A punto estuvo de no poder salir. Cuando bajó y sus hermanas vieron que se había vestido con su mejor traje, pusieron el grito en el cielo. Si estaba resfriado, lo que tenía que hacer era quedarse en su habitación o, por lo menos, en casa. Lo encontraron ojeroso, y era cierto, porque había tenido una noche agitada, poblada de pesadillas que seguían inquietándole a pesar de que ya no las recordaba.
—¿Adónde quieres ir?
—Primero a ver a Émile a la comisaría, por lo de mi cartera… También tengo que ir al barco, porque vienen de Rennes para lo del motor.
La casa olía a café con leche. Un pescador iba de puerta en puerta con una cesta de pescado. Seguía lloviendo, pero era una lluvia tan fina, tan regular, tan monótona, que no daba la impresión de que el agua cayera del cielo. Se quedaba suspendida en el aire, transformada en un polvo de agua fría que aglutinaba el pavimento mojado con las nubes.
—¿Se quedó hasta muy tarde Marthe?
Vio el plato en el que, la víspera, habían servido pastas, y todavía corría por la mesa una copita con efluvios de aguardiente. Émile se había servido de ella.
—No. Se marcharon a las diez.
Le obligaron a arrollarse al cuello una bufanda de lana azul que había tejido Françoise.
—¿No coges el coche?
¡Ni hablar!
Se fue andando, con las manos en los bolsillos y los hombros encogidos, casi creyéndose al final que estaba enfermo de verdad, mientras Céline lo miraba marcharse desde la puerta, como quien mira a un niño que se aleja camino de la escuela.
Un niño que va a la escuela… ¡Ay! Sabía muy bien que le vendrían de nuevo a la mente aquellos pensamientos, pero procuraba retrasar el momento al máximo. Precisamente había allí un niño, que corría para alcanzar la chalana. Llevaba también una bufanda de lana, y una bata a cuadritos. Estaba colorado de tanto correr y todavía jadeaba mientras el viejo François empujaba lentamente la chalana con la espadilla.
Hacía media hora que había llegado el periódico. El cartero, como cada mañana, había entreabierto la puerta, haciendo sonar la campanilla, y había dejado el periódico doblado sobre la primera mesa barnizada gritando:
—¡Soy yo!
El periódico seguía allí, doblado, pues Jules Guérec prefirió no abrirlo delante de sus hermanas. A la izquierda, el mar estaba vacío, teñido de una fea tonalidad grisácea; a la derecha, en la dársena, algunas barcas se dirigían hacia los atuneros que, apretados los unos contra los otros, formaban como una isla sembrada de mástiles.
Todos se reunían casi a diario en aquella isla, saltando de borda a borda. Mientras duraba la temporada de inactividad, acudían allí más por hábito que para trabajar. Se metían en su barco, quitaban los candados de las puertas e iban haciendo cosillas; afilaban una herramienta, reparaban una polea o hacían un ajuste aquí o allá, mientras charlaban de una a otra cubierta.
Guérec saltó de la chalana, y el niño le pasó casi entre las piernas y apretó a correr hacia el casco viejo. Había una mercería en que vendían periódicos, pero Guérec prefirió salir del centro, cruzar el puente y llegar por fin al muelle del Aiguillon.
—¡Hola, Jules!
Le gritaban desde una goleta que estaba en el muelle descargando tejas; Guérec se limitó a saludar con la mano. Para leer el periódico, se alejó hasta una calle donde solo se erguían las paredes ciegas de las fábricas de conservas.
UN MAL CONDUCTOR HIERE GRAVEMENTE A UN NIÑO EN CONCARNEAU Y HUYE SIN VOLVERSE.
Era cierto. Ni siquiera se había vuelto.
LA APACIBLE RUE DE L’ÉPARGNE, EN CONCARNEAU, HABITADA MAYORITARIAMENTE POR FAMILIAS MODESTAS, FUE ESCENARIO AYER POR LA TARDE DE…
Había más de media columna. El periódico se publicaba en Quimper, y lo más extraño era que el corresponsal de Concarneau era el mismísimo Émile Gloaguen. Cuando él no estaba allí, era el cabo quien se encargaba de comunicar los sucesos por teléfono, a veinte céntimos la línea.
EL JOVEN JOSEPH PAPIN, A QUIEN TODOS SUELEN LLAMAR JO, DE SEIS AÑOS…
Su madre no debía de estar casada, pues se aludía a ella como Marie Papin sin precisar si era viuda y sin mencionar al marido. Sí señalaban que trabajaba en una fábrica de conservas. ¡Como todo el mundo en Concarneau!
