«Ella está muriéndose.»xxxxxxxx
«¡Chist! Hay señoras presentes».
Dr. Edwar Pritchard
Glasgow, 1865.
Para ocultar a los demás la nueva asociación de ideas que acudía a su mente, Elliot se dirigió al escritorio antes que nadie hiciese comentarios. Encendió la lámpara con pantalla verde que había sobre el escritorio con tapa corrediza, y apagó la lámpara especial de la mesa escritorio. En contraste, la luz ordinaria parecía débil, pero permitía ver a Marcus Chesney acurrucado en su sillón postrero.
Así que… de acuerdo con lo dicho por el superintendente Bostwick, dos días antes de ser asesinado, Marcus Chesney había andado haciendo preguntas a la policía sobre el tamaño exacto de la caja de bombones de la tienda de la señora Terry. Una caja de bombones comunes se hallaba ahora sobre la mesa y había figurado en el «espectáculo». Pero ¿cómo?
Elliot volvió a la sala de música, donde el mayor atacaba el mismo problema.
—Pero ¿cómo —inquiría el comisario— pudo haber demostrado la forma en que alguien envenenó los chocolates de la señora Terry haciendo que ese espantajo de hombre, fuese quien fuese, le metiera una cápsula verdosa dentro de la boca?
El profesor Ingram levantó levemente los hombros. Cada vez que dirigía la mirada hacia el otro cuarto sus ojos tenían una expresión tensa.
—Difícilmente podría explicárselo —observó—. Pero si le interesa mi opinión, Chesney quería que el incidente de la cápsula verde fuera sólo un detalle sin importancia; una parte del espectáculo; ni siquiera, tal vez, una parte fundamental en él. Mi idea es que el acontecimiento principal que debíamos presenciar tenía algo que ver con una caja de bombones que hay allí sobre la mesa.
—Creo —dijo el comisario después de una pausa— que no me meteré en esto. Se lo dejo a usted, inspector.
Elliot indicó uno de los sillones de brocado y el profesor Ingram se sentó cuidadosamente.
—Pues bien, señor. ¿Le dijo el señor Chesney que el propósito real de esa función era el de demostrar cómo unos bombones pueden ser envenenados sin que nadie lo advierta?
—No. Pero lo sugirió.
—¿Cuándo?
—Poco antes de la función. Se lo eché en cara. «¡Se lo eché en cara!». Ahí tiene una frase al caso: parece una farsa teatral —el profesor se estremeció, y luego su mirada cándida adquirió un matiz astuto—. Óigame, inspector. En la comida adiviné que había algo raro en el deseo repentino y sin reflexión de Chesney de representarnos una comedia. El tema se inició en forma aparentemente casual, y después de una discusión en la que participaron todos, se produjo su desafío final. Pero todo el tiempo él pensaba en presentar su desafío. Tenía esa intención antes de sentarnos a la mesa. Yo lo comprendía, y el joven Emmet mostraba sus dientes con una sonrisita de lobo cuando creía que nadie lo veía.
—¿Y bien, señor?
—¡Y bien! Por eso me oponía a que se dejara la representación para tan tarde, y protesté por las tres horas mortales que perdió después de comer antes de decidirse a empezar. No soy de los que se entremeten en las vanidades de ningún hombre; las considero sagradas; pero eso parecía ir demasiado lejos. Dije francamente: «¿Qué se propone? Porque debajo de esto hay algo». Me dijo en reserva: «Mire con cuidado, y tal vez descubra cómo fueron envenenados los bombones de la señora Terry, pero apuesto a que no».
—¿Tenía alguna teoría sobre el particular?
—Evidentemente.
—¿Una teoría que pensaba demostrar delante de todos ustedes?
—Evidentemente.
—¿Y —preguntó Elliot con aire distraído— sospechaba quién era el envenenador?
El profesor Ingram lanzó una rápida mirada hacia arriba. Había en sus ojos una pesada sombra de inquietud; de haber sido aplicado el término a una cara tan cordial, casi podía decirse que parecía un perseguido.
—Ésa fue mi impresión —admitió.
—¿Pero no se lo dijo… no le insinuó algo?
—No. Porque eso hubiera estropeado el espectáculo.
—¿Y usted cree que el envenenador lo mató porque él sabía?
—Parece probable que sí —el profesor se movió en su silla—. Dígame, inspector. ¿Es usted un hombre inteligente? ¿Un hombre que comprende? —sonrió—. Un momento, por favor. Permítame que le explique la razón de mi pregunta. Con toda la deferencia que me merece nuestro buen amigo Bostwick, creo que hasta ahora este asunto no ha sido encarado en forma que acreciente, ni mucho menos, su crédito.
