5

Ahora la estufa de hierro colado zumbaba, calentada a tope por Philippe, que resplandecía de gozo. Una vez echada la traína al mar y fijadas las velas, quedaba un hombre en cubierta, uno solo, visible por la escotilla, recio y tieso, enfundado en un impermeable que ocultaba tres capas de jerséis de lana.

Lo mismo era de día que de noche, pero eso tanto daba, porque ya no existía el ritmo de las horas: tan solo contaba el de la traína, que regía la vida de a bordo.

Los hombres bajaban, obstruían uno tras uno la escotilla, se deslizaban por la escalerilla de hierro, y con ellos se escurría el agua salobre, que formaba un charco en el suelo.

Siempre se oía una voz que gritaba: «¡La escotilla, rediós…!». ¡Y es que se iba el calor! Todos se acercaban a la estufa y alargaban maquinalmente las manos para frotárselas. Algunos, como el viejo Durieu, no se quitaban nunca las botas; aunque pasaran cuatro o cinco días a bordo, no se descalzaba. Otros se apoyaban en su coy y se ayudaban entre ellos: «Estira… ¡Más fuerte!… ¡Ah, qué descanso!», exclamaban, acariciándose durante largo rato los pies doloridos.

Guérec convivía con los demás. Detrás tenía un cuchitril para él solo, apenas más grande que una tumba, pero, como no estaba calentado, prefería quedarse con sus hombres.

Eran ocho en total, incluido Philippe. No se alejaban mucho; faenaban por la bahía de Audierne o a la altura de la isla de Croix, según los vientos. Durante tres o cuatro días, rastreaban el mar con la amplia traína, hasta que llenaban las cajas de pescado.

Cada cual se llevaba su comida y comía a su antojo. Algunos se alimentaban de pan con salchichón; otros le pedían a Philippe que les asara patatas y carne. Por su parte, el viejo Durieu cogía un pez vivo, le cortaba la cabeza y le hincaba el diente a la carne cruda.

A ratos dormitaban contemplando el fuego y fumándose una pipa; otras veces se dormían del todo. En duermevela, veían a Guérec, que se embutía el impermeable remendado y se dirigía hacia la escotilla. Se oían sus pasos por cubierta.

¿Ya? Sabían lo que aquello significaba. Al poco, Guérec asomaba la cabeza:

—Vamos, muchachos.

Los primeros movimientos eran los más penosos. Cada cual iba a ocupar su sitio, unos en el cabrestante, otros en las drizas y otros en la cubierta.

Ni que decir tiene que en torno al barco no se veía más que una niebla más o menos diluida; «compota de lluvia», la llamaba uno de los hombres.

—¡Iza!

Tardaban un buen cuarto de hora en subir la red, que muy pronto veían palpitar a lo largo de la borda, cual monstruosa medusa. Había que agarrarla con un aparejo y volver el copo en cubierta. Esta se llenaba de cangrejos, al tiempo que los peces se escurrían unos sobre otros, abriendo todos la boca al mismo tiempo.

Conforme entraba la red, se reparaban los rotos más considerables. Guérec observaba la pesca, luego el mar, y decidía el lugar donde rastrearían de nuevo; mientras tanto los hombres triaban el pescado, arrojaban las porquerías al mar y colocaban los lenguados y las lubinas en las cajas, entre capas de hielo.

Una vez baldeada la cubierta con grandes cubos de agua, de nuevo se abalanzaba todo el mundo hacia la escotilla, hacia el fuego, hacia el sueño.

Aquella era ya la segunda salida. La primera, que había durado tres días, había sido sustanciosa, ya que los hombres habían sacado cada uno doscientos y pico francos por cabeza.

En esta ocasión, izaban la red por tercera vez. El mar estaba bastante agitado y hacía mucho frío. Cuando no estaba en la cabina con sus hombres, Guérec iba a acurrucarse al cuarto del motor, donde también hacía calor.

Le guiaba un motivo para hacerlo. Ballanec, el mecánico, el que vivía cerca de Marie Papin, le había dicho un día, como quien no quiere la cosa:

—Tiene un carácter rarillo, ¿a que sí?

—¿Quién?

—¡Marie! ¿Quién va a ser?

Le reían los ojos. Era un hombre curioso, el más gordo de toda la tripulación y seguramente el más ágil. Se bebía casi medio litro de aguardiente al día y, aun así, con no estar nunca del todo despejado, jamás estaba borracho.

¡Sobre todo de cara a su trabajo! Tenía una manera muy suya de mirar el motor, como si le dijera: «¡A mí ni se te ocurra jugármela!». Le hablaba, le daba golpes con la llave inglesa, usaba de ardides con él y, aunque era un viejo motor bastante cabezota, siempre acababa metiéndolo en cintura.

—¿No te han contado nada tus hermanas? —le había preguntado a Guérec, tuteándolo. De todas formas, Ballanec tuteaba a todo el mundo, como los flamencos, que no tienen una palabra para decir «usted».

La primera vez que le habló de Marie Papin, Guérec puso mala cara, pero no tardó en ser él mismo quien volviera a la carga. Ahora tenía su rincón junto al motor, bajo la lumbrera lívida, en medio del olor a aceite caliente y a salmuera.

—¿La conoces bien?

—Sobre todo la conoce mi mujer, que es del mismo pueblo; nació en Pleuven, cerca de Fouesnant.

Son gente que no ha tenido suerte en la vida… ¿Sabes lo que le pasó al padre?

—¿Murió?

—Sí, pero ¿cómo murió? No era pescador sino campesino, y tenía una pequeña propiedad. Un día, estaba borracho y le echó una bronca a su gañán, un mozo de dieciséis años. Adivina lo que hizo el gañán… Pues le soltó un porrazo con la horca y le reventó un ojo; a los cinco días, Papin fallecía en el hospital. El chaval todavía estará en la cárcel. Al año siguiente murió la madre de la gripe. Y ahora al crío de Marie lo atropella un coche… Hay gente que nace marcada.

—¿De quién son los hijos?

—No se sabe. Yo creo que ni la propia Marie lo sabe, y eso no quiere decir que sea más pendona que las otras, ¡al revés!

De todo aquello a Guérec se le había quedado especialmente grabada una frase: «Hay gente que nace marcada».

Entre red y red, tenía tiempo de pensar. Los pensamientos eran tanto más turbios cuanto que le picaban los ojos de sueño, los oídos le zumbaban a causa de la proximidad del motor y todo el cuerpo se le aletargaba.

Philippe solo estaba pendiente de Guérec, a quien había cobrado gran afecto, y le llevaba vino caliente o castañas. Cuando el amo se descalzaba, echaba cenizas ardiendo en el fondo de las botas, pues eran simples zuecos de madera rematados con correas de cuero. La madera se ennegrecía un poco. Philippe tiraba las cenizas al mar y Guérec se encontraba las botas caldeadas.

