Bellegarde era una casa de la cual podía decirse que no tenía nada superficial. Aunque muy grande, no era una mansión solariega, ni pretendía serlo. Estaba sólidamente construida con ladrillos holandeses de color amarillo, y los remates triangulares de las paredes tenían revestimientos azules, algo terrosos ahora, colocados como terminación de un frente largo y bajo; el declive del techo era muy pronunciado.
Pero en ese momento el inspector Elliot distinguía con dificultad los detalles. El cielo estaba nublado y sombrío. Ni una luz brillaba en el frente de la casa. Pero de uno de los costados, el costado izquierdo, que estaba fuera del radio visual llegando por el camino de entrada, salía una luz tan poderosa que la habían visto desde la carretera principal. Elliot detuvo su automóvil en el camino, y el mayor y Bostwick bajaron del asiento trasero.
—Un momento, señor —dijo Elliot respetuosamente—. Antes de entrar, desearía aclarar un punto. ¿Cuál es mi posición en esto? Me enviaron aquí por el caso de la tiendita de dulces, pero este asunto…
A través de la oscuridad sintió que el mayor lo miraba con áspera sonrisa.
—¿Le gusta, realmente, que todo esté en orden, verdad? —le preguntó—. Bueno, bueno, tanto mejor —agregó apresuradamente—. El caso es suyo, muchacho. Encárguese de él, bajo la supervisión de Bostwick, naturalmente. En cuanto me entere de lo que pasó, me voy a casa a la cama. Adelante, pues.
En lugar de golpear a la puerta principal, Elliot se dirigió resueltamente al costado de la casa y miró desde la esquina. Advirtió que el fondo de Bellegarde era bastante reducido. Ese lado se componía de tres habitaciones en fila. Cada una de ellas tenía dos puertas de vidrio que daban a una tira angosta de césped; paralela a la línea de dichas puertas corría una hilera de castaños. El primer cuarto, hacia el frente de la casa, estaba oscuro. El haz de luz procedía de las puertas de los otros dos, especialmente del tercero, y comunicaba un color verde teatral a la suavidad del césped; iluminaba cada hoja amarilla de los castaños, proyectando sombras teatrales debajo de éstos.
Elliot echó una ojeada al primero de los dos cuartos iluminados. Estaba vacío. Ambas puertas, con sus pesados cortinados de terciopelo, se hallaban abiertas. Era lo que suele llamarse una sala de música, de las mejores, con piano y radiofonógrafo; en ese momento las sillas parecían fuera de su sitio. Una doble puerta corrediza, cerrada, comunicaba con el último de los tres cuartos. Hasta el silencio estaba lo suficientemente cargado como para sugerir desagradables posibilidades.
—¡Hola! —gritó Elliot.
Nadie contestó. Se adelantó con el propósito de mirar a través de las puertas del otro cuarto iluminado, separado por la doble puerta corrediza. Y se detuvo de golpe.
En la angosta franja de pasto verde que había entre la casa y los castaños, exactamente al pie de las puertas del último cuarto, yacía el más estrafalario conjunto de objetos que había visto Elliot en su vida. Lo primero que le llamó la atención fue un sombrero de copa, un lustroso y alto sombrero de copa, de un tipo pasado de moda y con el pelo muy gastado. Junto a él, estaba tirado un largo impermeable de corte antiguo, con hondos bolsillos, también muy usado. Cerca de esta prenda había una bufanda de lana color castaño… y un par de anteojos obscuros de sol. Finalmente, entre ese montón de ropas desechadas se veía una maleta de cuero negro, algo más grande que el maletín de un médico, pero no tan grande como una valija corriente. En la maleta negra se leía, pintado, lo siguiente: R. H. Nemo, M. D.
—Parecería —observó el mayor Crow con calma— que alguien ha estado desvistiéndose.
Elliot no contestó. Acababa de mirar adentro del cuarto, y no era un espectáculo agradable lo que veía.
