4

La nieve solo cuajaba, formando una delgada capa agujereada, donde había tierra y en torno a los adoquines. Continuaba cayendo, con extrema lentitud, y se desvanecía sin mido, sin un roce, en el agua oscura de la dársena.

Guérec llamó, mientras en el umbral de al lado el lechero le devolvía el cambio a un ama de casa. Oyó pasos. Se abrió la puerta. Era Marie Papin.

—Mi hermano está listo —dijo, sin invitar a pasar al visitante—. ¡Philippe!… ¡Philippe!…

Al fondo del pasillo se veía un cubo y unos cepillos de quitar el polvo en medio de la cocina. En un rincón de la atestada mesa se vislumbraba el desayuno.

—¿Vienes o no, Philippe?

—Tengo tiempo —dijo Guérec.

En vez de agradecerle la cortesía, Marie le lanzó una extraña mirada; no debía de estar de buen humor. Observó también que tenía la tez grisácea, como si no gozara de buena salud.

—¿Qué faena piensa encargarle?

Aquello rozaba la desconfianza. Le daba trabajo al simple, a quien nadie quería contratar, y, en vez de estarle agradecida, lo miraba con mala cara.

—Hará trabajillos en los barcos. Yo también estoy allí la mayor parte del día…

—Se lo digo porque no puede hacer muchos esfuerzos.

Era consciente de que sus hermanas tenían razón. Por ejemplo, en aquel momento no estaba en su lugar, en el que le correspondía a él, a un Guérec, sino en el umbral de la puerta mientras esperaba a alguien a quien estaba dispuesto a contratar. ¡Y no tenía por qué discutir ni dar explicaciones! Ni que inclinarse como un imbécil para ver mejor dentro de la casa…

En cuanto al chocolate… El caso es que había traído una gruesa barra de chocolate con nata para el niño. En su tienda también vendían, pero lo había comprado en el muelle del Aiguillon.

—¿No está su hijo?

—Está en la escuela.

—Pues dele este trozo de chocolate que llevaba en el bolsillo.

—¿Cómo no iba a desconfiar Marie? ¿Acaso lleva uno una barra de chocolate, con su papel aún limpio, en el bolsillo de la ropa de trabajo?

—Bueno, ¿qué hay de Philippe?

Este apareció por fin y sonrió a Guérec soltando un murmullo confuso. Marie Papin se dispuso a cerrar la puerta.

¿Cómo se le ocurrió semejante idea a Guérec? Lo cierto es que murmuró:

—¿Me permite que venga a ver al niño?

—Si usted quiere…

Y la puerta se cerró por fin. Le había visto la vecina; y también otras, probablemente. Guérec se había quedado en el umbral de la puerta como el lechero o el verdulero.

Ahora caminaba por la calle con Philippe, cuyos movimientos tenían una agilidad animal. Guérec reparó en ello; su acompañante se movía sin hacer ruido, como si no desplazase aire, y sin embargo sus extremidades eran largas y huesudas.

No debía de ser tonto porque, cuando llegaron junto al astillero de Argentin, él mismo arrastró hasta el agua el bote de Guérec, lo cual quería decir que lo conocía. Con toda naturalidad, como si lo hubiera hecho siempre, colocó la espadilla y maniobró él mismo.

Marie Papin, desde luego, no había sido nada amable. Debía de haber arrojado el chocolate en la mesa repleta de cosas sin siquiera prestarle atención. ¿Qué opinaría de él? ¿Que necesitaba a Philippe y por eso la trataba con deferencia? Sea como fuere, resultaba imposible saberlo.

¿Y si…? Casi se ruborizó, mientras saltaba a uno de sus barcos y amarraba el cabo del bote. ¡Pues claro, Marie creía que estaba enamorado de ella! ¡Y lo mismo estarían figurándose sus hermanas! Por eso lo había recibido con cara de pocos amigos.

Philippe, como si estuviera en su casa, bajó a la cabina, señaló la pequeña estufa de hierro colado y farfulló:

—Eo… oa… eo…

—Sí, puedes encender el fuego. Tienes carbón detrás de esa puerta.

