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Fue entonces cuando Elliot dio el segundo paso en falso. Por algún motivo personal, habló con tan aguda aspereza que el comisario lo miró asombrado.

—Creo que no, señorita Wills —contestó—. ¿Quiere sentarse, por favor?

Ella lo miraba con la misma expresión perpleja; él guardó para sí la precisión con que su memoria recordaba. Nunca había visto a una persona cuya presencia sintiera con tanta intensidad, como un contacto físico. Parecía saber de antemano lo que ella iba a hacer, la forma en que volvería la cabeza o que levantaría el brazo para tocarse la frente.

—Estás histérica, Marjorie —dijo el doctor, acariciándole la mano—. Este muchacho es un inspector de Scotland Yard. Ha venido…

—Scotland Yard —repitió la joven—. ¿Es tan grave como todo eso, entonces?

Y se puso a reír.

Se detuvo instantáneamente, y el escaso humorismo que podía haber en esa risa no llegó hasta sus ojos. Elliot no había olvidado el menor detalle: cabello castaño oscuro y brillante, peinado hacia atrás de las orejas y terminado en pequeños rizos sobre la nuca; frente ancha, cejas arqueadas y ojos grises meditativos, boca que parecía estar siempre en reposo. Veía ahora que no era hermosa, pero apenas lo notó.

—Lo siento —dijo ella, despertando del ensimismamiento perplejo con que lo miraba—. Temo no haberlo oído bien. ¿Qué decía?

—¿Quiere sentarse, por favor, señorita Wills?

Desearíamos, si no le fallan las fuerzas, oír su versión sobre la muerte de su tío.

La muchacha lanzó una rápida ojeada a las puertas corredizas que llevaban a la habitación contigua. Después de mirar al suelo durante un momento y de cerrar una o dos veces los puños, echó hacia atrás la cabeza con una calma por lo menos aparente. Pero la capacidad de ironía y la inteligencia que le atribuía Elliot no podían, tal vez, contra cuatro meses de ataques de lenguas murmuradoras.

—Esa lámpara no puede haberse quemado, ¿verdad? —dijo, y se restregó vigorosamente la frente con el dorso de la mano—. ¿Ha venido usted hasta aquí para arrestarme?

—No.

—Bueno, entonces… ¿Qué quiere preguntarme?

—Dígame todo, sencillamente, con sus propias palabras, señorita Wills. Doctor Chesney, ¿no quiere ir a ver a su enfermo?

La cortesía tranquila, escocesa y cuerda de Elliot empezaba a surtir efecto. Marjorie lo miró pensativa y su respiración se serenó. Tomando la silla que él le acercaba, se sentó y cruzó las piernas. Tenía puesto un vestido de noche negro y no llevaba ni anillos ni adornos, ni siquiera un anillo liso.

—Inspector, ¿es necesario que nos quedemos aquí? En este cuarto, quiero decir.

—Sí.

—Mi tío tenía una teoría —dijo ella entonces—. Y siempre que tenía una teoría, necesitaba probarla. Éste es el resultado.

Le contó en qué se basaba dicha teoría.

—Según tengo entendido, señorita, todo esto empezó por una discusión en la mesa.

—Sí.

—¿Quién empezó la discusión? ¿Quién inició el tema, quiero decir?

—El tío Marcus —replicó la joven, como sorprendida.

—¿Y usted estaba en desacuerdo con él?

—Sí.

—¿Por qué, señorita Wills? ¿Basándose en qué?

—¡Oh! ¿Acaso importa eso? —exclamó Marjorie, abriendo un poco los ojos y haciendo un gesto de impaciencia. Pero advirtió la tenacidad que reflejaba la mandíbula de Elliot, y nerviosa y desconcertada prosiguió—: ¿Por qué? Sólo por hacer algo, supongo. La vida aquí ha sido un espanto todo este tiempo, desde nuestro regreso, a pesar de la presencia de George. Especialmente por eso. George es mi novio: lo… lo conocí en un viaje que hicimos al extranjero. Y luego tío Marcus estaba tan seguro de sí mismo. Además siempre he creído verdaderamente lo que le dije.

—¿Qué le dijo?

