Elliot nunca supo si el profesor Ingram había conseguido o no su cigarrillo. Porque, de pronto, se le hizo la luz sobre la explicación que tenía aquel juego de manos.
—Disculpen; volveré en seguida —les dijo; y dando la vuelta alrededor del piano, salió por una de las puertas del jardín.
Recapacitando, volvió y cerró detrás de sí los gruesos cortinados de terciopelo. Hacía más frío afuera, en la angosta franja de césped que se extendía entre la casa y los espectrales castaños amarillos. Era también mayor la obscuridad, ahora que algunas luces se hallaban apagadas, y únicamente una bombita común brillaba en el escritorio. Experimentó el efecto de esa hora inmóvil de la noche, hora en que la carne y los huesos parecen revestirse de fragilidad. Creyó también oír una campanilla que resonaba débilmente en alguna parte. Pero no le prestó atención, porque su atención estaba concentrada en las prendas pertenecientes al doctor Nemo, diseminadas al pie de la puerta del jardín.
Esa maleta negra…
Ahora sabía por qué su aspecto le había comunicado una impresión vagamente familiar. Más grande que el maletín profesional de un médico, aunque de forma muy semejante, y, no obstante, de tamaño demasiado chico para ser una valija corriente. Una maleta idéntica se exhibía entre los elementos de prueba del Museo Negro de Scotland Yard.
Se arrodilló junto a la maleta, que se encontraba cerca del sombrero y del impermeable. Era de cuero charolado y parecía nueva. El nombre del doctor Nemo había sido toscamente pintado en un costado con un molde de letras. Interponiendo su pañuelo, Elliot abrió la maleta. Había adentro una caja de dos libras de bombones acaramelados de «Henry», con dibujos de flores color verde vivo.
—Aquí está la cosa —dijo en alta voz.
Esa clase de maleta era el mejor amigo de los ladrones de tiendas. La levantó y examinó el fondo. Empleada originalmente para los espectáculos de prestidigitación, poco tiempo después había sido adoptada por los que roban en las grandes tiendas, joyerías o cualquier negocio en el cual se hallan expuestas abiertamente las mercaderías de valor.
El ladrón no tiene más que entrar en la tienda, llevando la aparentemente inocente valijita. La coloca con gesto distraído sobre el mostrador, mientras mira cualquier otro objeto. Pero la coloca encima de lo que quiere robar. El fondo está equipado con un ingenioso resorte de prestidigitación que introduce en la maleta lo que hay debajo. Luego, sin haber efectuado el menor movimiento sospechoso, el ladrón recoge su maleta y abandona la tienda.
Empezaba a aclararse la actuación genial del doctor Nemo. Había entrado en el escritorio, había colocado la maleta sobre la mesa, dando, mientras lo hacía, la espalda a los espectadores. No había puesto la maleta con resorte delante de la caja verde, sino encima de ella. La maleta podía cargar objetos mucho más pesados que una caja de bombones relativamente pequeña y liviana. En el hondo bolsillo de su impermeable llevaba una caja azul de bombones de menta. Fuera mientras se inclinaba para dejar la maleta, o cuando se inclinaba para recogerla, había deslizado detrás la otra caja, cubierto por su posición de espaldas al público. Ante un auditorio ya deslumbrado y aturdido, no necesitaba gran habilidad. Y todo esto había sido efectuado con la ayuda de Marcus Chesney, bajo la dirección de Marcus Chesney, como parte del plan de Marcus Chesney para engañar a los testigos, mirasen adonde mirasen…
Pero ¿en qué forma podía este detalle ayudar a la solución del crimen, o del crimen de la tienda de golosinas? ¿Quería decir que en la tienda de la señora Terry una caja entera de bombones había sido substituida por otra?
—¡Eh! —murmuró una voz.
Elliot dio un salto. Era una voz ronca que susurraba con violencia y procedía directamente de arriba de su cabeza. Levantó la vista escudriñando la oscuridad, y divisó el rostro del doctor Joseph Chesney que lo miraba desde una ventana del piso superior. El doctor Joe estaba tan inclinado hacia afuera de la ventana que Elliot temió que aquel enorme peso cayera dando tumbos como un atado de ropa.