Un muchacho curioso, Philippe. Tal vez, en el fondo, solo le faltara hablar, porque no se comportaba como un tonto.

En una ocasión, mientras Guérec se cambiaba maquinalmente la cartera de sitio, el simple la señaló sonriendo con su inmensa boca y apuntó con el dedo en dirección a Concarneau. «¿Qué quiere decir esa mueca?», le preguntó. Philippe continuaba sonriendo; luego hizo amago de abrir la cartera y tocó con el dedo uno de los departamentos. ¡Era el que contenía el retrato de Marie Papin! Se le veía feliz. Daba rienda suelta a su alegría, se frotaba las manos y acabó mandando besos con el dedo hacia la costa. «O sea, que hurgas en mi cartera, ¿eh?», le espetó. El otro asintió; no veía nada malo en aquello. ¿Acaso no ordenaba él las cosas del amo? En cualquier caso, le llenaba de gozo el pensar que Guérec estaba enamorado…

La instantánea era mala. Era una foto pequeña de pasaporte que Jules había conseguido casualmente. Antes de embarcarse por primera vez, el 3 de enero, había pasado por la Rue de l’Épargne, pues necesitaba la documentación de Philippe para inscribirlo en la tripulación.

Marie lo había recibido como siempre, sin mostrar alegría ni tampoco hastío.

—Siéntese —le indicó, y acto seguido subió a su habitación; regresó con una gruesa cartera raída—. ¿Qué necesita? ¿La partida de nacimiento?

—Sí, será suficiente…

De la cartera, que estaba atestada de papeles, cayeron unas fotos. Guérec las recogió y se quedó con una en la mano, la de Marie Papin.

—¿Me la da?

—¿Para qué la quiere?

—Para nada…

—Pues entonces…

No era un juego. Marie no era coqueta.

—¡Por favor! —insistió.

—Si se empeña… —aceptó ella, y, encogiéndose de hombros, al final dio con el papel que buscaba—. Tenga cuidado, que no sabe nadar.

—Se lo prometo.

Guérec no sabía aún que estaba enamorado. Incluso ahora, no estaba seguro; en cualquier caso, si lo hubiera estado, tampoco habría comprendido por qué.

A bordo, veía las cosas con cierto distanciamiento, al no hallarse en el mismo ambiente. Sin embargo, cuando de tanto en tanto evocaba Concarneau, nunca pensaba en su casa, donde estaban sus hermanas y tenía todos sus recuerdos de infancia, sino en la cocina de Marie Papin.

¿Por qué? ¡Ya no podía ser por el niño a quien había matado sin querer! ¡Ni por su hermano Edgar, que seguía casi igual de receloso y fruncía el ceño cuando le obligaban a darle la mano!

Marie Papin no era guapa. Lo acogía con frialdad, como resignada. Y sobre todo, no parecía agradecerle en lo más mínimo sus atenciones ni sus regalos, como tampoco lo que hacía por Philippe.

«Hay gente que nace marcada», había dicho Ballanec.

El mecánico estaba delante de él, fumando su pipa demasiado gastada y mirándolo, sin duda sin verlo, pues estaba absorto en sus pensamientos. Tenía tres hijos, a los que según decían pegaba cada noche, por costumbre o por principio. Aparte de eso, ¡era el mejor hombre del mundo!

¿Le pegaría también a su mujer? ¡Probablemente!

—No ha tenido suerte, es cierto —murmuró Guérec.

—Siempre les toca a los mismos… Por ejemplo, yo, si no me hubiera casado, sería ahora oficial mecánico. Empecé a estudiar en la escuela y todo. Me tropiezo con una mocosa y… ¡catacrac!

El caso de Guérec era tan distinto que a veces llegaba incluso a asustarse. Por lejos que se remontara en sus recuerdos siempre había tenido suerte. Para empezar, la de haber nacido en su casa, en la familia más rica del barrio. Cuando iba a la escuela, llevaba ropa de abrigo, y el día de su primera comunión era el niño mejor vestido.

Casi todos se quejaban de sus tiempos de grumete y recordaban la primera tempestad, la primera red que habían alzado, los golpes, los insultos. Él era el hijo del patrono, y cuando fingían mostrarse severos con él lo hacían por guardar las apariencias.

Cuando estalló la guerra, algunos amigos suyos fueron destinados a los barcos de Flandes. Uno de ellos sufrió tres naufragios, y en el segundo naufragio se pasó seis días en un bote aguardando a que lo socorrieran; otros murieron.

En el caso de Guérec, hubiera sido difícil describir cómo habían ido las cosas. «¿Eres buen gaviero?», le había preguntado el oficial ante el que había un centenar por desfilar. «Creo que sí», le había contestado. El otro pronunció una palabra que Guérec ignoraba y, mientras a todos sus compañeros los destinaban a un acorazado, a él lo mandaron a Tolón. Era la primera vez que viajaba. El Mediterráneo, que, en pleno invierno, estaba bañado de sol, le dejó boquiabierto.

A los dos meses, zarpaba con un minador, y durante tres años viviría a bordo del mismo barco, en aguas del Adriático, donde jamás se tropezaron con un enemigo. ¡Fue casi excesivo! Una vida como nunca se la hubiera imaginado. ¡Nada que hacer! ¡Vino a discreción! Y garbeos por tierra, salidas a pescar…

Se hablaba de submarinos, pero no vieron ni uno. Su barco, que había tendido amplias redes en los estrechos del Adriático, tenía la misión de vigilarlos, ¡y realizó durante tres años esa misión sin ver ni un solo acto de guerra!

Estaba también su historia con Germaine, la historia de marras, como decían en su casa. De no haber sido por sus hermanas, se habría dejado embaucar, por temor al escándalo, tal vez un poco por piedad también, y habría sido sin duda muy desgraciado, porque nunca la quiso.

¡Las cosas siempre se solucionaban! No había perdido más que un barco, cuatro años atrás, sin que hubiera que lamentar una sola víctima. La compañía de seguros había pagado incluso un poco más de lo que se necesitaba para construir uno nuevo.

Pero ¿y Marie Papin?

Tenía miedo, porque no acababa de saber lo que le rondaba por dentro. En tierra, no se había dado cuenta de que estaba enamorado, pero ahora, a bordo, se veía obligado a admitir que no paraba de pensar en ella.

La añoraba. En la mar, se evoca siempre el sitio donde a uno le gustaría estar. En buena lógica, hubiera debido recordar la casa de sus hermanas, que era limpia, acogedora, donde todos los objetos le resultaban gratos y familiares.

Pero no era así. Rememoraba aquella cocina siempre desordenada donde ni siquiera le invitaban a entrar, y en la que se sentaba a pesar de todo, en tanto que Marie Papin seguía trajinando sin apenas prestar atención a lo que él contaba.