La nieve se derretía en la cubierta. Se oían ruidos a bordo de otro barco, seguramente el cuarto o el quinto. Guérec no tenía demasiada idea de qué iban a hacer durante el día. Acabó bajando dos cajas llenas de herramientas de todas clases, oxidadas en su mayoría; luego fue a buscar petróleo y grasa, y se pasaron horas rascando el óxido y extendiendo una capa de grasa en cada objeto.

Tal vez —casi con toda seguridad— hacía mal. Se lo reprochaba. Se reprochaba sobre todo echarle en cara a Céline su actitud, pero era superior a sus fuerzas.

Se reprochaba también complacerse con aquel ambiente turbio que él mismo había creado, con toda una red de sujeciones, como su falsa enfermedad, las medicinas, el régimen, sus humores cambiantes, sus rodeos para pasar por la Rue de l’Épargne y, aquella mañana, la estúpida barra de chocolate.

Al mediodía se dio cuenta de que Philippe se había traído almuerzo, de modo que se marchó solo. Ya en casa, miró a sus hermanas de reojo. Céline, contrariamente a lo que esperaba, no le dijo nada ni le hizo la menor pregunta sobre lo que había hecho por la mañana. Se limitó a anunciar:

—A las dos vendrán para lo del motor.

Eso le obligó a vestirse, a recibir al representante de Rennes, a ir con él a casa de Argentin y a discutir durante dos horas detalle por detalle. Sobre todo le preocupaba la bomba, que era lo que más problemas le había acarreado con los otros dos barcos. Mandó venir a su mecánico, que discutió a su vez con el representante; mientras tanto, de uno de los veleros ingleses anclados en medio de la dársena subía una nubecilla de humo, que evocaba la cabina bien caldeada y a Philippe, sentado en el suelo, rascando las herramientas y untándolas con grasa.

La escena tuvo lugar la víspera de Navidad. Los vientos habían cambiado, barriendo la nieve, y ahora la tempestad soplaba día y noche por el sudoeste, arrojando ráfagas de agua sobre la ciudad, lanzando al mar al asalto de los diques y haciendo entrechocar hasta tal punto los barcos amarrados que hubo que tomar precauciones para impedir que se produjeran desperfectos.

Durante dos días pudieron presenciar con los gemelos la lucha desesperada de un carguero que no había podido entrar en el puerto y que, anclado en la rada, había roto tres veces la cadena del ancla y estuvo a punto de estrellarse contra la punta del Gabélou.

La operación de salvamento tuvo lugar la víspera de Navidad, a eso de las diez de la mañana. Todos los marinos estaban en el dique, mirando cómo aparejaban el pequeño remolcador de Garric. De cuando en cuando, se alzaba una ola a considerable altura y rompía sobre el dique, siempre en el mismo lugar, marcado por un inmenso charco de agua.

Era una ocasión para reunirse. Hablaban de la pesca del atún y, cómo no, de los dueños de las fábricas, que no daban su brazo a torcer e incluso amenazaban con cerrar si el gobierno no impedía la importación de Portugal.

El pequeño remolcador saltó al bies de una a otra ola y tardó tiempo en entrar en contacto con el carguero, que garraba de nuevo.

A la una regresaba al puerto, muy orgulloso, tirando de una masa cien veces superior a la suya. El carguero era griego. Hubo que prestar asistencia a los hombres, que estaban sucios y mal alimentados.

Cuando Guérec regresó a casa, sus hermanas se habían sentado ya a la mesa. Céline estaba vestida como para salir.

—Vas a llevarme a Quimper —le dijo a su hermano.

—¿Con el coche?

—¿Por qué no? No se va a quedar eternamente en el garaje. Tienes carnet de conducir.

—Prefiero no cogerlo.

—¿Te da miedo?

—No me gusta esa carretera; tiene muchas curvas. Y menos en víspera de fiesta, cuando pasan más autobuses que de costumbre.