—¿Están todos sordos ahí abajo? —murmuró el doctor Joe —. ¿No oyen la campanilla de la puerta de calle? ¿Por qué alguno no atiende? Ha estado sonando durante cinco minutos. ¡Qué demonios, yo no puedo ocuparme de todo! Tengo un enfermo aquí…
Elliot despertó. Debían de ser, por supuesto el médico de policía, y el fotógrafo, encargado también de las impresiones digitales, que llegaban desde un punto situado a doce millas de distancia.
—¡Oiga! —rugió el doctor Joe.
—¿Qué hay?
—Mándela a Marjorie, ¿quiere? La está llamando.
Elliot miró vivamente hacia arriba.
—¿Está consciente? ¿Podría verlo yo?
A través de la ventana vio un puño rojizo, velludo, con la manga de la camisa suelta. Iluminada desde abajo, la barba pelirroja del doctor Joe tenía un aspecto casi mefistofélico.
—No, mi amigo, no está consciente; no de la manera que usted se imagina. Y no puede verlo esta noche, ni mañana, ni tal vez durante semanas, ni meses, ni años. ¿Me oye? Y mande a Marjorie acá arriba. Estas sirvientas no sirven para nada. La una deja caer las cosas, y la otra está escondida en la cama. ¡Por el amor de Dios!…
La cabeza se retiró.
Con extremada lentitud, Elliot recogió las prendas del doctor Nemo. La campanilla distante había cesado de sonar. Un viento frío empezaba a levantarse al término de la noche; se movía en las hojas secas; levantaba de la tierra el perfume penetrante y la podredumbre del otoño; y luego, debido acaso a la insistencia de la brisa o porque una puerta se había abierto, llegó otro olor más dulce. Era como el perfume suave que parecía llenar la casa misma. Entonces Elliot recordó que entre la sombra, muy cerca de allí, había media hectárea de invernáculos. Era el olor de los durazneros y de los almendros, cuyas frutas maduran entre julio y noviembre, de los almendros de almendras amargas que eran como el espectro de Bellegarde.
Llevó al escritorio las cosas del doctor Nemo, en el momento en que la puerta de este cuarto (la que daba al vestíbulo) se abría y el superintendente Bostwick introducía a dos recién llegados a quienes presentó como el doctor West y el sargento Matthews. Los seguía el mayor Crow. Matthews recibió las instrucciones de práctica referentes a las impresiones digitales y a la fotografía, y el doctor West se inclinó sobre el cuerpo de Marcus Chesney.
El mayor Crow miró a Elliot.
—¿Y bien, inspector? —le preguntó—. ¿Por qué decidió salir corriendo tan de repente? ¿Y qué encontró?
—He descubierto cómo fueron intercambiadas las cajas de bombones, señor —contestó Elliot, y se lo explicó.
El otro se mostró impresionado.
—Ingenioso —concedió al fin—. Diabólicamente ingenioso. Pero aun así… escuche: ¿dónde consiguió Chesney semejante maleta con trampa?
—Se encuentran en Londres, en algunas casas de objetos para prestidigitación.
—¿Quiere decir que la mandó buscar especialmente?
—Así parecería, señor.
El mayor Crow se acercó a examinar la maleta.
—Lo cual significaría —observó— que ha tenido esta representación en la mente hace bastante tiempo. ¿Sabe, inspector? —pareció dominar el impulso de dar a la maleta un vigoroso puntapié—. Cuanto más y más avanzamos, se vuelve más y más importante ese maldito espectáculo, y parece ayudarnos cada vez menos. ¿Dónde estamos? ¿Qué hemos sacado en limpio? ¡Espere! ¿Hay más preguntas en la lista de Chesney?
—Sí, señor. Tres más.
—Entonces, vaya adentro y siga con su tarea —dijo el comisario, lanzando una amarga mirada a la doble puerta cerrada—. Pero antes que se vaya, deseo preguntarle si ha notado algo que me ha llamado particularmente la atención en toda esta ensalada.
—¿Qué?
El mayor Crow asumió toda su jerarquía. Extendió un brazo y un pulgar huesudo como si estuviera haciendo una denuncia.
—Hay algo raro y alarmante en ese reloj —declaró.
Todos miraron el reloj. El doctor West había vuelto a encender la potente luz blanca para examinar el cadáver, y de nuevo el cuadrante blanco del reloj, con sus adornos de bronce y marco de mármol, los miraba burlonamente desde la chimenea. Eran las dos menos veinte minutos.
