Solo quedaban unos metros hasta la casa. Guérec se hizo a un lado para dejar entrar a su hermana y divisó el rostro de Cauchois en la grisura de la tienda. Probablemente fue en aquel instante cuando se decidió todo. A Guérec no le gustaba Cauchois, que era patrono de pesca como él y que poseía el barco más sucio y más decrépito de Concarneau. Por añadidura, era un borracho que se le agarraba a uno al chaquetón y no paraba de hablar soltando perdigones. Además, presumía de ser el más hábil pescador y más hábil maniobrista de Bretaña, porque antaño había sido contramaestre a bordo de un velero de cuatro palos que hacía la ruta de Chile.
Probablemente, de no ser por la red que llevaba en la mano, Guérec se hubiera batido en retirada. No estaba de humor para hablar; sentía que cualquier minucia le irritaría.
—¡Hombre, aquí está! —exclamó Cauchois, que estaba tomándose una copa en el mostrador—. Ya sabía yo que no tardaría… Escucha, Jules, chato… Estaba diciéndole a tu hermana…
A Françoise no le quedaba más remedio que servirle. Céline entró en el comedor para quitarse el abrigo. Eran las doce. La mesa estaba puesta.
—Tú me conoces, ¿verdad, muchachito? Soy un hombre, ¿no? ¡Contesta! ¿Soy un hombre?
—Pues claro…
Guérec espiaba a Céline, intentando adivinar qué había hecho. Incluso le hizo un gesto que significaba: «¿Has ido?».
Céline contestó con un movimiento de cabeza, un movimiento frío, serenamente afirmativo. Pero ¿había entendido lo que él le preguntaba? Y, de ser así, ¿estaría acaso mintiendo para fastidiarle?
—Dime una cosa, Jules —dijo Cauchois—. ¿Cuánto te debo exactamente?
—¿No puedes volver dentro de un rato? —sugirió Guérec.
—Imposible —replicó el otro—. Le he dicho a mi mujer: «Tengo que hablar con él». ¡Y aquí estoy!
Consultaron los libros. Cauchois debía cerca de seis mil francos, porque compraba cordajes y gasolina a cuenta.
—Es lo que me imaginaba —afirmó, una vez revisadas las cuentas—. Bueno, supongamos que en vez de darte el dinero te reconozco una parte sobre mi barco…
—¿Cuánto vale tu barco?
—Sabes bien que es uno de los mejores de Concarneau.
—El más cochambroso, querrás decir.
Se habían sentado a la mesa. Guérec seguía observando a su hermana, en cuyos labios se dibujaba una vaga sonrisa de satisfacción. Tal vez había tenido tiempo de contarle algo a Françoise, pues esta parecía también tranquila.
—Una parte te reportaría unos dos o tres mil francos por temporada —estimó Cauchois.
¿Cómo no se le había ocurrido a Guérec? Se levantó, abrió el cajón del aparador y después la caja de hierro que contenía el dinero.
¡Los ocho mil francos ya no estaban!
—¡Celine!
No se había vuelto a sentar. Estaba de pie junto al aparador, junto al cajón abierto y le traía sin cuidado la presencia de Cauchois. Al revés, tal vez no fuera malo que hubiera un testigo de la escena.
—¿Qué? Siéntate.
—¿De verdad has ido?
—¡Claro, ya te lo he dicho!
—¿Se lo has contado?
—Pues claro… ¿Por qué pones esa cara?
Seguía sin creérselo. Pensaba que quería asustarle. Tal vez se hubiera limitado a ingresar los ocho mil francos en el banco y luego hubiera ido al mercado, como de costumbre.
—Contéstame en serio —insistió—. Es más grave de lo que te imaginas. Cauchois, sentado a horcajadas en una silla, lo miraba sorprendido.
—Pero bueno, ¿qué mosca te ha picado? —preguntó.
—Déjame solventar mis asuntos —le contestó Guérec—. La cosa va con mi hermana. Tú, Céline, dame alguna prueba de que has ido.
Céline se levantó de la mesa con la boca llena, echó mano del bolso, que estaba sobre un mueble, dio por fin con el trozo de papel que buscaba y se lo alargó a su hermano.
Guérec no tenía hambre. Lo atenazaban sentimientos contrapuestos. La prudencia le recomendaba callar, darse un paseo de una hora, dejar que se marchase Cauchois y, en cuanto estuviese más calmado, regresar a hablar con sus hermanas.
