7

—Primera pregunta: «¿Había una caja sobre la mesa? Si es así, describirla». ¿Señorita Wills?

Un gesto severo endureció la boca de Marjorie. Había mantenido los ojos fijos en Elliot y mostraban enojo.

—Si a usted le parece importante, le contestaré —dijo—. Pero es bastante horrible, ¿no le parece? Sentados aquí y haciendo preguntas… como si se tratara de un juego, mientras él… —miró hacia la puerta cerrada y apartó nuevamente la vista.

—Es importante, señorita. «¿Había una caja sobre la mesa? Si es así, describirla».

—Naturalmente que había una caja sobre la mesa. Se hallaba colocada a la derecha de tío Marcus, hacia adelante. Una caja de dos libras de bombones acaramelados de «Henry». No vi el letrero porque estaba sentada, pero sé que eran esos bombones, porque la caja tenía un dibujo floreado de color verde vivo.

George Harding se volvió y la miró.

—¡Qué disparate! —dijo.

—¿Cuál es el disparate?

—El color de las flores —replicó Harding—. De los bombones no sé nada, y estoy de acuerdo en que era una caja de dos libras y floreada. Pero las flores no eran verdes. Eran de un color azul obscuro. Definidamente azules.

Marjorie no cambió de expresión; volvió la cabeza con una gracia arrogante, casi clásica.

—Querido —murmuró—, esta noche ha sido ya bastante espantosa para que todavía me pongas los nervios de punta, dándome ganas de gritar. Por favor. Esas flores eran verdes. Los hombres viven confundiendo el verde y el azul. No, no y no, por favor… Esta noche no.

—Oh, muy bien, si tú lo dices —contestó Harding entre contrito y resentido—. ¡Pero que me caiga muerto si no eran azules! —agregó dando un salto—. Partimos de la base que estamos diciendo la verdad; esas flores eran azules, azul y obscuro y…

—Querido…

—Un momento —interrumpió vivamente Elliot—. El profesor Ingram podrá seguramente decidir esto. ¿Y bien, señor? ¿Quién tiene razón?

—Los dos la tienen —contestó Ingram cortésmente, cruzando sus rollizas piernas con deliberada lentitud—. Y en consecuencia, los dos están, al mismo tiempo, equivocados.

—¡Pero no podemos estar equivocados los dos! —protestó Harding.

—Creo que sí —dijo el profesor con amabilidad. Se volvió hacia Elliot—. Inspector, le estoy diciendo literalmente la verdad. Podría explicarle ahora, pero preferiría esperar. Una de las preguntas siguientes explicará lo que quiero decir.

Elliot levantó la cabeza.

—¿Cómo sabe lo que dicen las preguntas siguientes, señor? —preguntó.

Se produjo un silencio que parecía arrastrarse y extenderse y colmar todos los rincones del cuarto. Casi podía oírse, en la imaginación, a través de las puertas cerradas, el tic-tac del reloj del escritorio.

—No lo sé, por supuesto —contestó el profesor sin perder la tranquilidad—. Sólo me anticipo a una pregunta que indudablemente ha de figurar más adelante en la lista.

—¿No ha visto esta lista anteriormente, señor?

—No. Le ruego, inspector, que no trate de enredarme con futesas en momentos como éste. Soy un viejo veterano, un viejo embaucador, un viejo prestidigitador. Estos trucos son muy conocidos; los he puesto en práctica yo mismo en miles de clases. Sé exactamente cómo actúan. Pero por lo mismo que no me engañan a mí, no cometa el error de creer que pretendo engañarlo a usted. Si prosigue con esa lista, se dará cuenta, con precisión, de lo que quiero decir.

—Era verde —dijo Marjorie con los ojos entornados y fijos en un rincón del cielo raso—. Era verde, verde, verde. Continúe, por favor.

Elliot tomó su lápiz.

—La segunda pregunta, entonces: «¿Qué objetos levanté de la mesa? ¿En qué orden?». ¿Qué objetos —explicó Elliot— fueron los que el señor Chesney levantó de la mesa cuando acababa de sentarse, y en qué orden los levantó? ¿Señorita Wills?

Marjorie contestó sin vacilar.

—Ya se lo dije. Cuando se sentó, tomó un lápiz y simuló escribir con él en el secante y lo volvió a dejar. Luego tomó una lapicera y simuló escribir con ella. La dejó justo antes que entrara la cosa aquella con el sombrero de copa.

—¿Qué dice usted a esto, señor Harding?

