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Había demasiadas curvas, y también subidas y bajadas, no muy largas pero brutales.

Y, sobre todo, quedaba pendiente el asunto de los cincuenta francos, que había que solucionar a toda costa antes de llegar a Concarneau.

El único problema era que Jules Guérec no lograba pensar, cuando menos pensar cinco minutos seguidos en lo mismo. Se le embarullaban montones de ideas mientras permanecía inmóvil en el asiento, las manos en el volante, el cuerpo rígido, la cabeza inclinada hacia delante.

Era la primera vez que conducía de noche, en la oscuridad, y sus propios faros le impresionaban. En primer lugar, porque transformaban el entorno y los objetos e incluso a los propios hombres, a tal punto que hacían del universo algo irreconocible. Por ejemplo, en la última curva, habían aureolado de lívidos fulgores un carro, dos pesados caballos, a un campesino que caminaba al lado látigo en mano, y ese espectáculo de lo más cotidiano había cobrado de súbito un aspecto casi demoniaco.

También le asustaban los faros porque, si se cruzaba con otro coche, tenía que apagarlos, o por lo menos poner las cortas, y temía girar el botón hasta el fondo y sumirse durante un instante en la más absoluta oscuridad.

Además, entre Concarneau y Quimper causaba estragos un terrible autobús que destrozaba al menos un coche por semana, y Guérec contaba los minutos, preguntándose si llegaría al final de las curvas antes de cruzarse con él.

En tales condiciones, ¿cómo podía pensar en los cincuenta francos? Diría… podría decir que había invitado a unos amigos a tomar unas copas, pero sus hermanas sabían perfectamente que cincuenta francos eran una cantidad excesiva para eso, aunque se reunieran cinco o seis personas.

Para colmo, se le había olvidado comprar los ovillos de lana negra que le había encargado Françoise.

A cada instante le parecía oír el estruendo del autobús. Inclinaba la cabeza hacia delante como si pudiera ver mejor en esa postura, pero en realidad no servía de nada. ¿Qué sucedería si se paraba el motor en una cuesta o en una bajada?

Todo eso era culpa suya. Lo sabía, y no se sentía orgulloso. Había vuelto a deambular por las calles durante una hora y media.

Se había puesto su mejor chaquetón y se había afeitado en la peluquería. Al marcharse, aún le quedaban rastros de talco debajo de las orejas. Se había encasquetado la gorra de patrón con el galón de seda negra.

En Quimper, había asistido a la reunión del sindicato, en representación de los atuneros de Concarneau. En esta ocasión, la habían convocado antes de tiempo. Estaban en noviembre y la temporada del atún no empezaría hasta meses más tarde, pero habían tenido muchos problemas con los fabricantes de conservas y, antes de armar los barcos, preferían tomar precauciones y estudiar las condiciones que se les plantearan.

La reunión había terminado a las tres. Jules Guérec debería haber regresado a Concarneau antes de que anocheciera, pero sabía muy bien que eso sería poco menos que imposible. Cada vez que iba a Quimper, se producía el mismo drama. Sabía hacia qué calle acabaría dirigiéndose, una calle en la que, a cualquier hora, dos o tres mujeres de París se paseaban lentamente volviéndose hacia los hombres.

¡Y había pasado lo mismo que otras veces! Nunca le satisfacía lo que veía. Recorría diez veces la calle, dudando de si ir a buscar a otro sitio, y al final acababa por volver sobre sus pasos para abordar con torpeza a la primera mujer con que se había tropezado.

¡Por eso tendría que explicar qué había sido de los cincuenta francos cuando sus hermanas hicieran las cuentas por la noche!

Encima, empezó a llover y apareció el autobús en una curva. Se cruzó con él sin rozarlo, pero después se sintió aún más nervioso; no le habría hecho gracia volver a pasar por ello. Atravesó Rosporden, torció a mano derecha, obsesionado de antemano por la larga bajada que había antes de Concarneau, y experimentó la necesidad de tocar madera.