Sabía que aquello daba pábulo a habladurías. Sabía que cada una de aquellas visitas le granjeaba, durante horas, el silencio reprobador de Céline e incluso de Françoise.

Sabía que aquello iría de mal en peor, que un día tomaría un mal cariz…

Entonces, ¿qué sacaba con ello? Marie Papin no lo quería, ni siquiera sentía simpatía por él. Guérec era un patrono, un hombre rico, y eso bastaba para suscitar su recelo.

Suponiendo que se le entregara… Solo de pensarlo, se ruborizaba, aunque lo pensaba pocas veces. Pero en ocasiones lo hacía, cuando tenía calor, junto al motor que le zumbaba en la cabeza. Tal vez se equivocara, pero le daba la impresión de que sería lo más fácil: ser su amante, una vez, tal vez dos, quizás incluso regularmente… Marie no debía de concederle importancia a aquello. No más que se la concedía a los diecisiete años, cuando se decía que forzosamente tendría que pasar por aquello algún día.

Pero Guérec no quería. En el fondo, se obstinaba en buscar algo mucho más complicado, y lo malo era que solo se comprendía él mismo.

«Hay gente que nace marcada», había dicho Ballanec. Y ella parecía estarlo, para la desgracia, tan profundamente como él parecía estarlo para la quietud y el placer de vivir. Por eso se mostraba tan huraña. Ni siquiera eso: ¡resignada! No, incluso esa palabra era excesiva: indiferente. Todo le daba igual. Vivía porque había que vivir. Hacía los gestos que tenía que hacer. Pero en ningún momento había notado en ella el menor gusto por algo.

A Guérec, en cambio, le gustaba todo. ¡Sí, todo! No había día que no experimentara un placer, ya fuera pequeño o grande. Placer de levantarse en su habitación fría, de mirar por la ventana para ver el tiempo que hacía, de romper la fina capa de hielo que, como el 1 de enero, cubría el agua de su jarro…

Placer de bajar envuelto en los efluvios de café, de alargar las manos sobre el fuego brillante, de ver el mantel a cuadros rojos ante el que iba a sentarse a comer…

¡Todo era un placer! Los zuecos bien lustrosos, el grueso chaquetón, la bufanda suave al tacto… Placer de intercambiar unas palabras con Louis cuando este le cruzaba con la chalana…

Placer de subir a su barco, de recordar que para comer había estofado con zanahorias… Placer de estrecharle la mano a alguien, de meterse en un café y de aspirar el humo de las pipas, él, que no podía fumar…

Y así, le parecía que sería maravilloso ver resplandecer por fin de alegría el rostro de Marie Papin. Se sentía atraído por ella como por un misterio. No entendía que se pudiera vivir sin experimentar aquella multitud de pequeños placeres que jalonaban sus horas. Por eso le llevaba al niño tabletas de chocolate y juguetes. Le hubiera gustado llevarle un montón de cosas a Marie, pero temía que ella las rechazara. ¿Era aquello amor?

No lo sabía. Se lo preguntaba, pues en el barco disponía de diez horas al día para pensar. ¿Podría acaso vivir con ella hasta el fin de sus días? Francamente, lo ignoraba. Incluso le producía un pequeño escalofrío la idea de abandonar sus costumbres, su casa, a sus hermanas, todas esas pequeñas insignificancias que habían colmado su vida hasta entonces. «Gente que nace marcada…».

Por ejemplo, Jo, el más inteligente de los dos niños, el más guapo sin duda, atropellado por un coche al volver de la escuela. Toda una serie de azares habían sido necesarios para que aquello sucediera. Que Guérec se entretuviera y, sobre todo, que a Céline se le ocurriera la idea de comprar un coche. Y, además, que él circulara por la carretera de Quimper a tantos kilómetros por hora.

Que la farola de gas estuviese a más de veinte metros… y que…

¡Lo mismo que la horca que le habían clavado al padre! Ballanec había precisado que, de habérsele clavado un milímetro más a la derecha, no habría muerto.

Aquello acabó por atemorizar a Guérec, porque ¿quién le decía que iba a durarle aquella suerte toda la vida? ¿Acaso no era su deber expiar su felicidad proporcionándosela a los demás?

Ni siquiera se había atrevido a comentarles a sus hermanas lo que le había pedido Marie respecto a la ropa.

«Vamos, que ya es hora…», se dijo, al tiempo que se ponía en pie. Tenía aún la cabeza llena de sombras. Subió a cubierta, llamó a los hombres y miró el color del agua. Las más de las veces le bastaba hacerlo para saber si habría mucha pesca.

—¡Iza!

Trabajaba con los demás. Era el amo, pero de los siete hombres lo tuteaban cuatro. Dos de ellos trabajaban ya en tiempos de su padre y habían asistido a su aprendizaje.

A veces, a través de una brecha en la niebla, se vislumbraba la costa y, con la marea, se oía el batir de las olas en los rompientes.

¿Era capaz de casarse con ella? La pregunta le aterraba. En la vida se lo había planteado tan seriamente, pues su estado actual siempre le había parecido definitivo y, en cualquier caso, nunca había imaginado que un cambio pudiera provenir de su voluntad.

Casarse con Marie Papin. Convertirse en el padre de Edgard.

¿Por qué no? No vivirían en la Rue de l’Épargne, por supuesto. Marie se instalaría en su casa, con sus hermanas. Ya no necesitaría lavar la ropa de la gente. Cuidaría del niño, ayudaría a Françoise en las faenas de la casa, cosería o haría punto ella también, ¡y ocuparían la habitación grande que estaba vacía!

Sabía que eso era imposible. ¿Por qué? Por nada. Por ninguna razón de peso, pero aun así era imposible, se daba cuenta.

¡Sus hermanas no querrían!

¿Acaso era justo? ¿No se había casado Marthe? ¿No consideraban a Émile como uno más de la familia?

Claro que a Guérec no le habría gustado verlo cada día en casa…

¡Por supuesto!… En eso radicaba el problema, en… ¿marcharse? ¿Construir otra casa? No se imaginaba despertándose en otra habitación, sin ver enfrente la bocana.

Cada vez que lo veía, Philippe le lanzaba la misma sonrisa y Guérec volvía la cabeza. «Se cree ya que es mi cuñado», se decía.

Además, ¡no se trataba de eso! Lo que quería era ayudar a Marie, sacarla de aquella miseria, purgar el crimen que había cometido involuntariamente. Ella lo había dicho: si supiera quién era el hombre que había matado a Jo, podría reclamarle mucho dinero…

¡Por lo tanto, ese dinero se lo debía él! La engañaba yendo a sentarse a su cocina como un amigo. Era un cobarde, un bribón. Le llevaba chocolate a Edgard, ¡pero eso no bastaba para resucitar a su hermano!