—Sí, es verdad —admitió Harding—. Por lo menos la primera parte es verdad. Primeramente tomó un lápiz, un lápiz medio azulado o negruzco y lo volvió a dejar. Pero el segundo objeto no era una lapicera. Era otro lápiz: más o menos del mismo color, pero menos largo.

Marjorie volvió a mirarlo.

—George —dijo sin cambiar el tono de la voz—, ¿lo haces de gusto para atormentarme? Te suplico; quiero saberlo. ¿Te complaces en corregir todo lo que digo? —luego gritó—. que era una lapicera. Vi la pluma y la lapicera; era azul o negra; una lapicera chica. Te ruego que no sigas tratando de…

—Oh, si lo tomas así —dijo Harding con una especie de arrogancia herida. Dirigió hacia ella sus expresivos ojos obscuros; y, para supremo fastidio de Elliot, la expresión de Marjorie cambió y se llenó de inquietud. Elliot vio mentalmente a la típica pareja de enamorados. El encanto aniñado de Harding desplegaba su tiranía sobre una mujer inteligente, pero amante, y le hacía pasar las de Caín.

—Discúlpeme —dijo Marjorie—. Sin embargo, era una lapicera.

—Lápiz.

—¿Qué dice usted, profesor? ¿Lápiz o lapicera?

—A decir verdad —explicó el profesor— no era ni lo uno ni otro.

—¡Dios Todopoderoso! —murmuró el mayor Crow, humanizándose de pronto.

El profesor Ingram levantó la mano.

—¿No lo ven? —inquirió—. ¿No empiezan a comprender que todas estas cosas son trucos y trampas? ¿Qué otra cosa esperaban? —su voz traducía una leve irritación—. Marcus, sencillamente, les tendió una celada común, y cayeron en ella. Primero, como dicen muy bien, tomó un lápiz y simuló escribir. Eso les preparó la mente. Luego tomó lo que no era ni una lapicera ni un lápiz (aunque por su tamaño y forma parecía un lápiz), y también simuló escribir con eso. Inmediatamente sufrieron ustedes la ilusión psicológica de que habían visto o un lápiz o una lapicera. Naturalmente, no era nada de eso.

—¿Qué era entonces? —preguntó Elliot.

—No lo sé.

—¡Pero, entonces!…

Los ojos ingenuos de Ingram brillaban.

—¡Guarda, inspector, domínese! —exclamó con tono bastante poco profesoral—. Le aseguré que le diría dónde reside el truco. Le aseguré que descubriría lo que estaba errado. Pero no le aseguré que podía decirle qué fue lo que tomó de la mesa… y confieso que no lo sé.

—¿Pero no puede describirlo?

—Hasta cierto punto, sí —el profesor parecía seriamente preocupado—. Era como una lapicera, pero más angosto y mucho más chico; de color azul obscuro, creo. Marcus tuvo alguna dificultad en levantarlo, recuerdo.

—Sí, señor, pero ¿qué clase de objeto puede parecerse a eso?

—No sé. Eso es lo que me preocupa. Era… ¡espere! —en este punto las manos de Ingram se cerraron firmemente sobre los brazos del sillón, y se mantuvo en vilo como si fuera a dar un salto. Luego una ola de alivio o de alguna otra emoción inundó su rostro; se dejó caer con una especie de «¡uf!», y los miró—. Ya sé —agregó—. Ahora sé lo que era.

—¿Y bien, señor?

—Era una flecha de cerbatana.

—¿Qué?

—Creo que sí —insistió el profesor como si hubiera superado un inmenso obstáculo—. Teníamos algunas en el Museo de Historia Natural de la Universidad. Miden algo menos de tres pulgadas de largo; son unas finas tiras de madera, negruzcas, de punta aguda. Sudamericanas o malayas, o de Borneo, o algo por el estilo; mis nociones de geografía siempre han estado enredadas.

Elliot miró a Marjorie.

—¿Tenía su tío alguna flecha de cerbatana en la casa, señorita Wills?

—No, claro que no. Al menos que yo sepa.

El mayor intervino con interés.

—¿Quiere decir usted —preguntó al profesor Ingram— que era una flecha envenenada?

—¡No, no, no! No necesariamente. Sospecho que estamos ante un magnífico ejemplo de cómo la sugestión puede influir en la imaginación, al punto que ninguno de nosotros recuerda lo que ha visto. Dentro de un instante, uno de los presentes es capaz de recordar que vio veneno en la flecha, y entonces sí que no habremos adelantado nada. ¡No pierdan el control! —dijo Ingram, recuperando el aliento y haciendo un amplio gesto—. Sólo dije que vi algo semejante a una flecha de cerbatana. ¿Está claro? Entonces, adelante con las preguntas.

