«¿Cómo dormiré esta noche?».
Christiana Edmunds
Brighton, 1871.
Como recordaba ese hombre, la cosa empezó en una casa de Pompeya. No podía olvidar aquella tarde calmosa y quieta; el silencio de la Calle de las Tumbas perturbado por voces inglesas; las rojas adelfas del jardín en ruinas y la muchacha vestida de blanco, de pie en medio de un grupo en el que todos usaban anteojos de sol, lo que la hacía parecer rodeada por un grupo de enmascarados.
El hombre que miraba la escena había pasado una semana en Nápoles, llevado por sus tareas. Esas tareas nada tienen que ver con esta narración. Pero llenaron todas sus horas, y sólo en la tarde del lunes 19 de septiembre se encontró libre. Partía esa noche para Roma, y de allí pensaba volver a Londres, pasando por París. Esa tarde se hallaba con ánimo de ver un poco las curiosidades del lugar; el pasado lo había atraído siempre tanto como el presente. Así fue cómo, en la hora más quieta del día, bajo la quietud de un sol abrasador, se encontró en la Calle de las Tumbas.
La Calle de las Tumbas se extiende en las afueras de los muros de Pompeya. Partiendo de la Puerta de Herculano, desciende por una pendiente suave, como un ancho surco de bloques de piedra entre dos veredas. Altos cipreses se elevan por encima de ella y comunican una especie de vida a esta calle de los muertos. Allí se encuentran las bóvedas de los patricios, cuyos altares chatos se defienden aún bastante de la acción ruinosa del tiempo. Cuando el hombre oyó el resonar de sus propios pasos, sólo tuvo la impresión de haber entrado en un suburbio abandonado. La luz ardiente y dura brillaba sobre las piedras gastadas por las ruedas de los carros, que habían formado surcos profundos; brillaba sobre el pasto que surgía entre las grietas y sobre los pequeños lagartos oscuros, que huían velozmente delante de él como una ilusión de sombra movediza en el pasto. Detrás de los mausoleos se erguía el Vesubio, azul oscuro entre una bruma de calor y no menos inmenso en la mente por hallarse a seis millas de distancia.
El hombre se sentía acalorado y soñoliento. Esas largas calles de tiendas destripadas, esos vislumbres de patios pintados con columnas, empezaban a ejercer un efecto perturbador sobre su imaginación. Había estado caminando durante más de una hora, y desde su entrada en la ciudad no había visto alma viviente, con excepción de un misterioso personaje, con un guía, que había aparecido súbitamente al final de la Calle de la Fortuna y luego se había esfumado como un fantasma, entre un rechinar de pequeñas piedras.
La Calle de las Tumbas lo condujo hasta el final de la ciudad. En el momento en que se preguntaba si daría el día por terminado o si volvería hacia atrás para seguir su exploración, vio aquella casa entre las tumbas. Era una casa amplia, evidentemente la residencia de un patricio, que en los días de auge de Pompeya se hallaba alejada, en los suburbios, en un paraje tranquilo. Subió la escalera y entró.
El vestíbulo era sombrío y olía a humedad; el edificio estaba menos conservado que las casas retocadas de la ciudad, que acababa de ver. Pero más allá, inundado de sol, se extendía el jardín del peristilo, cercado por pilares. Estaba cubierto de plantas, lleno de rojas adelfas en flor y pinos asiáticos alrededor de una fuente en ruinas. Oyó el ruido de un roce en el pasto largo y voces inglesas.
Junto a la fuente, una muchacha vestida de blanco, de pie, miraba en su dirección. Y él vio en ella no solamente belleza, sino también inteligencia. Tenía pelo castaño oscuro, peinado hacia atrás de las orejas, que terminaba en pequeños rizos sobre la nuca. Su cara era ovalada y sus labios pequeños y llenos; sus ojos, muy separados, expresaban buen humor, a pesar de la seriedad de la expresión. Eran ojos grises, de párpados algo pesados y pensativos. Con actitud tranquila y natural alisaba desganadamente su vestido blanco. Pero estaba nerviosa; era posible advertirlo hasta en la curva de sus cejas.
