una pascua?

—No lo sé, doctor; y ésa es la verdad. Será tal vez porque el caso es demasiado raro, resbaladizo y maloliente; no es posible pescarlo al vuelo. Desde el comienzo es un pozo de sorpresas.

El doctor Fell se echó hacia atrás, aspirando varias veces su cigarro, con una expresión de violenta concentración en el rostro. Aflojó los hombros, sacudiéndolos, y dio otra larga pitada, como buscando mayor peso para sus palabras. Hasta la cinta de sus lentes parecía alterada.

—Vamos a analizar —dijo— su problema emocional. No; no lo rehúya. Puede ser un entusiasmo o tratarse de amor verdadero; en cualquiera de ambos casos, deseo preguntarle una cosa. Supongamos que la muchacha sea una asesina. ¡Un momento! Digo: supongamos que la muchacha sea una asesina. Ahora bien, estos crímenes difícilmente pueden hallar disculpa, aun cuando tuviera que concentrarme mucho para poder disculparlos. No son crímenes naturales; son anormalidades calculadas, y tener en casa a la persona que las perpetra es casi tan seguro como tener una cobra real. Muy bien. Suponiendo que la muchacha sea culpable… ¿Preferiría saberlo?

—No sé.

—¿Está, sin embargo, de acuerdo en que sería mejor descubrir la verdad?

—Me parece que sí.

—Bien —añadió el doctor Fell, dando varias pitadas más a su cigarro—. Ahora miremos el otro lado de la cosa. Supongamos que la muchacha sea completamente inocente. No; no deje escapar un ahogado suspiro de alivio; sea práctico en su romanticismo. Supongamos que la muchacha sea completamente inocente. ¿Qué hará usted?

—No comprendo, doctor.

—¿No dice que está enamorado de ella?

Entonces Elliot comprendió.

—¡Oh! Exclúyame del asunto —exclamó—. No me hago ilusiones pensando que pueda yo, alguna vez, tener la menor esperanza respecto a ella. ¡Si viera usted la expresión de su cara cuando mira a Harding! Yo la he visto. Le confieso, doctor, que lo que más me costó anoche fue ser justo con Harding. No tengo nada contra él; parece un buen tipo. Sólo sé que en la educación que he recibido hay algo que me hace rechinar los dientes cada vez que hablo con Harding.

Sintió de nuevo que le ardían las orejas.

—A propósito de esto, también tuve anoche toda clase de imaginaciones. Me veía arrastrando dramáticamente a Harding a causa del crimen (sí, con esposas y todo), y a ella la veía mirándome, e ideaba todas las combinaciones sobre la forma de congraciarse que naturalmente le pasan a un tipo por la cabeza. Pero no es tan fácil como todo eso de romper los vínculos sentimentales. Nada fácil. Harding es un engreído como no he visto otro. No es posible cometer un crimen estando en un cuarto con dos personas que lo ven a uno, mientras el asesino actúa a la vista en el otro cuarto. Tal vez Harding anda a la caza de una heredera (me parece que sí), pero así son las vueltas de este mundo. Harding jamás había oído hablar de Sodbury Cross hasta que encontró a los Chesney en Italia. De modo que olvide a Harding y, en particular, descárteme a mí.

—Además de su conciencia —observó el doctor Fell con sentido crítico—, tiene usted también que liberarse de su maldita humildad. Es una excelente virtud espiritual, pero es una virtud que ninguna mujer tolera. Pero dejemos eso. ¿Y bien?

—¿Y bien qué?

—¿Cómo se siente ahora? —preguntó el doctor Fell.

Y Elliot, de pronto, advirtió que se sentía mejor: tanto mejor, que deseaba tomar una taza de café y fumar. Era como si su inteligencia hubiera recobrado su enfoque y se aclarara. No comprendía por qué, pero hasta el cuarto parecía tener otros colores.

—¡Ejem! —exclamó el doctor Fell, rascándose un lado de la nariz—. Entonces, ¿qué hacemos? Olvida usted que sólo me ha presentado un esquema muy sencillo del caso y que su entusiasmo, muy natural por otra parte, ha lanzado la mayoría de sus flechas por encima de mi cabeza. ¿Pero qué va a hacer? ¿Se pondrá en ridículo regresando a explicar esto a Hadley? ¿O quiere que encaremos los hechos y estudiemos qué pasa? Estoy a sus órdenes.

—¡Sí! —gritó Elliot—. ¡Sí, por todos los…!

—Bien. En ese caso, siéntese aquí —dijo el doctor gravemente—, y tenga la bondad de contarme lo que pasó.

El relato sólo exigió media hora, porque Elliot, otra vez en sus cabales y sin por ello avergonzarse de su precedente actitud, logró concentrar su mente hasta en los más mínimos detalles. Terminó con el frasquito de ácido prúsico hallado en el botiquín del cuarto de baño.

—… y eso, más o menos, es todo, a pesar de que no salimos de la casa hasta las tres de la mañana. Todos dijeron que no tenían nada que ver con el ácido prúsico; juraron que no sabían que en el baño había tal cosa, y aseguraron que no estaba ahí cuando se vistieron para la comida. Fui también a ver al tal Wilbur Emmet, pero naturalmente no se hallaba en condiciones de sernos útil.

Elliot recordaba con gran nitidez el dormitorio, prolijo y falto de atractivo como el mismo Emmet. Recordaba su cuerpo largo y delgado debajo de las cobijas, la cruda luz eléctrica, el perfecto orden de los frascos y las corbatas sobre la mesa de vestir. Sobre un escritorio había una pila de cartas y de recibos. Junto a ella se hallaba una canastita donde Emmet guardaba un surtido de jeringas, tijeras y otros curiosos utensilios que a Elliot le recordaron un instrumental quirúrgico. Hasta el diseño rojo amarillento del papel de la pared hacía pensar en duraznos.

—Emmet hablaba mucho, pero no se le entendía ni una palabra; sólo una que otra vez decía claramente: «¡Marjorie!», y era menester calmarlo. Eso es todo, doctor. Le he contado hasta el último detalle que conozco, y me pregunto si puede usted sacar algo en limpio. Me pregunto si puede explicarse qué es lo que anda infernalmente mal en todo este asunto.

El doctor Fell hizo con la cabeza un gesto afirmativo, lento y enfático.

—Creo que sí —dijo.