¡Menos mal que la traína tocó fondo! Sí, menos mal, porque eso le evitó pasarse dos horas pensando, cuando empezaban a asaltarle pensamientos que no le gustaban.

El cabrestante se tensó de repente y los hombres se asomaron a la borda. El cable de hierro caía a pico y todo el mundo sabía lo que eso significaba.

A veces, basta hacer marcha atrás, estirar en todas direcciones y la red acaba subiendo. Otras veces, cuando son las pesadas planchas de madera y de hierro del fondo las que se enganchan bajo una roca, es menester trabajar horas y horas sin saber si se saldrá del atolladero, y en más de una ocasión hay que marcharse dejando la red en el lecho del mar, lo que significa entre quince y veinte mil francos de material perdido.

En tales casos, los patronos dan gritos, todo el mundo da gritos, y Guérec hizo lo que los demás: cogió él mismo el timón e increpó a Ballanec, que no se lo merecía, por haber puesto el motor en marcha demasiado bruscamente.

Era por la mañana. Se movían en medio de una masa blanca, mezcla de niebla y frío. Otro barco de pesca hacía sonar la sirena y el Françoise tuvo que hacer lo propio.

Cada cual daba su opinión. Sondearon el fondo. El viejo aseguraba que se le habían quedado ya cuatro o cinco traínas en aquel lugar.

—Son bloques llenos de chatarra que hundieron aquí después de la guerra.

Guérec lo sabía. Estaba prohibido pescar allí, pues, después del armisticio, habían hundido torpedos en aquel lugar. Como era un lugar mucho menos frecuentado, la pesca era más abundante, sobre todos los enormes lenguados de un kilo o más.

No se hubiera atrevido a confesárselo a nadie, por temor a que se rieran de él, pero también aquello era un placer para él. Había que trampear con algo desconocido que estaba en el fondo del agua para sacar la red más o menos intacta. Tras recoger velas, pues bastaba con el motor, ejecutaron diez maniobras diferentes.

A las diez, el cable se aflojó por fin.

—Se ha roto —aventuró alguien.

Se equivocaba. La operación había sido un éxito. No tardaron en ver la bolsa, agujereada, naturalmente, pero milagrosamente cargada aún de unos cincuenta kilos de pescado.

Era el cuarto día de pesca. El día siguiente, el jueves, era el mejor para la venta. A lo sumo llevaría media hora reparar la red.

—¡A casa!

Se procedió al concienzudo baldeo de la cubierta, con docenas de cubos de agua. Dos hombres se pusieron a reparar la red y los demás ajustaron las velas. El barco brincaba cual caballo que ventea la cuadra.

—¿Por qué no vendemos la pesca en Douarnenez? —sugirió el viejo—. Queda más cerca. Llegaremos para la subasta.

Tenía razón y derecho a opinar, puesto que todos tenían parte en el negocio.

—¡No! —replicó Guérec—. Directos a Concarneau.

—Como quieras, muchacho.

Quería ir a Concarneau. Le había entrado ese súbito deseo, como si fuera una picazón en los dedos, a flor de piel, una impaciencia casi voluptuosa.

Sí, le diría a Marie Papin que tenía que aprender a disfrutar de la vida y que él la ayudaría. ¿No era estúpido y monstruoso que no tuviera derecho a darle dinero?

Y no solo por sus hermanas: ¡ella misma lo rechazaría!

Llevaba él mismo el timón; era una vieja costumbre que él pilotara el barco a la vuelta. Y también era un placer ver dibujarse las paredes grises de Concarneau, que, los días de sol, se tornaban tan rutilantemente blancas que le recordaban los pueblos del Adriático.

La corriente era fuerte. El motor marchaba bien y el agua se deslizaba por los costados del barco, que se inclinaba lentamente a derecha e izquierda, con un vaivén adormecedor. De cuando en cuando, bien porque Guérec se despistaba, bien porque venía una ola de fondo, el barco daba un salto y caía una lluvia de salpicaduras sobre el castillo de proa.

—¿Cuántas cajas?

—Cinco de lenguados, veinte de labros… Llenaremos dos cestas de rodaballos y otras tantas de barbadas…

Entretanto, los hombres, protegidos por un delantal de hule y con las manos envueltas en un trozo de neumático, acababan de aprestar el pescado, pues había que darle buen aspecto para venderlo mejor. Apartaban las piezas estropeadas o la morralla, que no tenía valor. Eso era para ellos, para la familia, al igual que las sepias y los pulpos.

En dos ocasiones, Philippe subió a cubierta y apuntó sonriente hacia el bolsillo de Guérec, donde este solía guardar la cartera.

Probablemente con ello quería dar a entender que el amo debía de estar muy contento, porque muy pronto se reuniría con el original del retrato.

—¡Déjame en paz de una vez!

Philippe no se asustaba. Ni siquiera le amedrentaba que Guérec estuviera de mal humor. Lo había demostrado no ocultando que le hurgaba en los bolsillos y en la cartera, lo cual, en su cerebro de medio loco, debía de parecer natural.

—¡Ojo con tus hermanas! —le advirtió Ballanec, que de cuando en cuando, subía a cubierta a tomar el aire.

Siempre olía a alcohol. Era de complexión sanguínea y tenía la cara encendida. Guérec pensó que también él debía de tener la tensión alta.

—¿Por qué?

—¡Yo qué sé! No creo que les haga gracia. Se han acostumbrado a…

¡A considerarlo como de su propiedad! ¡Era cierto! Y, aun así, cometió otra imprudencia mandando apartar un rodaballo de cuatro libras. Los hombres hubieran podido protestar, pues aquello pertenecía a la masa salarial.

Estaban ya en Concarneau. Antes de meter el barco en la dársena de los atuneros, había que atracar en la vieja, ya en plena ciudad, lo más cerca posible del mercado de pescado. Pero había marea baja. Soltaron el anda frente a la ciudad cerrada y botaron el chinchorro.

Guérec bajó el primero, con un surtido de pescado. ¡Otro placer! Los demás pescadores se acercaban a mirar, palpaban los lenguados.

—¿En qué banco…?

—Por la zona de Douarnenez.

—¿Cuatro días?

—Tres y medio.

Había carretillas para transportar el pescado en la entrada de la subasta. También los pescaderos se acercaban a curiosear.

—¿Cuántas cajas?

—Esperad y veréis qué rodaballos.

Llevaba el suyo bajo el brazo, envuelto en un papel. Sacaron dos mil ochocientos francos, lo que no estaba nada mal. Guérec se encaminó hacia la ciudad y tomó por la Rue de l’Épargne, mientras tres hombres llevaban el Françoise a su amarre.

Llamó, muy contento, y al mismo tiempo sacudió el buzón, como el niño.