—¡No, si tendré que sacarme yo el carnet! —murmuró Céline.

Hacía unos días que reinaba la tirantez entre ambos. Guérec notaba que Céline le espiaba, y eso le ponía de mal humor, sobre todo porque verdaderamente tenía algo que ocultar.

Había estado en casa de Marie Papin en otras tres ocasiones. Era superior a sus fuerzas. Se prometía resistir la tentación, pero acababa cediendo y presentándose allí, cada vez con peores pretextos.

La primera fue el sábado, para pagar la semanada de Philippe, y ella tuvo que hacerle pasar a la cocina, porque tenía que devolverle el cambio.

—¿Está usted contento de él? —preguntó, mirándolo con recelo.

—Claro que sí.

Parecía sorprendida. Y lo cierto era que Philippe no rendía demasiado. Cuando estaba Guérec, hacía apaños con él y sin duda le echaba toda su buena voluntad. Sin embargo, en cuanto se quedaba solo, se abismaba en sus sueños junto a la estufa o colocaba aparejos en torno al barco y contemplaba el agua durante horas.

—Es un buen chico —añadió Guérec.

El niño regresó cuando todavía estaba allí. Jules había llevado una barra de chocolate para él.

—Da las gracias —murmuró su madre sin convicción.

—Gracias.

Era hosco, más hosco aún que Marie Papin, y miraba al visitante con cara de pocos amigos.

—¿Ya has ido a ver el belén?

El niño no contestó y se volvió hacia su madre, como para pedirle consejo.

—No, aún no ha ido.

—¿Qué te gustaría que te trajeran para Navidad?

Tampoco contestó. Adoptaba una expresión cerril. Daba la impresión de que tuviera ganas de llorar y sostenía el chocolate en la mano, como si no supiera lo que era.

—Su hermano hablaba más que él —afirmó Marie.

—Se le parecía, ¿no?

—Sí, pero no en el carácter. Siempre pagan los mejores… Aquí tiene el cambio. ¿Quiere una taza de café? —preguntó, por pura cortesía; lo lógico era que él rehusase, pero aceptó para quedarse más tiempo, y Marie tuvo que atizar el fuego y poner agua a hervir, cosa que hizo de mala gana—. ¿No apareja para la pesca de bajura este año?

—No, creo que no.

—Dicen que están construyendo un barco nuevo que navegará a ocho nudos.

—Es cierto; seguramente me llevaré a su hermano, si sigue tan trabajador. La cocina estaba limpia. Comunicaba con un lavadero que daba a un pequeño patio donde había ropa tendida.

—Lo que sí me gustaría —dijo de pronto Marie— es lavar la ropa de su casa. Habrá un montón. Sus hermanas todavía llevan cofias, ¿verdad?

—Sí, menos la que está casada —respondió. Sin embargo, no se atrevía a prometérselo; nunca se atrevería a proponerles tal cosa a sus hermanas, que daban la ropa a lavar a una anciana vecina y la planchaban ellas mismas—. Ya se lo comentaré.

—Dígales que cobro lo que cualquier otra y que nunca uso lejía. ¿Dos terrones? Guérec no sabía qué le decepcionaba de ella. Le pasaba un poco lo que a su hijo; mostraba una indiferencia, un hastío que se dejaba traslucir en todo, en la actitud, en su tono de voz, en el modo de recibirlo.

Sus visitas no le hacían gracia y sin duda la asustaban un poco. ¡Sí, seguro que se preguntaba qué iba a hacer allí, qué le rondaba por la cabeza!

—¿De veras trabaja Philippe?

—Pues claro.

En cualquier caso, encendía el fuego cada día y Guérec tenía siempre su jarra de café en un rincón de la estufa.

Guérec regresó a la Rue de l’Epargne tres días después, al anochecer, so pretexto de preguntarle a Philippe dónde había dejado la llave del pañol. Llave que, claro, llevaba él en el bolsillo.

La cocina estaba iluminada. Marie Papin planchaba ropa y su hijo estaba sentado en el suelo sobre un cojín grisáceo.