Las dos puertas de ese cuarto estaban también abiertas de par en par. Tenía muebles de oficina o de gabinete de estudio. En el medio había una mesa amplia con carpeta de escribir y tintero, y un sillón de escritorio colocado detrás de la mesa, a la izquierda de Elliot. Una persona sentada en esa silla tendría necesariamente enfrente la doble puerta corrediza que daba al otro cuarto. La bombita eléctrica de la lámpara de bronce que había sobre la mesa brillaba de un modo tan intenso y enceguecedor que Elliot reconoció en ella una lámpara Photoflood de las que se usan para sacar fotografías de interior; la pantalla se hallaba ladeada, como para que todo su fulgor bañara la cara y el cuerpo de cualquiera que estuviese sentado en el sillón de la mesa escritorio. Y, en ese momento, alguien estaba sentado en ese sillón.
Era Marcus Chesney. De lado, con la espalda doblada y los hombros hacia adelante, apoyaba sus manos crispadas sobre uno de los brazos del sillón, como si estuviera tratando de ponerse de pie. Pero era sólo una ilusión de vida. Los pies colgaban hacia afuera y el peso del cuerpo descansaba contra el respaldo del sillón. La cara presentaba síntomas de cianosis; las venas de la frente, hinchadas y de color azul obscuro, sobresalían; el blanco grisáceo del cabello establecía un contraste estremecedor. Los párpados congestionados estaban cerrados, y sobre los labios se veía aún una leve espuma.
La lámpara especial, inclinada y enfocada sobre él, hacía resaltar todos estos detalles con su implacable claridad de luz blanca. En la pared, detrás de Marcus Chesney, había una chimenea de madera lustrada y sobre la repisa, un reloj de cuadrante blanco cuyo pequeño péndulo, atareado, oscilaba con fuerte tic-tac. Sus agujas marcaban las doce y veinticinco.
—Sí, está muerto —dijo el mayor, tratando de dar vivacidad a su tono—, pero… mire…
Su voz se apagó, como una protesta.
El tic-tac del reloj era extraordinariamente fuerte. El olor a almendras amargas llegaba hasta el jardín.
—¿Qué, señor? —preguntó Elliot reteniendo en la memoria los detalles.
—Parece que fue duro el paso al otro lado. Dolor, quiero decir.
—Lo fue.
—Joe Chesney dijo que era cianuro. Y además está ese olor: no puedo decir que lo haya olido antes, pero todos sabemos cómo es. ¿No era que el cianuro actuaba como el rayo y mataba instantáneamente sin dolor alguno?
—No, señor. No existe veneno que mate así. Es muy rápido, pero sólo en el sentido de que tarda unos minutos, en lugar de…
Pero no había que perder tiempo en consideraciones; tenía que continuar su tarea. Mientras Elliot permanecía en la puerta del jardín, su imaginación captó los desagradables elementos de prueba existentes en aquel cuarto y los hizo calzar juntos en un esquema de extraordinaria nitidez. Allí estaba el muerto sentado detrás de la mesa que daba frente a la doble puerta situada al otro lado del cuarto, con una fuerte luz colocada para iluminarlo. Parecía un escenario… con focos. De estar abiertas esas puertas corredizas, con gente del otro lado, mirando hacia allí, el cuarto podía parecer un escenario. Las puertas corredizas harían las veces de cortinas; Marcus Chesney sería el actor. Y afuera de la puerta yacían esos curiosos ropajes de escenario: un sombrero de copa, un impermeable, una bufanda color castaño, un par de anteojos de sol y la maleta negra con el nombre pintado de un doctor fantasmagórico.
Bueno, eso podía esperar.
Elliot miró la hora en su reloj. Coincidía al segundo con el reloj de la repisa, y anotó el dato en su libreta. Luego entró en el cuarto.
El olor a almendras amargas era muy fuerte cerca de la boca de Marcus. Hacía muy poco que había muerto; sus manos estaban aún crispadas, en un último espasmo, sobre el brazo del sillón. Tenía puesto un saco de smoking y la pechera de la camisa, abultada, desbordada por la parte alta de su chaleco; detrás del pañuelo, en el bolsillo alto de la izquierda, sobresalía el borde de un pedazo de papel doblado.