Más que ira, se sentía embargado por una rabia fría, casi por un sentimiento de odio contra Céline.
A punto estuvo de no coger el papel. Todavía se hallaba a tiempo. Pero, bruscamente, se lo arrancó de las manos y se acercó a la ventana para leerlo: «He recibido de la señorita Céline Guérec la cantidad de ocho mil francos a cambio de que renuncie a interponer todo tipo de recurso contra la familia Guérec por cualquiera que sea el motivo…».
—¡Jules! —gritó Françoise, que estaba mirándolo.
Lo había visto agachar la cabeza y encoger el cuello; pero, más que nada, había sorprendido la expresión de sus ojos.
—¡Ten! —dijo Guérec al tiempo que le devolvía el papel a su hermana.
Pero, en vez de soltarlo cuando Céline alargó la mano, la golpeó bruscamente en plena cara.
—¡Cerda! —rugió al mismo tiempo—. Así que lo has hecho…
De no ser por la presencia de Cauchois, la cosa no hubiera llegado a más. Françoise se levantó, aterrorizada. Céline levantó el brazo para protegerse. Guérec la golpeó de nuevo, con la mano abierta.
—Cerda asquerosa —repitió—. ¿Y qué te ha dicho, eh? ¿Ahora me odia? ¿Ya estás contenta? Cauchois se había acercado por detrás e intentaba agarrarle los dos brazos. Guérec se volvió y rechazó tan violentamente al borracho que este cayó al suelo.
—¡Jules! —protestó—. Cálmate.
No quería calmarse. Nunca había montado en cólera, al menos hasta ese punto, y le daba la impresión de que eso le aliviaba. Veía la cara extremadamente pálida de Céline, su mirada de terror; aquello le excitaba, y tenía ganas de golpearla de nuevo.
—¡Ah, creías que esto iba a acabar así!
Cauchois se había incorporado y volvía a la carga.
—No se le pega a una mujer —alegó—. Te prohíbo…
—¡Tú, toma! —exclamó Guérec, y le sacudió un puñetazo.
Esta vez, al retroceder por el impacto, Cauchois chocó contra la ventana, cuyo cristal voló hecho añicos.
—¡Jules! —insistió—. Por favor te lo pido, serénate.
Precisamente, no tenía la menor gana de serenarse. ¡Pensaba expresamente en Marie Papin, en la cocina, en las tazas de café que ella le preparaba, en la foto que guardaba en la cartera!
Françoise lo tenía agarrado. Jules se desasió y se dirigió de nuevo hacia Céline, que corrió al local y cerró la puerta con llave.
—¡Abre! —exigió, con los dientes apretados—. ¡Abre!
Entonces, al tiempo que aparecían dos figuras en la acera, tras el cristal roto, Jules agarró la silla y la arrojó con todas sus fuerzas contra la puerta; pero solo consiguió romper la silla y lastimarse la mano.
Acto seguido, empezó a empujarla con el hombro.
—¡Te he dicho que abras!
La madera crujió. No sabía lo que quería hacer. Estaba fuera de sí y, sin embargo, seguía oyendo una voz que le aconsejaba tranquilidad.
No veía ya dónde se hallaba situada cada persona. Había gente nueva. Alguien saltaba por la ventana. Cauchois seguía allí.
—Conque no quieres abrir —se obstinaba Guérec—. Conque me tienes miedo…
Le pegaría, sí, hasta hacerla gritar de dolor. La haría ponerse de rodillas. La obligaría a pedirle perdón, y también a ir a pedirle perdón a Marie Papin.
La puerta cedió y Guérec buscó con los ojos a su hermana en el local. Al no verla, cogió una silla y la arrojó contra el armario de las botellas.
Había siete, ocho, tal vez diez personas en el umbral, y también unos niños, a quienes su padre intentaba echar para atrás. A Guérec le traía sin cuidado. Nunca llegó a creer que Céline llevaría a cabo su amenaza. En cualquier caso, no que lo haría como lo había hecho, tranquilamente, yendo luego al mercado como si tal cosa, con el recibo en el bolso, ¡satisfecha como si hubiera hecho un buen negocio!
—¿Dónde estás?
