7

La primera casa era demasiado húmeda. Estaba en Plouay, a veinte kilómetros de Quimperlé, en el interior. Tenía un gran jardín y Céline había dicho: «Podrás entretenerte cultivando el huerto». Los tres se lo creían. Incluso se lo tomaron con bastante entusiasmo, excepto Françoise que, cuando abandonó Concarneau, envejeció de repente diez años; no se quejaba ni hacía el menor reproche, e incluso puede decirse que hacía lo posible por mostrarse alegre, pero la procesión iba por dentro.

Y eso que la casa era bonita. Estaba junto a la carretera nacional y tenía un jardín delante, una verja, una hermosa entrada, ocho habitaciones y un vestíbulo. Habían comprado las tierras colindantes y se las habían arrendado a un granjero vecino.

¿Qué otra cosa podían hacer? En algún sitio tenían que vivir. Habían analizado el problema todos juntos, en Rennes, donde habían discutido largo y tendido.

Allí se habían dado cuenta de que a todo el mundo le apetecía un cambio. Desde que estalló el escándalo, las dos hermanas no querían aparecer por la tienda. Guérec, por su parte, no sabía de qué tenía ganas; en cualquier caso, se le hacía una montaña regresar a Concarneau, donde podía encontrarse con Marie Papin y donde tendría que volver a embarcarse con Philippe.

«Puesto que tenéis dinero suficiente…», había insinuado Gloaguen.

Nunca lo habían pensado. Habían vivido más de la mitad de su vida con la idea de que el resto transcurriría del mismo modo, y de pronto en unos días, en menos de una semana, todo se había esfumado, transformado, hasta el punto de que aquello les parecía un mundo desconocido.

Aparecieron en las paredes los carteles rojos que anunciaban la venta. Fue un frenesí. En otro tiempo, no se habrían desprendido de nada, habrían conservado religiosamente los objetos más ridículos, los enseres más usados. ¡Pero, de pronto, quisieron venderlo todo! ¡Todo! ¡No se quedaron con nada! Querían comenzar una nueva vida, y la única que escudriñaba los rincones y guardaba algunas reliquias era Françoise.

«¿Sigues enfadado conmigo, Jules?», preguntaba Céline. ¿Acaso él mismo lo sabía? Se evadía, como los demás. Lamentaba haberle pegado a su hermana, pero no podía evitar pensar en Marie Papin. ¿No estaba contento, en el fondo, de que se hubiera acabado aquello? ¡Sí! A decir verdad, era mejor así. Quizá Marie se hubiera vuelto más sociable; viviendo con más confort, era probable que le hubiera cambiado el humor. Pero ¿servía realmente él para estar casado? ¿Habría podido prescindir de sus hermanas y de sus solícitos cuidados?

¡Liquidarlo todo cuanto antes! En el fondo eso era lo que pensaban todos y Émile se encargaba de los trámites, lo cual constituía para él el mayor de los placeres.

El día de la venta, lloraron. Siempre es triste. Para consolarse, se regalaron una buena cena en el Hotel de l’Amiral.

Pero, lo que son las cosas, ahora resultaba que la casa era demasiado húmeda. No se dieron cuenta hasta que fueron a vivir allí. La fachada daba al oeste y, cuando llovía, las habitaciones eran tétricas; a los dos meses se había deteriorado el empapelado de las paredes.

Guérec intentó cultivar el jardín, pero no le divertía. Había un barecillo en el pueblo y, a falta de otra cosa, se pasaba el tiempo allí. Había aprendido a jugar al billar y jugaba hasta veinte partidas, una detrás de otra.

Intuía que Françoise no era feliz. En cuanto a Céline, a saber lo que pensaba, porque se buscaba ocupaciones de la mañana a la noche. ¡Había pintado ella misma las paredes del vestíbulo!

Émile les había comprado el coche y de cuando en cuando iba a verlos. Como había cobrado su parte, había presentado la dimisión en la comisaría y tenía un negocio en el muelle: venta, compra y alquiler de terrenos, edificios y casas. ¡Era el sueño de toda su vida!

Marthe tenía una hija, una niña a la que habían llamado Françoise. Si tenía otra, harían como con los barcos: la llamarían Marthe. Y a la siguiente, Julie o Juliette.

Decididamente, la casa era demasiado húmeda. Buscaron esa excusa. No podían pasar allí el invierno. La habían comprado pero, como no necesitaban ese dinero, no les hacía falta venderla.

