5

—¿En ningún momento había sido Wilbur? —repitió Elliot.

Sabía perfectamente lo que ella quería decir. Esa curiosa figura con el viejo sombrero de copa empezaba a moverse y a animarse en la imaginación de Elliot.

—Aún no he terminado —dijo Marjorie serenamente, pero con pesadumbre—. Todavía no le he contado lo que le pasó a tío Marcus. Fue justamente después que encontramos a Wilbur tirado ahí. No sé cuánto haría que los síntomas habían empezado a atacarlo. Pero mientras levantaban a Wilbur, yo me volví y vi que algo le pasaba a tío Marcus. Se lo digo con sinceridad, me sentía literalmente enferma. Sé que esto parece mera intuición e ilusión de mi parte; pero no puedo evitarlo. Supe en ese mismo instante lo que ocurría. Tío Marcus estaba apoyado contra un árbol, casi doblado en dos y tratando de recobrar la respiración. A su espalda, la luz de la casa brillaba a través de las hojas. No alcanzaba a verlo muy bien, pero la luz se reflejaba en un costado de su cara y la piel parecía gruesa y plomiza. Le pregunté: «Tío Marcus, ¿qué te pasa? ¿Tienes algo?». Creo que lo grité. Se limitó a mover violentamente la cabeza, e hizo un gesto, como tratando de apartarme. Luego se puso a golpear el suelo con el pie; se le oía respirar con una especie de gemido y lamento al mismo tiempo. Corrí hacia él y lo mismo hizo el profesor Ingram. Pero de un empellón apartó las manos de este último y…

No pudo continuar. Se tapó la cara golpeándosela con las manos, cubriéndose los ojos y volviendo a golpeársela.

El mayor Crow se adelantó desde su sitio junto al piano.

—Serénese —le dijo con firmeza.

El superintendente Bostwick no pronunció palabra; había cruzado los brazos y la miraba con curiosidad.

—Se puso a correr —dijo Marjorie violentamente—. Eso no lo olvidaré jamás: empezó a correr. Hacia adelante y hacia atrás, hacia un lado y hacia el otro, pero solamente unos pocos pasos cada vez, porque no podía aguantar el dolor. George y el profesor trataron de sujetarlo, pero se les escapó, y por la puerta del jardín entró corriendo en el escritorio. Se desmoronó junto a la mesa. Lo levantamos hasta el sillón, pero en ningún momento habló. Fui a telefonear a tío Joe. Sabía dónde encontrarlo; la señora Emsworth está esperando un hijo. Mientras trataba de hablarle, tío Joe entró inesperadamente, pero era demasiado tarde. Ya entonces, en todo el cuarto, se olía ese tufo de almendras amargas. Pensé que todavía podía haber esperanza. Pero George dijo: «Sal de aquí; el pobre viejo está listo; sé lo que es». Y así era.

—Mala suerte —gruñó el mayor, y aunque sus palabras no eran las más apropiadas, eran sinceras.

El superintendente no dijo nada.

—Señorita Wills —expresó Elliot—, no quiero importunarla demasiado en estos momentos…

—Me encuentro muy bien, se lo aseguro.

—¿Está usted convencida de que dieron veneno a su tío en aquella cápsula verdosa?

—Por supuesto. Tío Joe dijo que actuaba sobre los nervios respiratorios, y que por eso no pudo hablar en cuanto se sintió atacado.

—¿En ningún momento tragó alguna otra cosa?

—No.

—¿Puede usted describirme esa cápsula?

—Sí; como le dije, parecía una cápsula de aceite de castor como las que nos daban cuando chicos. Son del tamaño de una uva y están hechas de gelatina gruesa. Parece que nunca podrían pasarle a uno por la garganta, pero pasan: fácilmente. Muchas personas de por aquí aún las emplean.

Deteniéndose, dirigió a Elliot una mirada rapidísima, y el color le subió a la cara.

Elliot ignoró este detalle.

—Entonces la situación es la siguiente: usted cree que antes de la función alguien dejó sin sentido al señor Emmet.

—Sí.

