9

Ahora Harding estaba de pie. Sus grandes ojos —«de vaca» los llamaba Elliot, después de haber pasado por toda una serie de animales al ir encontrándole semejanzas— parecían alarmados. Mantenía su expresión mecánica de cordialidad y no amenguaba en deferencia hacia las autoridades, pero sus manos velludas se contraían un poco.

—¡Pero si yo estaba tomando la película! —protestó—. Mire, ahí está la cámara. ¿No la oyó funcionar? ¿No?…

Luego rió de un modo verdaderamente simpático. Daba la impresión de esperar que alguien riera con él, y se mostró disgustado al ver que nadie lo hacía.

—Ya veo —agregó mirando a lo lejos—. Leí una vez un cuento.

—No me diga —observó el profesor Ingram.

—Sí —dijo Harding con la mayor seriedad—. El tipo tenía una coartada porque alguien juró que lo oía escribir a máquina todo el tiempo. Resultó que tenía un dispositivo mecánico que hacía ruido de máquina de escribir cuando él no estaba. Diablos, ¿creen ustedes que algo puede hacer funcionar una cámara cinematográfica mientras uno se va?

—¡Pero es absurdo! —exclamó Marjorie, como si lo que acababa de oír fuera el colmo de lo diabólico—. Yo te vi. Sé que estabas ahí. ¿Eso es lo que cree, inspector?

Elliot rió, haciéndose el tonto.

—Señorita Wills, yo no he dicho nada. Es el profesor quien ha hecho todas las sugestiones. De todos modos, podemos considerar el punto aunque sólo sea —demostraba gran comprensión— para aclararlo por completo. ¿No es cierto, sin embargo, que estaba muy oscuro aquí?

Antes que los otros pudiesen hablar, el profesor Ingram contestó.

—La oscuridad fue muy grande durante veinte segundos tal vez, hasta que Chesney abrió esa doble puerta. Después había bastante resplandor procedente del reflejo que la lámpara especial proyectaba en la pared del escritorio, de modo que difícilmente podría decirse que la oscuridad era total. Se delineaban claramente las siluetas, como supongo que se lo dirán mis compañeros.

—Un momento, señor. ¿Cómo estaban sentados?

El profesor Ingram se puso de pie y arregló con cuidado tres sillones en fila, dejando un espacio de noventa centímetros, más o menos, entre cada uno. Los sillones miraban hacia la doble puerta desde una distancia de alrededor de tres metros; por consiguiente, la distancia máxima que los había separado de Marcus Chesney había sido de algo menos de cinco metros.

—Chesney arregló estas sillas antes que entráramos —explicó el profesor— y no las movimos. Yo estaba sentado aquí, sobre la mano derecha, en la punta, cerca de las luces —apoyó la mano sobre el respaldo del sillón—. Marjorie estaba en el centro. Harding en el otro extremo.

Elliot estudió la posición. Luego se volvió hacia Harding.

—¿Pero qué hacía usted tan desarrimado a la izquierda? —preguntó—. ¿No habría obtenido una vista mejor desde el centro? Desde aquí no puede haber sacado a Nemo cuando entró por la puerta del jardín.

Harding se enjugó la frente.

—Bueno, le preguntó: ¿cómo diablos quiere que yo adivinara lo que iba a ocurrir? —dijo, hablando de hombre a hombre—. El señor Chesney no nos explicó anticipadamente lo que íbamos a presenciar. Sólo dijo: «Siéntense aquí»; y espero que no creerá que yo le iba a discutir. No, por cierto, el pequeño Georgie. Estaba sentado… más bien dicho, estaba de pie por aquí, y tenía bastante buena perspectiva.

—¡Oh! ¿Qué se saca con estas discusiones? —dijo Marjorie—. Naturalmente que estaba aquí. Lo vi moverse hacia adelante y hacia atrás para poder tomar la vista. Y yo estaba aquí. ¿No es así?

—Estaba —confirmó suavemente el profesor Ingram—. Yo la palpaba.

—¿Eh? —exclamó Harding.

El rostro del profesor Ingram adquirió una expresión sanguinaria.

