La noche en que se cometió un asesinato en Bellegarde, la casa de campo de Marcus Chesney, el inspector Elliot partió de Londres en su automóvil (del cual estaba desmedidamente orgulloso) y llegó a Sodbury Cross a las once y media. Era una noche muy linda, aunque muy obscura después de un día brillante de sol, y templada para ser 3 de octubre.
Había existido, pensó sombríamente, una especie de fatalidad en todo eso. Cuando el superintendente Hadley le dijo que se encargara del asunto, él no le había comunicado su pensamiento. Como una obsesión volvía a su memoria cierta escena pompeyana, y también cierto asunto muy feo ocurrido en una farmacia.
—Como de costumbre —había protestado Hadley con amargura— nos han llamado cuando la pista está tan borrada como una huella en el agua. Casi cuatro meses después. Estuvo usted muy acertado en la pista desaparecida del asunto de Crooked Hinge, de modo que tal vez consiga descubrir alguna cosa. Pero no tenga demasiado optimismo. ¿Sabe algo de esto?
—He… leído algunas crónicas en el momento en que ocurrió, señor.
—Y bien, vuelven a desenterrar el asunto. Parece que hay un barullo del demonio desde que la familia Chesney ha regresado de un viaje al extranjero. Cartas anónimas, inscripciones en las paredes, esa clase de cosas. Es un asunto sucio, muchacho: envenenamiento de niños.
Elliot vaciló. Se sintió invadido por una ira sorda.
—¿Suponen que es alguien de la familia Chesney, señor?
—Lo ignoro. El mayor Crow, el comisario, tiene sus ideas al respecto. Crow tiende a lo emocional más de lo que se creería al verlo. Cuando se le pone una idea, se aferra a ella con dientes y uñas. De todas maneras, le dará a usted los datos. Es un buen hombre, y trabajará usted seguramente bien bajo sus órdenes. ¡Ah!, y si necesita ayuda, Fell se encuentra cerca de allí. Está en Bath, haciendo una cura. Podría usted telefonearle y ver que trabaje un poco, para cambiar.
Andrew MacAndrew Elliot, joven, formal y muy escocés de alma, se sintió considerablemente alentado al enterarse de la proximidad del voluminoso doctor. Pensó que hasta podría contarle al doctor Fell lo que tenía en la mente, porque el doctor Fell pertenecía a esa clase de personas.
En consecuencia, a las once y media llegó a Sodbury Cross y se detuvo frente a la comisaría. En lo referente a categoría, Sodbury Cross oscila entre pueblo y aldea. Pero es una localidad que tiene feria y se halla junto a la carretera de Londres, razón por la cual soporta un enorme tránsito. A esa hora de la noche estaba envuelta en el sueño. Las luces del coche de Elliot señalaban hileras de ventanas cerradas; la única otra luz la proyectaba un reloj iluminado sobre la fuente de agua potable del Diamond Jubilee.
El mayor Crow y el superintendente Bostwick estaban esperándolo en la comisaría, en la oficina del último de los nombrados.
—Siento haber llegado tan tarde, señor —dijo Elliot al primero—. Pero se me pinchó un neumático del otro lado de Calne y…
—¡Oh, no se preocupe! —exclamó el comisario—. También nosotros somos pájaros nocturnos. ¿Dónde piensa alojarse?
—Me recomendaron «El León Azul».
—No podría encontrar nada mejor. ¿Prefiere ir ahora y despertarlos y retirarse, o escuchar primero algo sobre el caso?
—Me gustaría enterarme un poco de eso, señor, si no es demasiado tarde para usted.
Durante un rato reinó silencio en la oficina con excepción del tic-tac de un reloj ruidoso; la luz del gas fulguraba nerviosamente. El mayor Crow abrió una caja y ofreció cigarrillos. Era un hombre de poca talla, de bigotito canoso y de modales y voz suaves, uno de esos tipos de ex militares cuyos éxitos sorprenden siempre, mientras no se toma contacto con su absoluta eficiencia. El mayor encendió un cigarrillo y vaciló, fijando los ojos en el suelo.
—Soy yo quien tendría que pedirle disculpas, inspector —dijo—. Deberíamos haber recurrido a Scotland Yard hace mucho tiempo, si es que lo íbamos a hacer. Pero en estos últimos días, desde que volvieron Chesney y su gente, se ha producido un revuelo. La población creerá que el asunto adelanta mucho— su sonrisa no era ofensiva— sólo porque Scotland Yard interviene en él. Ahora bien, muchos pretenden que arrestemos a una muchacha llamada Wills, Marjorie Wills. Y no tenemos suficientes pruebas.