—Que alguien se vistió con esas ropas estrafalarias para que ni siquiera el señor Marcus Chesney pudiera reconocerlo. Luego esa persona interpretó la parte del señor Emmet en el espectáculo. Pero en lugar de la cápsula inofensiva que el señor Chesney debía tragar como parte del espectáculo, esa persona la substituyó por una envenenada, ¿no es así?

—¡Oh, no ! Sí, me parece que sí.

—Gracias, señorita. No la molestaré más por el momento. —Elliot se puso de pie—. ¿Dónde están el profesor Ingram y el señor Harding, lo sabe usted?

—Arriba con Wilbur… estaban.

—Dígales, por favor, si quieren bajar. ¡Ah, una sola cosa más!

Marjorie se había levantado, aunque parecía inquieta y sin mucha prisa por marcharse. Lo miró interrogativamente.

—Dentro de poco le pediré que haga una declaración muy detallada de todo cuanto vio durante el espectáculo —prosiguió Elliot—. Pero hay una cosa que podemos aclarar ahora mismo. Usted describió una parte de las vestimentas del hombre: impermeable, y todo lo demás. Pero ¿cómo eran sus pantalones y sus zapatos?

La expresión de la muchacha se hizo más tensa.

—¿Sus…?

—Sí. Dijo usted hace un momento —observó Elliot, sintiendo que le zumbaba la sangre en los oídos— que siempre se fijaba en los zapatos. ¿Cómo eran los zapatos y los pantalones de ese hombre?

—Esa luz —contestó Marjorie después de una breve pausa— estaba colocada sobre la mesa escritorio para iluminarla de un lado al otro; por lo tanto, las cosas que estaban cerca del suelo quedaban bastante a oscuras. Pero creo que puedo decírselo. Sí, estoy segura que puedo— el brillo alarmado de sus ojos adquirió aún mayor fijeza—. Tenía pantalones comunes de etiqueta, negros con una raya más oscura en el costado y zapatos de charol.

—¿Todos los hombres que había aquí esta noche vestían de smoking, señorita Wills?

—Sí. Es decir, todos salvo tío Joe. Tenía que visitar enfermos, y siempre dice que el efecto psicológico es malo cuando un médico va a ver a un paciente con traje de etiqueta. Dice que el enfermo piensa que la cabeza del médico no está en su tarea. ¿Pero usted no cree…?

Elliot sonrió, aunque sintió que su sonrisa se convertía en una máscara de hipocresía.

—¿Cuántas personas de por aquí acostumbran a vestirse para la comida?

—Nadie, que yo sepa —dijo Marjorie. Su perturbación era cada vez más evidente—. Tampoco nosotros, por lo general. Pero esta noche, por alguna razón, tío Marcus nos pidió que lo hiciéramos.

—¿Por primera vez?

—Es decir, por primera vez desde que tuvimos huéspedes. Pero el profesor Ingram casi no es un huésped, como tampoco George.

—Gracias, señorita Wills. Siempre que el mayor Crow o Bostwick no quieran hacerle algunas preguntas.

Los otros dos hicieron un gesto negativo con la cabeza, aun cuando el aspecto de Bostwick era bastante amenazador. Durante un momento Marjorie se quedó mirando reflexivamente a Elliot; luego salió del cuarto y, cerró la puerta con mucha suavidad a él le pareció advertir que se estremecía. En el cuarto lleno de luz hubo un silencio.

—¡Hum! —expresó el mayor—. ¿Sabe usted? —agregó con sus ojitos brillantes fijos en Elliot—, no me gusta la declaración de esa muchacha.

—A mí tampoco —dijo Bostwick, dejando caer deliberadamente sus brazos cruzados.

—En la superficie es un caso claro —refunfuñó el mayor mascullando las palabras—. Alguien oyó y vio a Chesney y a Wilbur Emmet mientras hacían los preparativos, y supo cómo iban a desarrollar la escena. Golpeó a Emmet, dejándolo sin sentido, interpretó su papel y sustituyó la cápsula inofensiva por la envenenada. La gelatina tardaría uno o dos minutos en disolverse. Por lo tanto, Chesney no se daría cuenta de nada al tragar la cápsula. Es decir, que no gritaría inmediatamente para avisar que lo habían envenenado y que no trataría de detener al asesino. El asesino se esfumaría, dejando el disfraz afuera. Cuando la gelatina se deshiciera, el veneno actuaría en un par de minutos. Todo muy claro. Sí. Aparentemente. Pero

—¡Ah! —gruñó Bostwick al oír que el comisario acentuaba esa palabra—. ¿Por qué desmayarlo al señor Emmet? ¿Eh, señor?