—Palpaba su presencia, joven. La oía respirar. Podría haberla tocado con sólo estirar el brazo. Es verdad que lleva puesto un vestido oscuro, pero tiene, como pueden ver, una piel muy blanca, y sus manos y su cara se distinguían tan claramente en la oscuridad como la pechera de la camisa de usted —tosiendo un poco, se volvió hacia Elliot—. Lo que trato de explicarle, inspector, es que juraré que ninguno de estos dos salió de la sala en ningún momento. A Harding lo tenía continuamente dentro de mi radio visual. Marjorie estaba al alcance de mi mano. Ahora bien, si ellos dicen lo mismo de mí…

Inclinó la cabeza cortésmente, agudamente, hacia Marjorie. Sus modales, sentía Elliot, eran los de un facultativo que toma el pulso a un enfermo, y en su rostro se leía una calma concentrada.

—Por supuesto que estaba ahí —afirmó Marjorie.

—¿Está segura? —insistió Elliot.

—Perfectamente segura. Veía su camisa y su calva —prosiguió ella con énfasis— y… ¡oh, he visto todo! También lo oía respirar. ¿Nunca ha asistido a una sesión de espiritismo? ¿Acaso no lo advertiría si alguien abandonara la reunión?

—¿Qué dice usted, señor Harding?

Harding vaciló.

—Bueno, a decir verdad, la mayor parte del tiempo la pasé con el ojo pegado en la mira de la máquina. Así que no tuve mucha oportunidad de observar a mi alrededor. ¡Espere sin embargo! —Pegó con el puño en la palma de su mano izquierda, y su rostro mostró tal expresión de alivio que fue como si una rueda girara detrás de sus ojos—. ¡Ja! Esperen; no me apuren. Inmediatamente después que aquel ensombrerado adefesio salió de la escena, miré hacia arriba, di un paso atrás y cerré la máquina. Al ir hacia atrás tropecé con una silla; miré a mi alrededor —subrayaba las palabras con gestos de la mano— y vi muy bien a Marjorie. Veía brillar sus ojos, en cierto modo. No es científicamente correcto, pero ya saben lo que quiero decir. Naturalmente, sabía que ella estaba ahí todo el tiempo, porque la había oído hablar fuerte y decir: «¡No!». Pero también la veía. De todas maneras —su amplia sonrisa alegró el cuarto— puede estar más que seguro que ella no mide un metro setenta, como tampoco uno ochenta. ¿Pero qué nos pasa?

—¿Y a mí me vio? —preguntó el profesor Ingram.

—¿Eh? —dijo Harding, que tenía los ojos fijos en Marjorie.

—Digo, ¿me vio a mí en la oscuridad?

—¡Claro que sí! Creo que trataba usted de mirar su reloj, inclinándose sobre él. Estaba ahí sin lugar a dudas.

Harding había recobrado una animación y chispa tan extraordinarias que parecía que se iba a poner a caminar, ufano, por la sala, con los pulgares metidos en el chaleco.

Pero Elliot empezaba a sentir que andaba a tientas en una niebla aún más densa. El caso era una ciénaga psicológica. Sin embargo, estaba deseoso de poder asegurar que esas personas decían la verdad, o creían decirla.

—Tiene ante usted —explicó el profesor Ingram— una coartada colectiva verdaderamente notable por su solidez. Es imposible que uno de nosotros haya cometido el crimen. Sobre este fundamento de roca debe usted construir su caso, sea lo que sea. Claro está que tiene derecho a poner en duda nuestros relatos; pero nada es más fácil que probarlos. ¡Reconstruya! Siéntenos aquí en fila, como estuvimos antes; apague las luces; encienda esa lámpara fotográfica en el otro cuarto, y verá por sí mismo la absoluta imposibilidad de que ninguno de nosotros haya salido del cuarto sin ser visto.

—Temo que no podamos hacerlo, señor, a menos que tenga usted otra de esas lámparas —dijo Elliot—. La que había acaba de quemarse. Además…

—¡Pero…! —exclamó Marjorie, y se interrumpió, mirando fijamente, con ojos de intriga, la puerta cerrada.

—… además —siguió diciendo Elliot— tal vez no sean ustedes los únicos que cuentan con una coartada. Señorita Wills, desearía preguntarle una cosa. Hace un rato expresó usted la seguridad de que ese reloj del escritorio estaba en hora. ¿Por qué está tan segura de eso?

—¿Cómo?

Elliot repitió la pregunta.

—Porque está roto —contestó Marjorie, volviendo de su distracción—. Quiero decir, el tornillito que sirve para mover las agujas está roto del todo, así que el reloj no puede ser alterado en lo más mínimo. Y anda muy bien; nunca ha fallado ni un segundo desde que lo tenemos.

El profesor Ingram rió entre dientes.

—Ya veo. ¿Cuándo se rompió, señorita Wills?