Émile la alquilaría a buen precio; era una inversión.

Pero ¿adónde irían? Podían acercarse a Concarneau o alejarse. Tal vez, en el fondo, los tres tenían ganas de acercarse, pero cuando hablaban de ello decían lo contrario.

Por otra parte, Concarneau sin su casa, sin sus barcos, ya no era Concarneau. ¿Qué pintarían allí?

Leían los anuncios de los periódicos:EXCELENTE NEGOCIO DE REMOLCADORES EN RUÁN. SE TRASPASA POR CIEN MIL FRANCOS.

Cara de Rata hizo casi todas las gestiones y viajó en diez ocasiones a Ruán, y al final se quedaron con la empresa. Era una simple tiendecita, junto al puente, con cristales verdosos detrás, un despacho y una máquina de escribir. Pero había tres remolcadores fondeados. Se veían grandes barcos en el muelle. ¡Era realmente la vida de un gran puerto!

Guérec volvió a ponerse su gorra con visera bordada, aunque no los zuecos. Alquilaron un piso de cinco habitaciones en una casa antigua que quedaba cerca del despacho.

—¡Por lo menos, ahora de mayores, podremos ir al teatro y al cine! —comentó alegremente Céline.

Y, en efecto, fueron, hasta tres veces por semana. Marthe escribía cada dos días. No hablaban nunca de Marie Papin.

A Guérec le hubiera gustado saber qué era de ella. No por amor. ¡Solo por saber algo! Céline tenía razón: no la había querido. Se había compadecido de ella; le daba lástima, como cada vez que se encontraba con una pobre chica. ¿No deberían ser felices todas las mujeres?

Los cabellos oscuros de Françoise se teñían cada vez más de canas. Lo que cambiaba sobre todo el aspecto de las dos hermanas era que habían tenido que abandonar el vestido bretón. Llevaban vestidos como los de todo el mundo, sombreros, abrigos grises u oscuros…

—¿No te parece, Jules, que exageraban los beneficios del negocio?

Jules calló durante un año, fingió creer que se arreglarían las cosas. El primer remolcador estaba en tan mal estado que no merecía la pena gastar dinero en repararlo; lo dejaron donde estaba encallado, en la isla, río abajo.

Se convocó una huelga en el puerto. Guérec se aburría en su despacho, por cuyos cristales se filtraba una luz mortecina.

¿Qué podían hacer? Mejor estar en Ruán que en otro sitio. Fueron dos veces a Concarneau, pero nadie se vio con ánimos para ir a ver la casa, en la que vivía una familia que había regentado un restaurante en París, y a cuya hija, que estaba enferma, le habían recomendado el aire del mar.

—¡No creo que les vaya muy bien el negocio! —vaticinó Émile—. No se han adaptado a la gente de allí.

¿Podía decir alguno de los tres por qué había ocurrido aquello? ¿Por culpa de Marie Papin? ¿Del accidente? ¿De los golpes que le había dado Guérec a su hermana?

Por todo aquello, sí… Pero sin duda existían otras causas que se remontaban a tiempo atrás. Sin darse cuenta, habían llegado a un punto en el que una insignificancia había bastado para destruir una armonía en apariencia eterna.

Céline, desde luego, disfrutaba vistiéndose, yendo de tiendas por Ruán o al teatro por las noches. Había comprado una bombonera de plata y unos gemelos, y se pasaba la función chupando caramelos.

Con todo, era mejor que vendieran cuando estaban aún a tiempo; si no, acabarían quebrando. Pusieron anuncios en los periódicos. Se presentó gente de casi todas partes, pero al final fue también un parisiense quien se hizo con el negocio de los remolcadores.

No se marcharon enseguida. Los tres tenían miedo de cometer una nueva tontería y no se atrevían a echar cuentas, porque sabían que el patrimonio había quedado considerablemente mermado, sin tener en cuenta que el arrendador de Plouay les robaba. Evitaban hablar de ello. ¿No les apetecía acaso regresar al mar, y sobre todo a Bretaña? Sea como fuere, no lo manifestaban.

Incluso en un momento dado se plantearon ir a vivir al sur, pues Françoise había tenido una bronquitis muy severa, de la que no acababa de recobrarse. ¿Y si compraban o alquilaban una casita en Provenza? Nunca habían estado en el sur, pero todo el mundo decía que era una región soleada y tibia…

Lo más curioso era el ritmo de sus relaciones. Por ejemplo, Guérec se pasaba varios días odiando a sus hermanas, las hacía responsables de lo que había sucedido y pensaba con nostalgia en la cocina de Marie Papin. «¡Son unas egoístas!», se decía. Habían obrado de ese modo para que no se marchara, y le habrían puesto trabas con cualquier mujer que hubiera elegido.