Elliot tuvo, de pronto, conciencia de que una astucia mucho mayor de lo que suponía emanaba de ese grandote que estaba en el rincón. Bostwick era su superior, naturalmente, pero aun así, nunca lo hubiera creído. El hombre había estado balanceándose, golpeando la parte posterior de su cuerpo contra la pared, a intervalos regulares; y ahora miraba a Elliot con una expresión tan abierta e inquisitiva que era como si un potente foco se hubiera encendido.

—Eso es, exactamente, inspector —asintió el mayor—. Como dice Bostwick, ¿por qué desmayar al señor Emmet? ¿Por qué no dejar que Emmet le diera a Chesney la cápsula envenenada en el curso normal del espectáculo? Si el asesino sabe lo que van a hacer, sólo necesita cambiar las cápsulas. ¿Por qué correr el riesgo de golpear a Emmet, vestirse con esas ropas y posiblemente verse descubierto en seguida, y entrar aquí para exponerse a los ojos de todos…? ¿Por qué afrontar todos esos riesgos terribles, cuando todo lo que necesitaba era substituir la cápsula y dejar que otro hiciera el sucio trabajo?

—Creo —dijo Elliot, pensativa mente— que ahí está el nudo del crimen.

—¿El nudo del crimen?

—Sí, señor. En el espectáculo, tal cual lo había ensayado, el señor Chesney nunca tuvo intención de tragar cápsula alguna.

—¡Hum! —volvió a murmurar el mayor, después de una pausa.

—Sólo pensaba fingir que la tragaba. ¿Comprende usted? Esa representación iba a estar constituida nada más que por una serie de trampas destinadas a la observación. Usted ha presenciado, probablemente, pruebas similares en el colegio, en la clase de psicología.

—Yo no —dijo el mayor.

—Yo tampoco —gruñó el superintendente Bostwick.

Toda la terquedad de Elliot surgió furiosamente a la superficie, debido no sólo a eso, sino también al ligero ambiente de hostilidad que se había creado en la habitación. Se preguntó si les habría parecido que se daba corte. Luego decidió, sintiendo que le ardían las orejas, que no se le importaba un comino.

—El profesor —prosiguió— toma un botella llena de líquido, lo prueba con la punta de la lengua, hace una mueca de disgusto y comenta el sabor amargo del contenido. Entonces le pasa a uno la botella. Sólo contiene agua coloreada. Pero si uno se descuida, es capaz de jurar que el líquido es amargo nada más que porque se lo han sugerido. O si realmente es amargo y el profesor sólo simula probarlo… diciendo le a uno que haga lo mismo si uno no se fija mucho en lo que hace se toma un trago del feo brebaje. Muy probablemente, eso es lo que ha sucedido. El señor Chesney les aviso que mantuvieran alerta la atención a fin de descubrir los trucos. Recuerde que la señorita Wills dijo que parecía sorprendido y fastidiado cuando lo obligaron a tragar la cápsula. Es probable que las instrucciones que había dado a Emmet eran que fingiera darle la píldora, y él, por su parte, simularía tragarla. Pero el asesino lo obligó a que la pasara por la garganta, eso es todo. Para evitar la interrupción del espectáculo, el señor Chesney no protestó en voz alta —Elliot movió la cabeza—. Y me sorprendería mucho si en esa lista de preguntas que preparó no encontramos alguna en el estilo siguiente: «¿Cuánto tiempo tardé en tragar la cápsula?», o algo así.

El mayor Crow se mostró impresionado.

—¡Diablos! Eso es bastante razonable —admitió con un fulgor de alivio en la mirada. Luego la exasperación y el azoramiento ahogaron todo lo demás—. Pero mire usted, inspector… Aunque así fuera… Para decidirse a hacer eso… ¡Dios mío! ¿Tendremos que lidiar con un loco?

—Así parece, señor.