George Harding asintió.

—Sí —dijo con tono de aprobación… y Elliot sorprendió en el rostro de Harding una mirada extraña que éste dirigía al profesor. Desapareció como un relámpago y Elliot no pudo interpretarla—. No parece que progresamos mucho. Siga con las preguntas.

Elliot vaciló. La nueva sugestión lo inquietaba y hubiera deseado ocuparse de ella. Pero eso podía dejarse para más tarde.

—La próxima pregunta —dijo echando una ojeada a su lista— presumiblemente se refiere a la entrada de la figura embozada por la puerta del jardín. Sin embargo, interprétenla como quieran. «¿Qué hora era?».

—Medianoche —se apresuró a decir Marjorie.

—Cerca de medianoche —admitió George Harding.

—Para hablar con absoluta precisión —declaró el profesor Ingram, calzando una contra otra las palmas de sus manos—, era exactamente un minuto antes de medianoche.

Hizo una pausa como de interrogación, y Elliot le dirigió la pregunta que el otro parecía estar esperando.

—Sí, señor. Pero deseo preguntarle algo por mi cuenta. ¿Sabe usted que eran las doce menos un minuto, por su reloj, o lo sabe por el reloj que está en la repisa del escritorio? Sé que ese reloj está exacto ahora, pero ¿lo estaba necesariamente entonces?

El profesor Ingram habló secamente.

—La pregunta se me había ocurrido ya —dijo—. Me hice la reflexión de si Marcus no habría alterado el reloj y marcado una hora falsa que estuviera frente a nosotros para que luego juráramos que era así. Pero aseguro que el juego era limpio —de nuevo pareció fastidiado—. Un truco de esa clase no está dentro de las reglas. Se trataba de una prueba de observación. Marcus ordenó que apagaran las luces, y por consiguiente no podíamos ver nuestros relojes. En consecuencia, si pone ante nuestros ojos un reloj para que nos guiemos por él, la única forma en que podemos saber la hora es por ese reloj. Consideré que eso entraba en el acuerdo. Estoy en condiciones de indicarle las distintas horas en que pasaron las cosas, según ese reloj, pero no de asegurarle que marcara la hora correcta al empezar.

Marjorie dijo:

Yo sí puedo asegurárselo. ¡Naturalmente que el reloj estaba bien!

Hablaba con violencia, sorpresa y perplejidad. Era como si hubiera esperado cualquier cosa menos eso, o como si la inutilidad de querer hacer entrar en razón a los demás la hubiera llevado más allá del cansancio.

—Tengo las mejores razones para saberlo —informó—. ¡Oh, no es cuestión de observación, de mi capacidad de observación! Puedo probarlo. Fácilmente. Naturalmente que el reloj estaba bien. Pero de todos modos. ¿Qué diferencia puede hacer eso?

—Podría establecer una diferencia fundamental —dijo el mayor Crow— en la coartada de alguien que no estaba aquí.

—Joe Chesney —murmuró el profesor Ingram, silbando entre dientes—. Disculpen —agregó con tono protocolar.

Así como un rato antes había involucrado a todos en aquella sonrisa que era como un golpe de fusta, ahora (debido a un lapsus, evidentemente) alcanzaba a todos con un chicotazo de algo completamente distinto. Elliot se preguntó en qué forma definiría el diccionario la palabra «sugestión». Sea cual fuere su intención, sus palabras agitaban las aguas.

—¿Tío Joe? —exclamó Marjorie—. ¿Qué hay con él?

—Prosiga con las preguntas —indicó el profesor, dirigiendo una sonrisa alentadora a la muchacha.

Después de anotar algo, rápidamente, Elliot decidió apresurar el ritmo del interrogatorio.

—Si no les parece mal, analizaremos estas cosas más tarde. Contésteme del modo más breve posible. Otra pregunta: «¿Qué altura tenía la persona que entró por la puerta del jardín?».

—Un metro ochenta —contestó instantáneamente Marjorie—. Tenía la misma altura de Wilbur, y todos conocemos la altura de Wilbur. En la misma, exactamente, que la de tío J —se interrumpió bruscamente.

—Un metro ochenta es un cálculo bastante exacto —afirmó Harding después de reflexionar—. Tal vez hubiera dicho yo que era algo más alto, pero puede haber sido una ilusión óptica producida por aquel sombrero disparatado.