—Ayer por la mañana. Pamela, una de las criadas, lo rompió mientras arreglaba el escritorio de tío Marcus. Le estaba dando cuerda, y llevaba un candelabro de hierro en la otra mano y lo golpeó contra esa manijita, y la partió. Creí que tío Marcus se enfurecería. Sabe usted, sólo permite que arreglemos su escritorio una vez por semana. Tiene ahí todas las cuentas de sus negocios, y especialmente un manuscrito en el cual trabaja y que no debemos tocar. Pero no fue así.

—¿No fue qué?

—No se enfureció, quiero decir. Al contrario; entró precisamente cuando la cosa ocurría. Le dije que podíamos mandar el reloj a la ciudad, a «Simmonds», para hacerlo arreglar. Se quedó un rato mirando el reloj, y de pronto lanzó una carcajada. Dijo que no, que lo dejáramos, que ahora estaba clavado en la hora exacta y no podía ser alterado, y que daba gusto verlo. (Es un reloj de ocho días; tenía toda la cuerda en ese momento). Dijo también que Pamela es una muchacha excelente, y que sería una bendición para sus padres cuando fueran viejos. Por eso lo recuerdo con tanta precisión.

Ahora bien, reflexionó el detective inspector Elliot, ¿por qué se queda un hombre frente a un reloj y de pronto lanza una carcajada? Pero no tuvo tiempo de seguir considerando el punto. Como para que sus preocupaciones llegaran al máximo, el mayor Crow apareció por la puerta del vestíbulo.

—¿Puedo verlo un minuto, inspector? —preguntó con algo raro en la voz.

Elliot salió y cerró la puerta. Era un vestíbulo espacioso, revestido de roble claro, con una escalera ancha y tendida y un piso tan encerado que reflejaba los bordes de las alfombras. Una lámpara de bridge se hallaba encendida y proyectaba un círculo de luz junto a la escalera, iluminando también un teléfono colocado sobre una mesita.

El mayor Crow mantenía su aire engañosamente inofensivo, pero había cierta malevolencia en sus ojos.

Hizo un gesto con la cabeza, indicando el teléfono.

—Acabo de hablar con Billy Emsworth —dijo.

—¿Billy Emsworth? ¿Quién es?

—El hombre cuya mujer tuvo un hijo esta noche. La que atendió Joe Chesney, ¿recuerda? Sé que es muy tarde, pero pensé que probablemente Emsworth estaría aún levantado, celebrando con un amigo o dos el acontecimiento. Era así, y hablé con él. No le dejé entrever nada de esto; me limité a felicitarlo; espero que no se le ocurra ponerse a pensar por qué lo llamé a las dos de la mañana con ese motivo —el mayor Crow hizo una inspiración profunda—. Bueno, si ese reloj del escritorio está bien, Joe Chesney tiene una coartada absolutamente indestructible.

Elliot no dijo nada. Lo esperaba.

—La criatura nació alrededor de las once y cuarto.

Después Chesney se instaló a conversar con Emsworth y sus amigos hasta casi medianoche. Al irse Chesney, todos miraron la hora. Cuando Emsworth lo acompañó hasta la puerta, el reloj de la iglesia estaba dando las doce, y Emsworth permaneció en los escalones de la entrada y le hizo al doctor un discurso sobre el amanecer de un día nuevo y mejor. Por lo tanto la hora de su partida está comprobada. Ahora bien, Emsworth vive del otro lado de Sodbury Cross. Es absolutamente imposible que Joe Chesney haya estado aquí en el momento del crimen. ¿Qué piensa de esto?

—Sólo una cosa, señor: pienso que todos tienen una coartada —dijo Elliot… y se lo explicó.

—¡Hum! —dijo el mayor Crow.

—Sí, señor.

—El caso es difícil.

—Sí, señor.

Endiabladamente difícil —amplificó el comisario con un leve rugido—. ¿Cree usted que dicen la verdad cuando afirman que la sala no estaba tan oscura como para no ver los movimientos de los demás?

—Tenemos que comprobarlo, claro está —dijo Elliot, vacilando—. Pero he notado que esa luz brillante del otro cuarto establece una enorme diferencia. Hablando con sinceridad, no creo que la sala estuviera tan oscura como para que alguien pudiera escurrirse del cuarto sin ser visto. Para decirle la pura verdad, señor… les creo.

—¿No sospecha usted que, juntos, los tres han tramado un cuento?

—Todo es posible. Sin embargo…[1].

—¿No lo cree usted?

Elliot habló con cautela.