En cuanto a lo demás… Sí, ¿cómo fue exactamente? Seguía pensando en los cincuenta francos. Diría que había pagado la cuota del sindicato de patrones.

El coche se deslizaba por la cuesta hacia la ciudad, cuyas farolas dibujaban la red de calles. Un poco antes de llegar al muelle del Aiguillon, giró a la derecha, pues vivía al otro lado de las dársenas, en el barrio Du Bois, y tenía que contornear el puerto.

Un instante después, adivinó en la oscuridad la blanca mancha de los atuneros anclados uno junto al otro, y, en el cielo, la telaraña de las vergas, los obenques y los amantillos.

Las calles estaban vacías y relucientes. Las casitas se alineaban en ellas con alguna que otra ventana encendida. Los charcos estallaban bajo las ruedas y el lodo se estrellaba en el parabrisas.

De pronto se movió una forma a la derecha, y Guérec aceleró por instinto, sin saber por qué. La silueta de un niño se dibujó durante un segundo en la penumbra, un rostro recibió en menos de una décima de segundo el resplandor del faro y se produjo el choque, un choque blando, repulsivo, en tanto que el coche se alzaba sin detenerse y que Guérec, tal vez creyendo que frenaba, seguía acelerando.

No se oyó ningún grito; solo aquel choque, aquella cosa que caía y el chirrido del coche que pasaba por encima. Guérec, con el pecho encogido y las rodillas convulsas, no se atrevió a volverse ni a hacer movimiento alguno.

El niño —porque seguro que era un niño, e incluso un niño que regresaba del colegio con la cartera bajo el brazo— se había lanzado a cruzar la calle como un conejo. ¿Se había quedado en el suelo, inmóvil? Guérec tenía ganas de huir. Estaba asustado. Sabía que deberla dar media vuelta, pero no podía, siquiera solo fuese porque la calle era demasiado estrecha para un conductor novato.

Alcanzó la zona más oscura, mucho más allá de la curva, donde precisamente había un buque en la grada, y se detuvo por fin; penetró en una calleja para hacer marcha atrás y dar la vuelta.

¡Mala suerte! Había que hacerlo… Diría… No sabía lo que diría, pero su obligación era presentarse allí y…

Había olvidado meter la directa y no entendía por qué hacía tanto ruido el motor. Volvió a ver la calle, de lejos; reparó en que las luces eran más numerosas y se dirigió de inmediato hacia ellas. Casi todas las puertas estaban abiertas y formaban rectángulos de luz. En cada umbral había dos o tres personas de pie, y todas miraban hacia el mismo lado. Delante de una casa como las demás, se revolvían con agitación por lo menos diez personas, pero ya no había nada en medio de la calle.

Se adivinaba, se sentía que habían trasladado al niño al interior de la casita pintada de blanco; dentro, se oía gritar a una mujer. Guérec no se paró, siguió circulando como si no hubiera visto nada, cruzó el muelle del Aiguillon y subió la cuesta en dirección a Quimper.

Varias veces estuvo a punto de dar marcha atrás, de ir a ver, pero ya era demasiado tarde, así que intentó meditar.

La primera vez no le había visto nadie, puesto que la calle estaba vacía, y la segunda no habían debido de reconocerle, porque todo el mundo estaba pendiente del accidente. Tenía que evitar regresar demasiado pronto a casa. Era preferible dejarse ver en algún sitio, de modo que se dirigió a Rosporden y se detuvo ante el Café de la Estación.

Unos campesinos bebían aguardiente, y él los imitó situándose junto a la estufa y fingiendo que se calentaba las manos.

—Qué mierda de carretera, con tanta curva… —masculló sin mirar a la parroquia.

—¿Viene usted de Quimper?

—Sí.

Con eso bastaba. Incluso le vino a la mente la palabra «coartada», que no estaba acostumbrado a emplear, y eso le hizo experimentar una especie de satisfacción. En cambio, casi le dio miedo subir al coche, miedo de cometer una torpeza, de provocar una nueva catástrofe. Solo hacía ocho días que conducía y las demás veces se había sentado a su lado una de sus hermanas.