—¡Buenos días, Marie!…

—¿Es para mí? —preguntó ella, mirando cómo desempaquetaba el rodaballo.

—¡Pues claro!

—Es demasiado grande —replicó—. Nunca nos acabaremos todo eso.

—¡Que sí, mujer! Así se pondrá fuerte Edgar. Entró en la cocina y se sentó estirando las piernas hacia el fuego.

—He pensado mucho en usted en el barco.

—¡Ah! ¿No viene Philippe?

—Llegará enseguida. Están atracando el barco.

—¿Se marchan mañana?

—Dentro de tres días —repuso—. O a lo mejor cuatro, porque quiero pasar aquí el domingo. Desde su casa, junto a la bocana, debía de verse el Françoise, y sus hermanas estarían esperándolo con mala cara.

—Dígame, Marie, ¿es cierto que nunca ha tenido suerte?

—¿Quién le ha contado eso?

—No sé… ¡pero me gustaría que a partir de ahora la tuviera!

—Es usted muy amable, pero no veo cómo. Además, ya estoy tan acostumbrada…

Guérec se levantó de pronto, mientras ella cogía la plancha del fuego. La tomó por los hombros y la besó, mitad en la boca, mitad en la mejilla, pues estaba demasiado emocionado para apuntar bien.

—¡Dos mil ocho! —anunció, antes mismo de cerrar la puerta.

Sus palabras no obtuvieron ningún eco. Miró a Céline, que estaba cosiendo y que se dejó besar en la mejilla sin devolverle el beso.

¿No está Françoise?

—Ahora vuelve.

Guérec sabía ya a qué atenerse. Algo ocurría, incluso algo muy grave, pues Céline ponía más morros que nunca y estaba tensa.

—¿Han traído los lenguados? —preguntó él; había encargado a uno de sus hombres que llevara tres lenguados a su casa.

—Sí, los habrán dejado en la cocina.

Entró Françoise. No llevaba abrigo, luego había ido a casa de una vecina. Le dispensó el mismo recibimiento que Céline.

—¿Qué quieres comer? —se limitó a preguntar.

—¿Qué hay?

—Queda una costilla, y puedo cocerte un huevo.

—¿Ya habéis comido?

Era evidente que lo hacían adrede. Otras veces, en cuanto el barco aparecía a lo lejos lo esperaban y le preparaban una buena comida; al llegar, lo ametrallaban a preguntas. Aquel día, en cambio, Céline ni levantó la cabeza. Su perfil se recortaba en el marco gris de la ventana.

—No comeré —contestó, enfurruñado—. Me voy a dormir.

—Haces mal —replicó fríamente Françoise.

No le insistió para que se quedase y Guérec dudó en subir, hasta tal punto aquello era inhabitual. Nunca lo habían recibido de ese modo. Parecía una conspiración.

—¿Está hecho mi cuarto, al menos?

—Por supuesto.

Guérec era muy sensible a aquellas contrariedades. Las otras veces, después de una buena comida, era un placer ir a tumbarse dos o tres horas en una cama de verdad, y luego tomar un baño antes de bajar a cenar.

¿Sabían sus hermanas que había estado en casa de Marie Papin antes de regresar? ¿Y qué? ¿Acaso era un crimen? Lo más probable era que alguien les hubiera contado que había llevado un rodaballo a la Rue de l’Épargne.

Se desnudó, malhumorado, abrumado. Estaba decidido a no ser él quien diera el primer paso. Hablarían ellas primero, porque su silencio no era sino una nueva argucia. Sabían que actuando así le hacían sentirse incómodo, que se preguntaba qué sabían, y esperaban que acabase por delatarse.

¡Pues no! Se tapó con la sábana hasta la barbilla y cerró los ojos, convencido de que no lograría conciliar el sueño.

¿Qué había hecho? ¿Qué había dicho? ¿No tenía que haber meditado un poco antes de hablar?

Cuando besó a Marie Papin, en la cocina, esta no opuso resistencia, pero tampoco se abandonó. Se limitó a aguantar. Luego se volvió hacia él y dijo con indiferencia, como una mera constatación:

—¡Se acabó!

A Guérec estas palabras le turbaron más que cualquier otra cosa.

—¿Qué piensa usted? —balbuceó, avergonzado. La pregunta era superflua. En aquel momento, todavía estaba a tiempo de marcharse sin crear complicaciones. Ella no estaba enfadada, ni le pedía nada; quien se obstinaba era él—. Dígame lo que piensa de mí, Marie.

—¿Qué quiere usted que piense?

—¿Me cree sincero?

—¿Cuando me besa?

—Cuando le digo que solo pienso en usted, que en el barco no he dejado de estar con usted, tanto que su hermano se ha dado cuenta. ¿Me quiere usted un poco, Marie? Aunque solo sea un poquito…

—¿De veras es usted tan sentimental?

¡Que si era sentimental! ¡Pero si a la mínima hubiera roto a llorar! Le ardían los párpados y la miraba con los ojos velados por el desasosiego.

—Lo que no me gustaría es que pensase que me burlo de usted. ¿Entiende lo que quiero decirle?

—¡No!

—Quiero decir que la respeto, que si le hago la corte es con intenciones serias.

—¡No me diga!

Marie no había parado de trajinar, pero al final se secó las manos con un trapo que colgaba junto a la estufa y se plantó ante él.

—¿No me cree?

—No pretenderá que…

—¡Sí!

Guérec no era el mismo. Ahora, cuando se paraba a pensarlo, le entraba vértigo, como si se hubiese abierto un abismo a sus pies. ¿Adónde iba a llevarle todo aquello? Fue ella la que pronunció la palabra:

—¿Se casaría conmigo? Se reía. Se burlaba de él.

—¡Pues claro! No tiene nada que envidiarle a ninguna otra mujer. Desde que la conocí, no he parado de observarla, y la admiro.

—¡No hay nada que admirar!

—¡Pues claro que lo hay! —replicó—. Deje que la bese otra vez, Marie, pero, esta vez, con su permiso.

—Si insiste…

No fue ya lo mismo que la primera vez, pues casi le devolvió el beso. O, en cualquier caso, movió ligeramente los labios.

—¿Qué, está ya contento? Pues ahora vuelva a su casa si no quiere que sus hermanas le armen una buena. Y conste que ha hecho mal trayéndome el pescado.

—Ya soy mayor para…

—¡Sabe perfectamente que no!

—¡Marie!

—¿Qué?

—¿Acepta?

—¿Casarme con usted? Puede que aceptara el día en que una de sus hermanas viniera a pedir mi mano… —Soltó una risita jocosa—. Tranquilícese, no hace falta que se eche a llorar. En la vida aceptarán nada semejante, y además tienen razón. Ahora, márchese, que va a volver Edgar.