Aunque sintió la tentación de hacerlo, Elliot no emitió comentario alguno.
—Comprenderá usted la dificultad —prosiguió el mayor Crow—, si logra imaginar la tienda de la señora Terry. Ha visto usted centenares idénticas. Es un lugar muy pequeño, angosto, pero con bastante fondo. Del lado izquierdo hay un mostrador para cigarrillos y tabaco; del lado derecho otro mostrador para golosinas. Entre ambos corre un pasillo cuya estrechez apenas permite moverse en él y que va hasta el fondo de la tienda donde se halla instalada una biblioteca circulante. ¿Lo ve?
Elliot asintió con la cabeza.
—Sólo existen tres negocios de esta especie en Sodbury Cross, y el de la señora Terry es, lo era, en mucho el mejor frecuentado. Todos iban allí. Es una mujer alegre y muy capaz. Su marido murió y la dejó con cinco hijos, ¿comprende?
Elliot volvió a hacer un gesto afirmativo con la cabeza.
—Y también comprende usted cómo se realiza la venta de golosinas en esos negocios. Algunos dulces están dentro de una vitrina chata, pero una gran parte de ellos se encuentra colocada de cualquier modo sobre el mostrador: en frascos de vidrio o en cajas abiertas. Ahora bien, sobre la vitrina había cinco cajas abiertas, levemente inclinadas para exhibir la mercadería. Tres de ellas contenían bombones de crema, otra bombones de chocolate sin relleno, y otra caramelos. Supongamos que alguien quisiera mezclar bombones envenenados entre ellos. ¡Nada más fácil! Le bastaría comprar bombones rellenos con crema en otra parte; pertenecen a un tipo común que se encuentra sin dificultad. Tomaría una jeringa de inyecciones, la llenaría de estricnina en solución alcohólica e inyectaría luego unos miligramos del líquido en, digamos, media docena de bombones. Un pinchazo tan diminuto no se nota. Luego iría a la tienda de la señora Terry, o a cualquier otra, con los bombones escondidos en la palma de la mano. Pediría cigarrillos, y la señora Terry iría a buscarlos al mostrador correspondiente. Supongamos que le pide cincuenta o cien Players; en tal caso no sólo tiene que volverse, sino que se ve obligada a trepar hasta un estante más alto para alcanzar la caja de cien. Mientras da la espalda, ese alguien estira simplemente el brazo y deja caer los bombones preparados dentro de la caja abierta. Cien personas durante el día pasan por esa tienda; ¿quién puede saber cuál es el culpable, o probarlo?
Se había puesto de pie y tenía el rostro enrojecido.
—¿Así fue como lo hicieron, señor? —inquirió Elliot.
—¡Espere! Ya ve con qué facilidad diabólica una persona que sólo aspira al placer de matar, sin importársele a quien, puede quedar impune. Usted advierte nuestra dificultad. Será mejor que primero le dé algunos datos sobre Marcus Chesney, su familia y sus compinches. Chesney vive en una casa grande situada a más o menos un cuarto de milla de aquí; tal vez la ha visto usted. Linda, flamante, todo moderno y de lo mejor. Se llama Bellegarde; apodada así por un durazno.
—¿Un qué, señor?
—Un durazno —repitió el comisario—. ¿Ha oído hablar alguna vez de los famosos invernáculos de Chesney? ¿No? Ocupan más o menos media hectárea. Antes de él, su padre y su abuelo cultivaban duraznos finos, considerados como los mejores del mundo. Marcus siguió haciéndolo. Son esos duraznos enormes que se compran en los hoteles del West End a precios fantásticos. Los cultiva fuera de estación; sostiene que el sol y el clima nada tienen que ver con el cultivo del durazno; afirma que su método es un secreto que vale decenas de miles. Cultiva el Bellagarde, el Early Silver y —su propia especialidad— el Royal Ripener. Y ciertamente es un negocio que produce: me han asegurado que su renta anual alcanza a seis cifras.
En este punto el mayor Crow titubeó, mirando agudamente a su huésped.