—Todavía no me has dicho qué quieres que te traigan para Navidad. ¡Ni una palabra de respuesta! El crío lo miraba, pero sin curiosidad, como si mirara la pared.

—¿Irán a la misa del gallo?

—¡No! ¿Cómo quiere que me las apañe?

—Mis hermanas y yo vamos siempre.

—¡Toma, claro, con ustedes es diferente!

Subyacía en su respuesta un rencor de pobre contra los Guérec, que tenían una tienda y tres barcos, uno de los cuales ni siquiera estaba acabado.

—¿Adónde has ido? —le preguntó Céline cuando regresó a casa.

—Había llevado el reloj a reparar al muelle del Aiguillon, y he ido a buscarlo.

Siempre se reservaba una coartada real. Lo hacía concienzudamente.

—¿Has vuelto por la Rue de l’Aiguillon?

—Cada vez doy el rodeo —replicó—. Necesito caminar.

¡Céline estaba al tanto! Alguien había debido de contarle que le habían visto entrar en casa de Marie Papin. A saber lo que se imaginaría la gente. Andaban equivocados, porque Guérec no iba con intenciones veladas. Eso sí, cada vez pensaba menos en el niño que había muerto.

No era el panorama que se había imaginado: había pensado que se encontraría con una madre de riguroso luto, con los ojos enrojecidos de tanto llorar y sin poder quitarse de la cabeza la imagen de su hijo. En cambio, cuando le preguntó si había ido al cementerio el domingo anterior, Marie le contestó, con toda naturalidad, que no, que no había tenido tiempo.

Hablaba de su hijo, sí, pero solo para compararlo con el otro, sobre todo cuando le reñía: «Tu hermano era más bueno que tú…». Incluso una vez le dijo: «Si sigues desobedeciendo, acabarás como tu hermano».

Pero no era una mala mujer. Era su carácter. Trabajaba sin parar, sin ver nunca a nadie. No debía de reírse jamás, ni siquiera sonreír, y recibía a Guérec más o menos como un engorro.

La víspera de Navidad, Céline cogió el autobús, tras preguntarle una vez más a su hermano si no quería llevarla en coche o al menos acompañarla.

—No, tengo que ver a unas personas.

—¿Para lo del barco?

—Sí —confirmó—. Creo que tienen que cambiar de sitio los depósitos. Lo hubiera mandado cambiar todo solo por tener una excusa para salir y tener algo que explicar a la vuelta.

En realidad, salió corriendo hacia la ciudad y se metió en el bazar, donde se llevó la desagradable sorpresa de tropezarse con una vecina que estaba comprando unos juguetes. Tuvo que esperar a que la vecina saliese, pues él también quería comprar juguetes y no habría podido explicar para quién eran. No sabía a qué jugaba un niño de seis años, de modo que eligió al azar una caja de construcciones, un caballito y un coche mecánico.

Luego compró pan de especias y tabletas de chocolate en la tienda de comestibles de enfrente.

No se atrevió a comprarle nada a Marie Papin. Le hubiera gustado hacerlo. Estaba convencido de que cualquier día se ablandaría, de que en realidad no era como aparentaba…

Aguardó a que se hiciera de noche y, cargado de paquetes, corrió hasta la Rue de l’Épargne y llamó por fin a la puerta.

—Ah, ¿es usted? —dijo Marie, al tiempo que le llegaba un olor a morcilla frita.

Temió que hubiera otro hombre en la casa. Hasta entonces no se le había ocurrido semejante cosa. Miró angustiado hacia la cocina, pero solo vio, entre humos y vapores, al niño, que dibujaba palotes en una pizarra.

—Le he traído unos juguetes…

—¿Has oído, Edgar?

El pequeño no abrió la boca; miró con curiosidad los juguetes que desempaquetaba Guérec y, haciendo de repente un puchero, rompió a llorar.

—Es de la sorpresa —explicó Marie—. No había visto nunca tantos juguetes. Ha hecho usted mal al…

—¿Por qué?

—¡Es demasiado!