¿Lo advertían sus hermanas? También lo odiaban durante aquellos días, y los tres comían sin hablar o intercambiando frases triviales.

Hasta que de repente, sin razón alguna, Guérec miraba a una de sus hermanas, sobre todo a Céline, la encontraba pálida, se daba cuenta de que tenía ojeras y sentía el impulso de pedirle perdón. Por la noche regresaba con un regalo, o con unos pasteles; no sabía qué hacer para mostrarse tierno o afectuoso.

¿De qué servía odiarse si estaban condenados a vivir juntos los tres?

Durante una de aquellas súbitas mudanzas, las invitó a un viaje a París para que lo perdonaran. Se alojaron, como todos los bretones, en un hotelillo de Montparnasse, donde conocieron a un señor de Paimpol, un anciano muy distinguido que llevaba treinta años viviendo en el hotel.

—Si no tiene usted nada que hacer, ¿por qué no compra una cartera? —le dijo a Guérec.

—¿Una cartera de qué?

—De seguros —repuso—. Elija una buena zona; en estos momentos lo mejor es el extrarradio, porque no paran de construir. ¡Mire, los alrededores de Versalles! Podría comentarlo en mi compañía, que es una de las más serias de Francia…

¡Una casualidad! Estaban comiendo en la misma mesa.

Al día siguiente, el anciano volvió a la carga. Ya se había informado.

—La cartera de incendios y de accidentes está disponible en Versalles y alrededores —anunció—. Le dará muy poco trabajo, porque tienen ya muchos clientes. ¿Conocen ustedes Versalles?

—No.

—Señoritas, permítanme mostrarles este mediodía la ciudad de los reyes.

Fueron en coche, un automóvil que había alquilado el anciano. Cruzaron pueblos preciosos, cuyas casas nuevas parecían chalés.

—¿Qué les parece?

No contestaron, porque ya no sabían nada. O, más exactamente, no sabían más que una cosa: que se les hacía una montaña regresar a Ruán. Solamente recordaban la lluvia, el lodo de los muelles, los problemas con los remolcadores y la triste escalera que conducía a su piso.

—Tendríamos que pedirle consejo a Émile —opinó Françoise.

—No veo la necesidad de hacer venir a Émile para eso. ¿Qué sabe él que no sepamos nosotros?

Lo que los decidió fue encontrar una casita nueva de ladrillo rojo, en las puertas de la ciudad, limpia y clara como un juguete. Había un hornillo eléctrico y un montón de comodidades que las dos hermanas solo habían visto en los catálogos.

Un mes más tarde estaban ya instalados, y Guérec tenía un despacho cubierto con una alfombra verde en el que trabajaba durante horas. Le ayudaba Céline, que quería ponerse al corriente.

Guérec ya no podía llevar chaquetones azules, ni su gorra. Se había comprado un sombrero hongo. Decía con la mayor naturalidad del mundo:

—Voy a hacer los ingresos.

Más adelante compró un coche de segunda mano, pues ya había olvidado el accidente. La que tuvo que conducir fue sobre todo Céline, que lo acompañaba en sus recorridos. Françoise no se recuperaba de la bronquitis y seguía envejeciendo.

Marthe les explicaba en su última carta:

«Me dice Émile que puedo contároslo. Se ha casado Marie Papin. Y además ha hecho una buena boda; su marido es un chico que vino de vacaciones el año pasado a Les Sables-Blancs, y ha vuelto para casarse con ella. Vive en los alrededores de París, cerca de Corbeil, y su padre tiene una empresa de albañilería…».

¡Ella también! A Guérec le produjo un efecto curioso, pero tranquilizó a sus hermanas, que empezaban a inquietarse.

—Me alegro mucho por ella —aseguró—. La verdad es que se lo merecía. ¿El qué se merecía? ¿Ser la mujer de un empresario de albañilería?

Seguían yendo al cine por las noches, pero Françoise tomó la costumbre de quedarse en casa, como una madre. Y lo cierto es que había adoptado maneras de madre.

El segundo invierno le volvió la bronquitis, que se transformó en neumonía, y murió diecisiete días más tarde, consumida por la fiebre y sin siquiera reconocerlos.