Frente a ella se hallaba un joven de pelo oscuro, con traje de franela gris, quien sostenía en alto una pequeña cámara cinematográfica y apoyaba un ojo en la mira del aparato. La maquinita empezó a zumbar y a hacer tic-tac. Con la mejilla contra el costado de la cámara, el joven habló por un costado de la boca.
—¡Bueno, haga algo! —instó—. Sonría, o salude, o encienda un cigarrillo, o cualquier cosa, pero ¡haga algo! Si se está ahí quieta, podía lo mismo ser una fotografía.
—Pero George, ¿qué puedo hacer?
—Se lo acabo de decir. Sonría, o salude o…
La muchacha se sentía, evidentemente, atacada por la timidez que sienten las personas cuando saben que cualquier movimiento que hagan va a ser registrado. Después de haber adoptado un aire extraordinariamente solemne, consiguió sonreír como disculpándose. Levantó su cartera blanca y la balanceó en el aire. Luego miró a su alrededor buscando una oportunidad para escapar, y concluyó por reír en las narices de la máquina.
—Estamos gastando película —gritó el muchacho, con algo de director cinematográfico.
El hombre que observaba de pie junto a la puerta, a menos de cuatro metros de distancia del grupo aquel, tuvo una súbita convicción. Supo que esa joven estaba en un estado de ánimo peligrosamente nervioso; que su cutis saludable era un engaño; y que la insistencia de la maquinita zumbona estaba empezando a afectarla, como si en una pesadilla la atormentara un ojo perseguidor.
—Y bueno, ¿qué puedo hacer?
—Caminar, o algo. Muévase hacia la derecha, hacia allí; quiero que esas columnas le hagan fondo.
Otro componente del grupo que los había estado observando con los puños en las caderas, emitió una especie de gruñido. Era un hombrecillo vivaz, cuyos anteojos oscuros escondían, en parte, el hecho de que era mucho más viejo de lo que parecía indicar su atavío estival. Lo revelaba su piel arrugada a lo largo de la mandíbula y el pelo canoso que aparecía debajo del ala gacha de su panamá.
—¡Fantoches! —dijo con sarcasmo demoledor—. Eso es lo que son: fantoches. Quiere que salgan las columnas detrás de ella, ¿eh? No quiere un retrato de Marjorie. Ni una foto de una casa pompeyana. Lo que quiere es una foto de Marjorie en una casa pompeyana, para mostrar que ha estado aquí. Me parece deplorable.
—¿Qué tiene de malo? —preguntó una voz de trueno. Procedía de un hombre más alto y corpulento, de barba rojiza y corta, que se hallaba del otro lado de la pareja interpelada.
—Fantoches —repitió el hombre del sombrero panamá.
—Estoy completamente en desacuerdo contigo —dijo el hombre corpulento—. Y no comprendo tu actitud, Marcus. Cada vez que vamos a un lugar donde hay cosas curiosas que ver, tú prefieres permanecer alejado de ellas (si te interpreto bien), únicamente porque son curiosas. ¿Me permites preguntarte de qué diablos —dijo esta palabra en forma que retumbó por todo el jardín— sirve ir a un sitio si se deja de ver las curiosidades que encierra? Tú arguyes que miles de personas van a verlas. ¿Se te ha ocurrido alguna vez pensar que si miles de personas acuden a determinado lugar durante miles de años, es porque existe la leve posibilidad de que haya allí algo que valga la pena ver?
—Pórtate bien —dijo el hombre del panamá—. Y no sigas gritando. No comprendes; nunca comprenderás. ¿Qué has visto tú, por ejemplo? ¿Dónde estamos ahora?
—Es fácil averiguarlo —dijo el otro—. ¿Qué dice usted, joven?
Se volvió hacia el muchacho de pelo oscuro, el de la máquina, que había interrumpido de mala gana su tarea de retratar a la joven. Ésta, ahora, reía. Volviendo a guardar la cámara en un estuche que tenía colgado del hombro, el muchacho sacó una guía del bolsillo y concienzudamente dio vuelta las páginas.
Luego se aclaró la garganta.
—«Número treinta y cuatro, dos estrellas. Villa de Arrius Diomedes» —leyó con consciente solemnidad—, «aunque así llamada sólo porque.…».
—Pamplinas —dijo el hombre corpulento—. Ésa la vimos hace diez minutos. Fue donde encontraron todos los esqueletos.