Pero lo más angustioso era que Jo tenía un hermano gemelo, Edgard, que precisamente estaba enfermo.
LA VÍCTIMA HA SUFRIDO ROTURA DE AMBAS PIERNAS Y SE TEMEN LESIONES INTERNAS, PUES EL NIÑO SE QUEJA DE DOLORES EN EL VIENTRE…
No estaba muerto, pero casi era peor pensar que tenía las dos piernas rotas, porque se lo imaginaba uno inmóvil en el suelo, después de que el coche hubiera pasado. ¿Habría intentado quizás incorporarse, preguntándose por qué no le sostenían ya las piernas?
SE HA ABIERTO UNA INVESTIGACIÓN…
Jules rompió el periódico y lo arrojó al arroyo, pues de otro modo sus hermanas se preguntarían por qué lo había comprado cuando ya había uno en casa. Luego entró en la comisaría y se sentó en un rincón del despacho de su cuñado.
—Por cierto, he mandado llamar a Quimper para lo de tu cartera. De momento no saben nada…
—Ah, sí, pues… justamente quería preguntarte qué tengo que hacer para conseguir otro permiso de conducir. Tenía también mi tarjeta de elector y la documentación del coche…
El comisario, que estaba en su despacho, tuvo la ocurrencia de llamar a Émile en aquel preciso momento, con lo cual Guérec se pasó un largo cuarto de hora esperando con expresión taciturna.
—¿Me permites? Tengo que hacer dos llamadas —le dijo al salir. Precisamente tenían que ver con Jules—. ¡Oiga! ¿La gendarmería? ¿Hablo con el cabo? Le habla, Gloaguen… Sí, vamos tirando. ¿Y usted?… Le llamo respecto al accidente de ayer. Hay un testigo… Sí… Se ha presentado una vecina esta mañana. Volvía de su casa y estaba a menos de treinta metros del niño. —Se volvió y le hizo un guiño a Guérec, como diciéndole: «¡Ya ves que la cosa es interesante!». Luego prosiguió—: No, no pudo ver la matrícula, pero dice que acababa en ocho… ¡Exacto! El comisario cree, como yo, que hay que hacer una lista de todos los coches de la región cuyo número de placa acabe en ocho. Después habrá que proceder por eliminación… ¡Conforme! Hasta luego.
¡Era inaudito! ¡Increíble! Guérec se quedó tan estupefacto que no podía hablar. ¡El número de la matrícula de su coche no acababa en ocho, sino en tres! ¡Así que ahora iban a investigar a un montón de conductores, y a él no!
—¡Lo pillaremos! —aseguró Émile con su cara de rata, frotándose las manos—. El alcalde ha dado instrucciones de que no reparemos en medios para dar con ese cabrón.
—¿Y cómo haréis?
—Ya lo has oído. Hacía falta una base, un punto de partida, y, gracias a la vieja que se ha presentado esta mañana, lo tenemos.
Así pues, ¿esa era toda la seriedad con que iban a tratar el asunto? Guérec esbozó una mueca de desdén.
—Apuesto —añadió el otro— a que por lo menos le caen tres años.
—¿Tres años de qué?
—De cárcel. Sin contar la indemnización por daños y perjuicios, sobre todo si el niño se queda impedido. Su madre no tiene dinero.
—¿No está casada?
—No. Vive con sus hijos.
Podía decirse que a partir de aquel momento empezaba todo. ¿Qué todo? ¡Nada de todo! ¡Otra vida! Algo parecido a una confusa pesadilla, una neblina de la que no surgían más que detalles ridículos.
Guérec se dispuso a representar su papel en la comisaría misma. Cuando Émile comentó que habían llevado al chiquillo al hospital, Jules hizo una mueca y, para explicarla, improvisó:
—Es… una punzada en el corazón… Me pasa de cuando en cuando desde hace un tiempo.
—Deberías hacértelo mirar… Estás en una edad peligrosa para esas cosas.
Al salir, Jules caviló que eran preferibles las punzadas en el corazón en lugar de la gripe para explicar su humor a sus hermanas, y además le dejaban libertad para salir.
«Sí», se dijo. «Les diré que me dan pinchazos».
En realidad, le había ocurrido ya dos o tres veces, pero solo algún día en que había hecho mal la digestión, así que tampoco estaba seguro de que fuera cosa del corazón.
