3

Cuando Marthe llevó a la mesa la aromática fuente de bogavante, Céline, para quien aquello se había convertido ya en una costumbre, se volvió hacia su hermano y le hizo una pequeña señal. En el fondo no era ni siquiera una seña. Solo tenía que mirarle de un modo especial que quería decir: «Ya sabes lo que ha dicho el médico».

Guérec suspiró. ¿Qué podía hacer? Se quedó sin comer, con el plato vacío, mientras los demás disfrutaban. Era el segundo aniversario de boda de Marthe. Los tres hermanos habían sido invitados a cenar en el pisito cercano al muelle del Aiguillon, y los Gloaguen habían organizado las cosas a lo grande: flores sobre el mantel; cuatro copas ante cada cubierto; un borgoña, que se caldeaba cerca de la chimenea, y champán, que se refrescaba bajo el grifo de la cocina. Émile parecía muy animado y, aunque estaban en familia, se esforzaba en que se siguiese el ceremonial.

Fuera, helaba por primera vez en el invierno y la luna brillaba en un cielo vacío, bañando la ciudad con tal intensidad que podía leerse el periódico en la calle.

—¿No le dejas comer un poco, Céline?

Jules Guérec prefirió callarse. Todo había sucedido de la forma más estúpida. A consecuencia del entierro…

Sí, el día del entierro del niño había tenido miedo, miedo de sí mismo, miedo de verse obligado a ir y delatarse por su actitud. Mucha gente cogió la chalana para acudir a la casa del niño fallecido, y Françoise fue también, movida por la curiosidad.

Jules se había negado a salir de la habitación. Se había quejado de un vago malestar y Céline le obligó a acostarse. Hacía un día desapacible y soplaba un viento húmedo. Jules oyó las campanas. Desfilaron por su mente un montón de cosas, y luego, a eso de las dos, Céline subió triunfalmente acompañada de un médico de Concarneau a quien él desconocía.

¡Menuda tortura! El médico, que era uno de esos tipos concienzudos, pidió una toalla y se pasó diez minutos escuchando, con el oído pegado al pecho y a la espalda de Guérec, dándole golpecitos con los dedos en las costillas y repitiendo suavemente:

—Respire… Más fuerte…

La habitación estaba sumida en una luz gris. Céline se quedó allí, contemplando el pecho pálido de su hermano, mientras el doctor sin decir palabra no cesaba de dar vueltas, rodeando con su cuerpecillo aquel cuerpo enorme.

—Túmbese.

Le palpó el hígado y el bazo y, al final, sacó del maletín una especie de pulsera de goma para tomarle la presión arterial. Cuando salió de la habitación, dejando a Guérec solo con sus pensamientos, no había hecho comentario alguno. Únicamente rompió su silencio al llegar abajo.

—Tiene la tensión muy alta. Le pondré un régimen.

Ahora, transcurridos quince días, Guérec no tenía claro si estaba o no enfermo. Miraba cómo los demás se comían el bogavante, y, aunque sus hermanas creían que tenía hambre, lo cierto es que pensaba en otra cosa, y se preguntaba si sería el momento adecuado para hablar de ello.

—Por cierto… —dijo de repente, tras limpiarse la boca con la servilleta. Céline le miró, que era lo que Jules más temía—, he contratado a una persona, un pobre hombre que me será útil.

—¿Para qué?

Se había puesto colorado y no se atrevía a mirar a nadie. Para colmo, se veía en el espejo de encima de la chimenea.

—Los dos barcos están sucios, sobre todo el Françoise. Ese hombre empezará a partir de mañana a rascar la pintura, para que en primavera…

—¿Cuándo lo has contratado?

—Esta tarde.

—¿Sin consultárnoslo? —le reprochó. El bogavante de Marthe se había tornado de pronto insípido. Céline intentaba entenderlo; jamás había ocurrido nada semejante—. ¿Quién es?

—Un pobre diablo, que lo hará muy bien. Lo llaman Papin.

—¿Qué Papin?

Y Guérec contestó sin apartar la mirada del plato:

—El hermano de esa mujer… ya sabes… la madre del niño que atropellaron.

Hubiera sido incapaz de explicar cómo había empezado todo. Tal vez, en el fondo, estuviera realmente enfermo y la enfermedad influyera en su carácter. El caso es que desde hacía quince días había perdido el gusto por todo, y sus hermanas se daban cuenta.

—Deberías aparejar para la pesca de bajura, aunque solo sea para probar —decía Céline.