—¡Qué hora! Tengo que irme a casa —dijo el mayor, de pronto—. Pero de todos modos, mírenlo. ¿Y si Chesney hubiera alterado la hora? Podría haberlo hecho antes del espectáculo. Luego, al terminar (¿recuerdan?), cerró la doble puerta y no fue a la sala de música hasta que Ingram golpeó y le dijo que saliera a saludar. Durante ese rato pudo haber vuelto a poner el reloj en buena hora. ¿No es así?
Elliot no parecía muy convencido.
—Supongo que sí, señor. Si quería hacerlo.
—Naturalmente que lo podía; nada más fácil —el mayor fue hasta la chimenea, deslizándose detrás del sillón del muerto. Hizo girar el reloj, golpeándolo un poco, hasta poner de frente la parte posterior del mismo—. ¿Ven estas dos manijas? Una es la llave de la cuerda. La otra es la cabeza del tornillito que hay que mover para alterar la posición de las agujas… ¡Hola!
Se inclinó aún más, mirando con atención, y Elliot hizo lo mismo. Ahí estaba, por cierto, la llavecita de bronce detrás del reloj. Pero donde debía haber estado el tornillo sólo había un agujerito redondo.
—El tornillo para las agujas está roto —dijo Elliot—, y roto del lado interior de la caja del reloj.
Miró todavía más de cerca. Dentro del microscópico orificio alcanzaba a distinguir un microscópico muñón de bronce, y junto al orificio había una rayadura reciente, trazada sobre el metal algo manchado de la parte posterior del reloj.
—Ha sido roto hace muy poco —explicó—. Eso es, probablemente, lo que quería decir la señorita Wills cuando aseguró que el reloj estaba en hora. ¿Lo ve, señor? Hasta que no lo arregle un relojero, nadie, aunque lo quisiera, podría alterar la posición de las agujas.
El mayor Crow miró atentamente el reloj.
—No hay tal —dijo—. Nada más fácil. Así. Volvió a poner el reloj en su posición normal.
Abriendo la puertita redonda de vidrio que protegía el cuadrante, tocó las agujas.
—Todo lo que hay que hacer —continuó— es sencillamente empujar…
— ¡Dele, no más, señor! —dijo Elliot.
Hasta el mayor Crow tuvo que abandonar su propósito y darse por vencido. Las manecillas de metal eran demasiado delicadas. Tratar de empujarlas en cualquier dirección significaba torcerlas o romperlas; era evidente que su posición no podía ser alterada ni en una fracción de segundo. Elliot se apartó y sonrió a pesar suyo. Las agujas seguían su curso burlón, el tornillo de metal que las sujetaba parecía hacerle un guiño, y el tic-tac del reloj hacía vibrar en él una cuerda tan profunda de diversión que casi se puso a reír en las narices del comisario. Era un símbolo. Tenía enfrente a la pesadilla del escritor de ficción: un reloj con el cual nadie podía entremeterse.
—Así que eso está arreglado —dijo.
—Eso no está arreglado —replicó el mayor Crow.
—Pero, señor…
—Insisto en que hay algo raro y alarmante en ese reloj —declaró el otro con énfasis tan lento y mesurado como si estuviera haciendo un juramento—. Admito que ignoro lo que es. Pero lo comprobarán ustedes antes que pasen muchas horas.
En ese momento, después de inflamarse con denso y humeante resplandor, la lámpara especial se quemó bruscamente. Todos se sobresaltaron y, en contraste, la lámpara de pantalla verde, situada en el rincón, pareció oscura. Pero el doctor West ya había terminado su examen; era un hombre de edad, con lentes, y tenía un aire cansado.
—¿Qué quiere que le diga de esto? —preguntó al mayor Crow.
—¿De qué ha muerto?
—Ácido prúsico o uno de los cianuros. Haré la autopsia mañana por la mañana y se lo diré.
—¿Uno de los cianuros? Joe Chesney afirmó que era cianuro.
El doctor West parecía pedir disculpas.
—Piensa usted, probablemente, en el cianuro de potasio. Ése pertenece al grupo de las sales de cianuro derivadas del ácido prúsico. Pero estoy de acuerdo en que es la más común.