La expresión del mayor Crow se tornó fría y rígida.
—El superintendente —dijo con lentitud— no ha hecho más que tratar de cumplir con su deber…
—¡Oh, déjese de tonterías! —exclamó el profesor sin ánimo de ofensa—. Naturalmente que si. ¡Todos tratamos de cumplirlo, Dios nos ayude! Pero cumplir con nuestro deber no significa necesariamente llegar a la verdad; a veces significa lo contrario. No quiero decir que exista un complot policial contra Marjorie Wills. Sé que no es así, aunque resulte lamentable que la sobrina de un amigo mío no pueda ni siquiera caminar por la calle principal, sin peligro de recibir en la cara barro arrojado por los chicos del pueblo. ¿Qué esfuerzo real se ha hecho para resolver el problema de esos bombones envenenados? ¿En qué forma se ha encarado el asunto para llegar a su esencia? ¿Qué clase de crimen es? ¿Por qué fueron envenenados esos bombones en casa de la señora Terry?
Dio con la mano un golpe en el brazo de la silla.
—El superintendente Bostwick —continuó diciendo— sostiene la tranquilizadora, arrebatadora doctrina de que los chiflados son chiflados; y en eso estamos. Y para apoyar su acusación contra Marjorie cita el caso similar (¡linda semejanza, caramba!), de Christiana Edmunds.
El mayor Crow no hizo comentario alguno. El profesor Ingram siguió hablando:
—¿Similar? Nunca han existido dos casos más radicalmente distintos en el único terreno que importa: el móvil. Christiana Edmuns era loca, si quieren, pero su móvil era tan cuerdo como el de la mayoría de los asesinos. Dicha joven, en el Brighton de 1871, se enamoró apasionadamente de un médico que no le dio la menor esperanza. Primero trató, sin éxito, de envenenar con estricnina a la mujer del médico. Fue descubierta; se le prohibió la entrada en la casa y se marchó frenética. Para demostrar que era inocente, como ella lo aseguraba; para probar que en el pueblo actuaba un envenenador que no podía ser la señorita Christiana Edmunds, concibió la idea de adulterar bombones de crema en una bombonería y matar gente en gran escala. Bien; ¿dónde está la semejanza? ¿Se ha sugerido sobre Marjorie algo parecido? En nombre de Dios, ¿dónde está el móvil? Por lo contrario, su novio, después de venir a Sodbury Cross y de oír lo que se dice de ella, está a punto de asustarse y mandarse mudar.
Al llegar aquí la expresión del profesor Ingram era, si así puede decirse, angelicalmente sanguinaria, acentuada por el crujido de la pechera de su camisa. Rió brevemente y se tranquilizó un poco.
—No me hagan caso —dijo—. Era usted quien hacía las preguntas.
—¿Ha estado la señorita Wills comprometida antes de ahora? —preguntó Elliot inesperadamente.
—¿Por qué pregunta eso?
—¿Pero lo ha estado?
De nuevo Ingram le dirigió una rápida e indescifrable mirada.
—No; no, que yo sepa. Creo que Wilbur Emmet estaba y está violentamente enamorado de ella. Pero su nariz colorada y su falta, discúlpeme, su falta general de atractivo, difícilmente podrían recomendarlo, aunque hubiera obtenido la aprobación de Marcus. Espero que esto quede entre nosotros.
En este punto intervino el mayor Crow.
—Me han contado que Chesney —observó con voz incolora— desalentaba a cualquier posible pretendiente, para que no viniera aquí a verla.
El profesor Ingram vaciló.
—En cierto sentido, es verdad. Lo que él llamaba maullidos, perturbaba su vida tranquila. No puede decirse, exactamente, que los desalentaba, pero…
—Me pregunto —dijo el mayor— ¿por qué ese muchacho que Marjorie conoció en el extranjero consiguió tan fácilmente la aprobación de Chesney?
—¿Quiere usted decir… —expresó el profesor con brusquedad—, quiere decir que Chesney estaba ahora ansioso por verse libre de ella?
—No dije tal cosa.
—¿Que no la dijo? ¡Al diablo, mi amigo! En todo caso está equivocado. A Marcus le agradaba el joven Harding. El muchacho tiene porvenir, y su exagerada deferencia hacia Marcus puede haber influido algo. ¿Pero me permite que le pregunte por qué discutimos esto? Aunque ignoremos muchas verdades —aquí la pechera de la camisa del profesor Ingram crujió con violencia— una cosa es absolutamente cierta, y es que Marjorie no tuvo nada que ver en el asesinato de su tío.