—Miremos la cosa de frente —dijo el mayor—: un loco, o como queramos llamarle, pero un loco de esta casa.

—¡Ah! —murmuró Bostwick—. ¡Continúe!

El comisario habló con tono suave.

—Para empezar, ¿cómo podía saber una persona de afuera que esta noche iban a efectuar aquí una prueba de observación? No lo supieron ellos mismos hasta la hora de comer; y es poco probable que alguien de afuera estuviera rondando tan oportunamente como para oír lo que luego arreglaron Chesney y Emmet. Es aún más improbable que alguien de afuera, vestido de smoking y con zapatos de charol, estuviera rondando por aquí en la única noche especial en que se iban a vestir para la comida. Admito que todo esto no es concluyente; sólo es sugestivo. Pero… ¿se da cuenta de la dificultad?

—Sí —contestó Elliot ásperamente.

—Si lo hizo alguien de la casa, ¿quién puede haber sido? Joe Chesney había salido o ver a una enferma; si no la abandonó hasta medianoche está, ciertamente, fuera del asunto. Wilbur Emmet casi murió a manos del asesino. No hay nadie más, con excepción de un par de criadas y una cocinera, que difícilmente puedan estar mezcladas en la cuestión. La única alternativa restante (sí, ya sé que parece fantástica), pero es la única posible… significaría que el asesino era una de las tres personas que se supone estaban en este cuarto como espectadoras. Significaría que esa persona se escabulló en la oscuridad, golpeó al pobre Emmet, se puso la ropa, dio a Chesney la píldora envenenada y regresó subrepticiamente aquí, antes que prendieran las luces.

—No, señor, no parece probable —replicó Elliot secamente.

—Pero ¿qué otra cosa tenemos?

Elliot no contestó.

Sabía que aún no era el momento de teorizar. Hasta después de la autopsia no podían asegurar con precisión de qué había muerto Marcus Chesney; la única conjetura aceptable era que se había envenenado con un cianuro del grupo del ácido prúsico. Pero la posibilidad final expresada por el comisario ya se le había ocurrido a él.

Paseó una mirada circular por la sala de música. Medía alrededor de cuatro metros y medio cuadrados y las paredes tenían paneles grises con ribetes dorados. Las puertas del jardín se hallaban enmarcadas en pesados cortinados de terciopelo de un color gris oscuro. En cuanto al moblaje, el cuarto contenía solamente un piano de cola, un radiofonógrafo, una alta cómoda francesa junto a la puerta que daba al vestíbulo, cuatro sillones livianos tapizados de brocado y dos taburetes. Por consiguiente, el centro estaba relativamente vacío; y cualquier persona, teniendo cuidado de evitar el piano colocado junto a las puertas del jardín, podía atravesar el cuarto en la penumbra sin tropezar con nada. La alfombra, ya lo había advertido, era tan espesa como para acallar totalmente el ruido de los pasos.

—Sí —dijo el comisario—. Haga la prueba.

El conmutador eléctrico estaba detrás de la cómoda colocada junto a la puerta que daba al vestíbulo; Elliot lo hizo funcionar, y la sombra descendió como un apagavelas. Las luces habían sido tan deslumbrantes que un diseño espectral de las velas eléctricas de la araña quedó bailando ante los ojos de Elliot, entrelazándose y achicándose en la oscuridad. Hasta con los cortinados abiertos, no era posible distinguir nada contra el cielo nublado de afuera. Se oyó un ligero chocar de argollas cuando alguien corrió las cortinas.

—Estoy agitando los brazos —expresó la voz del comisario, procedente de la oscuridad—. ¿Pueden verme?

—Absolutamente nada —dijo Elliot—. Quédese donde está; voy a abrir la doble puerta.

Cruzó a tientas la sala, evitó un silla y encontró la puerta. Ésta se abrió fácilmente y casi sin ruido.

Arrastrando los pies, avanzó unos dos o tres metros hasta que dio con la mesa, y buscó la lámpara de bronce. Apretó el conmutador, y el fulgor intensamente blanco se proyectó en la pared opuesta. Luego Elliot retrocedió para estudiar el conjunto desde la sala de música.

—¡Hum! —gruñó el mayor.