—¿Qué esqueletos? —protestó la joven—. No vimos ningún esqueleto, doctor Joe.
Detrás de sus anteojos oscuros, el rostro del hombre corpulento se tornó más feroz.
—No dije que habíamos visto esqueletos —replicó, asegurándose enérgicamente en la cabeza la gorra de tweed—. Dije que era el sitio donde habían encontrado todos los esqueletos. En este mismo camino: ¿no recuerdas? Las cenizas calientes atraparon allí a los esclavos; los hallaron después, desparramados por el suelo como un juego de bolos. Era la casa con los pilares pintados de verde.
El hombrecillo vivaz del sombrero panamá cruzó los brazos, balanceándolos. Su cara esbozaba una leve expresión de malicia.
—Tal vez te interese saber, Joe, que no estaban…
—¿Estaban qué? —interrumpió el doctor Joe.
—… pintados de verde —siguió diciendo el hombrecillo—. Una y otra vez se comprueba mi argumento de que las personas corrientes, tú, o tú, o usted, son absolutamente incapaces de informar con precisión sobre lo que ven u oyen. No son observadoras. No logran observar. ¿Eh, profesor?
Se volvió y miró por encima del hombro. Había dos hombres más que completaban el grupo, y esos dos hombres estaban en la sombra, justamente detrás de las columnas del peristilo. El hombre que observaba apenas tenía conciencia de que estaban ahí; no los veía a la luz del sol como veía a los otros cuatro. Notó solamente que uno era de mediana edad y el otro joven. Con la ayuda de una lente de aumento examinaban un trozo de piedra o lava que debían haber encontrado en la balaustrada del peristilo. Los dos llevaban puestos anteojos oscuros.
—No se preocupen por la Villa de Arrius Diomedes —dijo una voz desde más allá de la balaustrada—. ¿De quién es esta casa?
—Ya lo encontré —repuso el muchacho de la cámara y la guía—. Me había equivocado de página. Es el número treinta y nueve, ¿verdad? Bien. Aquí estamos. «Número treinta y nueve, tres estrellas. Casa de Aulus Lepidus, el envenenador».
Hubo un silencio.
Hasta ese momento habían presentado el aspecto común de un grupo familiar o de amigos, en el cual el humor de los mayores está un poco perturbado por el calor o el cansancio del viaje. Debido a cierto parecido físico, no menos que a su inclinación a interrumpirse uno al otro, cabía deducir que el doctor Joe y el hombrecillo del panamá (llamado Marcus) eran hermanos. La muchacha, de nombre Marjorie, estaba también emparentada con ellos. Todo muy normal.
Pero, a raíz de la lectura de las palabras de la guía, se sintió en la atmósfera un cambio tan evidente como si en el patio se hubiera producido un enfriamiento o un oscurecimiento. Sólo el joven del libro parecía no advertirlo. Todos los demás se volvieron a medias y luego permanecieron inmóviles. Cuatro pares de anteojos de sol se habían vuelto hacia aquella muchacha que daba la impresión de estar dentro de un círculo de enmascarados. El sol brillaba en los anteojos, comunicándoles un aspecto opaco y siniestro de antifaces.
El doctor Joe dijo nerviosamente:
—¿El qué?
—El envenenador —contestó el joven—. «Por el dibujo de una espada y un sauce sin corteza (lepidus=descortezado, lustrado, por lo tanto, inteligente o agradable) incrustado en el pavimento de mosaico en la entrada del vestíbulo, Mommsen ha identificado esta casa como perteneciente a…».
—Sí, pero ¿qué hizo?
—… «el cual, según Varrón, mató a cinco miembros de su familia por medio de una salsa venenosa de hongos» —continuó leyendo el joven. Luego miró a su alrededor con renovada expresión de interés, como si esperara, casi, ver los cadáveres todavía ahí.
—¡Vamos, no está mal! —agregó—. Supongo que en esa época era fácil envenenar impunemente al por mayor.
Y entonces, de pronto, comprendió que algo andaba mal; sintió como si se le erizara el pelo hirsuto de la nuca. Cerró el libro y habló en voz baja.
—Escúchenme —dijo apresuradamente—. Escúchenme: ¿he dicho algo que no hubiera debido decir?