Pasó por la Rue de l’Épargne. Eran todo casitas iguales, de una sola planta. Casualmente, el mismo pescador de la mañana pasaba de puerta en puerta con su cesta de pescado. Marie Papin vivía en el número 17, pero estaban echadas las cortinas y no vio a nadie.
De día, la calle resultaba irreconocible. El sitio donde había torcido parecía mucho más lejano. Había pisado la tierra blanda para tornar la curva y todavía se veían las huellas de los neumáticos.
Eso era grave, porque si examinaban aquellas señales… Bueno, al fin y al cabo la policía y los gendarmes solo investigarían las matrículas que acabaran en ocho.
Guérec torció a la derecha y penetró en el astillero. La embarcación de madera rugosa que se erguía sobre su andamiaje de tablones era el nuevo barco que estaba haciendo construir. Subió por una escala a la cubierta y saludó al contratista.
—¿Cómo va eso?
—Bien, pero tengo un obrero enfermo y eso nos va a retrasar un poco. Acaban de traer las tuberías de plomo.
Había unos obreros aserrando y cepillando, y así, erguido en el suelo, el barco parecía sorprendentemente alto.
—¿Cuándo entregarán el motor?
—Dentro de unos diez días, pero los montadores no vendrán hasta después de Navidad.
—¿Has leído lo del pobre crío? Guérec volvió la cabeza.
—El otro, el que está enfermo, no para de preguntar por su hermano. Se parecen tanto que tienen que vestirlos de distinta manera para reconocerlos. Son amigos de mi hijo… ¡Fíjate, anteayer mismo estaban jugando los tres en este barco!
Desde donde estaban, divisaban toda la dársena y, al otro lado, junto a la bocana, la parte trasera de la casa Guérec; alguien estaba sacudiendo una alfombra en una de sus ventanas, probablemente Françoise, pues aquel día no venía la asistenta.
—¿Va bien el coche?
—¡Muy bien!
—¿Le dedicas tiempo? Por cierto, ¿qué decidieron ayer en Quimper?
—Hay otra reunión la semana que viene. Algunos dicen que no saldrán si no se consigue lo que se pide.
—¡Cada año dicen lo mismo, y luego no hacen nada!
Guérec se encaminó hacia su casa, y a veinte metros de la puerta aún repetía inconscientemente lo que iba a decir, tocándose incluso el pecho a la altura del corazón. Lo más curioso era que había llegado a sentir una vaga molestia.
—¿Qué te pasa? —preguntó Céline, que no necesitaba mirarle dos veces para intuir algo.
—No lo sé… Ayer, pensaba que era gripe, pero estaba equivocado. No es la primera vez que me dan como pinchazos en el corazón.
Céline le lanzó una mirada de recelo.
—¿En el corazón, tú?
—Sí… Aquí…
A Françoise se la engañaba fácilmente. Pero Céline parecía poseer dotes adivinatorias en lo referente a su hermano. Solo con verle abrir la puerta, por ejemplo, sabía si había bebido o no, cuando, las más de las veces, solo se había tomado una o dos copas de aguardiente, nunca más, y por consiguiente no estaba borracho.
—¡Enséñame la lengua! —le pidió Céline; él lo hizo, y su hermana decidió—: Por si acaso, vamos a purgarte. ¿Sabes lo que te pasa? Que no haces bastante ejercicio. Hace dos meses que no se sale a pescar y tú no haces más que ir y venir por la casa sin dar golpe… Además, estás engordando. —Eso también era cierto. Se le estaba poniendo cara de angelote—. Tengo que darme prisa —añadió Céline—. Voy al hospital.
Aquello le produjo a Guérec una enorme impresión. Se esperaba tan poco oír esas palabras que, por un instante, pensó que su hermana iba a ver a Jo, el niño que había atropellado, y se preguntó de qué lo conocería.
—¿Al hospital?
—Pues claro; me toca hoy. Parece que estés en las nubes.
Si no se andaba con cuidado, acabaría descubriéndose. Sus dos hermanas formaban parte de una institución benéfica que repartía golosinas a los enfermos pobres de los hospitales cada semana. Una vez al mes les tocaba a ellas organizar el reparto.
¡Vaya susto! Céline no debería haber hablado de eso. Ahora se veía incapaz de recobrar la calma.
—Siéntate. Es irritante verte ahí de pie en medio de la sala.