Aunque no supieran conducir, su presencia le infundía confianza.

Cuando volvió a pasar por la terrible calle, no se veían ya más que dos o tres puertas abiertas; sin embargo, había dos bicicletas apoyadas en la pared de la casa, que debían de ser de la policía o de los gendarmes. Guérec pasó lentamente para no llamar la atención, llegó hasta la iglesia de su barrio y se internó en la última bajada, que era muy empinada y daba al muelle, enfrente mismo del paso del barquero.

Era su pesadilla, porque no había pretil y siempre le daba la impresión de que no iban a funcionarle los frenos o de que iba a equivocarse y pisar el acelerador. Su casa era la penúltima y estaba iluminada, como siempre. Bajó a abrir la puerta del garaje que había habilitado en la antigua cuadra, y vio a Céline, una de sus hermanas, que se acercaba al cristal y le miraba. Llevaba la cofia y el vestido negro de bretona. ¿Qué disculpa le daría por lo de la lana y los cincuenta francos?

Metió el coche, se preguntó si no se olvidaba de nada, como de cerrar la gasolina o de cortar el contacto; luego cerró la puerta con gestos lentos.

Cuando entró en la tienda, sonó la campanilla como llevaba haciéndolo desde antes de que él naciera, cuarenta años atrás, pues seguía siendo la misma. El mismo revestimiento de madera también en las paredes, abeto barnizado, como en un barco bien cuidado. Y las mismas mesas lustradas, el mostrador forrado de linóleo, el armario acristalado con las botellas de aperitivos y licores.

El mismo olor, también, en el que se entreveraban la brea y los efluvios de cordajes, café, canela y aguardiente. No era un café. Tampoco era una tienda de ultramarinos. Servían bebidas, eso sí, pero no entraba cualquiera en el establecimiento de los Guérec, quienes sobre todo abastecían a los barcos de cabos, poleas y provisiones.

Las dos hermanas, Céline y Françoise, la mayor, se habían acomodado con su labor ante una de las mesas.

—Hola —saludó Jules Guérec, quitándose la gorra.

Céline, la más inteligente, con ser la más joven, pues solo tenía cuarenta y dos años, se olió algo al instante. Primero, al verlo llegar con las manos vacías, observó:

—Te has olvidado de la lana.

—Sí… Ha durado mucho la reunión y…

—¿Qué te pasa?

Tenía que discurrir de inmediato una explicación; de lo contrario, Céline le tiraría de la lengua. Afortunadamente enseguida se le ocurrió una.

—Una auténtica catástrofe. Se me ha perdido la cartera.

Tenía miedo, porque la llevaba en el bolsillo y Céline era capaz de cerciorarse de que la había perdido de verdad. No porque sospechara de él, sino porque sabía que era muy distraído.

—¿Cómo has podido perderla?

—No lo sé… Acabo de darme cuenta. Puede que me la haya dejado en la mesa, en el café Jean… Voy a telefonear.

Salió al punto. En la casa Guérec no había teléfono. Tenía que ir a la cabina, que estaba frente a la iglesia, cien metros más arriba. Mientras corría hacia allí, se preguntó qué haría con la cartera.

Olvidándose incluso del chiquillo al que había atropellado, se palpó el bolsillo y se volvió hacia los cristales iluminados de la casa. ¡La única posibilidad era arrojar la cartera al puerto! Con una piedra dentro…

¡Pero, para ir al puerto, tenía que pasar por delante de su casa! Primero llamó, muerto de calor en la cabina, mientras unos marineros bebían en la taberna, justo al lado. Hablaba con voz extraña, buscando las palabras:

—¿El café Jean? Soy Jules Guérec… Sí, de Concarneau. He perdido la cartera en Quimper y no sé si…

Fueron a mirar por el local. Mientras esperaba, observó a los parroquianos del bar por el cristal de la puerta.

—No encontramos nada.