En el momento en que se disponía a volverse, Cauchois le saltó encima por detrás y rodaron ambos por el suelo. Cauchois estaba rabioso. Sabiéndose el menos fuerte, mordió en la mano a Guérec, que pegó un grito y le golpeó con todas sus fuerzas con la otra mano.
¿Dónde estaba Françoise? ¿Y Céline? Únicamente veía piernas y zuecos. Unas manos le estiraban del hombro y hubo que golpear a Cauchois para obligarle a aflojar los dientes.
Se levantó, torvo, descamisado, y miró lentamente a su alrededor, con una sensación de asco en el pecho. Había un montón de botellas rotas en el armario y corrían líquidos de color de una a otra plancha de madera. La puerta estaba abierta. Los curiosos lo habían puesto todo perdido. Un grupo de mujeres se mantenía a distancia en la acera. Cauchois, por su parte, bebía para reponerse.
—Le ha dado de repente —explicaba a la parroquia—. Yo no le había hecho nada y…
—Françoise —llamó Guérec.
Pero esta debía de haber subido detrás de Céline. ¿Estarían acaso escuchando en el primer rellano?
Guérec sangraba. Quiso cerrar la puerta pero, en aquel preciso momento, dos gendarmes se apeaban de sus bicicletas.
—¿Una pelea? —preguntaron, pensando que unos borrachos la habían emprendido a golpes en el café y que los había mandado llamar Guérec.
—He sido yo quien le ha pegado.
—¿A quién?
—A mí —espetó Cauchois. Guérec se encogió de hombros.
—¡A mi hermana, sobre todo!
—¿Dónde está ella?
Aquello era ridículo. Había que acabar de una vez.
—¿Quién ha roto todo esto? —preguntó el otro gendarme.
—He sido yo.
Los gendarmes no sabían qué hacer. Él tampoco. Afortunadamente bajó Céline, con la toca impecable y tan tranquila como si no hubiera ocurrido nada.
—¿Queréis salir de aquí? —dijo a los curiosos, que habían entrado hasta la mitad del local. Acto seguido, se dirigió a los gendarmes—: ¿Quién les ha llamado?
—Pasábamos junto a la iglesia y alguien nos ha dicho que había barullo aquí.
—No pasa nada. ¿Quieren tomar algo? —ofreció—. ¿Y usted qué, Cauchois, se encuentra mejor?
Cauchois soltó un gruñido, apuró la copa que le ofrecían y miró de reojo a Guérec. Este, sin pensárselo más, subió a su habitación, abrió el armario ropero y sacó una maleta de fibra que había comprado para su último viaje a París. Hablaba solo.
—No es posible —mascullaba—. ¡Tanto da! Sí, ¡tanto da! Ella se lo habrá buscado. Acto seguido, llenó de ropa la maleta, se puso sus mejores zapatos, se enjuagó la frente y los ojos y se anudó un pañuelo en el dedo herido.
Había abierto la ventana. Aguardaba a que se marcharan los gendarmes para bajar, pero estos se habían quedado tomando una copa con Cauchois, a quien no había modo de echar.
Guérec oyó un roce en el pasillo, abrió bruscamente la puerta y vio a Françoise delante de él.
—¿Qué haces? —preguntó su hermana al ver la maleta.
—Me voy.
—¿Adónde?
—No lo sé —repuso Guérec—. Me voy para siempre. Estoy harto.
—¡Jules!
—¿Jules, qué?
—Céline creía actuar bien, te lo aseguro —alegó Françoise—. Si te hubieras calmado un poco, te habría explicado…
Guérec se veía en el espejo con el gesto torcido, como siempre. Los gendarmes se marchaban; los oía hablar y reír en la puerta. Ahora todo el mundo se reía. A unos metros de la casa se habían formado corros de gente que esperaba ver cómo evolucionaban los acontecimientos.
Guérec se caló la gorra y, apartando a Françoise, salió de la habitación. Bajó y se detuvo un instante en medio del local; solo estaba ya Céline, pues Cauchois había insistido en acompañar a los gendarmes, con quienes esperaba recorrer las tabernas para contar en todas partes la pelea.
La mirada de Guérec se cruzó con la de su hermana y le asaltó una última vacilación. Céline no lo desafiaba. Estaba serena, pero triste, y tenía una señal roja en la mejilla izquierda.
—No llevas dinero —observó mientras se dirigía hacia el comedor—. Espera —le pidió, y al cabo de un instante regresó con dos mil francos que había cogido de Dios sabía dónde—. Ten. Cuando lo necesites, te mandaré más.