Céline siempre estaba haciendo punto. Podía pasarse días enteros haciendo punto o ganchillo, en el mismo sitio, junto a la ventana cuya cortina corría para no perderse un detalle de lo que sucedía en el exterior.
En invierno se pasaban horas sin ver un cliente, porque sobre todo vendían víveres para los barcos, y, cuando venía un ama de casa a pedir un cuarto de kilo de lo que fuera, Céline le daba a entender que sería mejor que acudiera a la tienda de comestibles de la plaza de la iglesia.
—¿Has visto a Émile?
—Sí. Se ha presentado una testigo. El número de la matrícula acaba en ocho.
—¿Has leído el periódico? —preguntó Céline, sorprendida.
—No… Me ha contado el accidente Émile. El niño no ha muerto. Por lo visto, tiene un hermano que se le parece tanto que los confunden. —¿Qué necesidad tenía de hablar de ello? No podía evitarlo; sabía que era peligroso, pero era superior a sus fuerzas—. Es una madre soltera.
Observó el rostro de Céline. Con ser de rasgos regulares, resultaba distinto al de las demás mujeres. Los ojos eran azul oscuro y la nariz muy recta. Pero había algo que hacía que Céline, como tampoco Françoise, por lo demás, no fuera una mujer de verdad.
La prueba era que nunca las había cortejado ningún hombre. En cambio, Marthe, mucho menos guapa que ellas, había tenido dos novios y había encontrado marido pasados los cuarenta años.
—¿No te cambias?
—No, creo que saldré por la tarde.
Era tradición no llevar en casa la misma ropa que se ponía uno para salir. Nada más llegar, había que desnudarse y ponerse de trapillo.
—¿Dónde está Françoise?
—Está limpiando arriba.
Las dos hermanas habían hablado de Jules mientras desayunaban y habían decidido que, si no se ponía mejor pasados unos días, acudirían al médico.
Volvió a ser una tarde húmeda y glauca. Guérec pasó delante del hospital y entró a tomar una copa al Café de l’Amiral, que estaba vacío. Al entrar hizo sobresaltarse a la dueña, que estaba adormilada ante la caja. No se encendían las luces hasta que se ponía completamente oscuro. La dueña llamó a una camarera ataviada con el traje bretón, que fue a buscar un botellín de cerveza a la bodega.
Luego deambuló por los muelles y estrechó la mano al capitán de la goleta, que era amigo suyo y buscaba un nuevo cargamento para su barco.
Lo que más le obsesionaba eran las dos piernas. Cuando le dijeron lo de las piernas rotas, se creó en su mente una imagen disparatada: dos piernecitas blandas que podían doblarse hacia todos los lados.
Fue superior a sus fuerzas. Volvió a pasar delante de la casa de la Rue de l’Épargne cuando acababan de encender las farolas. Ahora caminaba muy lentamente. Reconoció los charcos luminosos en el pavimento mojado. De repente se inclinó y recogió algo del arroyo: la mitad de un pequeño zueco de madera.
¡Era del niño! ¡No cabía la menor duda! Guérec estuvo a punto de llevárselo y lo conservó en la mano durante por lo menos cien metros, sin atreverse a tirarlo como si fuera un objeto cualquiera. Acabó depositándolo al pie de una empalizada, despacito, como para no hacerle daño.
Ese día no les tocaba venir a los Gloaguen y, durante la velada, no se le ocurría nada que hacer mientras Françoise acometía una importante labor de costura: un vestido de terciopelo negro que preparaba para Año Nuevo. Había trozos de hilo y alfileres por todas partes. Céline ayudaba de vez en cuando a tomar las medidas sobre un patrón de papel gris y ambas discutían sobre si cortar recto o cortar al bies.
—¿Hay muchos enfermos en el hospital? —preguntó Guérec.
—Por cierto, he visto al pequeño Jo. No había sitio en la sala infantil y lo han puesto con las personas mayores. No llora; mira a la gente y abre los ojos, como asombrado… Le he dado dos naranjas y me ha dicho, muy educado: «Gracias, señora».
Guérec supo la noticia al día siguiente. Se la dio Louis, el barquero.
—¿Sabe que el niño murió anoche? Bueno, de madrugada. Hará una hora que he pasado a su madre. La ha avisado un enfermero; según él, no ha sufrido. Era cosa del vientre. Así que le han puesto una inyección y se ha quedado muy tranquilo, mirando al techo.