—¡Pero si los demás no pueden ni vender el pescado!

Hasta cierto punto era cierto, pero otros años eso no le había impedido hacer la temporada de invierno con uno de los barcos. No podía pasarse todo el día en el astillero controlando cómo construían el nuevo barco. Subía también a los otros dos, para reparar cosillas, pero se cansaba enseguida.

Entonces, sus pasos le conducían invariablemente a la Rue de l’Épargne; el cuarto día, por fin, vio regresar de la escuela al pequeño Papin, a quien reconoció de inmediato, pues iba de negro de los pies a la cabeza. Era un crío pálido, de pelo rubio y ojos claros un poco tristes. No era fuerte; se advertía en sus piernas delgaduchas y en sus rodillas huesudas. Como era demasiado bajito para llamar, sacudía el buzón de la puerta.

Guérec observó que también entraba en la casa un hombre aún joven, que acarreaba unas cañas de pesca. ¿Quién era? ¿Un inquilino? ¿Un pariente? ¿Un amante? Sin razón alguna, eso le puso de mal humor.

Los días eran cortos; las veladas, interminables. Céline había empezado a bordar un centro de mesa y la labor le llevaría todo el invierno, pues había elegido un dibujo complicado y tenía que llamar sin cesar a Françoise para pedirle consejo. La ayudaba Marthe, cuando venía de visita. Todas trabajaban en el centro de mesa, metían baza en su composición y elegían las sedas de colores.

Guérec había intentado leer, pero no lo había conseguido. De modo que, calándose las gafas, que le cambiaban totalmente la cara, había decidido empezar a hacer las cuentas de final de año, y se pasaba horas en el comedor, entre las facturas y los libros de registro.

¿Por qué tornaban siempre sus pensamientos a la casa de la Rue de l’Épargne? «El niño debe de estar haciendo los deberes…», se decía. Pero ¿y Marie Papin? ¡No sabía ni cómo era físicamente! Al regresar del entierro, Françoise había dicho: «Tiene muy mala salud. Se ha desmayado durante la misa y han tenido que llevarla a la sacristía». Se la imaginaba rubia, como el niño que quedaba, con la misma tez lechosa y los mismos ojos transparentes. No andaba descaminado, pues por fin la vio en la puerta de su casa, una mañana, hablando con el cartero. Lo que le llamó la atención fue que no era una mujer, sino una muchacha. Aparentaba unos veinte años. También ella iba de luto, y llevaba un delantal a cuadros sobre la falda negra. Debía de estar limpiando la casa, porque iba despeinada y le colgaba el moño sobre la nuca.

Pero Guérec no oyó su voz; pasó por la otra acera. Acabó temiendo que repararan en él. Y acabó también dejándose impresionar por los cuidados que le prodigaba Céline: «Ha dicho el doctor…». Le controlaban hasta la sidra y le preparaban purés de patata y verduras hervidas…

—Esta noche has vuelto a tener un sueño agitado. Te he oído gemir.

Soñaba. Siempre lo mismo. Iba a ver al mecánico para poder pasar delante de la casa de Marie Papin. No se atrevía a mencionarla y esperaba siempre a que la conversación recayera sobre ella. Pero una noche había ardido una fábrica de conservas y el siniestro andaba en boca de todo el mundo, pues se decía que el incendio había sido intencionado, e incluso se hablaba de venganza por parte de un grupo de obreros en paro.

El propio Émile no hablaba ya de los ochos, que era como llamaba al principio la investigación acerca de los coches.

Aquella mañana, Guérec había caminado hasta la punta del dique, con las manos en los bolsillos. Mientras se entretenía mirando a los dos o tres viejos que pescaban, reparó en un hombre joven que estaba sacando un congrio de un tamaño más que aceptable, y de pronto reconoció al hombre a quien había visto entrar en casa de Marie Papin.

—No está nada mal… —dijo en voz alta para entablar conversación.

El otro se volvió hacia él con rostro sonriente, pero la suya era una sonrisa tan vacía que Jules Guérec se sintió incomodado. Luego, en vez de hablar, balbuceó unas sílabas confusas sin dejar de sonreír.

Guérec se acercó a uno de los viejos, que estaba observándolos.

—¿No lo conoce usted?

—No.

—Es el hermano de Marie Papin, la mujer cuyo hijo murió atropellado. Es un poco retrasado. De ahí le vino la idea.

Se pasó una hora dándole vueltas. Hasta fue expresamente al Café de l’Amiral para hablar de ello.

—¿Conoces al hermano de Marie Papin?