Lo único viviente en ese escritorio era el reloj. Lo veían insensible y agitado, sobre la repisa de madera oscura lustrada, detrás de la cabeza del muerto. Era un reloj de similor, bastante grande, con un cuadrante de seis pulgadas y un pequeño péndulo de bronce que iba y venía entre móviles destellos. Debajo de él se hallaba sentado el hombre, impasible. El reloj marcaba la una menos cinco.

La mesa era de caoba; la carpeta de escribir era color castaño; la lámpara de bronce se hallaba colocada hacia el frente, ligeramente a la derecha de ellos. Vieron la caja de bombones con su dibujo de flores azules. Poniéndose en puntas de pie, Elliot alcanzaba a ver el lápiz sobre la carpeta, pero no había rastros de la lapicera que Marjorie Wills había mencionado.

En la pared, hacia la izquierda, distinguían una de las puertas del jardín. Contra la pared, hacia la derecha, había un escritorio de tapa corrediza, cerrado, y sobre él una lámpara de pantalla verde; y un mueble-archivo de acero, muy largo, pintado imitando madera. Eso era todo, excepto una silla y una pila de revistas o catálogos tirados por el suelo. Todo lo veían enmarcado en el proscenio que formaba el arco de la puerta. A juzgar por la posición de las sillas en la sala de música, los testigos habían estado sentados a más o menos cinco metros de distancia de Marcus Chesney.

—No hay mucho que ver ahí —observó el mayor con voz de duda—. ¿O le parece a usted que sí?

Los ojos de Elliot se sintieron nuevamente atraídos por el pedazo de papel doblado que había advertido con anterioridad y que estaba metido detrás del pañuelo en el bolsillo alto del saco del muerto.

—Hay eso, señor —señaló—. De acuerdo con lo que nos dijo la señorita Wills, esa debe de ser la lista de preguntas preparadas por el señor Chesney.

—Sí, pero ¿qué hay con eso? —gritó casi el comisario—. Suponiendo que haya preparado una lista de preguntas, ¿qué diferencia hace…?

—Sólo ésta, señor —dijo Elliot, sintiendo también él la tentación de gritar—. ¿No ve usted que todo ese espectáculo fue planeado sobre la base de una serie de trucos destinados a los testigos? Había probablemente engaño en la mitad de las cosas que vieron. Y el asesino aprovecho esa situación. Esa simulación lo ayudó, lo protegió y probablemente lo protege aún. Si pudiéramos descubrir exactamente lo que ellos vieron, o creyeron ver, tendríamos posiblemente una pista del asesino. Ni un loco habría cometido un crimen tan repentino, tan de golpe y porrazo, tan abiertamente como éste, a menos que el plan del señor Chesney contuviera algo que le brindase protección, que encaminara a la policía hacia un lado completamente erróneo y que le proporcionara una coartada. ¡Dios sabe qué! ¿No está claro?

El mayor Crow lo miró.

—Me disculpará usted, inspector —dijo con súbita cortesía—, si sigo pensando que su actitud ha sido rara todo este tiempo. También tengo curiosidad por saber cómo conocía usted el apellido del novio de la señorita Wills. Yo no se lo he mencionado.

(¡Demonios!).

—Disculpe, señor.

—No es nada —replicó el otro con el mismo tono protocolar—. No tiene la menor importancia. Además, respecto a la lista de preguntas, me inclino a opinar como usted. Veamos si a través de ellas sacamos algo en limpio. Tiene razón. Si hay alguna trampa en las preguntas, o preguntas sobre trampas, deben de estar ahí.

Sacó el papel del bolsillo del muerto, lo desdobló y lo extendió sobre el secante. He aquí lo que leyeron, escrito con una caligrafía nítida como de grabado:

CONTESTAR CORRECTAMENTE A LAS SIGUIENTES PREGUNTAS:

  1. ¿Había una caja sobre la mesa? Si es así, describirla.
  2. ¿Qué objetos levanté de la mesa? ¿En qué orden?
  3. ¿Qué hora era?
  4. ¿Qué altura tenía la persona que entró por la puerta del jardín?
  5. Describir la vestimenta de esa persona.
  6. ¿Qué llevaba en la mano derecha? Describir el objeto.
  7. Describir lo que hizo. ¿Sacó algo de la mesa?
  8. ¿Qué me dio a tragar? ¿Cuánto tiempo tardé en tragarlo?
  9. ¿Cuánto tiempo estuvo en el cuarto?
  10. ¿Quién habló o quiénes? ¿Qué dijeron?