—No hay tal cosa —contestó Marjorie con la mayor naturalidad—. Por otra parte, el hobby de tío Marcus es el estudio del crimen. ¿No es así?
—Así es —afirmó tío Marcus. Y volviéndose hacia el joven añadió:
—Dígame, señor…; siempre olvido su nombre.
—Sabes muy bien cómo se llama —exclamó Marjorie.
Pero por el respeto exagerado que el joven demostraba a Marcus, era evidente que éste no era solamente tío de Marjorie: hacía también las veces de padre.
—Harding, señor. George Harding -contestó.
—Ah, sí. Y bien, señor Harding, dígame: ¿ha oído hablar de un lugar llamado Sodbury Cross, cerca de Bath?
—No, señor. ¿Por qué?
—Venimos de ahí —dijo Marcus.
Se adelantó con paso enérgico y se sentó sobre el borde de la fuente, instalándose como si se preparara a dirigir les una arenga. Se quitó el sombrero y los anteojos de sol y los balanceó sobre las rodillas. Al sacarse el antifaz, se vio que su pelo era grueso y canoso, y formaba remolinos y ángulos que sesenta años de peine habían sido incapaces de someter. Sus ojos azules eran brillantes, inteligentes y llenos de malicia. De tiempo en tiempo se acariciaba la piel arrugada del costado de la mandíbula.
—Bueno, señor Harding —prosiguió—, encaremos la realidad. Presumo que este asunto entre usted y Marjorie no es únicamente un flirt de a bordo. Presumo que los dos toman la cosa en serio, o creen tomarla.
En el grupo se había producido un nuevo cambio que afectaba también a los dos hombres situados detrás de la balaustrada del peristilo. Uno de éstos (notó el observador) era un hombre de edad mediana, de aspecto alegre, que llevaba echado hacia atrás sobre la cabeza calva un chambergo de fieltro. Sus ojos no se veían, pero tenía una cara redonda, sonrosada por la buena vida.
—Creo —dijo, aclarándose la garganta— que si me disculpan voy a dar una vuelta y…
Su compañero, un joven alto de notable fealdad, volvió la espalda y comenzó a estudiar el interior de la casa con intencionada distracción.
Marcus los miró.
—Tonterías —dijo secamente—. Es cierto que ninguno de ustedes dos es de la familia. Pero saben lo que nosotros sabemos; de manera que se quedan donde están. Y supriman esa maldita delicadeza.
La muchacha habló en voz baja.
—¿Crees, tío Marcus —dijo—, que éste es el lugar apropiado para hablar de eso?
—Lo creo, querida.
—Tienes razón —afirmó el doctor Joe con violencia. Había adoptado un aire severo, importante, solemne—. Por una vez en tu vida, Marcus… tienes razón.
Por su parte, George Harding había adoptado un aire severo, solemne, heroico.
—Lo único que puedo asegurarle, señor… —empezó a decir con tono heroico.
—Sí, sí, ya sé —dijo Marcus—. Y hágame el favor de no mostrarse tan desconcertado. No es nada que salga de lo común; la mayoría de la gente se casa y sabe lo que tiene que hacer cuando se casa, como lo espero lo saben ustedes dos. Ahora bien, este asunto del casamiento está enteramente sujeto a mi aprobación…
—Y a la mía —dijo el doctor Joe severamente.
— Por favor —dijo Marcus, fastidiado—. Y la de mi hermano también, naturalmente. Lo conocemos desde hace un mes, más o menos, y viajando. En cuanto empezó a andar con mi sobrina, telegrafié a mis abogados para que averiguasen todo lo referente a usted. Y bien, los informes son excelentes. Sus antecedentes buenos; y no tengo queja. Carece usted de familia y de dinero…
George Harding trató de explicar algo, pero Marcus lo interrumpió.
—Sí, sí. Conozco todo lo concerniente al procedimiento químico que puede producirle una fortuna, y todo lo demás. Yo no pondría un penique en eso, aunque de eso dependiera la vida de ambos. No tengo el menor interés por «nuevos procedimientos»; detesto los nuevos procedimientos, particularmente los químicos; exaltan el cerebro de los tontos y me aburren a morir. Pero, probablemente, sacará algo bueno del suyo. Si no hacen nada extravagante tienen lo suficiente para vivir, y tal vez un poquito más por parte de Marjorie. ¿Está bien entendido?