Si había ingerido veneno, Elliot no podía hallar ningún recipiente o receptáculo del cual hubiera podido tomarlo. La mesa, con su carpeta prolija y el cenicero, estaba completamente limpia. Sólo había otros dos objetos sobre ella. Uno era un lápiz chato y de color azul oscuro; se encontraba sobre el secante y no sobre el tintero. El otro objeto que había en la mesa era una caja de dos libras de bombones comunes. Estaba sin abrir; el cartón satinado tenía por adorno un dibujo floreado semejante a un papel azul de pared y llevada impresas sobre la tapa, en letras doradas, las palabras Henry’s Pippermint Creams.
—¡Hola! —vociferó alguien desde el otro cuarto. Las alfombras eran espesas y ninguno de ellos había oído paso alguno. Estaba, además, tan obscuro más allá del haz de luz que apenas alcanzaban a ver; ni siquiera lo pudieron, cuando alguien a tientas consiguió abrir las puertas corredizas. El doctor Joseph Chesney entró apresuradamente en el cuarto y se detuvo de repente.
—¡Ah! —dijo, respirando con dificultad—. Es usted, mayor. Y usted, Bostwick. Gracias a Dios.
El mayor lo saludó secamente:
—Nos preguntábamos dónde andaría usted metido —expresó—. Éste es el inspector Elliot, que ha venido de Scotland Yard para darnos una mano. ¿Qué tal si le contara lo que ha pasado aquí?
El doctor Joe miró a Elliot con inquisitiva curiosidad. A su paso, el aire se alteraba como agitado por un vendaval; traía adherida una atmósfera de coñac que se mezclaba con el olor a almendras amargas. Su bigote y su barbita rojiza se hinchaban con el movimiento que hacían sus labios al resoplar y respirar. Viéndolo ahí, en su casa, y no en Italia, parecía menos agresivo y tal vez hasta menos corpulento a pesar de su grueso traje de tweed. Tenía pelo rojo y cejas rojas, duros como cepillo, sobre unos ojos ferozmente afables, y arrugas en las ojeras que se movían como si toda la parte inferior de la cara estuviera colocada sobre un gozne. Pero en ese momento el rostro rollizo no se mostraba afable.
—Yo no sé qué pasó —dijo con voz un poco desafiante—. No estaba aquí. No puedo encontrarme en todas partes al mismo tiempo. Hace un instante estuve arriba, atendiendo a otro paciente.
—¿Otro paciente? ¿Quién?
—Wilbur Emmet.
—¡Wilbur Emmet! —repitió el mayor—. ¿No está…?
—¡Oh, no! No está muerto. Recibió, sin embargo, un mal golpe en la nuca. Conmoción —explicó el doctor Joe, juntando las manos y restregándoselas como si se las lavara—. Pero oigan, ¿qué les parecería si fuéramos al otro cuarto? No es que me importe estar aquí con eso —señaló a su hermano—. Pero las lámparas especiales no duran toda la vida. Si siguen manteniéndola encendida, se quemará, y entonces sí que estarán a obscuras para realizar, ¿cómo se llama? —volvió a lavarse las manos—, una investigación y obtener indicios y todo lo demás, ¿eh?
Ante una indicación del comisario, Elliot se envolvió los dedos en un pañuelo y apagó la luz. Mientras se dirigía hacia la otra habitación, Joseph Chesney caminó con cierta rapidez. En la sala de música se les enfrentó con una agresividad que, según pudo advertir Elliot, era provocada por los nervios.
El mayor Crow cerró a medias la doble puerta.
—Entonces —dijo vivamente—, si no les importa que usemos el teléfono, ruego al superintendente que llame al médico para…
—¿Para qué quieren un médico? Yo soy médico. Puedo asegurar les que está muerto.