El profesor Ingram tosió.

—Nada, lo sé —dijo—, es más exasperante que verse contradecir constantemente en la descripción de detalles como éstos…

Era evidente que, bajo una apariencia tranquila, el humor de cada una de aquellas personas estaba por llegar al punto de ebullición. Tal extremo había alcanzado la agitación de las aguas de la sugestión. Los ojos de Marjorie brillaban con extraordinario fulgor.

—¡Ya no soporto más! —exclamó—. ¿Está seguro que no nos dirá que era bajo y gordo?

—No, Marjorie. Serénese —contestó el profesor, mirando a Elliot—. Inspector, he aquí la respuesta: la persona que entró por esa puerta medía alrededor de un metro setenta de altura, más o menos como el señor Harding o yo. O si no, fíjese en esto, era un hombre de un metro ochenta que caminaba con las rodillas dobladas para dar la impresión de una persona más baja. En todo caso, su altura era, grosso modo, de un metro setenta.

Se produjo un silencio.

El mayor Crow se había puesto un par de anteojos de carey que disminuía un poco su apariencia militar. Se pasó la mano por la frente. Había estado tomando notas en el dorso de un sobre.

—Oigan —empezó a decir.

—¿Qué?

—Les pregunto —dijo el comisario sin perder la serenidad, pero iracundo—, les pregunto, sinceramente, ¿qué clase de contestaciones son éstas? ¿Que podía medir uno setenta? ¿Que acaso podía haber medido uno ochenta? Escuche, Ingram, se me ocurre que es usted quien ha estado inculcando ideas raras en la cabeza de todos. Siempre que ha podido contradecir a alguien, lo ha hecho. ¿Le interesaría oír lo que he apuntado hasta ahora?

—Con mucho gusto.

—Y bien, todos están de acuerdo en que había una caja de bombones de dos libras sobre la mesa, y que el primero de los dos objetos que Chesney levantó era un lápiz. Pero mire el resto. He anotado mis propias preguntas.

Le arrojó el sobre, y el profesor Ingram lo examinó. Luego, de mano en mano, pasó a los demás el notable documento siguiente:

LO QUE HE VISTO

¿De qué color era la caja de bombones?

Señorita Wills:

Era verde.

Señor Harding:

Era azul.

Profesor Ingram:

Ambos colores.

¿Cuál fue el segundo objeto que Chesney recogió?

Señorita Wills:

Una pluma.

Señor Harding:

Un lápiz.

Profesor Ingram:

Una flecha de cerbatana.

¿Qué hora era?

Señorita Wills:

Medianoche.

Señor Harding:

Alrededor de medianoche.

Profesor Ingram:

Las doce menos un minuto.

¿Qué altura tenía el tipo del sombrero?

Señorita Wills:

Uno ochenta.

Señor Harding:

Uno ochenta.

Profesor Ingram:

Uno setenta.

—En lo único que más o menos coinciden todos —prosiguió el mayor— es en la hora. Y probablemente este detalle es el más erróneo de todo el montón.

El profesor Ingram se puso de pie.

—No lo comprendo bien, mayor —dijo—. En mi calidad de testigo experto, me pide que le diga lo que realmente pasó. Presupone usted que hay discrepancias. Quiere que las haya. Y luego, ignoro por qué, parece fastidiado conmigo cuando se las hago ver.

—Ya sé, y todo eso está muy bien —arguyó el mayor, señalando con el sobre en su dirección—. Pero ¿qué me dice del asunto de la caja de bombones? Una caja puede ser verde o azul; pero no, francamente, de ambos colores; y eso es lo que usted asegura. Ahora bien, tal vez le interese saber —y a pesar de las frenéticas señas que le hacían Elliot y Bostwick, tiró la discreción policial por la borda—, tal vez le interese saber que la caja que hay en ese cuarto es azul. Floreada de azul. Y el único otro objeto que hay sobre esa mesa es un lápiz achatado. No existen rastros de ningún otro objeto: ni lapicera, ni otro lápiz, ni flecha de cerbatana. Una caja azul de bombones, y un lápiz, nada más. ¿Me permite preguntarle qué tiene que decir al respecto?

Con una sonrisa irónica, el profesor Ingram volvió a sentarse.

—Sólo una cosa —dijo— que les explicaré en un minuto, si me dan la oportunidad.