De nuevo George intentó explicar algo; y esta vez fue Marjorie quien se interpuso. Se había sonrojado un poco, pero su mirada era candorosa y aparecía serena.
—Diga solamente «sí» —aconsejó—. Será todo lo que le permitan decir.
El hombre calvo del chambergo de fieltro, que había estado apoyado con los codos sobre la balaustrada, mirándolos con el ceño levemente fruncido, agitó entonces la mano como quien llama la atención en una clase.
—Un momento, Marcus —interrumpió—. Nos ha pedido a Wilbur y a mí que estemos presentes en esta cuestión, aunque no somos de la familia. De modo que permítame decir una palabra. ¿Es necesario hacerle al muchacho un interrogatorio, como si fuera…?
Marcus lo miró.
—Desearía —dijo— que ciertas personas se sacaran de la cabeza la curiosa noción de que cualquier forma de preguntar es un interrogatorio. Todos los novelistas parecen experimentar tal impresión. Hasta usted mismo, profesor, parece inclinado a ello. Me fastidia enormemente. Estoy examinando al señor Harding. ¿Está claro?
—Sí —dijo George.
—¡Oh!, vaya a bañarse —dijo el profesor amablemente.
Marcus se acomodó más atrás aún, hasta donde era posible sin caer dentro de la fuente. Su expresión había adquirido mayor suavidad.
—Desde el momento que esta parte está aclarada —prosiguió con voz levemente distinta—, debería usted saber algo de nosotros. ¿Le ha contado algo Marjorie? Me imaginaba que no. Si cree que pertenecemos a la clase de ricos paseantes sin ocupación, acostumbrados a tomar vacaciones de tres meses en esta época del año, sáqueselo de la cabeza. Es cierto que soy rico, pero no soy un desocupado, y muy rara vez paseo. Tampoco lo hacen los demás: yo me encargo de que así sea. Trabajo; y aunque considero que más que hombre de negocios soy un estudioso, no por ello soy hombre de negocios menos competente. Mi hermano Joseph ejerce, en Sodbury Cross, su profesión de médico clínico; él trabaja a pesar de su pereza constitucional; yo también me encargo de eso. No es muy buen médico, pero al público le gusta.
Detrás de los anteojos oscuros el rostro del doctor Joe se encendió.
—Por favor, cállate —dijo Marcus, sin perder la tranquilidad—. Pues bien, Wilbur (Wilbur Emmet, que está ahí) es el gerente de mi empresa.
Hizo un gesto con la cabeza hacia el joven alto y espectacularmente feo que permanecía detrás de la balaustrada del peristilo. Wilbur Emmet mantenía en su semblante una rígida expresión de madera. Demostraba por Marcus un respeto tan grande como el de George Harding, pero era un respeto más tieso y más digno; parecía siempre pronto a tomar notas.
—Desde que lo empleo —continuó Marcus— puedo asegurarle que también trabaja. El profesor Ingram, ese gordo que está ahí, con la cabeza pelada, es sólo un amigo de la familia. No trabaja, pero lo haría si yo tuviera algo que ver en la cuestión. Ahora bien, señor Harding, quiero que comprenda todo desde un principio y quiero que me comprenda a mí. Soy el jefe de esta familia; no se engañe sobre el particular. No soy un tirano. No carezco de generosidad ni dejo de ser razonable: cualquiera se lo dirá —irguió la cabeza—. Pero soy un viejo entremetido y terco que quiere descubrir la verdad de las cosas. Me gusta que las cosas se hagan a mi manera, y generalmente lo consigo. ¿Está claro?
—Sí —dijo George.
—Bien —comentó, sonriendo, Marcus—. Entonces continuemos. Siendo así, debe usted preguntarse por qué hemos tomado estos tres meses de vacaciones. Se lo diré. Es porque en el pueblo de Sodbury Cross existe un loco criminal, que se divierte envenenando gente al por mayor.
Un nuevo silencio se produjo. Marcus se puso los anteojos, y volvió a completarse el círculo de vidrios oscuros.