—Es una cuestión de forma, Chesney. Usted lo sabe.
—Si tiene algo que decir en contra mío… desde el punto de vista profesional.
—No diga tonterías. Proceda, inspector.
El doctor Joe se volvió hacia Elliot.
—Así que usted es de Scotland Yard, ¿eh? —le dijo; luego pareció reflexionar—. ¡Un momento! ¿Cómo pudo llegar aquí tan pronto? —volvió a reflexionar—. No es posible.
—Vine por otro asunto, doctor. El envenenamiento de los niños.
—¡Ah! —exclamó el doctor, mientras su rostro cambiaba de color—. Si es así, tiene entre manos una buena tarea.
—Lo reconozco —admitió Elliot—. Y ahora, doctor, ¿podría darme aunque sólo fuera una idea de lo ocurrido aquí esta noche?
—¡Payasada, eso es lo que ha habido aquí! —vociferó el otro inmediatamente—. Payasada. Marcus quería ofrecerles un espectáculo, ¡y vaya si lo consiguió!
—¿Un espectáculo?
—No puedo describirle lo que hicieron —explicó el doctor— porque no me encontraba aquí, pero sí decirle lo que pensaba hacer, puesto que no discutieron otra cosa durante toda la comida. Fue a raíz de la idea que siempre había sostenido Marcus, pero que nunca había tomado, anteriormente, una forma tan concreta. Marcus decía que de cien personas, noventa y nueve son, como testigos, sencillamente inservibles. Afirmaba que no son capaces de explicarle a uno ni lo que pasa en sus propias narices; y si se produce un incendio, un accidente callejero, un tumulto o cualquier cosa por el estilo, la policía obtiene testimonios tan absurdamente contradictorios, que de nada sirven —miró a Elliot con súbita curiosidad—. A propósito, ¿es cierto eso?
—Muchas veces sí. Pero ¿qué más?
—Y bien, todos estaban en desacuerdo con Marcus; cada uno por motivos distintos, pero todos aseguraban que a ellos no se les podía engañar. Yo también sostuve lo mismo —expresó el doctor a la defensiva—. Creo que, en mi caso, es así. Pero al final, Marcus dijo que desearía poner en práctica una pequeña prueba. Propuso realizar con ellos un experimento psicológico empleado ya en una universidad equis. Dijo que les prepararía un pequeño espectáculo, al final del cual deberían contestar una lista de preguntas sobre lo que habían visto. Y quería demostrar que el sesenta por ciento de las contestaciones estaría equivocado.
El doctor Joe recurrió al mayor Crow.
—Usted conoció a Marcus. Siempre dije que se parecía a… ¿cómo se llama?… Usted sabe, ese escritor que teníamos que leer en el colegio… El que caminaba veinte millas con tal de obtener la descripción exacta de una flor que, en el fondo, no tenía ninguna importancia. En cuanto a Marcus se le ocurría alguna cosa, tenía que llevarla inmediatamente a cabo, sin vacilar. De modo que participaron todos en el jueguito. Cuando el espectáculo estaba en su apogeo… Bueno, alguien llegó y mató a Marcus. Si los he comprendido bien, todos ellos vieron al asesino y siguieron cada uno de sus movimientos. Y sin embargo no pueden ponerse de acuerdo en nada de lo que pasó.
El doctor Joe dejó de hablar; su voz había adquirido una especie de ronquera estruendosa; su rostro era feroz; y al ver la expresión de sus ojos, Elliot, por un instante, temió que perdiera el dominio de sí mismo y se pusiera a llorar. La escena hubiera resultado grotesca de no haber parecido el hombre tan absolutamente sincero.
El mayor Crow intervino.
—¿Pero no pueden describir al asesino?
—No. El tipo estaba enteramente envuelto, como el «Hombre Invisible».
—¿Como qué?