—En cuanto a Chesney propiamente dicho —continuó—, no es lo que podríamos llamar popular en la región. Es astuto y más duro que una piedra. En general lo detestan con toda el alma o le conceden un respeto semitolerante. Usted conoce el ambiente de las cantinas: «¡Duro de pelar el viejo Chesney, eso es lo que es!», y un gesto de la cabeza y una risita burlona, y vuelta a dejar caer el jarro sobre el mostrador. Existe además la creencia popular de que en esa familia hay algo raro, aunque nadie puede decir qué. Marjorie Wills es sobrina de Chesney, hija de una hermana suya que murió. Por lo que se sabe de ella, parece ser una excelente muchacha. Pero tiene mal carácter. A pesar de su aire dulce e ingenuo me han dicho que, algunas veces, emplea un lenguaje que sobrecogería a un sargento mayor. Luego está Joe Chesney, el médico. Redime a la familia; todo el mundo lo quiere. Tiene siempre un aspecto de toro salvaje, y no confiaría demasiado en su habilidad profesional, pero muchísimas personas le tienen fe. No vive con Marcus, éste no desea estropear a Bellegarde con un consultorio. Vive un poco más lejos, en el mismo camino. Después tenemos a un profesor retirado llamado Ingram, muy agradable y tranquilo, muy amigote de Marcus. Posee, también en el mismo camino, una casita, y está muy bien considerado por aquí. Finalmente, el gerente o administrador de los cultivos de duraznos es un tipo llamado Emmet de quien nadie sabe nada y no despierta mayor interés. Pues bien, el 17 de junio era jueves, día de feria, y había bastante gente en el pueblo. Creo que podemos dar por establecido que hasta ese día no había habido bombones envenenados entre los de la señora Terry. La razón: tiene cinco hijos, como le dije, y uno de ellos festejó su cumpleaños el día dieciséis. La señora Terry le dio una fiestita esa tarde. Para la fiesta tomó, entre otros dulces, un puñado de bombones de cada una de las cajas que estaban encima del mostrador. Nadie se sintió mal por haberlos comido. Por otra parte, tenemos una lista de todas las personas, todas, que fueron a la tienda ese jueves. Eso no es tan difícil como parece, porque la mayoría llevó libros a la biblioteca y la señora Terry anota siempre los nombres. Ese día no hubo extraños en el negocio: podemos considerarlo establecido. De paso, le diré que Marcus Chesney estuvo allí en persona. También estuvo el doctor Joe Chesney. Pero ni el profesor Ingram ni el joven Emmet entraron.
Elliot había sacado su anotador y estudiaba los curiosos dibujos que había trazado en él.
—¿Y la señorita Wills? —inquirió; y tuvo nuevamente conciencia de la noche tibia, la luz cantante del gas y los ojos preocupados del comisario.
—Ya voy llegando a esa parte —siguió diciendo el mayor Crow—. La señorita Wills no estuvo en realidad dentro de la tienda en ningún momento. He aquí lo que pasó. Más o menos a las cuatro de la tarde, justo después de la salida del colegio, ella llegó a Sodbury Cross en el automóvil de su tío. Fue a la carnicería de Packers para formular una pequeña queja a propósito de algo. Cuando salía de la carnicería se encontró con el niño Frankie Dale de ocho años de edad. Siempre había querido mucho a Frankie, según afirma la mayoría. Le dijo estas palabras, oídas por un testigo: «Oye, Frankie corre hasta la tienda de la señora Terry y tráeme tres peniques de bombones de crema, ¿quieres?», y le dio al chico una moneda de seis peniques. La tienda de la señora Terry queda, más o menos, a cincuenta metros de la carnicería. Frankie hizo lo que le pedían. Como ya se lo dije, había tres cajas de bombones de crema sobre la vitrina. Frankie, como buen niño, no especificó. Señaló sencillamente con decisión la caja del centro y dijo:
«Quiero tres peniques de ésos».
—Un momento, señor —interrumpió Elliot—. ¿Alguien había comprado bombones de crema antes de esa hora?
—No. Se había hecho una venta bastante buena de pastillas de goma, chocolatines y caramelos, pero hasta ese momento, ese día, no se había vendido ningún bombón de crema.
—Prosiga, por favor.
—La señora Terry los pesó y se los dio al niño. Esos bombones cuestan seis peniques el cuarto de libra; le dio dos onzas, o sea seis bombones. Entonces Frankie corrió de vuelta a donde lo esperaba la señorita Wills, con los chocolates dentro de una bolsita de papel. Ese día había llovido; la señorita Wills llevaba puesto un impermeable con bolsillos profundos. Metió la bolsita en el bolsillo. Luego, como cambiando de idea, la volvió a sacar. Por lo menos, volvió a sacar una bolsita de papel. ¿Comprende?