Jules Guérec sintió el impulso de meterse en un café y empezar a beber hasta perder el conocimiento, pero solo el pensarlo le dio náuseas, de modo que echó a andar, cruzó la ciudad, tomó la carretera de Beuzec y siguió caminando por la playa de Les Sables-Blancs, bordeada de chalés desiertos.
Estaba enfermo de verdad. No era solo una excusa. Notaba que algo se había descompuesto en su pecho y había momentos en que le flaqueaban las piernas de repente, como si se le hubiese estropeado la articulación de las rodillas.
No había llorado una sola vez. No se le habían humedecido los ojos. Pero era algo peor. Se daba asco. Le horrorizaba quedarse solo y, cuando estaba con gente, se alejaba porque no sabía qué decir.
El mar seguía estando gris y el cielo, bajo. Funcionaba una draga a trescientos metros de la costa, recogiendo arena que dejaba caer con un ruido blando en unas chalanas.
¡Tres años de cárcel, había dicho Émile! ¡Por lo menos! ¡Y eso no solucionaría nada! ¿Qué solucionaría? El niño estaba muerto y bien muerto. La única diferencia era que, si había un juicio, la madre cobraría por daños y perjuicios. Tal vez unos diez mil francos, no lo sabía exactamente. A uno de sus hombres, que se había aplastado tres dedos enroscando un cabrestante, solo le habían dado cinco mil francos; eso sí, eran dedos de la mano izquierda. ¿Cuánto se daba por un niño de seis años?
Cruzó por su mente un pensamiento que le hizo palidecer. Se detuvo y se quedó mirando el mar, con los pies hundidos en la arena mojada.
Quizá Marie Papin no tuviera dinero para el entierro.
¡Podría mandárselo él! Sin decir quién era, por supuesto. Podría mandarle diez mil francos… Pero la cuestión estribaba en cómo sacarlos. Céline hacía todas las cuentas, pagaba los recibos y hasta iba al banco cuando había que firmar papeles.
¿Y si se los pedía a alguien, a Argentin, por ejemplo, que estaba construyendo su barco y sabía que él era de fiar? Argentin se imaginaría que tenía una amante en algún sitio…
¿Y si lo comentaba con alguien y al final acababa sabiéndose todo?
Regresó a su casa caminando a zancadas. Cuando abrió la puerta, parecía realmente enfermo.
—¿Qué te pasa? —inquirió Céline, inquieta—. ¿Otra vez los pinchazos?
—No lo sé. Subo a mi cuarto.
—Espera… Déjame mirarte.
¡No podía ni estar triste a sus anchas! Tenía que dejar que le examinase Céline, que le alzó los párpados, como si fuera médico, y concluyó:
—Mañana iremos a Quimper a ver al médico.
Hacía veinte o treinta años que tenían el mismo médico, y Céline estaba convencida de que era el único capacitado para cuidar a alguien de la familia. Lo cierto era que rara vez se ponía enfermo alguno de ellos.
—Y veremos qué dice.
—Sí.
Dijo «sí» sin pensar, pero se echó atrás de inmediato.
—No.
—¿No, qué?
—Que no quiero ir a Quimper.
—¿Por qué?
—No me apetece conducir por esa carretera. Hay demasiadas curvas y…
—Pues iremos en autobús.
No insistió. Prefería estar solo; pero, cuando se quedó solo en su habitación, fue mucho peor. ¿Qué podía hacer? ¡Nada! No tenía sueño. No tenía ganas de estar acostado.
Se acodó en la ventana, pero cada vez que veía al barquero pensaba en lo que este le había dicho por la mañana; además, por encima de las murallas se divisaba el tejado de pizarra del hospital.
Seguro que la madre estaría llorando, junto a la cama. ¿Cómo sería? ¿Joven quizás? ¿Tendría algún ahorro?
Debía de estar en el paro, como las demás, porque hacía dos meses que habían cerrado las fábricas de conservas.
—¿Por qué no te acuestas?
¡Era Céline, cómo no! Nunca se la oía llegar y abría las puertas sin hacer rechinar los goznes. Le miraba con demasiada fijeza, como cuando era niño y había hecho una trastada. Ya por aquel entonces no eran sus padres quienes descubrían sus travesuras, sino Céline, a quien era casi imposible mentir.
—Acuéstate.
—No, no podría dormir.
—Escucha, Jules… Dime qué hiciste en Quimper.
—¿Yo?
—Sí, tú.