—Muy bien, muy bien —gruñó el mayor, levantando las manos como si iniciara un saludo árabe—. Haga como quiera y explíquese cuando guste; yo me retiro. Continúe usted, inspector. Discúlpeme si lo interrumpí. El asunto es suyo.

Y durante los breves minutos que siguieron Elliot empezó a sentir que las disensiones habían terminado. Las dos preguntas siguientes y la mitad de la otra fueron contestadas casi en perfecto acuerdo. Dichas preguntas, referentes al duende de la puerta del jardín, eran: «Describir la vestimenta de esa persona». ¿Qué llevaba en la mano derecha? Describir el objeto…. Describir lo que hizo.

De las respuestas surgió un retrato de la grotesca figura disfrazada que parecía haber producido una impresión tan profunda en todos ellos. Desde el sombrero de copa, la bufanda de lana color castaño, los anteojos de sol y el impermeable, hasta los pantalones negros y zapatos de charol, ni un detalle había pasado inadvertido a ninguno de ellos. Cada cual describió correctamente la maleta negra con las letras blancas pintadas: R. H. Nemo, M. D., que el visitante llevaba en la mano derecha. El único detalle nuevo era que el hombre tenía guantes de goma puestos.

Tanta unanimidad perturbaba e intrigaba a Elliot, hasta que recordó que todos los testigos habían tenido una ocasión más que buena para estudiar el disfraz. La mayoría de los efectos de Nemo, inclusive la maleta negra, habían sido arrojados al jardín al pie de la puerta del escritorio. Los testigos no sólo los habían visto durante el espectáculo, sino también después, al salir a buscar a Wilbur Emmet.

No habían, sin embargo, perdido ni uno sólo de los movimientos del visitante en el escenario. La figura del horrible y tenebroso Nemo, saludando y haciendo gestos bajo su propia sombra inmensa en la luz blanca, semejante a una pesadilla, parecía reflejarse en sus mentes como en una pantalla. Describieron su entrada. Describieron cómo ante la incauta burla que George Harding había lanzado desde el auditorio, Nemo había girado sobre sus pies, mirándolos. Describieron la forma en que había puesto la maleta sobre la mesa, volviéndoles la espalda. Luego contaron cómo había ido hacia el lado derecho de la mesa, sacado del bolsillo una caja de píldoras, extraído una cápsula, y…

¿Pero dónde diablos estaba la clave?

Eso era lo que Elliot deseaba saber. Había llegado casi al final de la lista y hasta ese momento no podía entrever nada que le diera un indicio. Entre los testigos había habido contradicciones, sí; ¿pero en qué forma podían éstas ayudarlo?

—Se hace tarde —les dijo—, así que veremos esta pregunta: «¿Sacó algo de la mesa?».

Tres voces hablaron casi simultáneamente.

—No —dijo Marjorie.

—No —dijo George Harding.

—Sí —dijo el profesor Ingram.

En el griterío que se produjo, Harding se expresó con firmeza.

—Señor, le juro que no. Ni tocó esa mesa. Él…

—Por supuesto que no —dijo Marjorie—. Además, ¿qué podía sacar? Lo único que parece faltar es una lapicera… o lápiz, o flecha de cerbatana, como quieran llamarle… y sé que no tomó eso. Tío Marcus la colocó sobre el secante delante de él. Y esa cosa con el sombrero de copa ni siquiera se acercó al secante colocado frente a tío Marcus. Por lo tanto, ¿qué puede haber sacado?

El profesor Ingram los llamó a silencio. Tenía ahora un aspecto muy severo.

—Eso —dijo— es lo que he estado tratando, pacientemente, de decirles. Concretamente: sacó una caja con flores verdes de bombones acaramelados de «Henry» y la substituyó por la caja de flores azules de bombones de crema de menta de «Henry» que ahora se encuentra allí. Querían la verdad pura. Aquí la tienen. ¡No me pregunten cómo lo hizo! Cuando puso su maleta negra sobre la mesa, la colocó delante de la caja verde. Cuando levantó la maleta y salió del cuarto, la caja que había sobre la mesa era azul. Repito: no me pregunten cómo cambió las cajas. No soy mago. Pero creo que la solución del problema de varios envenenamientos muy feos está contenida en esa pequeña acción. Sugiero que ejerciten sus sesos en torno de este punto. También espero que mi explicación disipe ciertas dudas del mayor Crow sobre mi cordura o mi buena fe; y antes que vuelvan a irritarse los ánimos esta noche, ¿podría alguno de ustedes ofrecerme un cigarrillo?