Françoise lo había seguido. Un chiquillo tenía pegada la nariz al cristal.
—Jules…
¿Por qué se marchaba? ¿Qué sentido tenía? Pero era ya demasiado tarde para echarse atrás, más que nada porque la gente lo había visto desde fuera.
—Adiós.
Poco faltó para que le tendieran la frente a fin de que las besara. Abrió la puerta con un nudo en la garganta. Sonó la campanilla.
—Oiga, jefe —le preguntó uno de sus hombres, preocupado por la situación—. ¿Saldremos igualmente el lunes?
—Ya te lo diré.
—Es que me gustaría saberlo…
Evitó los grupos de gente y saltó a la chalana de Louis. No tenía la menor idea de lo que iba a hacer; guardaba la compostura porque lo observaban de lejos. Louis no se atrevió a preguntar nada.
—Adiós, amigo —le dijo—. Sabe Dios cuándo nos volveremos a ver.
Por un instante pensó en visitar a Marie. Pero ¿para decirle el qué? Por otra parte, tampoco ella lo recibiría. ¿Acaso no había matado a su hijo? ¿No la había engañado después? A saber si no se imaginaba incluso que la había cortejado para no tener que pagarle.
Saludó de lejos a unos amigos, que le gritaron:
—¿De viaje?
Por hacer algo, fue a la estación. No sabía a qué hora había un tren y, cuando le anunciaron que salía uno para Rennes en aquel preciso instante, subió a él.
Una vez allí, no se tomó la molestia de recorrer la ciudad: se alojó en el primer hotel que vio, el Hotel de la Estación, y se encerró en su cuarto. «Querida Marthe…».
Eran las ocho de la noche cuando se puso a escribir, después de haber roto ya una docena de cuartillas.
»Supongo que te habrán puesto al corriente de lo que ha sucedido. Esta mañana Céline ha cometido un acto incalificable que prefiero no referir por escrito. En este momento, todavía no sé lo que de ello se derivará. Solo sé que por mi parte estoy totalmente decidido a no volver a la casa donde se ha hecho todo lo posible por arruinar mi vida…
»Te escribo para darte mis señas, pues podrías necesitarme. Eso sí, te advierto que no quiero volver a ver a Céline por nada del mundo y que mi decisión es irrevocable.
»Un abrazo a tu marido y un beso de tu hermano que te quiere».
Deambuló por las calles y se metió en un cine. No sabía qué hacer. No tenía sueño. A ratos, pensaba en Céline y le invadía una sensación que se asemejaba mucho al remordimiento.
La había golpeado con fuerza. Era la primera vez que la pegaba. Cuando se marchó, Céline todavía llevaba la señal en la mejilla y, aun así, se le había ocurrido a ella darle dinero. ¡De otro modo no habría podido coger el tren y habría tenido que volver a casa!
No lo lamentaba, pero estaba triste. Cuando acabó la película, se sentó en una cervecería y pidió papel y pluma para escribir:
«Querida Marie,
»Ahora ya lo sabe usted todo y se imaginará mi desesperación. Yo, que deseaba tanto expiar mi involuntario crimen haciéndolos felices a usted y a Edgard… Porque sepa que a ustedes dos quería consagrar exclusivamente mi vida…».
Se le saltaban las lágrimas. Luego, de repente, se imaginó a Marie Papin yendo y viniendo por su cocina, leyendo la carta displicentemente y dejándola en un rincón de la mesa, entre las migas de pan o las pilas de ropa para planchar.
¡Había aceptado la propuesta de Céline! ¡Se había quedado con los ocho mil francos y había redactado un recibo!
¿Qué habrían hecho los dos, suponiendo que se hubieran casado? ¿Habrían podido vivir en casa con sus hermanas? ¿Habría consentido Marie en tener otro hijo? ¡En tal caso, Guérec hubiera tenido uno que no era suyo y otro suyo!
Rompió la carta, echó mano de otra cuartilla y escribió en ella solamente la palabra «Perdón».
La mandó; después regresó cansinamente al hotel y se acostó, en una habitación que no tenía el olor familiar.
A la mañana siguiente, oyó los tranvías en la calle y todo tipo de ruidos que no eran los de Concarneau. Una camarera vestida de blanco y negro le trajo el desayuno y Guérec le preguntó si había cartas para él. Pero no podía haberlas todavía.