—Tengo la convicción de que todos los hombres son poco observadores —dijo Marjorie pausadamente—. Por eso son tan malos testigos. No prestan atención. Están demasiado ensimismados en sus propios problemas, mirando hacia adentro, siempre concentrados en sus asuntos y preocupaciones. Por eso no observan nada. ¿Quiere que se lo pruebe? Siempre es motivo de broma el hecho de que una mujer sepa lo que otra mujer tiene puesto, hasta el último detalle, tales como un cinturón o una pulsera. Pues bien, ¿cree usted que una mujer no advierte igualmente lo que lleva puesto un hombre? ¿Y que no puede describirlo? No es que solamente sean capaces de observar a las otras mujeres sino que, sencillamente, son observadoras. En cambio ¿se fija usted alguna vez en lo que usan los demás? ¿En lo que lleva puesto otro hombre, por ejemplo? No. Mientras su traje o su corbata no sean imposibles, no les presta la menor atención. ¿Se fija usted alguna vez en los detalles? ¿En los zapatos o en las manos?

Hizo una pausa lanzando de soslayo otra mirada a la doble puerta.

—Le digo esto porque le aseguré a tío Marcus que ninguna mujer inteligente se equivoca mucho sobre lo que ve. Le dije que si nos hacía la demostración, yo no me equivocaría. Y no me he equivocado.

Marjorie se inclinó hacia adelante en actitud de vehemente sinceridad.

—Sabe usted —prosiguió—, alguien entró…

—Un momentito, señorita Wills. ¿Quién más estaba en desacuerdo con la idea de su tío?

—Tío Joe, sólo en principio. El profesor Ingram la desaprobaba enérgicamente. Es profesor de psicología. Dijo que la teoría, en general, era sólida, pero que él no podía, bajo ningún concepto, equivocarse. Afirmó que era un observador entrenado y que conocía todas las trampas. Propuso a tío Marcus una apuesta de cincuenta libras.

Echó una mirada a la silla del doctor Joe, pero éste se había ido: notable hazaña para haberla realizado sin que lo advirtieran. El superintendente Bostwick había vuelto a entrar en el cuarto, y el mayor Crow estaba apoyado sobre el piano de cola, con los brazos cruzados

—¿Y en cuanto a su… novio?

—¿George? ¡Oh!, él tampoco estaba de acuerdo. Pero insistió en que lo dejaran filmar todo con su máquina para que después no hubiera discusión.

Elliot se enderezó en la silla.

—¿Quiere decir que tienen una película de lo que pasó aquí?

—Sí, naturalmente. Ése es la razón de la lámpara especial.

—Ya veo —dijo Elliot con un profundo suspiro de alivio—. Bueno, ¿quiénes iban a ser los testigos de esa demostración?

—Únicamente el profesor Ingram, George y yo. Tío Joe tenía que hacer varias visitas.

—Pero ¿y ese otro hombre que parece haber recibido un golpe en la cabeza o algo así? ¿Ese señor Emmet? ¿No estaba aquí?

—No, no. A él le correspondía representar el papel de ayudante de tío Marcus, ¿comprende? Iba a ser el otro actor en la escena. La cosa ocurrió así, aunque no lo supimos hasta más tarde —explicó ella—. Después de la comida, tío Marcus y Wilbur se reunieron y decidieron la forma en que nos harían la demostración, como lo hacen las personas que combinan un juego de adivinanzas. El escenario sería el escritorio de tío Marcus, ahí, y nosotros nos sentaríamos aquí a mirar. Wilbur debía entrar vestido con una colección de ropas estrafalarias, cuanto más estrafalarias mejor, para que después nosotros las describiéramos. Él y tío Marcus iban a interpretar alguna payasada que también teníamos que describir sin errores. Tío Marcus había preparado ya para nosotros una lista de preguntas. Bueno; cerca de medianoche nos llamó a todos aquí y nos dio las instrucciones…

Elliot interrumpió.

—Un momento, por favor. Dijo usted «cerca de medianoche». ¿No era algo tarde para empezar?

Una leve expresión de lo que a él le pareció desconcertado fastidio se dibujó en el rostro de la joven.

—Sí, lo era. El profesor Ingram se mostró un poco contrariado por eso; quería irse a su casa. La comida terminó a las nueve y cuarto. George y yo, sentados en la biblioteca, jugábamos interminables partidas de rummy, preguntándonos qué pasaría. Pero tío Marcus insistió.