—No, mujer —replicó—. Como no tengo hijos, me gusta hacerle…

—¡Ah, claro, si usted no está casado!

Guérec se ruborizó y se sentó torpemente junto a la mesa. Ahora ya podía permitirse quedarse un rato. Eran casi amigos.

—He traído seis puros para su hermano —dijo—. A usted no me he atrevido…

—¡Huy, si yo…!

—Claro, estará usted triste…

—A ver, ¿por qué iba yo a estar alegre?

—Claro, ya me imagino…

Marie debió de pensar en su hijo muerto, porque se apresuró a añadir:

—No, si no es solo eso de…

Luego sacó de la cacerola las morcillas blancas que acababa de freír y que olían a ajedrea.

—¿Me permite que le pregunte su edad?

—Para lo que importa… Veintidós años.

—Así pues, ¿tuvo a sus hijos a los diecisiete años?

—¿Y eso le extraña? Conozco a una de la fábrica que tuvo uno a los trece. ¡En una ciudad como esta…!

Guérec se sentía incómodo; no se atrevía a hacer más preguntas. Se volvió hacia el niño, que se restregaba los ojos.

—Aún no has visto el belén. ¿No quieres verlo? —le preguntó. Solo obtuvo el silencio por respuesta; Marie Papin trajinaba por la cocina. Insistió—: ¿Quieres venir conmigo a la catedral? Te enseñaré al Niño Jesús, y el asno, y el buey…

—No creo que quiera ir —aventuró Marie—. Es muy arisco.

Nunca le invitaba a quedarse, ni aquel día ni ningún otro. Daba la impresión de que apenas soportaba su presencia. ¡Se limitaba a tolerarlo!

Entonces, ¿por qué se quedaba Guérec? ¿Por qué se rompía los cascos inventándose cosas amables que decirle y excusas para quedarse?

—¿No aparejará para este invierno? —preguntó Marie al cabo de un rato.

—No lo creo; la pesca de bajura da poco dinero. Se vende demasiado barato el pescado.

—¡No será para los que lo compran!

—Lo que quiero decir es que no cubro gastos…

—¡Claro, y entonces no saca los barcos! ¡Que se fastidien los pescadores que están en paro! En aquel instante Jules se sintió un poco mal, pero por lo menos se dio cuenta de lo que le pasaba a ella por la cabeza. ¡Ella lo soportaba solo porque era un rico empresario! ¡Tenía tres barcos, una tienda y un bar! Todo el mundo sabía que los Guérec tenían casa propia y bastante dinero en el banco.

—Ya veremos si en enero puedo aparejar el Françoise.

—Por mí, desde luego, no lo haga… Bastante ha hecho contratando a mi hermano, que no creo que le sirva de gran cosa… ¿Saben sus hermanas que viene usted aquí?

—Claro… —No sabía qué contestar. Se preguntó qué contaría la gente sobre él. Seguro que todo el mundo sabía que era Céline quien llevaba las riendas de la casa, y que no siempre era una persona fácil; algunos debían de reírse de él. En cuanto a la historia de marras, su aventura con Germaine, toda la ciudad debía de estar al corriente. Al cabo añadió—: Sí, sí lo saben…

—¿Y no le preguntan qué viene a hacer aquí? Tal vez fuera un modo de hacerse ella misma la pregunta.

—No —repuso—. Saben que me gustan los niños y que no tengo…

Solo se le ocurría eso. La excusa era débil.

—Su hermana Marthe va a tener uno, ¿no?

—Ya veo que conoce a la familia.

—Como todo el mundo aquí —afirmó Marie—. Cuando murió mi hijo, tuve que ir varias veces a la comisaría, y el señor Gloaguen fue muy amable. Al principio, creyó haber localizado el coche, pero luego resultó ser un coche de Paimpol, que no había salido del garaje aquel día. —Seguía trajinando; iba y venía por la cocina, y Edgar se había acurrucado en un rincón con expresión malhumorada—. Es un hombre muy instruido.

—¿Quién?