—Permítame que reconozca mi ignorancia —dijo el mayor Crow—. Leí algo sobre estricnina cuando aquel otro asunto, pero de esto no se nada. Bien, supongamos que alguien mató a Chesney con ácido prúsico o cianuro, su derivado. ¿De dónde sale la substancia esa? ¿Cómo haría usted para obtenerla?
—Tengo aquí algunas notas —le contestó el doctor West, urgando en sus bolsillos con un apresuramiento calmoso, si así puede decirse. Hablaba con modesta satisfacción—. No se nos ofrece a menudo la oportunidad de ver un caso de envenenamiento por ácido prúsico, sabe usted. Es raro, muy raro. Tomé algunas notas en el caso de Billy Owens y pensé que era mejor traerlas.
Siguió hablando con su tono agradecido:
—Ácido prúsico puro (HCN) es algo casi inaccesible para el lego. Por otra parte, cualquier buen químico puede fácilmente prepararlo con substancias que no son venenosas (quiero decir que no están catalogadas en la lista de venenos). La sal que contiene, cianuro de potasio, se emplea en muchas formas. Se usa en fotografía, como probablemente ya lo saben ustedes. Se usa algunas veces como insecticida para los árboles frutales…
—Árboles frutales —murmuró el mayor Crow.
—Se utiliza también en el proceso del electro-platinado y en las botellas mortíferas…
—¿Qué es una botella mortífera?
—Entomología —dijo el doctor—. Caza de mariposas. La botella mortífera indolora contiene cinco por ciento de KCN; la venden los disecadores. Pero para todo esto, naturalmente, el comprador está obligado a firmar en un libro especial.
Elliot intervino.
—¿Me permite una pregunta, doctor? ¿Es verdad que en los carozos de durazno hay ácido prúsico?
—Sí, es verdad —contestó el doctor West, rascándose la frente.
—¿Y que cualquiera puede destilar ácido prúsico, triturando carozos comunes de durazno y haciéndolos hervir?
—Me han preguntado eso mismo otras veces —dijo el doctor West, volviendo a rascarse la frente con mayor violencia—. Es muy cierto. Pero calculo que para producir una dosis letal con carozos de durazno se requeriría aproximadamente las pepitas de cinco mil seiscientos duraznos. Me parece difícilmente practicable.
Después de una pausa, Bostwick habló pesadamente.
—Ese veneno salió de alguna parte —observó.
—Así es. Y en esta ocasión usted va a encontrarle la pista —dijo el comisario—. Se nos escapó la estricnina, pero no se nos escapará el cianuro, aunque tengamos que revisar todos los libros de firmas de veneno que existen en Inglaterra. Ésa será su tarea, superintendente. Pero, a propósito, doctor… ¿recuerda esas cápsulas grandes, verdosas, cápsulas de aceite de castor?
—Sí.
—Suponga que va a administrar una dosis de cianuro en una de ellas. ¿Cómo introduciría el veneno dentro de la cápsula? ¿Con una jeringa de inyecciones?
El doctor West reflexionó.
—Sí, eso sería posible. No introduciendo demasiada cantidad, la gelatina y el aceite lo contendrían perfectamente. Además disimularían el olor y el gusto. Cincuenta y cuatro miligramos de ácido prúsico anhidro puede ser una dosis fatal. La preparación farmacéutica de cianuro de potasio es, por supuesto, más débil. Pero justo es decir que doce o dieciocho centigramos llenarían su cometido.
—¿Y cuánto tiempo tardarían en matar?
—Ignoro la cantidad de la dosis administrada —observó el doctor West como disculpándose—. Diría que por lo común los síntomas se presentarían dentro de los diez segundos. En este caso, empero, la gelatina tendría que derretirse, y el aceite de castor retardaría la absorción del veneno. Digamos que tardaría como máximo dos minutos, antes que los síntomas aparecieran en toda su violencia. En lo concerniente al resto, todo dependería de la dosis. La postración absoluta seguiría inmediatamente, pero la muerte podría ocurrir en tres minutos o no ocurrir sino media hora después.