—Usted sabe: saco largo, cuello levantado, bufanda envuelta en la cabeza y la cara, anteojos oscuros, sombrero gacho. Bastante feo aspecto, según me dijeron, pero supusieron que el personaje formaba parte del espectáculo. ¡Es algo horrible! Pensar que ese… ese duende se introduce aquí y…
—Pero…
—Discúlpeme, señor —interrumpió el inspector Elliot, quien quería tener los datos en correcto orden porque presentía vagamente que el caso iba a ser peliagudo. Se volvió hacia el doctor—. Dice usted que «ellos» lo vieron. ¿Quiénes eran?
—El profesor Ingram, Marjorie y el joven George no-sé-cuánto.
—¿Alguien más?
—No; al menos que yo sepa. Marcus quería que yo estuviera. Pero, como ya se lo dije varias veces, tenía algunos enfermos que ver. Marcus me dijo que, de todos modos, no iniciaría la representación hasta tarde y que me esperaría si prometía estar de vuelta antes de medianoche. Naturalmente no pude prometérselo. Le dije que volvería si podía, pero que si no estaba de regreso a las doce menos cuarto, que comenzaran la función sin mí.
Después de resoplar una o dos veces, el doctor había conseguido dominarse. Se sentó. Levantó sus manazas y antebrazos semejantes a las garras de un oso y los dejó caer sobre las rodillas.
—Entonces, ¿a qué hora empezó la representación? —preguntó Elliot.
—Me han dicho que a la primera campanada de las doce. Ése es el único punto importante en el cual todos están de acuerdo.
—En lo que se refiere al asesinato en sí, doctor, ¿no podría decirnos nada que supiera personalmente?
— ¡No! Justo a las doce me retiraba de atender a una enferma en el otro lado del pueblo. Caso difícil: parto. Pensé venir hacia aquí con el propósito de llegar a tiempo a la reunión. Pero no fue así. Llegué a las doce y diez, y encontré al pobre viejo tan grave que yo ni nadie hubiésemos podido hacer nada por él —en este punto una nueva reflexión pareció aclararse en su entendimiento. Levantó sus ojos congestionados—. Y les diré algo más —prosiguió con voz intencionada—, una buena conclusión se desprende de este asunto. ¿Creen que no voy a repetirlo hasta el cansancio? ¿Lo creen? Mire, inspector, me dice usted que ha venido aquí por el asunto del veneno en el negocio de la señora Terry, de modo que probablemente sabe lo que voy a decirle, pero de todas maneras se lo voy a decir. Hace más de tres meses, casi cuatro, todos han estado repitiendo que mi sobrina es una criminal. Eso es lo que repiten: aseguran que envenena a las personas para verlas retorcerse. No me lo han dicho a mí. ¡Por cierto que no! Pero lo han dicho; ¿y no voy ahora a refregarles eso? Porque una cosa está comprobada: sea quien sea el que mató a mi hermano, no era Marjorie. Y sea quien sea el envenenador, no puede ser Marjorie. Y aunque Marcus tuvo que irse al otro mundo para probarlo, vale la pena. ¿Me entiende? Vale la pena.
Se sobresaltó, con cierto aire de culpabilidad, y dejó caer el puño que tenía en alto. Una puerta, situada en el otro lado del cuarto y que evidentemente conducía a un pasillo, se había abierto; Marjorie Wills entró.
La sala de música tenía una araña de cristal cuyas velas eléctricas se hallaban encendidas en su totalidad. Cuando Marjorie abrió la puerta, sus ojos parpadearon un poco. Se adelantó rápidamente, caminando sobre la alfombra con sus pequeños escarpines negros, sin hacer el menor ruido, y tocó el hombro del doctor.
—Por favor, ven arriba —le rogó—. No me gusta la forma en que respira Wilbur.
Luego miró, sorprendida, a su alrededor y vio a los demás. En el primer momento, sus ojos grises carecían de expresión, pero en seguida, al ver a Elliot, parecieron recordar algo y se entornaron. Fue una concentración violenta que tardó lo que ella tardó en recobrarse.
Dijo:
—¿No es usted… es decir, no nos hemos visto antes?