—¿El tonto?

Decían de él que era dulce, y que se pasaba los días pescando en la punta de la escollera porque nadie quería contratarlo. Tenía veinte años y era de complexión robusta.

—¿Y su hermana?

—Desde que cerró la fábrica, se dedica a lavar ropa para dos o tres familias, y eso le permite quedarse en casa.

Al mediodía, Guérec no les comentó nada a sus hermanas, pero ya se sentía culpable con respecto a ellas. Eso sí, dejó caer: «Están sucísimos nuestros barcos…». Pero ni por un momento se les pasó por la cabeza que las estuviera preparando para la noticia.

A las tres, llamó a la puerta de Marie Papin, tan emocionado como un enamorado y preguntándose si daría con las palabras. Casi deseaba que ella no estuviera. Oyó pasos en el pasillo. Marie abrió y le miró mientras se secaba las manos en el delantal.

—¿Qué desea?

—Disculpe. Venía a hablarle de su hermano.

—¿Ha hecho algo malo?

—No, no, en absoluto. Al contrario… —Lo de «al contrario» no tenía ningún sentido, pero se le había escapado—. Me gustaría darle trabajo. Soy Jules Guérec.

—¿De Du Bois?

—Sí… Si pudiera vigilar mis dos barcos durante el día y hacer algún trabajillo a bordo…

—¿Lo conoce usted?

No se le ocurrió invitarle a pasar, de modo que seguían él en el umbral y ella en el pasillo.

—Ya sé que no es del todo normal…

—No está en este momento. Si le parece, puedo mandárselo mañana. ¿Le digo que acuda a la tienda?

—No. Prefiero pasar yo a recogerle.

—¿A qué hora?

—¿Le va bien a las ocho?

Guérec caminaba de nuevo por la calle, con su gorra en la mano. Era tal como se la había imaginado. Sin embargo, había un detalle que no se explicaba. ¡Tenía una expresión taciturna! No se la sentía vivir. Había permanecido frente a él sin que se advirtiese en su rostro la menor reacción, y hablaba con voz monótona, sin decir más que las palabras necesarias. ¿No sería un poco como su hermano?

«No… Es la pena que tiene, la miseria…», se dijo.

Estaba contento de haber encontrado un modo de ayudarla. Le pagaría veinte francos al día a su hermano… No, quince, porque Céline se negaría en redondo a pagarle veinte francos a un vigilante, sobre todo a un vigilante retrasado mental.

Lo comentaría por la noche, en casa de los Gloaguen, como quien no quiere la cosa; eso le evitaría tener que dar largas explicaciones.

Marthe, que conocía a sus dos hermanas, observaba a Céline. Esta siguió comiendo e inquirió con voz todavía dulce:

—¿Ese Papin no es el tonto?

—No es del todo normal… pero es buen chico. Me he informado.

—¿Sin consultárnoslo?

—He pensado que no merecía la pena. Hace ya varios días que tenía pensado mandar limpiar los barcos.

Tenía las orejas como amapolas. Cierto que hacía calor en aquel comedor, que era muy pequeño y estaba atestado de muebles y objetos.

—Supongo que no le habrás dado una respuesta definitiva.

—¡Claro que sí!

La ira seguía sin estallar. Era la manera de ser de Céline, que aparentaba estar más serena cuanto más agitada estaba por dentro. La cara le cambiaba, se le alargaba y se endurecía, la nariz se le afilaba y se le paralizaban las pupilas.

—¿Tú entiendes algo, Françoise? ¿Y tú, Émile?

—Bueno, yo…

—No hablo ya solo de la manera de actuar. Porque los barcos nos pertenecen a los cuatro, y hasta ahora nunca se le hubiera ocurrido contratar a un aprendiz sin pedirnos opinión. —Marthe se levantó y sustituyó el bogavante por un pollo, mientras Cara de Rata, de pie también, escanciaba con precaución el burdeos en las copas. Céline añadió—: Es que yo conozco a la gente mejor que él y, cada vez que ha intentado hacer algo solo, le han tomado el pelo.

—¿Y si cambiásemos de tema? —suspiró Guérec.

—¿Por qué? Estamos en familia y podemos perfectamente hablar claro. Desde hace algún tiempo, no eres el mismo. Me gustaría saber qué hay detrás de todo esto.

—Tal vez una mujer —aventuró Françoise sin mala intención.

—No me extrañaría nada —intervino Émile—. Lo han visto varias veces en el Café de l’Amiral, donde siempre tienen camareras jóvenes.