—Sí.
—Abrió la bolsita, miró adentro y dijo: «Frankie, me has traído de los más chicos con relleno blanco. Yo quería los más grandes con relleno rosado. Ve y dile a la señora Terry que me los cambie, ¿quieres?». Por supuesto, la señora Terry, amablemente, se los cambió. Echó los bombones en la caja del centro y volvió a llenar la bolsita con otros de la caja de la derecha. Frankie se los entregó a la señorita Wills y ésta le dijo que guardara el cambio de los seis peniques. El resto del asunto —añadió el mayor Crow haciendo una inspiración profunda y mirando fijamente a su interlocutor— tarda poco en contarse. Frankie no gastó sus tres peniques en ese momento; se fue a su casa a tomar el té. Pero después del té, volvió otra vez allí. Ignoro si, desde que había comprado los anteriores, tenía o no la idea fija de los bombones de crema. Pero gastó en ellos dos peniques, los más chicos con relleno blanco, y un penique en pastillas. A eso de las seis y cuarto, una sirvienta llamada Lois Curtain (trabaja en casa del señor y la señora Anderson) fue a la tienda con dos de los niños Anderson y compró media libra de bombones mezclados de las tres cajas. Todos los que probaron alguno de los chocolates de la caja del centro se quejaron del gusto horriblemente amargo que tenían. Frankie, pobrecito, no iba a desalentarse por eso, puesto que había gastado en ellos sus dos peniques. Se los tragó todos. Los dolores le empezaron alrededor de una hora más tarde y murió entre terribles sufrimientos a las once de esa misma noche. Los niños Anderson y Lois Curtain fueron más afortunados. La pequeña Dorothy Anderson probó un bocado de uno de los bombones; protestó en seguida y dijo que era demasiado amargo —malo fue la palabra que empleó— para comerlo. Por curiosidad, Lois Curtain también probó un bocado. Tommy Anderson se puso a chillar en tal forma que también a él tuvieron que darle un bocado. Lois, entonces, probó otro chocolate y era igualmente amargo. Decidió que los bombones eran malos y los guardó en su cartera hasta que pudiera ir a quejarse a la señora Terry. Ninguno de los tres murió, pero esa noche Lois estuvo con un pie en la tumba. Envenenamiento por estricnina, naturalmente.
El mayor Crow calló. Había hablado con voz tranquila, pero a Elliot no le gustó la expresión de sus ojos. Apagando el cigarrillo, el mayor volvió a sentarse y agregó:
—Desde hace doce años me encuentro en esta parte del país, pero nunca he presenciado un revuelo como el que siguió a ese asunto. Como es de suponer, el primer informe decía que la señora Terry había estado vendiendo chocolates envenenados, y toda la culpa recayó sobre ella. Creo que algunas personas tenían la vaga idea de que el chocolate puede descomponerse como la carne. La señora Terry se puso histérica; se tapaba la cara con el delantal y gritaba y lloraba. Le rompieron las vidrieras, y el padre de Frankie Dale casi se volvió loco. Pero después de un día o dos, se calmaron un poco los ánimos, y empezaron a preguntar cosas. Joe Chesney dijo francamente en el bar del «León Azul» que se trataba de un envenenamiento deliberado. Había atendido a Frankie. Frankie había comido tres chocolates, ingiriendo treinta y seis centigramos de estricnina. Usted sabe que cincuenta y cuatro miligramos han demostrado ser una dosis fatal. Las otras tres víctimas habían dividido entre ellas más de doce centigramos. Los restantes bombones de la caja del centro fueron analizados. Dos de ellos contenían, cada uno, más de doce centigramos de formiato de estricnina en una solución alcohólica, como asimismo dos de los bombones que tenía Lois Curtain en la cartera, además de los dos que ella y los niños habían compartido. En otras palabras, diez chocolates en total habían sido envenenados, y en cada uno había mucho más veneno del necesario para que la dosis fuese fatal. Alguien había decidido matar, y matar a su víctima con el mayor sufrimiento posible. Ahora bien, y muy claramente, existían tres posibles soluciones. Una: la señora Terry había envenenado deliberadamente los chocolates. Después del primer escándalo, nadie lo creyó. Dos: alguien había ido al negocio durante el día a echar un puñado de bombones envenenados en la caja del centro, mientras la señora Terry daba la espalda. En la forma que le indiqué hace un momento. Tres: fue Marjorie Wills quien lo hizo. Cuando Frankie le llevó la bolsita de bombones inofensivos, ella ocultaba en el bolsillo de su saco un duplicado de la bolsa que contenía los preparados con veneno. Introdujo la bolsa inofensiva en el bolsillo, sacó la envenenada y pidió a Frankie que la llevara de vuelta y la cambiase. En esa forma la mercadería envenenada fue echada dentro de la caja central. ¿Me sigue usted?