—El señor Gloaguen. Me dio consejos, por si localizaban al conductor del coche. Según él, puedo reclamar mucho dinero. Claro que, si no tiene…

Hablaba de ello con hastío y resignación, como de todo lo demás, y, sin embargo, seguía pareciéndole a Guérec que aquel no era su auténtico carácter, que bastaría una nimiedad, una vuelta de tuerca, una sonrisa, para convertirla en una persona viva como las demás.

Sus rasgos eran finos y sus ojos, de una palidez que no había visto nunca. Era delgada sin estar flaca, y a Guérec le gustaba sobre todo el mohín huraño de su boca, cuyo contorno era muy marcado.

—¿Philippe está en el barco?

—No lo sé —repuso él—. Yo no le he dicho nada, pero supongo que sabrá que las vísperas de fiesta puede acabar antes…

Se había producido un progreso. Marie le hablaba espontáneamente. Aceptaba su presencia en la casa. En aquel momento, Céline estaría recorriendo tiendas en Quimper; seguro que le compraba, como cada año, un par de zapatillas de cuero y una bufanda para los domingos. También él tenía que hacer sus compras.

—¿Así que no irá usted a la misa del gallo?

—¿Para qué voy a ir a esa, si tampoco voy a las otras?

—Adiós, nene. ¡Feliz Navidad! ¿No quieres que te dé un beso?

¡No! El nene no quería. Guérec salió y se encaminó hacia la ciudad, cuyas tiendas estarían llenas de gente.

Para que lo perdonaran, se prometió hacer regalos más espléndidos que otros años. En vez de comprarles cofias a sus hermanas, le compró a Céline un bolso de ochenta francos y a Françoise un broche chapado en oro. Para Gloaguen, puros, por supuesto. El regalo de Marthe tuvo que pensárselo, y acabó decidiéndose por un gorro de niño, aunque le dio la impresión de que metía la pata.

Cuando regresó a casa, con el paquete oculto detrás de la espalda, Céline estaba ya de vuelta. Sus hermanas le dejaron cruzar el local fingiendo que no veían nada, pues los regalos no se daban hasta que se volvía de la misa del gallo.

No obstante, le sorprendió el silencio que reinaba en el local. Dejó el paquete en la habitación y, al bajar, le preguntó a Céline:

—¿Mucha gente en Quimper?

—¿Quieres saber si estaba Marie Papin? —replicó Céline, sin mirarle.

—¿Por qué dices eso?

—¡Porque seguro que no estaba!

—¿Y tú qué sabes? —contestó Jules, fingiendo bromear.

—Si hubiera estado en Quimper, tú no habrías celebrado la Navidad en su casa antes de celebrarla esta noche con nosotras.

Céline se levantó e hizo ademán de dirigirse a la cocina, donde Françoise estaba preparando la cena.

—No entiendo lo que…

—¡No te hagas el tonto, Jules! Sabes perfectamente a qué me refiero.

—No me hago el tonto, pero no entiendo a qué viene eso —replicó él—. Es cierto que he pasado por casa de Marie Papin, pero si lo he hecho es porque me intereso por esa gente, que ha sufrido tantas desgracias.

—Efectivamente, tuvo dos gemelos de un hombre a quien nadie ha visto y que no se ha ocupado de ella en lo más mínimo.

—¡Cállate!

—¿Y por qué me voy a callar? Si lo que buscas es gente que haya sufrido muchas desgracias, conozco a una anciana en la ciudad cerrada que está impedida y que no tiene para vivir con los sesenta francos al mes que le pasa la beneficencia. A esa sí que puedes llevarle dulces.

—¿Quién te ha dicho que le he llevado dulces?

—Pero ¿tú te crees que la gente no te ve, que no se preguntan por qué te pasas tanto tiempo en esa casa?

Françoise tenía abierta la puerta de la cocina y los oía, pero prefería dejar que Céline continuase sola con la discusión.