—¿Un ratón le ha comido la lengua? —preguntó Marcus—. No dije que el pueblo poseía una fuente de agua potable o una vieja cruz donde antiguamente estaba emplazado el mercado. Dije que hay allí un loco criminal que se divierte envenenando gente al por mayor. Pura y exclusivamente para su placer; tres niños y una muchacha de dieciocho años fueron envenenados con estricnina. Uno de los niños murió. Era una criatura por la cual Marjorie sentía especial cariño…
George Harding abrió la boca para decir algo, y volvió a cerrarla. Miró la guía que tenía en la mano, y apresuradamente se la metió en el bolsillo.
—Lo siento… —comenzó a decir.
—No; escúcheme. Marjorie estuvo enferma, atacada de postración nerviosa, durante varias semanas. Debido a ello, y a uno que otro… ambiente —Marcus se ajustó los anteojos— decidimos hacer este viaje.
—Nunca fue robusta —murmuró el doctor Joe mirando fijamente el suelo.
Marcus lo hizo callar.
—El miércoles, señor Harding, volveremos a nuestro país en el «Hakozaki Maru»; nos embarcaremos en Nápoles. Por consiguiente, es mejor que sepa algo de lo que pasó en Sodbury Cross el 17 de junio pasado. Vive allí una tal señora Terry que tiene un negocito de cigarrillos y golosinas en la calle principal. Los niños fueron envenenados con dosis de estricnina introducidas en bombones con crema vendidos por la señora Terry. Por lo general, ella no vende (puede imaginarse) bombones venenosos. La policía opinó que los dulces inofensivos fueron substituidos por los envenenados… de cierta manera. —Marcus vaciló—. La cuestión es que la persona que pudo haber tenido libre acceso a los bombones, la persona que pudo haber hecho eso en determinadas horas, es alguien muy conocido en Sodbury Cross. ¿Me expreso con claridad?
En este punto, todos los anteojos oscuros miraron fijamente al interlocutor de Marcus.
—Creo que sí, señor.
—En lo que personalmente me concierne —continuó Marcus— estoy deseando volver a mi casa…
—¡Claro que sí! —exclamó el doctor Joe en una explosión de vigoroso alivio—. Buenos cigarrillos, buen té, buenos…
Desde la sombra del peristilo, el joven excepcionalmente feo y solemne habló por primera vez. Su voz grave comunicaba a sus palabras algo misteriosas la intensidad de una profecía sibilina. Tenía las manos enérgicamente introducidas en los bolsillos de su chaqueta azul.
—Señor —dijo Wilbur Emmet—, no deberíamos haber estado ausentes en julio y agosto. Desconfío de McCracken, tratándose de los Early Silver.
—Por favor, compréndame, señor Harding —dijo Marcus vivamente—. No somos una banda de parias. Hacemos lo que se nos antoja. Tomamos vacaciones cuando se nos antoja y volvemos a casa cuando se nos antoja: por lo menos así lo hago yo. Tengo particular empeño en volver, porque creo que puedo solucionar el problema que los ha estado atormentando. Conocía, desde hace meses, parte de la respuesta. Pero hay ciertos… —vaciló otra vez, levantó la mano en el aire, la sacudió y la dejó caer sobre las rodillas—. Si usted va a Sodbury Cross, oirá ciertas insinuaciones, ciertos rumores; percibirá cierta atmósfera. ¿Está usted preparado para ello?
—Sí —dijo George.
Al hombre que observaba desde la puerta del vestíbulo le quedó siempre grabado ese grupo, enmarcado en el jardín por los pilares antiguos, y extrañamente simbólico de lo que iba a suceder. Pero en ese momento sus pensamientos no eran metafísicos. No se dirigió al interior de la casa de Aulus Lepidus, el envenenador; se volvió y salió a la Calle de las Tumbas, donde caminó un trecho en dirección a la Puerta de Herculano. Un diminuto borrón de humo blanco se retorcía y arrastraba alrededor de la cima del Vesubio. El detective-inspector Andrew MacAndrew Elliot, del Departamento de Investigaciones Criminales, se sentó sobre la alta vereda, encendió un cigarrillo y miró con pensativa atención el lagarto obscuro que había aparecido como una flecha en mitad del camino.