—Por lo menos —observó— me parece que no debemos concentrar nuestra atención únicamente en los habitantes de esta casa. Tenemos que ir mucho más lejos. Ese visitante fantasma vestido de smoking, después de todo, es tal vez real. ¡Qué diablos! ¿Por qué no?

—Se lo diré —expresó calmosamente el mayor—. Porque Bostwick y yo acabamos de encontrar pruebas, una prueba, óigalo bien, según la cual el asesino es alguien de la casa o muy vinculado a ella.

Mientras Elliot volvía a experimentar la sensación irrazonada de que algo estaba vitalmente equivocado, de que miraba el caso a través de anteojos con vidrios falseados, el comisario lo condujo hacia la escalera. El mayor Crow tenía un aire algo culpable.

—Muy irregular. De lo más irregular —dijo, haciendo restallar la lengua—; pero ya está hecho y ha sido una suerte. Cuando Bostwick subió a ver si ese tipo Emmet estaba lo bastante bien como para recibirnos, se le ocurrió echar una ojeada al cuarto de baño. En el botiquín halló una caja de cápsulas de aceite de castor…

El mayor miró a Elliot con intención.

—No es necesariamente importante, señor. Tengo entendido que son muy comunes.

—¡Concedido! ¡Concedido! Pero espere. Escondido en el fondo del estante, junto al dentífrico, encontró un frasco de una onza, lleno hasta la cuarta parte, de ácido prúsico puro… Ya me figuraba que esto lo dejaría chato —dijo el mayor Crow con satisfacción—. Lo mismo me pasó a mí, y más especialmente ahora que me dice que todos en la casa tienen su coartada. No era, fíjese bien, la solución más débil de cianuro de potasio; era el producto puro y simple, el veneno más rápido del mundo. Por lo menos, así lo creemos. West lo va a analizar, pero casi no tiene dudas. Estaba ahí, en un frasco, con la etiqueta a la vista: «Ácido Prúsico, HCN». Bostwick lo descubrió, y no podía creer lo que veían sus ojos. Sacó el corcho del frasco, pero apenas puso las narices, volvió a meterlo con la mayor rapidez que ha desplegado en su vida. Había oído decir que una buena inhalación de ácido prúsico puro puede matar; y West dice que es verdad. Mire esta belleza.

Buscó con sumo cuidado dentro de su bolsillo, y sacó un frasquito cuyo corcho estaba hundido casi hasta el nivel del gollete; lo inclinó para mostrar el líquido incoloro que había adentro. El frasco tenía pegado un pedazo de papel con las palabras «Ácido Prúsico, HCN», toscamente escritas con tinta y con letras de imprenta. El mayor Crow lo colocó sobre la mesita del teléfono debajo de la luz, y retrocedió como si acabara de encender un fuego de artificio particularmente peligroso.

—Ninguna impresión digital —explicó—. No se le acerque demasiado —agregó inquieto—. ¿No siente el olor desde aquí?

Elliot lo sentía.

—Pero ¿de dónde ha sacado eso? —inquirió—. Usted oyó lo que dijo el doctor West. El ácido prúsico puro es prácticamente inaccesible para el lego. La única persona que podría obtenerlo sería…

—Sí. Un técnico. Digamos un químico. A propósito, ¿qué es ese muchacho Harding?

En el momento en que hacía esta pregunta, no se sabe si debido a buena o mala suerte, Harding salió de la sala de música.

Se hallaba en el mismo estado de ánimo alegre y fanfarrón que demostraba cuando Elliot le había dejado, y ese ánimo sufrió muy poco cambio cuando el muchacho se encontró a escasa distancia del frasco que estaba sobre la mesita y cuya etiqueta, seguramente, alcanzaba a leer. Apoyó una mano en el marco de la puerta, como si se dispusiera a sacarse un retrato. Luego se acercó, sonriente y respetuoso, y se dirigió al comisario.

—¿HCN? —interrogó, señalando el frasco.

—Eso dice la etiqueta, joven.

—¿Me permite preguntarle dónde lo encontró?

—En el cuarto de baño. ¿Lo puso usted ahí?

—No, señor.

—Pero usa ese producto en su trabajo, ¿verdad?

—No —dijo Harding sin vacilar—. No, sinceramente, no lo uso —agregó—. Utilizo KCN, cianuro de potasio, y en gran cantidad. Estoy perfeccionando un procedimiento de electro-platinado con el cual será imposible distinguir de la verdadera la imitación de la plata. Si puedo negociarlo yo mismo y obtener suficiente respaldo para no verme obligado a caer en los dientes de los tiburones, voy a revolucionar la industria —hablaba sin asomo de jactancia; sólo exponía un hecho—. Pero no uso HCN. No me sirve para nada.