—¿Qué tiene eso de malo? —replicó Guérec—. Le he llevado unas golosinas al niño, es verdad, pero te juro que a la madre no le he llevado nada…

—Si lo dices es porque se te ha ocurrido pero no te has atrevido —aseguró Céline. ¡Era cierto! Siempre lo adivinaba todo, y en momentos como ese Guérec llegaba a odiarla—. No solo haces el ridículo, sino que tus hombres no están contentos. Si de verdad necesitabas a alguien para vigilar los barcos, que se vigilan muy bien solos, podías haber elegido entre tu antigua tripulación, donde hay padres de familia numerosa.

—¿Y Philippe no tiene derecho a trabajar como cualquier otro?

El argumento era malo, pero Guérec no controlaba ya sus palabras. Era capaz de decir cualquier cosa y olvidaba que era Navidad, que luego vendrían los Gloaguen para tomar el resopón en familia y que al final intercambiarían regalos.

—Escucha, Jules —continuó Céline—, no soy más tonta que tú, y lo sabes perfectamente. No te dije nada el otro día, cuando perdiste la cartera en Quimper, o, mejor dicho, cuando te la robaron por tu culpa. Comprendo que son cosas que pueden pasarle a un hombre, por más repugnantes que sean.

Guérec sonrió para sus adentros. Pensó en la cartera, que había tirado al retrete del bar. ¡Mira por dónde, Céline, que se creía tan lista, se colaba de medio a medio!

—Sigue —repuso, con un dejo de ironía.

—Sí, no te he dicho nada, pero no voy a dejarte que repitas lo de Germaine. Bastante les costó a papá y mamá ganar su dinero como para que se lo queden mujeres como esas.

—Te prohíbo…

—Cállate —lo interrumpió—. Lo que pasa es que la defiendes… ¡Y ni siquiera la conoces! No sé qué te ha pasado.

—Nada.

—Desde que vas a esa casa no eres el mismo, y apuesto a que por su culpa no has aparejado para la pesca de bajura… Claro, sería muy triste pasarte dos días de cada tres sin verla.

—La prueba de que te equivocas…

—¡A ver, dilo!

—La prueba, digo, es que precisamente tengo intención de aparejar el Françoise la semana que viene a más tardar.

—¿Habéis reñido?

—¡Pues no! Pero estoy empezando a hartarme, ¿entiendes? ¡Ya soy un hombre, no un niño! ¡Tengo cuarenta años! Soy patrón de cabotaje… ¿Quién dirige nuestros barcos, tú o yo?

—¡No seas ridículo!

—Pues hay momentos en que tú resultas odiosa, de lo tremendamente egoísta que eres. Necesitaba decírtelo. Y ahora, buenas noches…

Subió a su habitación, puso una silla delante de la puerta y aguardó impaciente, aguzando el oído, hasta que oyó por fin que subía alguien. Era Marthe, que acababa de llegar con su marido y había aceptado el papel de conciliadora.

—Jules, soy yo… Abre. Abrió.

—¿Qué quieres?

—No podemos acabar el día así… es Navidad… Acuérdate de cuando éramos pequeños —rogaba Marthe; Jules se resistía, por aguantar el tipo—. Venga, baja… que vamos a sentarnos a comer.

Guérec cogió de la cama el paquete de regalos y salió tras ella, enfurruñado. Al llegar abajo, arrojó el paquete en una silla y estrechó la mano a Gloaguen, que llevaba traje nuevo.

—A la mesa —dijo Françoise—. He hecho la morcilla según la receta de mamá.

Aquello le recordó la morcilla de la otra casa. Buscó a Céline con los ojos y se le pasó el enfado cuando vio que tenía los párpados enrojecidos y que había llorado. Pero ¿por qué habría de tener siempre razón?

Contestó a las preguntas que le hacían. Al final, casi estaba alegre, pero aun así se vengó colocando el paquete en medio de la mesa con aire displicente en vez de darle el regalo a cada uno.

—¡Arregláoslas! —gruñó.

Sin embargo, sus hermanas lo conocían tan bien que supieron para quién era cada regalo. Por su parte, tuvo que ponerse la bufanda nueva para ir a la misa del gallo.