Elliot frunció el ceño.
—Sí, señor, comprendo. Pero…
—¡Precisamente! —interrumpió el mayor, fijando una mirada magnética en su huésped—. Sé lo que va a decir. Ahí estaba la dificultad. Ella compró seis chocolates. Pero en total había diez envenenados en la caja. Si devolvió un duplicado de la bolsa con seis, ¿cómo explicar los cuatro restantes? Y si la bolsa contenía diez chocolates en vez de seis, ¿cómo no lo advirtió la señora Terry al vaciarla en la caja?
Hasta ese momento, el superintendente Bostwick, de la policía local, no había pronunciado palabra. Era un hombre grande y rudo, y había permanecido sentado, con los brazos cruzados y la mirada clavada en el almanaque. Se aclaró la garganta.
—Algunas personas —dijo— creen que pudo no darse cuenta, si estaba atareada.
Aclarándose nuevamente la garganta, agregó:
—Con Scotland Yard o sin Scotland Yard, atraparemos a ese maldito asesino del demonio, aunque sea lo último que hagamos.
La vehemencia de su desahogo estremeció el cuarto templado. El mayor Crow miró a Elliot.
—Por lo general —dijo—, Bostwick no pierde su serenidad de juicio. Y si él piensa así, ¿qué imagina usted que piensan los demás?
—Ya veo —dijo Elliot, sintiendo un pequeño escalofrío—. ¿Entonces, la mayoría cree que la señorita Wills…?
—Usted tendrá que averiguarlo. La gente, en general, no esta dispuesta a discutir sutilezas, como tenemos que hacerlo nosotros. Ahí está lo malo. Primero fue la naturaleza enteramente absurda de la cosa, su característica puramente torcida, lo que pasmó a todos. Y luego… bueno, no ayuda mucho el hecho (aunque por suerte los parroquianos del «León Azul», en su mayoría, lo ignoran) de que las circunstancias sean casi las mismas de un famoso caso de envenenamiento registrado en Brighton hace más de sesenta años. ¿Ha oído hablar del caso de Christiana Edmunds en 1871? Logró efectuar el truco de los bombones envenenados, consiguiendo que un niño los llevase de vuelta a la tienda para cambiarlos, exactamente en la misma forma. Llevaba un duplicado de la bolsa en su manchon, creo, y como un prestidigitador se lo cambió al chico.
Elliot reflexionó.
—Sí, recuerdo bien; Christiana Edmunds estaba loca —dijo—. Murió en Broadmoor.
—Sí —asintió el mayor con brusquedad—, y algunos creen que esta muchacha terminará allí.
Después de una pausa, prosiguió con aire razonable:
—¡Pero fíjese el caso que han fabricado contra ella! En realidad el caso no existe. No se sostiene; sencillamente no se sostiene ni pegado con cola. Primero, no se consigue descubrir un rastro de veneno que nos lleve hasta ella; no se puede probar que haya comprado, pedido en préstamo, encontrado o robado, ni una fracción de miligramo. La respuesta que dan aquí a eso es sencilla. El doctor Chesney la quiere mucho, y Joe Chesney, dicen, es una de esas personas descuidadas que dejarían estricnina tirada por cualquier parte como si fuera tabaco. Es verdad que tiene estricnina en su consultorio, pero nos ha dado cuenta de cómo ha empleado toda la cantidad que estaba en su poder. Segundo: la señora Terry jura que sólo había seis chocolates en la bolsa que Frankie Dale llevó de vuelta. Tercero: si Marjorie Wills hizo eso, lo realizó en forma increíblemente tonta. Ni siquiera tomó las precauciones de la loca Christiana Edmunds. Después de todo, Brighton es muy grande, y una mujer que elige a un chico que no la conoce para que efectúe el cambio, cuenta con la posibilidad de que después no la identifiquen. ¡Pero esta muchacha!… ¿Da el golpe en medio de un lugar pequeño como éste, hablando a un chico que la conocía y en presencia de testigos? ¡Qué diablos! ¿Quiere decir que hizo todo lo que pudo para llamar la atención? De haber querido envenenar los bombones, podía haberlo hecho sin que nadie sospechase de ella, en la otra forma que ya le expliqué. No, inspector. En el caso suscitado contra ella no existe un solo detalle que un buen abogado no echaría por tierra en veinte minutos; y no podemos correr el riesgo de detenerla nada más que para satisfacer al tío Tom Cobleigh y a los demás. Por otra parte, espero que no sea cierto. Es una chica muy bonita y nunca se ha dicho nada malo de ella, excepto que los Chesney, en general, son raros.