—¿Les dio alguna explicación?

—Dijo que estaba esperando a ver si llegaba tío Joe para que también él pudiera participar en la función. Pero en vista de que tío Joe no había regresado aún y eran ya las doce menos cuarto, decidió comenzar.

—Otra cosa más, señorita Wills. ¿No sabían ustedes en ese momento que el señor Emmet iba a tomar parte en eso… es decir, que iba a ayudar a su tío como actor en el espectáculo?

—¡Oh, no! No vimos a Wilbur para nada después de comer. Todo lo que sabíamos era que tío Marcus estaba encerrado aquí, en estos dos cuartos, haciendo los preparativos.

—Siga, por favor.

—Tío Marcus nos llamó —continuó—. Y nos dio las instrucciones. Los cortinados de las puertas del jardín —señaló— estaban corridos y esas puertas corredizas se hallaban cerradas, para que no pudiéramos ver dentro del escritorio. De pie en este mismo sitio nos dio una pequeña clase.

—¿Le sería posible recordar exactamente lo que dijo?

Marjorie asintió con la cabeza.

—Creo que sí. Dijo: «Primero, han de estar sentados en la más absoluta oscuridad durante el acto». George protestó y preguntó cómo podría, de ese modo, filmar el asunto. Tío Marcus explicó que había tomado una lámpara especial que yo había comprado esa mañana para él, y que la había colocado en el escritorio de manera que la luz cayera directamente sobre la escena. Tendríamos todas las ventajas para concentrar nuestra atención.

En ese momento Elliot sintió fluir hacia él una ola de incertidumbre, tan perceptiblemente como si la muchacha usara perfume.

—Y, sin embargo, pensé que todo el asunto encerraba alguna superchería —agregó ella.

—¿Por qué?

—Por la actitud de tío Marcus —contestó Marjorie—. No se vive con una persona tanto tiempo sin… Y además lo que dijo. Dijo, «Segundo: vean lo que vean, no deben hablar ni intervenir, ¿está claro?». Finalmente, cuando ya se iba al otro cuarto añadió: «Tengan cuidado. Puede haber trampas». Con eso se fue a su escritorio y cerró las puertas corredizas. Yo apagué las luces, y a los pocos segundos empezó la función. Empezó cuando tío Marcus abrió las puertas corredizas de par en par. Me sentía agitada y nerviosa, no sé por qué. Estaba solo. Yo alcanzaba a distinguir casi toda la habitación. Después de abrir las puertas, caminó despacio hacia adentro y se sentó detrás de esa mesa del medio, frente a nosotros. La lámpara especial estaba colocada en un soporte con una pantalla de metal bronceado, situado al frente de la mesa y un poquito hacia la derecha para que iluminara todo sin oscurecernos la visión de tío Marcus. En la pared, detrás de él, se proyectaba su enorme sombra sobre un haz de luz de un blanco absoluto. A sus espaldas, sobre la repisa, se veía el cuadrante blanco del reloj con el péndulo que brillaba, e iba y venía. Era medianoche. Tío Marcus permanecía sentado allí, mirándonos. Sobre la mesa había una caja de bombones, como también un lápiz y una lapicera. Primero tomó el lápiz y simuló escribir, luego hizo lo mismo con la lapicera. Después miró hacia un lado. Una de las puertas de vidrio del escritorio se abrió, y del césped entró aquella cosa de aspecto horrible con el sombrero de copa y los anteojos de sol.

Marjorie hizo una pausa, consiguiendo sólo a medias aclararse la voz.

Pero siguió hablando:

—Tendría, más o menos, un metro ochenta de alto, excluyendo el sombrero de copa de ala ondulada. Llevaba un impermeable largo y sucio, con el cuello levantado. Había algo color castaño envuelto en su cara, y tenía anteojos negros, guantes lustrosos y una especie de maletín negro en la mano. Naturalmente, no sabíamos quién era, pero no me gustó nada su aspecto, ni siquiera en ese momento. Más que algo humano, parecía un insecto. Alto y flaco, sabe usted, con los grandes anteojos puestos. George, que estaba tomando la película, exclamó en voz alta: «¡Huy! ¡El hombre invisible!»… y el hombre se volvió y nos miró. Luego puso sobre la mesa el maletín de médico, permaneció de espaldas a nosotros y se movió hacia el otro lado de la mesa. Tío Marcus le dijo algo. Pero el otro no habló ni una sola vez: tío Marcus fue el único que habló. No había más ruido que el tic-tac del reloj de la chimenea y la máquina de George que zumbaba desde aquí. Creo que lo que dijo tío Marcus fue: «Has hecho ahora lo que hiciste antes; ¿qué más vas a hacer?». Esta vez, como le digo, estaba sobre el lado derecho de la mesa. Moviéndose con gran rapidez, el hombre sacó del bolsillo de su impermeable una cajita de cartón y extrajo de ella una cápsula grande y verdosa como las de aceite de castor que tomábamos cuando chicos. Se agachó, y en un abrir y cerrar de ojos echó hacia atrás la cabeza de tío Marcus, le metió la cápsula en la boca y lo obligó a tragársela.

Marjorie Wills se detuvo.

Le temblaba la voz; levantó la mano hasta la garganta y se la aclaró una y otra vez. Le resultaba tan difícil mantener los ojos apartados de esa doble puerta, ahora a oscuras, que finalmente hizo girar su silla para verla de frente. Elliot hizo lo mismo.

—¿Y? —insinuó.

—No pude evitarlo —dijo ella—. Di un salto o un grito o algo por el estilo. No debía haberlo hecho, porque tío Marcus nos había avisado que no nos debía sorprender nada de lo que viéramos. Además, no parecía ocurrir nada malo; tío Marcus tragó la cápsula, aunque mi impresión fue que no le gustó hacerlo… Una de las veces miró con ferocidad la cara fajada. En cuanto terminó la operación, la cosa aquella con el sombrero de copa levantó el maletín, hizo una especie de zambullida y salió por la puerta de afuera. Tío Marcus permaneció unos segundos más sentado ante la mesa, tragando un poquito, y empujó la caja de bombones para ponerla en otra posición. Luego, sin previo aviso, cayó de bruces.

Al ver que Elliot y sus acompañantes hacían un gesto de sorpresa, Marjorie se apresuró a exclamar:

—¡No, no! Eso era solamente simulado; formaba parte del espectáculo; significaba el final de la función. Porque inmediatamente después, tío Marcus se levantó sonriente y vino a cerrar la doble puerta ante nosotros. Correspondía a la caída del telón. Encendimos las luces de este cuarto. El profesor Ingram golpeó la doble puerta y pidió a tío Marcus que viniera a saludar y a recibir los aplausos. Tío Marcus abrió las puertas. Parecía… radiante, encantado de sí mismo; pero también fastidiado por algo. Tenía un papel doblado metido en el bolsillo del saco y se lo palmeaba. Dijo: «Ahora, amigos, tomen lápiz y papel y prepárense a contestar algunas preguntas». El profesor Ingram preguntó: «Dicho sea de paso, ¿quién era su colega de aspecto tan horrendo?». Tío Marcus dijo: «¡Oh, no era más que Wilbur; me ayudó a planear la cosa!». Y entonces gritó: «Ya está, Wilbur. Ahora puede entrar». Pero no hubo respuesta. Tío Marcus volvió a gritar, y tampoco esta vez recibió respuesta. Finalmente se fastidió y fue hasta la puerta del jardín. Una de las puertas de este cuarto, ¿la ve usted?, estaba abierta porque hacía mucho calor. Las luces de ambas habitaciones estaban encendidas y podíamos ver la franja de pasto que hay entre la casa y los árboles. Toda la vestimenta del duende aquel se hallaba tirada ahí en el suelo; sombrero de copa, anteojos de sol y maleta con el nombre de médico pintado en ella; pero en el primer momento no alcanzamos a ver a Wilbur. Lo encontramos en la zona de sombra, del otro lado de un árbol. Yacía boca abajo, inconsciente. La sangre había brotado de su boca y nariz sobre el pasto, y la parte posterior de su cabeza parecía hundida y blanda. El hierro con que le habían pegado se hallaba tirado cerca de él. Había estado bastante tiempo desmayado.

Haciendo a su pesar una mueca, la muchacha explicó:

—¿Comprende usted? El hombre del sombrero de copa y anteojos de sol en ningún momento había sido Wilbur.