Como no podía ir al puerto sin arriesgarse a que lo vieran, solo quedaba una solución. Y era un poco ridícula, porque estaba a dos pasos de su casa. Fingió que le había dado un retortijón de tripas, corrió al fondo del patio y se metió en un habitáculo de planchas de madera.

Cuando salió, estaba ya más tranquilo.

—Le pagaré mañana. He salido sin dinero.

Era una estupidez: había tenido que tirar no solo la cartera sino todo lo que contenía, entre otras cosas el carnet de conducir, la documentación del coche y dos recibos pagados. Caminó lentamente, para airearse, y pensó que no había mirado la parte delantera del coche, donde podían haber quedado rastros del accidente.

Sonó la campanilla. Françoise estaba poniendo la mesa para la cena en la habitación del fondo, separada del café por una puerta que siempre permanecía abierta.

—¿La han encontrado?

—No, no han visto nada. —Se puso colorado y añadió—: Pero van a seguir buscando.

—¿Ha funcionado bien el coche?

—Ah, precisamente tengo que ir a ver si he cerrado la gasolina…

Se precipitó hacia el garaje y, sin perder de vista la puerta para cerciorarse de que no lo observaban, encendió una cerilla y examinó el radiador, las ruedas y el guardabarros. El coche era de segunda mano y habían sido sus hermanas las que se habían encaprichado de él. La carrocería, que había repintado una persona que no era del oficio, seguía siendo mate a pesar de todos los productos que le habían aplicado.

¡Ni una sola señal! ¡Ni una raspadura! Y, sobre todo, pues era lo que más temía, ni una mancha de sangre.

—¿Qué?

—Sí, la había cerrado.

—Tendrás que avisar a la policía… Se lo dices a Émile, que él se encargará. Tiene que venir luego.

Una voluminosa estufa ocupaba el centro de la habitación, y Jules Guérec tenía calor.

—¿No te cambias?

Nunca llevaba puesta la ropa buena en casa, de modo que subió a su cuarto, que estaba en la primera planta. Los peldaños de la escalera habían crujido siempre del mismo modo. Hacía dos años que habían cambiado el papel de la pared, pero el fondo seguía siendo azul, pues Céline decía que el rosa no pegaba con un hombre.

En cuanto al espejo de encima de la chimenea, le deformaba hasta tal punto que, de pequeño, estaba convencido de que tenía la nariz torcida.

Los cincuenta francos… ¿Cómo se le ocurría pensar en eso? No debía pensar en eso. Lo importante era lo del niño. ¿Habría…?

¡Esa palabra no! ¡Sobre todo, no pronunciar esa palabra, ni siquiera imaginarla! Se habían levantado las ruedas de la izquierda, precisamente las del lado donde estaba sentado Guérec…

Iba a venir Émile Gloaguen… Guérec se quitó la ropa de forma mecánica y se puso el traje de cada día sobre una camisa de franela.

¡Era absurdo! ¡Era indignante! No le creería nadie… Porque en ningún momento había tenido la clara determinación de salvarse él mismo. No había podido girar, sencillamente, porque la calle era demasiado estrecha y no sabía aún coger las curvas. Luego, cuando vio gente en las puertas, tuvo miedo… ¡más que de asumir su responsabilidad, de encontrarse cara a cara con el niño!

No conocía a nadie en aquella calle. ¡Bueno, sí! Su mecánico vivía en una de aquellas casas que eran todas iguales, tal vez en la tercera o en la cuarta después de la casa.

Oyó sonar la campanilla. Aquel tintineo marcaba todos los detalles de la vida de la casa. Un sonido agudo cuando se abría la puerta. Otro más grave y más prolongado cuando se cerraba. Hasta tal punto que, si transcurría cierta pausa entre los dos campanillazos, se sabía que entraban varias personas o que el visitante —quizás un mendigo— permanecía en el umbral.

—¡Jules!

—Sí…

—Ha llegado Émile.

—Ahora bajo.

No le quería. Incluso, cuando estaba a bordo de uno de sus barcos —porque tenía dos atuneros—, lo llamaba ante sus hombres «Cara de Rata».