Cuando quería tirarle de la lengua, adoptaba una voz dulce, indulgente, pero él sabía de sobra que aquello duraba poco y que, en cuanto conseguía lo que quería, cambiaba de tono.
—¿Creías que me habías engañado?
Jules tuvo miedo. Por un instante pensó que su hermana había establecido una relación entre su estado físico y el accidente.
—¿Qué te había engañado con qué?
—Me di perfecta cuenta de lo nervioso que estabas cuando contaste lo de la cartera.
—¿Ah sí?
Las habitaciones eran bajas de techo y en el centro había una viga que Guérec tocaba casi con la cabeza. Había telas bordadas por todas partes, y multitud de objetos, recuerdos de primera comunión, postales mandadas por amigos durante su luna de miel…
—Si hubieras perdido la cartera en el café Jean, la habrían encontrado.
—¿Y tú qué sabes?
Empezaba a preguntarse si no sería mejor confesar algo para evitar contar toda la verdad.
—Telefoneé y…
—¿Y qué?
—Pregunté a qué hora te habías marchado. Llamaron al camarero y el hombre estaba apurado. No sabía qué contestar.
—Igual no me vio salir.
—¡Que no, Jules! Vamos, sé franco… Has vuelto a estar con una mujer, ¿no es eso?
En una ocasión, acababa de abordar a una transeúnte del talante de la del otro día cuando se topó de narices con Céline, que había acudido inopinadamente a Quimper, aprovechando el coche del ferretero. Desde entonces, no se fiaba de él.
—¡Confiésalo! No te diré nada. Eres un hombre, ¡evidentemente! Allá tú y tu conciencia —le espetó. Guérec seguía dudando, sin despegar la mirada de la ventana glauca—. Te robó ella la cartera, ¿no? Debían de quedar cien francos.
—Sí.
—¿Lo confiesas? —insistió. Guérec agachó la cabeza; más valía así—. Pues sí que te has lucido, ¿eh? ¡Y te creerás muy listo contándonos cuentos chinos y dejando que Émile llame a todas partes para encontrar tu cartera! Eso sin contar con que tarde o temprano nos volverás con una enfermedad y…
—¡Céline!
—¿Has ido a confesarte, por lo menos? —replicó ella. Guérec asintió, aunque no había oído bien la pregunta, y Céline añadió—: Acuéstate. Verás como no estás enfermo. Lo que te atormentaba era eso, y nada más.
Si la puerta hubiera tenido llave, la habría echado, pero ni siquiera había pestillo. Podía regresar Céline, o Françoise, que estaba quitando el polvo en la habitación de al lado.
No podía permitirse ni hacer una mueca. No habría llorado aunque le hubiera venido en gana.
Sonó dos o tres veces la campanilla, abajo, en el local. Se había quitado el chaquetón, pero le entró frío y se embutió el viejo, que le iba muy estrecho y le molestaba en los hombros.
¿Cómo podía ingeniárselas para mandarle dinero a Marie Papin? Solo quería pensar en eso. Al menos era algo positivo, no tan enloquecedor como pensar en Jo, en sus piernas rotas, en su vientre, en la inyección…
¿A quién podía pedirle dinero? ¿Al Cara de Rata? Seguro que Émile Gloaguen tenía ahorros, y en su casa manejaba él el peculio. Pero aprovecharía para sermonear a Guérec. Tenía la manía de querer dirigirlo todo, de creerse más listo que los demás. Si su cuñado le pedía dinero, sería mucho peor y aquello duraría toda la vida; a partir de entonces, se creería realmente el amo de la casa.
—¿Duermes? —preguntó Françoise, que había entreabierto la puerta y le hablaba en voz baja. Le sorprendió verlo de pie, y es que Guérec no se decidía ni a sentarse ni a acostarse—. Me lo ha contado todo Céline.
—¿Ah sí?
—Como le he dicho, es preferible eso a que te líes con alguna… ¿Quieres que te suba un taza de chocolate?
—No.
—Para quedarte de pie, mejor sería que bajaras.
Guérec entonces estalló y rompió a gritar:
—¡No! ¡No! ¡Que no! ¿Me oyes? Quiero que me dejéis en paz.
Hasta se le saltaron las lágrimas. Cerró la puerta tras su hermana, que se quedó de una pieza, y retomó casi con gusto a sus fantasmas: el niño, Marie Papin, el otro gemelo que era igual que su hermano…
¿Qué podía hacer para mandarles dinero?