    N. B. Debe darse una contestación LITERALMENTE correcta a cada una de estas preguntas; de lo contrario no contará.

—Parecerían sin complicación —murmuró el mayor—, pero hay trampa. Vea la N. B. También parece que tiene usted razón en lo relativo a la falsa tragada de la píldora, inspector. Mire la pregunta número ocho. Sin embargo…

Dobló el papel y se lo alcanzó a Elliot; éste lo guardó cuidadosamente en su libreta. Luego el mayor retrocedió hasta la doble puerta con los ojos fijos en el reloj.

—Sin embargo, como estaba diciendo…

Un haz de luz cortó en dos la sala de música al abrirse la puerta del vestíbulo. En el vano se dibujaba la silueta de un hombre, y vieron brillar una cabeza calva contra la luz.

—¡Hola! —exclamó una voz aguda que subía de tono—. ¿Quién está ahí? ¿Qué están haciendo ahí?

—Policía —dijo el mayor—. No se preocupe, Ingram. Encienda las luces, ¿quiere?

Después de buscar durante un momento, torpemente, del otro lado de la puerta, el recién llegado se dirigió a tientas hasta la cómoda y las encendió. Y Elliot advirtió que tendría que revisar un poco su primera y corta impresión del profesor Gilbert Ingram, obtenida en un patio de Pompeya.

La cara redonda, brillante y afable del profesor Ingram, su tendencia a la robustez y sus movimientos algo exagerados, lo hacían parecer bajo y gordo. Esto se veía reforzado por unos ojos azules, aparentemente cándidos, chispeantes, una nariz chata como un botón y dos penachos de pelo oscuro, desaliñadamente peinado sobre las orejas a cada lado de la calva. Tenía una manera de bajar la cabeza y mirar hacia arriba con expresión burlona que coincidía con su actitud frente a la vida. Pero en todo esto había ahora una atenuación atemorizada. Tenía el rostro amoratado; la pechera de la camisa, con una enorme arruga, se le salía del chaleco, inflada como la levadura dentro del horno, y restregaba unos con otros los dedos de su mano derecha como si los tuviera llenos de tiza. En realidad, según lo advirtió Elliot, era de mediana estatura y no tan grueso.

—Reconstruyendo, ¿eh? —comentó—. Buenas noches, mayor. Buenas noches, Bostwick.

Sus modales adquirían una cortesía distraída que involucraba a todos en una rapidísima sonrisa, semejante al sesgo veloz de un látigo sobre una yunta de caballos. La impresión principal de Elliot fue que una penetrante inteligencia miraba desde ese rostro ingenuo.

—Y supongo que éste —agregó con cierta vacilación— es el agente de Scotland Yard de quien me habló Joe Chesney. Buenas noches, inspector.

—Sí —dijo el mayor, y prosiguió con cierta brusquedad—: Ahora, sabe… confiamos en usted.

—¿Confían en mí?

—Es decir; usted es profesor de psicología. A usted no lo engañaría ninguna trampa. Lo ha dicho. Puede, ¿verdad?, referimos lo que pasó durante ese maldito espectáculo.

El profesor Ingram lanzó una rápida mirada a través de la doble puerta. Su expresión cambió más aún.

—Creo que sí —contestó ásperamente.

—¡Ya me parecía! —expresó el mayor con creciente afirmación en sus argumentos—. La señorita Wills nos declaró que se había intentado realizar una especie de fantasmagoría terrorífica.

—¡Ah! ¿Hablaron ustedes ya con ella?

—Sí. Y por lo que pudimos comprender, todo ese espectáculo fue planeado a base de una serie de trucos…

—Fue más que eso —dijo el profesor Ingram, mirándolo de frente—. Sé que fue planeado para demostrar la forma en que los chocolates de la tienda de la señora Terry pudieron ser envenenados, sin que nadie viera cómo lo hacía el asesino.