¿Qué podía decidir respecto al barco? ¿No debía avisar a sus hombres de que no saldrían el domingo, ni el lunes? ¡Porque él, desde luego, no iría! No volvería a poner los pies en la casa. ¡A la porra! ¡Que contrataran sus hermanas a otro capitán!
Salió a pasear. Pero regresaba cada hora para preguntar si había algo para él y, a las cinco de la tarde, le anunciaron:
—Una dama y un caballero le esperan en el salón.
Era Cara de Rata, que no había estado nunca tan solemne y que, más que nunca, iba de punta en blanco. Ponía cara de circunstancias. Se acercó a Guérec y le tendió la mano con una mezcla de afecto y contención.
Marthe se echó a llorar al ver a su hermano y tuvo que sacar el pañuelo del bolso. Había una anciana escribiendo en el salón, de modo que Guérec propuso que subieran a su habitación.
No la había elegido. Había dejado que lo hicieran por él y le habían dado una habitación bastante espaciosa, con muebles de caoba, un enorme armario de luna y dos sillones junto a la chimenea. Gloaguen tomó nota mentalmente de aquellos detalles, depositó el sombrero en la cama, se quitó los guantes, carraspeó y comenzó a hablar:
—La situación, querido Jules, es bastante delicada.
—¿Qué dice Céline?
—¿Qué va a decir?
—¿Sabe que estoy aquí?
—Lo sabe —intervino Marthe—. Le he dicho que venía.
—¿Te ha dado algún recado para mí?
—Me ha dado una carta.
—A ver…
Abrió el sobre y se ruborizó un poco al leer: «Querido Jules», como si no hubiera ocurrido nada entre ellos. Como si él no la hubiera pegado, provocando un escándalo en todo el barrio.
«No tuve ocasión, ayer, de darte pormenores sobre mi entrevista con quien tú sabes. Cuando le comuniqué que tu coche había sido el causante, se limitó a murmurar: “¡Debería haberme dado cuenta!”. Pero no estaba indignada. Tampoco se emocionó al recordar al niño. ¿Entiendes?
»Yo añadí que en tales circunstancias era imposible plantearse que siguierais manteniendo relaciones, y le dije: “Pero es justo que le demos a usted lo que el tribunal probablemente le hubiera concedido”.
»Entonces, dejé los ocho mil francos encima de la mesa en la que estaba planchando y ella dejó caer: “¡Bien pensado, lo prefiero así!”.
»No te cuento esto para amargarte, sino porque es necesario que lo sepas. De lo demás ya te hablarán Marthe y Émile.
»Tu hermana,
»Céline».
—¿Te ha enseñado la carta? —preguntó Guérec a Marthe.
—No.
Se lo agradeció a Céline para sus adentros y fue a sentarse ante la estufa.
—Evidentemente —comenzó Émile, que llevaba preparado el discurso— es demasiado pronto para tomar decisiones definitivas. Ayer pasamos la velada con Céline y con Françoise. Huelga decirte que toda la ciudad está al corriente de lo ocurrido y que, en lo que a mí respecta, ha afectado a mi prestigio como funcionario. No te lo reprocho; me limito a señalar un hecho. —Hacía calor. Los tranvías seguían pasando, los trenes silbaban, los coches pitaban—. Lo que más importa es aclarar las cosas. ¿Piensas o no piensas volver a ocupar tu puesto en la casa?
—¡Émile! —protestó Marthe, como si esa simple pregunta fuera una indecencia.
—Pues ese es el problema fundamental —replicó su marido—. Céline es orgullosa. Los Guérec han gozado siempre de una posición privilegiada en el barrio, y lo que es seguro es que su reputación se va a resentir.
Guérec estaba taciturno. No cesaba de darle vueltas a un pasaje de la carta: «Bien pensado, lo prefiero así». ¿Prefería los ocho mil francos? ¿O prefería no casarse? ¿O bien…?
¿Por qué había obrado Céline así? Guérec había pasado semanas enajenado. Estaba realmente convencido de que estaba enamorado, de que su vida iba a cambiar. También Marie Papin habría cambiado, lo sentía; él habría hecho que olvidara sus desdichas, su constante mala suerte. Marie habría aprendido a sonreír…
Se veía sentado en la cocina, con un codo apoyado en la mesa, mirándola trabajar e intentando que mostrara interés por lo que decía o hacer más sociable al chiquillo, que seguía sin quererlo.