Fue decir eso y que el niño empezara a sacudir el buzón.

¡Eso era lo que había ocurrido! Él no había preparado nada. No tenía ni idea, al poner el pie en el umbral, de que iba a pronunciar palabras tan definitivas. ¡Y es que, al final, le había pedido que se casara con él! ¡Hasta le había prometido hablarlo con sus hermanas!

Marie Papin no había dicho que no, y debería estar contento. Tal vez estaba más emocionada de lo que había dejado traslucir. Guérec adivinaba que era cosa de su manera de ser, que no lo trataba con tanta indiferencia como aparentaba, pero que se mostraba pudorosa con sus emociones.

¿Qué sabrían sus hermanas? Acabarían teniendo una conversación, pero ¿cuándo? En una ocasión, cuando Guérec era joven, Céline había mantenido esa actitud durante tres días, limitándose a dirigirle las palabras estrictamente necesarias, y había podido con él por desgaste, pues al final Jules había acabado arrojándose en sus brazos y confesando cuanto ella quería hacerle confesar. La causa del litigio no había sido entonces una mujer, sino una bicicleta que él se había comprado a escondidas y que guardaba en casa de un amigo.

Tenía la cabeza vacía. Había hecho mal en no comer, ¡como si aquello fuera una manera de castigarlas!

Se durmió. A las cinco, bajó, bien lavado, recién afeitado, esforzándose en canturrear. Estaban encendidas las luces del local. Había venido Marthe, que le tendió la frente para que se la besase, sin que se le ocurriera nada que decirle.

—¿Viene Émile a cenar?

—Sí.

—Pero hoy no es el día, ¿no?

No le contestaron. Guérec se sentó junto a la estufa y desplegó el periódico. Le dejaron leer durante una hora sin dirigirle la palabra. De cuando en cuando él lanzaba un suspiro y cambiaba la silla de sitio.

—Me parece que voy a quitarle el cuello a mi vestido viejo; le pondré uno redondo y…

Sus hermanas estaban tan poco naturales como él. Las voces sonaban falsas. Debían de haber conversado largo y tendido sobre él.

Émile llegó a eso de las seis y media. Estrechó la mano a su cuñado con menos afectación, pero también a él acabó contagiándosele el ambiente de la casa. No cabía duda de que estaba en antecedentes. A veces iniciaba una frase, inocentemente, y acto seguido se detenía mirando a Céline, como si recordase de pronto la consigna.

¡Aquello se hizo larguísimo! En varias ocasiones, Guérec estuvo a punto de decir: «¿Y si soltara de una vez cada cual lo que lleva dentro?». No lo hizo porque notaba que se pondría en situación de inferioridad. Suponía que la escena tendría lugar inmediatamente después de la comida. Si estaban allí los Gloaguen, era porque querían convocar un auténtico consejo de familia.

Por supuesto, no hubo partida de belote; nadie lo mencionó. Por el contrario, nada más acabar de cenar, Marthe le dijo a su marido:

—¿Vamos?

Entonces, ¿para qué habían venido? Se marcharon, en efecto, besando a Céline con más efusión que de costumbre. Todavía no estaban al otro lado del paso del barquero cuando Françoise, que había acabado de quitar la mesa, suspiró:

—Me voy a la cama. Buenas noches, Céline. Buenas noches, Jules. Y desapareció por la escalera.

—Bueno, pues yo también me voy a la cama —suspiró Guérec, deduciendo que la cosa quedaba pospuesta para el día siguiente.

—Quédate —le instó Céline.

—¿Quieres decirme algo?

—Supongo que te das cuenta, ¿no?

—¿Yo? De ninguna manera.

Habían cerrado los postigos, y en el local la mitad de las luces estaban apagadas. Se oían los pasos cansinos de Françoise sobre sus cabezas.

—Pues venga, date prisa.

—Mejor sería que te sentaras.

—¿Va para largo?

Decía aquello para ganar tiempo. Ahora que había llegado el momento, tenía un nudo en la garganta y hubiera preferido dejarlo todo para el día siguiente.

—He aprendido a conducir el coche —dijo de repente Céline, sin dejar de coser—. Ha venido a darme clases un mecánico de la ciudad.

No le gustaba el comienzo. ¿Hablar del coche, a santo de qué? ¿Adónde quería ir a parar?

—Como ti no lo utilizas nunca, lo haré yo. Por cierto, nunca has ido con él a casa de Marie Papin, ¿no?

—¿Por qué lo preguntas?

—Por nada —repuso—. No hace falta que te pongas colorado.

—¡No está bien lo que haces!

—¿El qué?

—De sobra sabes que basta que se hable de ponerme colorado para que me ponga.

—No le daba importancia. Cosas mucho más graves de que hablar tenemos tú y yo… ¿Recuerdas lo que hacías cuando eras pequeño, Jules? Si habías hecho algo malo, lo confesabas antes de acostarte. Decías que podías morirte mientras dormías y que no querías morirte con un peso en la conciencia.

—¿Y qué?

—¿Cuánto hace que duermes así?

Céline hablaba con voz dulce, sin apartar la mirada de su labor, el famoso centro de mesa, que distaba de estar terminado.

—No entiendo…

—No eres sincero —le espetó—. Esa era una de tus grandes cualidades, pero por desgracia hace algún tiempo que la has perdido. Esta mañana, cuando entraste y gritaste a cuánto habían ascendido las ventas, ni siquiera te atrevías a mirarme.

—No es cierto.

—¿Lo juras por mamá?

—¡Déjame en paz!

—Todavía no, tienes que acabar confesando. Aún no les he dicho nada a Françoise y a Marthe. Contrariamente a lo que puedas creer, me he guardado mi descubrimiento para mí.

—¿Qué descubrimiento?

—Espero a que lo digas tú.

—¿Y si no tengo nada que decir?

—Entonces, mañana los dos nos montaremos en el coche y nos iremos a dar una vuelta frente a la casa de Marie Papin. ¿Aceptas?

—¿Por qué no?

Mentía. Sabía que aquello era imposible y se quedó petrificado ante la idea de lo que su hermana iba a decir.

—¡Supón que hubieran venido los gendarmes, Jules! ¿En qué situación nos habrías puesto?

—Pero…

—Mira en el cajón del aparador —le ordenó; era un cajón que cerraba con llave y que servía al tiempo de secreter y de caja fuerte. Guérec lo abrió y se topó con unos billetes de mil francos metidos en una caja de caramelos—. ¡Cuéntalos! —Había ocho, una cantidad que a ninguna de ellas se le hubiera ocurrido tener toda una noche en casa—. Mañana por la mañana, iré a llevárselos.

—¿Para que renuncie a mí? —preguntó Guérec con sarcasmo.

—Sabes muy bien que para eso no haría falta tanto —contestó Céline—. Hasta creo que renunciaría por nada.