Le hizo un guiño a su cuñado, pero Guérec no estaba de humor para reír.

—¡Muy gracioso! —suspiró, apartando el plato.

—¿Tengo que contarle a Émile lo que fuiste a hacer a Quimper la última vez, cuando perdiste la cartera?

—Ahora ya se lo imagina.

—Es nuestro aniversario —exclamó Marthe para que reinara la paz—. ¿Por qué no cambiamos de tema? He recibido el patrón del vestido que encargué en París; luego os lo enseño.

La tregua duró diez minutos, justo el tiempo de acabar con el pollo y traer la ensalada a la mesa. Marthe iba y venía, solícita, feliz de recibir en su casa a sus hermanos y de haber preparado una buena cena. Sobre la chimenea había una caja de puros y en una mesita aguardaban unas copas de licor.

Émile, embobado también, contemplaba con satisfacción el mantel blanco, las flores, los muebles de nogal encerado; cada vez que se llevaba la copa a los labios, aspiraba profundamente el aroma del vino.

—Tiene nueve años —le explicó a Guérec—. Lo he conseguido a través de uno de mis agentes, que tiene familia en Gironde…

La pelea se reinició cuando se levantaron de la mesa; Céline se acercó a su hermano sonriéndole, como para hacer las paces.

—¿Qué mosca te ha picado, tonto, más que tonto? —murmuró.

Guérec volvió la cabeza, enfurruñado, y Céline le puso la mano en el hombro.

—¡Vamos! Dime que no hay nada decidido y que lo discutiremos mañana. Tengo que informarme sobre ese chico. Y también necesitamos saber qué servicios puede prestarnos por el dinero que se le pagará. ¿Cuánto le has prometido?

—Quince francos al día.

—¿Estás loco? ¿Quince francos al día a un retrasado mental que no hará más que pifias? Si al menos le hubieras dicho doscientos francos al mes…

—Deja ya eso, ¿quieres?

—¿Café? —preguntó Marthe.

—Para Jules, no. Se lo ha prohibido el médico.

—¡Ya.! —gruñó Jules.

—¿Qué has dicho?

—¡Nada! Que me estás dando la lata.

—¡Y tú a mí! ¿Crees que estoy tranquila cuando te veo así? No tengo ganas de que se repita la historia de marras.

Ya estaba dicho. ¡La historia de marras volvía sobre el tapete! Una historia lamentable, que salía a relucir dos o tres veces al año en el transcurso de alguna pelea.

¡Y eso que de aquello hacía ya cerca de catorce años! Jules Guérec no había cumplido los treinta. El día de la feria, había conocido a una chiquilla de diecisiete años, una pobre chica de clase humilde, que tenía una extraña carita y ojos penetrantes. Tuvieron relaciones. Se veían de cuando en cuando, hasta que un buen día ella le anunció que estaba embarazada.

Seguramente las semanas que vinieron después fueron todavía peores que las que acababa de vivir Guérec. Acabó por contárselo a sus hermanas, pues los padres de la chica se daban muchos humos y exigían que se casara con ella. Lo cierto es que exageraban. Habían hecho de ello un asunto de dinero, porque sabían que los Guérec eran ricos. Por su parte, la muchacha, que se llamaba Germaine, corría por todos los bailes desde los quince años y había tenido líos con un montón de hombres. «Tú déjame a mí», dijo Céline. Ella se ocupó de todo. La broma costó tres mil francos, y la chica se fue a París. Tuvieron muchísima suerte, porque la criatura nació muerta un mes antes de lo previsto.

¡Esa era la historia de marras! Estuvo a punto de montarse un escándalo. El padre de Germaine amenazó con arrojar barro a los escaparates y alborotar el vecindario poniéndolo al corriente de todo.

—Mañana veré al tontito y te diré lo que opino.

Guérec hubiera podido fingir que estaba de acuerdo para, al día siguiente, hacer lo que le viniera en gana; eso parecía aconsejarle Émile, que le dirigía de nuevo continuos guiños. Pero, en lugar de hacerlo, se obstinó suavemente, sin motivo.

—Es un asunto zanjado —aseguró.

—No habrás firmado un contrato, ¿verdad?

—He dado mi palabra, lo que viene a ser lo mismo.

—¿Cómo puedes ser tan tonto? A lo mejor no ha entendido lo que le decías, o ya se le ha olvidado…

—He hecho el trato con su hermana.

—¿Con quién? ¿Con la que ha perdido a su hijo? ¿La conoces?