—Bueno, le seré franco —dijo el mayor Crow ablandándose un poco—. ¿Puede usted, sin embargo, fabricar HCN, no es cierto?

Harding habló con tal intensidad y con tan acentuado temblor en las mandíbulas al pronunciar las palabras, que Elliot pensó si habría nacido con algún impedimento en el habla, impedimento que al par de otras desventajas había logrado vencer. Harding dijo:

—Naturalmente que puedo fabricarlo. Como puede fabricarlo cualquiera.

—No entiendo, joven.

—¡Y bien, escuche! ¿Qué se necesita para fabricar HCN? Se lo diré. Se necesita prusiato de potasa; no es venenoso; se compra en cualquier parte. Se necesita aceite de vitriolo, más conocido por la denominación de ácido sulfúrico; no hay más que sacar un poco de la batería de cualquier auto que se tenga a mano, y ¿quién se entera? Luego se necesita agua natural. Ponga esos tres elementos juntos, sometiéndolos a un proceso de destilación que un niñito rubio podría dirigir con utensilios sacados de la cocina de su abuelita, y obtendrá… lo que hay en ese frasco. Cualquiera, con un libro elemental de química enfrente, puede hacerlo.

El mayor Crow miró nerviosamente a Elliot.

—¿Y eso es todo lo que se necesita para obtener ácido prúsico?

—Todo. Pero no están obligados a creer solamente en mi palabra. Lo que me inquieta… Bueno, señor, hay algo raro. ¿Le importaría explicarme? Dice que encontró eso en el baño. No me sorprende. Estoy más allá de cualquier sorpresa; ¿pero quiere decir que lo encontraron en el cuarto de baño, como si fuera un tubo de pasta de dientes o algo así?

El mayor Crow abrió las manos en un gesto concluyente. Lo mismo había pensado él.

—Esta casa está mohosa —dijo Harding, estudiando el bello y agradable vestíbulo—. Parece muy linda, pero tiene algo que está químicamente mal. Soy de afuera. Puedo darme cuenta. Y ahora… si me disculpan, voy al comedor a servirme un trago de whisky, rogando a todos los santos que no contenga nada químicamente malo.

Sus pasos repercutían sonoramente sobre el «parquet», desafiando a los espectros. El charco de luz temblaba junto a la escalera, el veneno temblaba en el frasquito; arriba, un hombre con conmoción cerebral yacía presa del delirio; abajo, dos investigadores se miraban.

—No es fácil —dijo el mayor Crow.

—No —admitió Elliot.

—Tiene dos pistas, inspector. Dos pistas sólidas y definidas. Mañana, el joven Emmet puede tal vez recobrar la conciencia y decirle lo que le pasó. Existe, además, esa película (se la tendré revelada para mañana a la tarde; hay en Sodbury Cross un hombre que hace ese trabajo) y podrá saber exactamente lo qué pasó durante el espectáculo. Después de esto, no sé qué otra cosa le queda a usted; advierta que digo usted. Yo tengo que atender mis asuntos. Desde mañana, le doy mi palabra de honor, no volveré a intervenir en esto. Es asunto suyo y deseo que el caso lo divierta.

El caso no podía divertir a Elliot por razones particulares. Pero por razones de orden público, el caso se había reducido a una sola conjetura, que se destacaba tan clara y tan negra como una impresión digital:

El asesinato de Marcus Chesney había sido cometido, probablemente, por una de las personas de la casa.

Sin embargo, todos los de la casa parecían tener una coartada indestructible.

¿Quién, por consiguiente, lo había cometido? ¿Y cómo había sido cometido?

—Me doy cuenta de todo eso —dijo el comisario—. Pero siga adelante y aclárelo. De todos modos, tengo cuatro preguntas de mi cosecha, y ofrecería veinte libras a quien pudiera contestármelas acertadamente, aquí mismo, y en seguida.

—¿Cuáles, señor?

El mayor Crow se despojó de su dignidad oficial. Su voz se elevó en una especie de grito.

—¿Por qué cambiaron una caja de bombones verde por una azul? ¿Qué es lo que tiene ese maldito reloj? ¿Cuál era la verdadera altura del tipo del sombrero de copa? Y ¿por qué, ¡ah!, por qué andaba Chesney tonteando con una flecha de cerbatana de la América del Sur que nadie ha visto antes ni después?