—Esa agitación popular contra ella ¿empezó antes que los Chesney se fueran de viaje?
—Le diré, estaba latente. Sólo entró en plena efervescencia cuando se fueron. Y ahora que están de vuelta, es peor; el superintendente tiene miedo que algunos exaltados traten de romper los invernáculos de Marcus. Yo, sin embargo, no lo creo. Los muchachos del pueblo hablan mucho, pero son pacientes casi hasta la pesadez. Esperan que la autoridad actúe en su nombre y no se desatan, a menos que aquélla no proceda. ¡Diablos, no deseo otra cosa que hacer todo lo posible! —agregó el mayor con voz súbitamente plañidera—. Tengo hijos, y este asunto me gusta tan poco como a todos los demás. Hay que ver también que la actitud de Marcus Chesney no ha ayudado mucho. Volvió del continente clamando justicia y diciendo que iba a solucionamos el problema después que hubiéramos fracasado. Estuvo aquí, según me han dicho, anteayer con no sé qué pretexto, preguntando cosas…
Elliot tuvo un gesto de vivo interés.
—¡Ah!, ¿sí? —inquirió—. ¿Qué cosas, señor?
El comisario lanzó una mirada de interrogación al superintendente Bostwick. Este último, con su modo lento y macizo, empezó a hablar.
—El señor quería saber —dijo sarcásticamente— el tamaño exacto de las cajas de bombones colocadas sobre el mostrador de la señora Terry. Le pregunté para qué quería saberlo. Se puso furioso y me contestó que a mí no se me importaba. Le dije que entonces sería mejor que se lo preguntara a la señora Terry. Me dijo —el superintendente rió entre dientes con espectral regocijo—, me dijo que tenía que hacerme otra pregunta, pero en vista de que yo era tan estúpido, no me la haría, y que yo sufriría las consecuencias. Dijo que desde siempre conocía mi incapacidad de observación, pero que ahora veía que me faltaban sesos.
—Parece que tiene la idea fija —explicó el mayor— de que las personas, en su mayoría, son incapaces de describir correctamente lo que oyen o ven…
—Lo sé —dijo Elliot.
—¿Usted lo sabe?
Elliot no tuvo tiempo de contestar, porque en ese preciso instante sonó el teléfono. El mayor Crow miró con cierta impaciencia el reloj, cuyo ruidoso tic-tac llenaba el cuarto y cuyas manecillas señalaban las doce y veinte. Bostwick se dirigió pesadamente al aparato y levantó el auricular, mientras Elliot y el comisario, tanto el uno como el otro, se sumían en una oscura e incómoda meditación. El mayor estaba deprimido y cansado; Elliot estaba, por lo menos, deprimido. Lo que los despertó fue la voz de Bostwick… tal vez la forma levemente chillona en que repitió: «¡Señor!». Con súbito gesto el mayor se volvió y su silla golpeó ruidosamente contra el escritorio.
—Es el doctor Joe —dijo Bostwick, gravemente—. Será mejor que usted le hable, señor.
El sudor brillaba en su frente, aunque la expresión de los ojos decía poco. Le alcanzó el teléfono.
El mayor Crow lo tomó, y tal vez durante un minuto escuchó sin pronunciar palabra. En el silencio de la habitación, Elliot oía la charla que repercutía en el tubo, pero no podía captar ninguna frase coherente. Por fin, el comisario colgó cuidadosamente el receptor.
—Era Joe Chesney —repitió, comunicando este dato superfluo, y agregó—: Marcus ha muerto. El doctor cree que ha sido envenenado con cianuro.
De nuevo el tic-tac del reloj llenaba el cuarto, y el mayor Crow tosió antes de hablar.
—Parece también —continuó—, que junto con su último aliento Marcus ha demostrado su teoría favorita. Si comprendo bien lo que me dijo el doctor, todos ellos, sin excepción, vieron con sus propios ojos cómo lo envenenaban y, sin embargo, ninguno puede explicar lo que pasó.