«He recibido de la señorita Céline Guérec…».
El otro, Cara de Rata, seguía buscando las palabras.
—Pueden contemplarse varias soluciones…
¡Él «contemplaba»! ¡Y «soluciones», por si fuera poco! ¡Poco más y lo «solucionaba» todo él!
—… saber si se sigue con el negocio o si…
Guérec alzó la cabeza. Era la primera vez que se planteaba esa idea y le hizo sobresaltarse. Nunca, en casa de los Guérec, se había pensado, siquiera por un segundo, que se pudiera vivir en otro lugar que no fuera en la casa Guérec, entre los cordajes, las especias y los licores. Él mismo, a pesar de que se había marchado, fruncía el ceño al oír aquellas palabras, y se volvió bruscamente hacia su hermana, esperando verla indignada.
¡Pues no! Se limitaba a mirarlo tristemente.
—Solo es una hipótesis, claro —continuaba argumentando Émile—. El negocio puede aún venderse a buen precio. Incluso se puede conservar una participación y…
—¿Ha sido Céline quien te ha hablado de eso?
—Lo hemos hablado todos —repuso Cara de Rata—. Anoche hubo que poner unas tablas en la ventana hasta que viniera el cristalero. Ha desfilado por allí todo el barrio so pretexto de comprar algo. Cauchois, que estaba borracho perdido, no ha parado de contar historias de lo más fantasiosas. —Resultaba molesto volver a hablar de todo aquello, sobre todo en el ambiente extraño de aquel cuarto—. Medítalo, es lo mejor que puedes hacer. Tus hermanas no son ya muy jóvenes; tal vez sea ya el momento de que dejen de trabajar. En cuanto a ti…
Hizo un gesto, como diciendo: «Haz lo que te dé la gana».
—¿A qué hora tenéis el tren?
—A las ocho…
—Entonces, nos da tiempo de cenar.
Cenaron en el restaurante y Guérec aprovechó para beber mucho vino, hasta el punto de que se le subió la sangre a la cabeza. Gloaguen bebía también y se le encendía la mirada.
—¡Oye! —bromeó de repente—. Bien que me tomaste el pelo con lo del ocho, ¿eh? ¡Y a mí que ni por un momento se me ocurrió pensar en tu coche! —Guérec agachó la cabeza, pero muy pronto se le pasó el malestar. Émile continuó hablando—: Imagínate lo que hubiera pasado si llego a descubrir algo, cosa que además estuvo a punto de ocurrir… Mi cargo… El deber por un lado y la familia por otro…
—Debiste de llevarte una impresión terrible —dijo Marthe, dirigiéndose a su hermano.
Guérec asintió. A decir verdad, apenas lo recordaba. ¿Había sido realmente tan terrible? Durante unos días, desde luego que sí. Pero, desde el momento en que conoció a Marie Papin, dejó de pensar en ello, contrariamente a lo que se imaginaba.
—¡Otra botella! —pidió al camarero.
Tenía calor. Le picaban los párpados. Habían olvidado la hora y tuvieron que coger un taxi para llegar a tiempo a la estación.
—Medítalo —insistió Émile—. Lo más probable es que mañana vengan a verte tus hermanas y…
—No quiero ver a Céline —dijo, por principio.
—Calla —murmuró Marthe—. ¡Pobre Céline!
Y Guérec, mientras se alejaba el tren, continuó pensando: «¡Pobre Céline!». ¿Pobre, por qué? ¿Acaso no había ocurrido todo por su culpa? ¿Le había pedido él que se metiera en sus asuntos?
Al regresar al hotel, sintió que le recorría una especie de oleada de calor y se alejó por la acera. ¿Por qué no aprovechaba? Estaba en una gran ciudad, y solo. Llevaba dinero en el bolsillo y nadie, en esta ocasión, se atrevería a pedirle cuentas. No había vuelto a hacerlo desde que estuvo en Quimper. La víspera, había reparado en unas mujeres solas en una cervecería, frente al teatro. Se oía música. Abrió la puerta.
Cuando regresó por fin a la habitación, eran las dos de la mañana y le habían hecho beber. Por si acaso, contó el dinero y se metió en la cama, apaciguado.