De nuevo pareció producirse una alteración en la temperatura del cuarto. Elliot se encargó de continuar.
—¿Sabe usted, señor, lo que la señorita Wills piensa de todo esto?
—¿Lo que piensa?
—Cree que alguien golpeó al señor Emmet, interpretó la parte del señor Emmet y utilizó una cápsula envenenada en el desarrollo de la escena.
Ingram lo miró con curiosidad.
—Efectivamente. Esa parece ser la explicación más plausible, ¿verdad?
—En consecuencia, alguien oyó lo que planeaban el señor Chesney y el señor Emmet en este cuarto después de la comida. Alguien que se hallaba detrás de la puerta o escuchaba desde el jardín. ¿No es así?
—¡Ah! Ya veo lo que quiere decir —murmuró el profesor.
Durante un momento una leve sonrisa se dibujó en su rostro. Se hallaba inclinado hacia adelante, con los puños rollizos sobre las rodillas y los codos abiertos como alas. Tenía esa extraña expresión de necedad que adoptan las personas inteligentes cuando concentran sus pensamientos y arreglan los hechos con veloz seguridad a fin de coordinados. Luego volvió a sonreír.
—Ya veo —repitió—. Ahora permítame que sea yo quien haga sus preguntas, inspector —trazó con la mano en el aire un ademán de hipnotizador—. Su próxima pregunta será: «¿Dónde estaba usted entre las nueve y cuarto y media noche?», y: «¿Dónde estaban Marjorie y George Harding entre las nueve y cuarto y medianoche?». Pero irá más lejos: «¿Dónde estaban todos mientras se desarrollaba el espectáculo?». Eso es lo importante. «¿Es posible que alguno de ustedes, espectadores, haya podido deslizarse afuera en la oscuridad e interpretar el papel del siniestro espantajo con el sombrero de copa?». Eso es lo que quiere saber, ¿no es cierto?
Los ojos del mayor Crow se entornaron.
—Sí —dijo.
—Es una pregunta justa —dijo el profesor Ingram con satisfacción—. Y merece una respuesta justa, que es la siguiente. Estoy dispuesto a jurar ante cualquier tribunal del mundo que ninguno de nosotros abandonó este cuarto durante la función.
—¡Hum! Una declaración demasiado contundente, ¿no le parece?
—De ningún modo.
—¿Sabe usted la oscuridad que reinaba aquí?
—Lo sé perfectamente. En primer lugar, con esa lámpara especial encendida en el otro cuarto, no tanta como parece creer usted. En segundo lugar, tengo otras razones que espero corroborarán mis compañeros. En realidad, podríamos preguntarles.
Se levantó de la silla e hizo un gesto de director de escena hacia la puerta del vestíbulo, en el momento en que Marjorie y George Harding entraban.
Elliot examinó al flamante novio.
En Pompeya sólo había visto la parte de atrás de la cabeza de Harding, y ahora la visión de conjunto le producía una vaga irritación. George Harding no podía tener más de veinticinco o veintiséis años. Poseía modales bonachones, francos y cordiales; no era tímido y se movía entre la gente con tanta naturalidad como un gato entre los adornos de una repisa. Era un buen mozo del tipo europeo del sur: negros cabellos gruesos, ondulados, cara ancha y ojos oscuros de singular expresividad. Elliot encontraba difícil conciliar esta apariencia con sus modales cordiales y un poco chabacanos. Probablemente era aceptado como buena compañía en todas partes, y lo sabía.
En ese instante Harding advirtió el cuerpo de Marcus Chesney que estaba del otro lado de las puertas corredizas, y adoptó una actitud sumamente solícita.
—¿Podríamos cerrar esas puertas? —preguntó, poniendo el brazo de Marjorie debajo del suyo—. Es decir, ¿no les importa?
Su sorpresa fue evidente cuando sintió que Marjorie retiraba el brazo.
—No te preocupes por mí —dijo ella, mirando, no obstante, de lleno a Elliot.
Elliot cerró las puertas.
—Marjorie me dice que usted quería verme —siguió diciendo Harding, mientras miraba a su alrededor en la forma más amistosa posible. Su cara se ensombreció—. Dígame qué puedo hacer para ayudar. Sólo sé decir que esto es un asunto muy feo y… ¡oh, ya comprende!
(Ahora lo estamos viendo a través de los ojos de Elliot, y no necesariamente como era en realidad; por lo tanto, sería injusto acentuar la impresión desagradable que produjeron a Elliot sus palabras directas y sin ambages y el gesto franco con que las acompañó. Al mayor Crow y a Botswick, que le tenían simpatía, Harding les pareció absolutamente sincero).