¿Necesitaba realmente Guérec insistir? Algo le impulsaba a ello. Notaba que cada vez se liaba más y, sin embargo, era incapaz de parar. Por otra parte, estaba cada vez más colorado y todos los presentes podían advertir su nerviosismo.

—La conozco desde hace bien poco, porque he ido a hablarle de eso y…

—O sea, que has hecho todas esas gestiones sin que nosotras lo supiéramos. ¿A ti te parece eso normal, Françoise?

—Desde hace algún tiempo, Jules está tan raro…

—¿Cómo es esa mujer?

—Está de luto. Se la ve triste.

—¿Eso es todo?

Céline lo miraba con atención, con esa mirada que él tanto temía. Sin embargo, cosa curiosa, no insistió más y exclamó, con tono desabrido:

—¡Bien!

Acto seguido se volvió hacia Émile y le preguntó cuántos terrones quería en el café. Habían abierto una botella de calvados y su olor empezaba a impregnar el aire. Émile aguardaba a que se sentase todo el mundo para proponer la consabida partida de belote.

—Yo me voy a dormir —anunció Guérec.

—¿Otra vez?

—Prefiero irme a dormir —repitió, obstinado—. Dame la llave.

—¿Y quién nos abrirá a nosotras?

—Ya me levantaré.

Lo dejaron ir sin protestar, a excepción de Émile, que se quedaba una vez más sin belote. Ya en el muelle, Guérec aspiró el aire fresco y, con toda naturalidad, se encaminó hacia la Rue de l’Épargne. Tenía que dar un largo rodeo, pues se suponía que cruzaría la ciudad amurallada y utilizaría la chalana, sobre todo porque sus hermanas habían avisado al barquero.

Estaba casi contento de que hubiera estallado la pelea, porque esta le había permitido hablar de Marie Papin. Caminó deprisa hasta la esquina de la calle y allí aminoró el paso, buscando la casa con los ojos.

No se veía luz en las ventanas. Sin duda Marie se había acostado; aunque, como solo eran las nueve, quizá se hubiera ido al cine.

¡Imposible! ¡Estaba de luto! No podía ir al cine.

No sabía si estaba triste o contento. Sobre todo le atenazaba una terrible impaciencia, pues tenía la sensación de esperar algo. ¿El qué? Lo ignoraba, pero se hallaba en un momento de incertidumbre y algo iba a ocurrir irremisiblemente, algo iba a cambiar…

¡Era curioso que quedara un niño idéntico al que había muerto! ¿Mitigaba eso el dolor de su madre o, por el contrario, le recordaba sin cesar el accidente? Algún día lo sabría, porque, ahora que había contratado al hermano, acabaría teniendo acceso a la casa.

Céline se había estremecido al oír el nombre de Marie Papin. Guérec la conocía y sabía que, al día siguiente, se pondría a investigar y acabaría enterándose de todo, de los menores detalles, de los acontecimientos más ocultos.

Tenía tiempo de pasar otra vez y lo hizo, incluso se detuvo un segundo ante la casa, preguntándose si la ventana del primer piso sería la de la habitación de Marie.

Cuando llegó a su casa, dudó en entrar solo, porque no tenía sueño; al final, se sentó junto a la bocana al borde de la dársena y se quedó contemplando los tejados de la ciudad cerrada, que se recortaban en el cielo claro.

El barquero estaba al otro lado, fumándose una pipa en el fondo de la barca. No lo había reconocido. También él esperaba; ambos esperaban a las mismas mujeres, al tiempo que observaban maquinalmente la respiración del mar, que iba ensanchándose.

Pasó una barca: algún pescador que iba a colocar unas nasas en la punta del Gabélou.

Era sábado. Había cine en la plaza y baile en la callejuela de detrás del Café de l’Amiral, adonde Guérec no había regresado desde la historia de marras.

Ni siquiera llegó a saber jamás qué había sido de Germaine. No habían vuelto a verla por Concarneau. Su madre había muerto; su padre, que era un borracho, vendía pescado por las calles.

Oyó voces. Las reconoció, pese a la distancia, pues el aire era muy puro; adivinó a sus hermanas caminando por los callejones de la ciudad cerrada.

El barquero instaló la espadilla y alargó la mano hacia unas sombras. Céline saltó la primera; Françoise bajó con más prudencia a la chalana.

—¿Ha visto usted a Jules?

—No. No lo he pasado.

Estaba a cinco metros de ellas y no lo veían.

—Qué raro —murmuró Céline.