—Pues cada vez entiendo menos.

—Le informaré de lo que todavía no sabe.

—¡Céline!

Estaba aterrorizado. Era diabólico. ¿Cómo había podido darse cuenta de algo? ¡Nadie lo sabía! Jamás se le había escapado una palabra sobre el tema. Sin embargo, no había ya duda posible sobre el sentido de sus alusiones. ¡Estaba claro que se refería a aquello!

—Para ya de dar vueltas, que me estás mareando. ¡Siéntate! Y cálmate. ¿Cómo ocurrió?

—¿De qué hablas? ¿Cómo lo sabes?

Céline suspiró y contestó con una frase que le resultaba familiar:

—Te conozco como si te hubiera parido. Llevo semanas observándote. Al principio, querías salir cada día en coche. Cuando me contaste la historia de la mujer y de la cartera en Quimper, lo soltaste demasiado fácilmente, como si tuvieras otra cosa que ocultar. Luego medité… confronté las fechas, las horas… y me pregunté aterrada cómo no se le había ocurrido a nadie más.

—¿Tú crees?

—Hace cerca de quince días que lo sé.

—¿Por qué no me dijiste nada?

—¿Para qué? Si no te hubieras encaprichado de esa Marie Papin… ¿Lo entiendes ahora? —preguntó Céline; y Guérec bajó la cabeza, sin saber qué contestar. Tras un silencio, inquirió—: ¿Qué piensas hacer?

—¿Qué quieres decir?

—No tiene que haber escándalo. Yo iré a verla mañana y le contaré la verdad. Le daré el dinero y le haré prometer que no se lo contará a nadie. Tampoco es cuestión de que te pases tres o cuatro años en la cárcel… ¡A eso nos has expuesto con tus historias!

—¿Es culpa mía?

—Pues claro que lo es. Si hubieras hablado conmigo desde el primer momento… En fin, espero que esa mujer lo entienda. Es un gran sacrificio para todos nosotros.

—¡No quiero! —declaró Guérec, dejando súbitamente de andar.

—¿Qué es lo que no quieres?

Françoise estaba acostada arriba. ¿De qué creería ella que estaban hablando? ¡Seguro que de Marie Papin!

—No quiero que sepa que fui yo quien…

—¿Prefieres seguir engañándola? Porque la engañas cada vez que vas a su casa. Abusas de su ignorancia. Tú, el hombre que…

—¡Cállate!

—El hombre que mató a su hijo se sienta ante su estufa y lleva el cinismo hasta el punto de obsequiar con chocolate y juguetes al otro niño…

—Te juro, Céline… —Estaba trastornado; no sabía quién de los dos tenía razón—. Te juro que soy sincero. Le he tomado afecto. Nunca he tenido un hogar…

—¡Gracias por lo que nos toca!

—Quiero decir un hogar propio —precisó—. Tengo cuarenta años y no tengo hijos.

—Supongo que no contarás para eso con Marie Papin.

—¿Por qué no?

—Eres un inconsciente. Me pregunto si todavía estás en tus cabales. ¿Serías capaz de hacerla tu esposa a pesar de haber matado a su hijo? ¿Sabes una cosa? ¡Me das asco!

—¡Céline!

—Vete a la cama. No merece la pena seguir discutiendo. Mañana por la mañana veré a Marie Papin y le llevaré el dinero. Es justo que reciba poco más o menos lo que habría conseguido de haber llegado a juicio. Luego haces lo que quieras y, si te apetece, le pides su mano…

—Eso ya está hecho.

—¿Le has hablado de matrimonio?

—Hoy mismo, ya que insistes en saberlo. La quiero, ¿me oyes? Tengo derecho a…

—Y tienes el deber de decirle la verdad. Puesto que no lo haces tú, lo haré yo.

—¡Te lo prohíbo!

Ella se limitó a dirigirle una mirada irónica por encima de la labor.

—Escucha, Céline…

—Escucho.

—Como hagas lo que acabas de decir, te advierto que no me quedaré un día más en esta casa. Me iré, sí, ¡para siempre! Y, primero, lo mandaré vender todo, para recibir la parte que me corresponde.

La mirada de Céline ya no fue la misma.

—¿Cómo te atreves a decir eso? —replicó—. ¿No tienes miedo de que te oiga mamá desde allí arriba?

—¿Y tú qué?

—Yo cumplo con mi deber —contestó—. No puedo consentir que te cases con esa mujer a la que engañas y que te aborrecerá cuando sepa la verdad.

—¡No es cierto!

—Pruébalo. Dile: «He matado a su hijo con mi coche, pero le he traído chocolate, juguetes, le he regalado quince francos diarios a su hermano y ahora lo único que quiero es casarme con usted».

Guérec se dejó caer bruscamente en una silla con asiento de enea, delante de la estufa, y se echó a llorar con la cabeza entre las manos. Estaba desconcertado, asqueado. No sabía ya qué hacer ni qué pensar. Reinó un largo silencio. Mientras tanto, Céline lo observaba.

—¡Jules! —lo llamó; él no contestó—. ¿Me oyes? —insistió, y Guérec se limitó a mover los hombros—. ¿Acaso no estás bien con nosotras, Jules? ¿No hemos cuidado siempre de ti como no lo haría ninguna otra mujer? ¿Crees que en otro sitio podrías ser tan feliz como aquí?

Céline sabía que su hermano sería sensible a sus palabras, a las imágenes que evocaban. Era cierto que había sido feliz. Ellas siempre habían eliminado de su camino toda clase de obstáculos. Solo le pedían un poco de obediencia; por ejemplo, que no fumara, que no tomara alcohol, y no le quedaba más remedio que admitir que le había ido muy bien así.

—¡Reconoce, Jules —continuó Céline—, que hemos hecho todo lo posible por sustituir a mamá!… y no vayas a meterte en la cabeza que no queremos que te cases. Ahora bien, si lo haces, que sea con una mujer que merezca la pena, una joven como Dios manda que…

—¿Soy yo un joven como Dios manda? —balbuceó Guérec cómicamente.

—Tienes cuarenta años. Llevas una vida desahogada. Heredarás de nosotras dos…

—Vosotras me enterraréis a mí.

—No estés tan seguro. ¡Tienes que ser razonable, Jules!

¡No! No era posible. Se levantó de nuevo, con surcos húmedos en las mejillas. No quería traicionar de esa manera a Marie Papin.

—¡La quiero! —exclamó.

—No, no la quieres —replicó Céline—, te lo imaginas, porque la compadeces. Es una pobre chica que nunca ha tenido suerte, eso es cierto. Me he informado y…

—¡Pues claro!

—Lo único que le reprocho es que ya no es una muchacha y que es incapaz de llevar tu casa. ¿Te la imaginas aquí, con nosotros?