—Bueno, eso calza dentro de lo que ya sabemos —dijo el mayor Crow, y añadió con un gesto de exasperación—. De todos modos, inspector, sería bueno que volviera a arremeter contra esa banda —movió la cabeza con malevolencia, indicando la doble puerta cerrada—. Averigüe si están seguros de que lo que vieron era realmente una cápsula de aceite de castor. Puede ser otra treta. Averígüelo… trate de desentrañar todo este loquero y entonces sabremos donde estamos.
Elliot, contento de la oportunidad de trabajar a solas, entró en la sala de música y cerró las puertas detrás de sí. Tres pares de ojos se clavaron en él.
—No los detendré mucho más tiempo esta noche —dijo amablemente—. Pero ¿no les importaría aclararme los puntos que faltan?
El profesor Ingram estudió la expresión de Elliot.
—Un momento —observó—. ¿Podría usted aclarar un punto, inspector? ¿Averiguó si efectivamente las cajas de bombones habían sido cambiadas como yo le dije?
Elliot vaciló.
—Sí, señor, no me importa decirle que tenía razón.
—¡Ah! —dijo el profesor lleno de malévola satisfacción. Se recostó en su silla mientras Marjorie y George Harding lo miraban intrigados—. Estaba deseando que pasara eso. Entonces nos encontramos ya en camino de una solución.
Marjorie estaba a punto de hablar, pero Elliot no le dio la oportunidad de hacerlo.
—Aquí tenemos la octava pregunta del señor Chesney sobre el hombre del sombrero de copa. «¿Qué me dio a tragar? ¿Cuánto tiempo tardé en tragarlo?». ¿Están todos de acuerdo, por lo pronto, en que era una cápsula de aceite de castor?
—Estoy segura —contestó Marjorie—. Empleó dos o tres segundos en tragarla.
—Por cierto que tenía ese aspecto —dijo el profesor Ingram con mayor cautela— y tuvo cierta dificultad para tragarla.
—No conozco esas cápsulas —dijo Harding. Su rostro lleno de inquietud y de duda estaba muy pálido: Elliot se preguntó por qué. George añadió: -Yo hubiera dicho que era una uva, una uva verde, y me extrañó que no se atragantara. Pero si los dos reconocen lo que es, me parece bien. Estoy de acuerdo.
Elliot desvió el interrogatorio.
—Volveremos sobre este punto. Ahora quiero hacerles una pregunta de enorme importancia. ¿Cuánto tiempo estuvo en el cuarto?
Hablaba con tanta gravedad y la expresión de sarcasmo era tan acentuada en el rostro de Ingram, que Marjorie vaciló.
—¿Hay alguna trampa en esto? —inquirió—. ¿Quiere decir cuánto tiempo transcurrió desde que el hombre entró por la puerta del jardín hasta que volvió a salir por ella? No mucho, por cierto. Dos minutos, creo yo.
—Dos minutos y medio —dijo Harding.
—Estuvo en el cuarto —dijo el profesor Ingram— exactamente treinta segundos. Una y otra vez, con una uniformidad tal que se torna casi aburrida, las personas se empeñan en sobreestimar extraordinariamente el tiempo. En realidad, Nemo corrió poco riesgo. No tuvieron oportunidad de estudiarlo, aunque así lo crean. Si quiere, inspector, le daré todo el horario completo de la escena, incluyendo los movimientos de Chesney. ¿Quiere?
Al hacer Elliot un ademán de asentimiento, el profesor Ingram cerró los ojos.
—Empezaremos desde el momento en que Chesney se deslizó detrás de esas puertas y yo apagué las luces de aquí. Después de apagadas, transcurrieron alrededor de veinte segundos antes que Chesney abriera las puertas para empezar la representación. Entre el momento en que Chesney abrió las puertas y el momento en que entró Nemo, transcurrieron cuarenta segundos. Hay un minuto entero antes de la entrada de Nemo. La parte interpretada por Nemo estaba terminada en treinta segundos. Después de su partida, Chesney permaneció sentado otros treinta segundos, antes de caer de bruces en simulada muerte. Se levantó y cerró otra vez las puertas. Me costó algún trabajo volver a encender las luces: siempre busco del lado opuesto de la puerta ese maldito conmutador. Digamos otros veinte segundos. Pero la representación completa, desde el instante en que se apagaron las luces hasta que volvieron a encenderse, tardó nada más que dos minutos y veinte segundos.