Émile y Marthe acudieron a Versalles. Todo el mundo iba de luto. No había amigos ni conocidos. La hija de Marthe empezaba a andar.

Cuando se marcharon, Guérec y Céline se quedaron solos, incómodos por aquel vacío anormal. Y comenzó su vida en común, la de una extraña pareja celosa y tierna, una vida de pequeñas atenciones y peleas, de reproches y efusiones.

Céline llevaba de nuevo las cuentas y Guérec se veía obligado a utilizar artimañas para disponer de unos francos. Mentía como cuando era pequeño, pero, a la hora de dar explicaciones, se azoraba en cuanto ella lo miraba de determinada manera.

Habían perdido ya mucho dinero y siguieron perdiendo. Entretanto, en Concarneau, Cara de Rata había comprado la urbanización de Gabélou y se había hecho nombrar concejal.

En Versalles, contaban céntimo por céntimo. Necesitaban el coche para los viajes y tenían que guardar dinero para la gasolina.

Marie Papin…

Guérec pensaba con frecuencia en ella, pero cuando estaba solo, porque su hermana le hubiera adivinado el pensamiento. Le había pegado en una ocasión, y solo mirarle la mejilla le producía vergüenza y compasión. ¿Acaso no había tenido razón ella? ¿Acaso no había obrado por su bien?

Los domingos se dedicaba a construir un barco de tres palos para colocarlo sobre la chimenea, bajo un globo, pero a los dos los ponía tristes, y no llegó a acabarlo.

Se sobresaltaban cada vez que sonaba el timbre de la puerta, pues no era la campanilla de Concarneau, la que habían oído durante toda su vida.

Acudían a misa los domingos, pero era distinto, ya no eran aquellas misas rezadas de allá.

¿Por qué habían hecho aquello?

¡Ninguno de los dos lo sabía! Seguramente porque tenía que ser así, porque estaban destinados a vivir juntos hasta el fin de sus días.

Cuando Céline se ponía a pelar patatas, Guérec volvía la cabeza, pues le recordaban las patatas que se llevaban los pescadores a bordo y que cada cual marcaba con una señal antes de dárselas al grumete para que las cociera. ¡Cada cual quería sus propias patatas! Y si alguien pegaba al grumete, este se las ingeniaba para cocerlas demasiado y servírselas hechas puré.

Y el viejo Louis, con su chalana…

—¡Hombre, tengo que preguntarle a Marthe qué ha sido de Louis!

—Tendrá ya unos setenta años.

Pero nunca le preguntaban nada a Marthe. Hablaban por hablar. Les hubiera entristecido demasiado la respuesta. Entonces, ¿por qué? Sí, ¿por qué?

Nada hubiera sucedido si, una noche, Guérec no hubiera seguido a una mujerzuela por las calles de Quimper, después de la reunión del sindicato, y si, al retrasarse, no hubiera atropellado… Incluso si se lo hubiera contado todo a sus hermanas.

Incluso si no hubiera hablado con Philippe, cuando se lo encontró pescando en la punta de la escollera.

Incluso si, una mañana, cuando Céline regresaba con la red de la compra, Jules se hubiera quedado fuera un instante, para calmarse, en vez de entrar y enzarzarse en una discusión con el viejo Cauchois.

Cauchois… ¡Otro que había muerto, estúpidamente! Se había ahogado una noche de borrachera, al bajar de su barco. Había resbalado y se había hundido hasta el fondo; fue necesario llamar a un buzo para recuperar el cuerpo.

¡Y la habitación del hotel, en Rennes! Y la noche en que…

Céline se había cortado el pelo, porque resultaba más práctico con la ropa moderna. Le asomaban ya hebras blancas, como a Françoise, y aquello le daba miedo a Guérec. Le daba miedo que, como Françoise…

Ambas eran robustas, pero todas, en la familia, tenían los pulmones bastante delicados. Así que si ella también…

No podía quedarse solo en Versalles. No hacía proyectos, se negaba a pensar en ello… pero sabía que tarde o temprano ocurriría. Regresaría allá, a casa de su última hermana. No tendría nada que decir. Tendría que doblegarse ante Émile.

Sería el anciano tío. Le llamarían «tito».

Iría a pescar, él también, a la punta de la escollera. Pero faltaba mucho para aquello. Céline estaba con él, y se aferraba a ella.

—¡Hombre, esta noche iremos al cine!

¡Y le compraría caramelos para que los pusiera en la bombonera!