—Nos iremos a vivir a otro sitio.

—Pero ¿no ves que nunca podrías, Jules? Tú tienes tus costumbres, tus manías… Y es que eres un hombre con manías; si se olvidaran de calentarte las zapatillas, serías muy desgraciado. Este mismo mediodía, por ejemplo, poco más y lloras cuando has visto que no te habíamos esperado para comer y que solo había una costilla fría. Lo he hecho adrede, para ver si…

—Déjame. Es igual, me voy a la cama.

—¿Le doy los ocho mil francos mañana por la mañana?

—Escúchame, Céline —replicó—. Te repito que como hagas eso, como le digas algo, me voy de casa inmediatamente.

—¡Y volverás igual de rápido!

—¡Eso lo veremos!

—Claro que lo veremos. ¡Buenas noches, Jules!

—Buenas noches.

—¿No me das un beso?

—¡No!

—¿Y si me muriera esta noche? ¿Qué dirías mañana por la mañana al pensar que no habías querido darme un beso?

Era chantaje, un chantaje clásico que le hacía desde que apenas tenía cinco años.

—¡Buenas noches! —repitió Guérec, antes de inclinarse y rozarle la frente con los labios.

—La noche te hará de consejera —aseguró Céline.

Cuando abrió los ojos, se reencontró de golpe con todas sus angustias. Era tarde; lo veía por la luz. Se había pasado parte de la noche en vela, y por eso no se había despertado al despuntar el alba, como solía.

Se levantó, corrió hacia la ventana y miró el reloj de la ciudad cerrada, que marcaba las nueve de la mañana.

El frío se había diluido en lluvia fina, una vez más. Salía a pescar un barco, en cuya cubierta se alineaban las cestas.

Se preguntó cómo debía vestirse. ¿Iría a trabajar al barco? ¿Tenía alguna visita que hacer?

Prestó atención a los ruidos de la casa y solo oyó el traqueteo de la máquina de coser; Françoise debía de estar trabajando.

Se vistió muy deprisa. Tenía los ojos hinchados y el espejo le devolvió la imagen de un rostro mucho más alterado que de costumbre. Crujieron los peldaños de la escalera. Al pasar le llegaron efluvios de café con leche y vio su cubierto colocado sobre el mantel a cuadros rojos.

Françoise, en efecto, cosía a máquina junto a la ventana. La asistenta, que iba dos veces por semana, fregaba las baldosas con abundante agua.

—¿Dónde está Céline?

—Ha salido —respondió su hermana—. No me has dado los buenos días.

—Perdón. Buenos días, Françoise. ¿Adónde ha ido?

—Supongo que al mercado; estamos a viernes.

—¿No ha dejado ningún recado para mí?

—No. Tenía prisa.

—¿Cómo iba vestida?

—Con el vestido bueno.

¿Qué debía hacer? ¿Qué podía hacer? Tal vez porque habían hecho la limpieza a fondo, el local tenía un aspecto tan lúgubre como la sala de espera de una estación. Se tomó el café con leche, por costumbre. Pensaba en la cocina de Marie Papin, donde quizás estaría Céline en aquel instante.

¿Acudir allí? ¿Para qué? ¡Si tampoco podía negar lo que decía su hermana!

Había dormido mal. Tenía la cabeza pesada y sintió varios pinchazos, lo que le hizo pensar que estaba realmente enfermo. Hizo una mueca para que Françoise lo consolase.

—¿Todavía te duele?

—De vez en cuando.

—¿No será que no has seguido tu régimen en el barco?

¡Típico de la familia! Las tres hermanas —Marthe menos que las otras, en honor a la verdad— tenían la manía de reducir todos los problemas a detalles concretos. Si estaba mareado era porque había comido algo que no debía, por supuesto.

Aquello le asqueaba.

—¿Adónde vas? —preguntó Françoise, al ver que se ponía los zuecos y se dirigía hacia la puerta.

—Afuera… No sé…

—Coge la bufanda.

Pues claro que la cogería. Era algo tan grave pillar un resfriado. Se sentía incapaz de reír, incapaz de llorar. En cambio, se hubiera pegado con cualquiera por la menor pequeñez.

Le vinieron a la memoria la cartera que había arrojado al retrete; la documentación del coche, de la que aún no había conseguido un duplicado; el rodaballo de la víspera…

¡Como viera Céline el rodaballo, que todavía no debían de haberse comido!… Porque de esos no llevaba nunca a casa. Incluso rara vez llevaba lenguados. Sus hermanas opinaban que la morralla era igual de buena y que era mejor vender el pescado fino.

La lluvia le empapaba la gorra y los hombros. Estuvo un buen rato mirando cómo Louis pasaba a la gente en su chalana, pero Céline seguía sin regresar.

En resumidas cuentas, le había prometido a Marie Papin que se casaría con ella. Porque lo había dicho; sobre eso no había vuelta de hoja. Por otra parte, le había jurado a su hermana que, si revelaba algo, él no pasaría un día más en casa. «Siempre puedo dormir en el barco», pensó. ¡De momento, claro! ¡Porque, si hacía lo que había dicho, habría que vender los tres barcos! Y la casa por añadidura, para repartir. Estaba en su derecho. Cuando se casó Marthe, se preguntaron si ella no haría precisamente eso, pero se limitó a pedir un adelanto de cinco mil francos sobre su parte para comprar los muebles.

Veía sus barcos, y el humo que salía de la pequeña chimenea, lo que indicaba que Philippe estaba a bordo… ¡Se le humedecieron los ojos al recordar cómo el retrasado le señalaba la cartera con tanta alegría para indicarle que lo sabía todo!

Edgard estaría en la escuela. Las últimas veces se le veía más abierto. Aún no le sonreía, pero admitía como natural la presencia de Guérec en la casa. «¿Habrá ido Céline?», se preguntó.

Se paseó a orillas del agua, frente a la chalana, que entretanto hizo no menos de quince viajes. El reloj de la ciudad cerrada marcaba las once cuando Céline llegó corriendo para que no se le escapara la chalana. Llevaba en la mano la red de la comida.

Vio enseguida a su hermano y lo observó atentamente como para saber lo que pensaba. Guérec la miraba acercarse, aún más inquieto que ella.

Céline le dio diez céntimos a Louis, como de costumbre, y este le ayudó a llevar las provisiones a tierra.

—¿No me echas una mano, Jules?

Guérec bajó los escalones abiertos en la misma roca y cogió de mala gana la red, que había confeccionado él mismo en los ratos perdidos y que contenía coliflores y unos paquetitos blancos, probablemente carne y mantequilla.

—¿Adónde has ido?

—Al mercado.

—¿Y luego?

Céline, cubriéndose la cofia de encaje con el paraguas, murmuró distraída:

—De eso hablaremos después.