Elliot le indicó una silla.
—¿Usted es el señor Harding?
—Así es —asintió el otro, tan cordial ahora y deseoso de agradar como un cachorro—. Marjorie dice que quiere usted oír de labios de todos nosotros lo que pasó aquí cuando… Bueno, cuando al pobre viejo lo liquidaron.
—Pretende más que eso —dijo con risita ahogada el profesor Ingram—. Sospecha que usted, o Marjorie, o yo…
—Un momento, señor —dijo Elliot vivamente. Se volvió hacia los otros—. Siéntense, por favor —una sombra de inquietud pasó por el cuarto—. Sí, necesitaremos una declaración. Pero quiero hacerles algunas otras preguntas, y las respuestas pueden ser más valiosas que cualquier declaración. ¿Sabían que el señor Chesney había preparado para ustedes una lista de preguntas sobre el espectáculo que iba a realizar?
Fue Marjorie quien contestó después de una pausa.
—Sí, por supuesto. Ya se lo dije.
—¿Si alguien les hiciera esas mismas preguntas ahora, podrían contestarlas con exactitud?
—Sí, pero óigame —dijo Harding—; si quiere saber lo que pasó, puedo ofrecerle algo mejor que eso. Tengo una película del caso.
—¿En colores?
Harding pestañeó.
—¿En colores? ¡Dios mío, no! Una de las comunes nada más. Una película en colores para tomar vistas adentro, especialmente con esa luz sería…
—Sí es así, me temo que no nos ayude mucho —dijo Elliot—. ¿Dónde está la película?
—La metí adentro de ese fonógrafo, cuando empezó el barullo.
Parecía desilusionado por el modo con que Elliot había tomado el anuncio, como si oculto en el ambiente hubiera algo que se opusiera a una culminación. Elliot se acercó al fonógrafo y levantó la tapa. Un estuche fotográfico de cuero con la tapa abierta y la máquina adentro se hallaba sobre el disco giratorio de felpa verde del fonógrafo. Detrás de Elliot, los tres testigos habían tomado asiento algo nerviosamente y lo miraban; él los veía reflejados en el vidrio del cuadro que colgaba de la pared sobre el fonógrafo. También pescó (en el vidrio) la mirada intrigada, escrutadora, que el mayor Crow dirigió al superintendente Bostwick.
—Tengo aquí la lista —explicó Elliot, sacándola de su libreta—. Son preguntas mejores que las que yo podría hacerles, porque están expresamente destinadas a abarcar los puntos importantes.
—¿Cuáles puntos? —preguntó Marjorie apresuradamente.
—Estamos aquí para descubrir eso. Voy a hacerle a cada uno de ustedes la misma pregunta por turno, y desearía que cada cual la contestara con la mayor exactitud posible.
El profesor Ingram levantó sus casi invisibles cejas.
—¿No teme, inspector, que hayamos combinado un cuento para usted?
—No se los aconsejaría, señor. Y no creo que sea así, porque el doctor Chesney me anticipó que ya se han contradicho en todo sentido. Si ahora dieran marcha atrás, lo sabría. Bueno: ¿creen ustedes que pueden estar a la altura de sus jactancias y contestar estas preguntas con absoluta precisión?
—Sí —dijo el profesor con una sonrisa extraña.
—¡Sí! —exclamó Marjorie con violencia.
—No estoy seguro —dijo Harding—. Yo me dediqué especialmente a que todo saliera en la película, más que a concentrarme para recordar detalles. Pero de todos modos, creo que sí. En mi trabajo tenemos que abrir los ojos…
—¿Y cuál es su trabajo, señor Harding?
—Investigaciones químicas —replicó Harding con tal brusquedad que parecía estar lanzando un desafío—. Pero no interesa. Siga adelante.
Elliot cerró la tapa del fonógrafo y colocó sobre ella su libreta abierta. Era como si un director de orquesta hubiera levantado la batuta, como si una rueda hubiera empezado a girar, o como si un telón se hubiera corrido al encenderse las luces. En su alma y en la médula de sus huesos Elliot sabía que esa lista de preguntas contenía los hilos que conducirían al descubrimiento de la verdad… siempre que él tuviera no sólo la inteligencia de captar el significado de la respuesta, sino también el significado de la pregunta.
—Primera pregunta —dijo; y se oyó un violento crujir de sillas mientras sus oyentes se aprestaban, concentrando sus fuerzas.