Marjorie parecía dudar, y Harding se encogió de hombros. No lo contradijeron, pero se sentían invadidos por una obstinada rebeldía. Ambos parecían pálidos y cansados. Marjorie temblaba un poco y su mirada era tensa. Elliot comprendió que esa noche el resorte no aguantaría mucha más presión.
—Y ahora la pregunta final —dijo Elliot—. Es la siguiente: «¿Quién habló, o quiénes? ¿Qué dijeron?».
—¡Qué suerte que es la última! —exclamó Marjorie—. Esta vez, por lo menos, sé que no puedo estar equivocada. Aquella cosa con sombrero de copa no pronunció palabra —la joven se enfrentó violentamente con el profesor Ingram—. ¿No me niega eso, verdad?
—No, no lo niego.
—Y tío Marcus habló sólo una vez. Fue precisamente cuando el hombre había dejado la maleta sobre la mesa y había caminado hacia la derecha. Tío Marcus dijo: «Has hecho ahora lo que hiciste antes; ¿qué más vas a hacer?».
Harding asintió.
—Eso es. «Has hecho ahora lo que hiciste antes; ¿qué más vas a hacer?», o algo así, más o menos. No podría jurar en cuanto al orden exacto de las palabras.
—¿Y eso fue todo lo que se habló? —insistió Elliot.
—Absolutamente todo.
—No estoy de acuerdo —dijo d profesor Ingram.
—¡Oh, maldito sea! —exclamó Marjorie, gritando casi. Se puso de pie de un salto. Elliot se sobresaltó, y sintió extrañeza al ver la forma en que ese rostro suave, un rostro de placidez casi victoriana, podía cambiar. —¡Váyase al mismo diablo!
—¡Marjorie! —gritó Harding. Luego tosió y empezó a hacer gestos avergonzados en la dirección de Elliot, como una persona mayor que desea distraer la atención de una criaturita haciéndole muecas.
—No hay motivo para ponerse así, Marjorie —le dijo suavemente el profesor Ingram—. Sólo trato de ayudarla. Bien lo sabe.
Marjorie permaneció indecisa durante unos instantes poco agradables. Luego las lágrimas inundaron sus ojos, y el color que subió a su cara le comunicó una belleza tan grande y verdadera que ni siquiera podía estropearla el temblor de sus labios.
—Disculpen —dijo.
—Por ejemplo —prosiguió el profesor, como si nada hubiese ocurrido— no es literalmente cierto afirmar que no se dijo ninguna otra cosa durante el espectáculo —miró a Harding—. Usted habló.
—¿Yo hablé? —repitió Harding.
—Sí. Cuando el doctor Nemo entró, usted se adelantó a fin de obtener mejor ángulo para su máquina, y dijo: «¡Huy! ¡El hombre invisible!». ¿No es exacto?
Harding se pasó varias veces la mano por los cabellos.
—Sí, señor. Tal vez quise mostrarme gracioso. ¡Pero qué diablos!… La pregunta no se refiere a eso. Se refiere únicamente a lo que dijeron las personas de la escena, ¿no es así?
—Y usted —continuó el profesor Ingram dirigiéndose a Marjorie—, usted también habló, o susurró algo. Cuando Nemo le daba a su tío esa cápsula de aceite de castor y le echaba hacia atrás la cabeza para hacérsela tragar, usted lanzó una especie de grito o rumor de protesta. Dijo o susurró: «¡No! ¡No!». No fue muy fuerte, pero se oyó claramente.
—No recuerdo haber dicho nada —replicó Marjorie, pestañeando—. ¿Pero qué hay con eso?
El tono del profesor se hizo más sereno.
—Estoy preparándolos contra el próximo ataque del inspector Elliot. Hace rato que procuro ponerlos sobre aviso: el inspector se pregunta si uno de nosotros podría haberse deslizado del cuarto para asesinar a Marcus durante los dos minutos que las luces estuvieron apagadas. Pues bien, me hallo en condiciones de jurar que los vi y los oí a los dos, a los dos, todo el tiempo que Nemo estuvo en la escena. Puedo jurar que no salieron de este cuarto. Si están ustedes en condiciones de hacer otro tanto por mí, presentaremos una coartada triple que todo el peso de Scotland Yard no podría desvirtuar. ¿Qué dicen?
Elliot se endureció. Sabía que los próximos minutos lo conducirían a la encrucijada del caso.