—Tal vez has hecho mal peleándote con él —sugirió Françoise—. Si no se encuentra bien, eso lo explica todo.

—Lo hago por principio, ¿entiendes? Si le dejamos actuar a su antojo una vez, se acostumbrará… Guérec se movió y sus hermanas se volvieron.

—¿Estabas ahí? ¿Por dónde has venido?

—He dado la vuelta por las dársenas.

—¿Y por qué no te has metido en casa? ¡Si tenías sueño!

—Me sienta bien el aire.

—De todas formas, tenemos que ir a ver al médico de Quimper. Este puede que sea bueno, pero no lo conozco.

Giró la llave en la cerradura. Sin detenerse en la planta baja, subieron al primer piso por la escalera de pino de Virginia barnizado.

—Mañana iremos a Quimper en coche y…

—No quiero coger el coche.

—Pues ya me dirás para qué sirve. Tres semanas lleva sin salir del garaje.

—Me trae sin cuidado.

Así y todo, les dio un beso a las dos y cerró la puerta de su cuarto. Permaneció aún un buen rato sentado al borde de la cama, sin acordarse de que se había puesto allí para descalzarse.

Al día siguiente bajó con la ropa de trabajo y Céline se dio cuenta al instante.

—¿Vas a poner algún palangre? —preguntó con su voz más natural.

A veces, cuando no tenía nada que hacer, ponía algunos palangres en la dársena para pescar algún congrio.

—No, voy a los barcos.

—¿A trabajar? ¿Tú solo?

Guérec no entendía por qué le hablaba tan dulcemente. Tampoco se dio cuenta de que iba vestida de tiros largos.

—Voy a trabajar con Papin —replicó; se acercó a la mesa para tomarse el café con leche y solo entonces puso ceño, al ver en el mantel los guantes de hilo negro y el misal de su hermana—. ¿Es domingo? —balbuceó, ruborizándose.

—Vístete rápido, que llegaremos tarde a la misa mayor.

—Yo iré a la catedral.

—Como quieras. Si tienes que verte con alguien…

Céline no añadió nada más. Françoise iba siempre a la primera misa para luego vigilar la tienda. En aquel momento estaba cambiándose.

—¡Muy bonito, eh! —dijo Céline antes de ponerse los guantes.

—¿El qué es muy bonito?

—Tú —replicó ella—. Estás ahí como un niño grande que ha hecho una barrabasada y tiene miedo de que le riñan.

Quería a su hermano, de eso no cabía duda. Vio cómo se alejaba hacia la escalera y, cuando se quedó sola, adoptó una expresión pensativa.

Para él, fue un día malogrado. Acudió a la misa mayor, en la catedral, pero no vio a Marie Papin. Tal vez no iba a misa. Muchas obreras habían abandonado la religión.

«Pero si le prometí que iría hoy», se dijo. «¿Habrá caído en que es domingo?».

Caminó instintivamente hacia la Rue de l’Épargne. En una esquina había un grupo de chicos y chicas riendo. Hacía mucho frío; se notaba que iba a nevar. Habían empezado ya a construir el belén en el fondo de la catedral.

La puerta de la casa estaba cerrada y las cortinas echadas. Llamó, tras dudar, incómodo, y no oyó nada en el interior. Se disponía a alejarse, cuando se abrió la puerta de al lado.

—¿Quería ver usted a Marie Papin?

—Sí, ya volveré más tarde.

—No estará aquí hasta la noche. Se han ido todos a casa de su tío, que vive en Rosporden. ¿Quiere que le dé algún recado?

—No, gracias.

Mejor así. Pasaría el día sin preocupaciones, en el local bien caldeado donde, los domingos, algunos patrones de barco como él acudían a charlar junto a la estufa y a tomarse unas copas de aguardiente.

Hablarían de la pesca, de las relaciones con los dueños de las fábricas de conservas, que eran cada vez más tensas, y también de los sindicatos de marinos, que empezaban a resultar inquietantes.

Era el día que tocaba conejo. Habría eso para comer y, además, por la tarde, Françoise preparaba un pastel.

Casi le entraron remordimientos al acercarse a su casa. ¿No hacía mal embarullándolo todo tanto, cuando las cosas estaban tan bien organizadas y eran tan gratas, tan cómodas?

Para que le perdonasen, entró silbando con buen humor y, a fin de que se notase que había ido a misa, le espetó a Céline:

—Casi está terminado el belén; y esta tarde tendremos nieve.

«En cuanto a mañana…». No dijo nada. Adoptó un aire tranquilo y sonrió para sus adentros.