Sabía, desde luego, que nadie repetiría lo que pudiera decir a bordo. Eran dos mundos distintos.

Tenía tres hermanas, todas mayores que él. Lo más curioso era que la que estaba casada no era la más joven.

La mayor era Françoise, que tendría unos cincuenta años pero no los aparentaba, no obstante unas finas arruguillas y las canas que se entreveraban en su moño. Ella se encargaba de las faenas más pesadas de la casa; de la cocina, por ejemplo, o de la limpieza cuando no tenían asistenta.

La pequeña, Céline, la que tenía cuarenta y dos años, iba siempre pulida, como un grabado con su vestido bretón; llevaba las cuentas, escribía a los proveedores o recibía a los principales clientes.

Entre ambas estaba Marthe, que se había casado de repente, dos años atrás; desde entonces había abandonado el traje bretón y vestía como en la ciudad. A raíz de aquello había cambiado y parecía más joven. Seguía acudiendo cada día a la tienda, a hacer punto con las demás, y cenaba dos veces por semana en casa con su marido.

Jules Guérec había olvidado que venían aquella noche. ¡Y Cara de Rata estaba abajo!

¿Se habría enterado ya? Porque era secretario del comisario de policía de Concarneau. Era un hombre flaco y rubio, enjuto, de mediana edad. Vestía pantalón a rayas, chaqueta negra ceñida y gafas con montura dorada, y tenía las manos pálidas.

Cuando bajó Jules, se lo encontró en el comedor, porque Gloaguen tenía a gala no instalarse nunca en el local.

Le llamaban «el local» desde siempre, ya en vida de los padres, dado que aquello no era ni una taberna, ni un café, ni una tienda de comestibles, sino una mezcla de todas esas cosas.

De las paredes del comedor colgaban dos acuarelas que representaban los dos barcos atuneros de los Guérec: el Françoise y el Céline.

Le habían dado al primer barco el nombre de Françoise porque esta era la mayor. En buena lógica, al segundo buque que mandaron construir deberían haberle dado el nombre de Marthe, pero, no se sabe por qué, había sido Céline la madrina.

Lo cierto es que ahora iba a corresponderle a Marthe, ya que había un tercer barco en el astillero, un barco que habían decidido construir porque, como consecuencia de la crisis y el paro, los precios eran ventajosos. El atún acabaría vendiéndose un día y entonces…

—¿Cómo va eso?

—Regular. Demasiado trabajo y muchas responsabilidades. A Émile Gloaguen le gustaban las responsabilidades.

Jules besó a su hermana, que, desde hacía unas semanas, estaba más pálida. Céline le había confesado que se preguntaba si aquello no sería presagio de un gran acontecimiento.

—¿Has ido a Quimper?

—Sí, y ha perdido allí la cartera…

Guérec volvió la cabeza, porque Cara de Rata sabía, por la comisaría, de la existencia de aquellas busconas, que constituían para él un misterio. ¿Cómo podían ir tan bien vestidas y, sobre todo, mostrarse por lo general tan obsequiosas?

La mesa estaba puesta en el centro del comedor, con la inmensa sopera de loza blanca. Françoise trajinaba en la cocina, donde se sofreían unas cebollas en la sartén.

—Telefonearé mañana —prometió Gloaguen.

—Ya he llamado al café Jean.

—¿No has estado en ningún otro sitio?

—No.

—Ahora que lo pienso —exclamó Céline—, ¿no se te habrá caído la cartera en el coche? Iré a ver.

Echó mano de la linterna que estaba siempre sobre el aparador y desapareció, cosa que intranquilizó de nuevo a Jules, quien temía que pudiera descubrir algo.

—¿No haces la campaña de bajura?

—Todavía no lo sé. Esperaré a ver si Malou sigue…

Malou era otro capitán, que tenía un solo barco atunero. Para llenar la temporada baja de invierno, salía a hacer pesca de bajura desde la semana anterior. Solía hacerse en otro tiempo, sobre todo con los barcos con motor.

Pero ¿merecía aún la pena?

—Sé que ha vendido los congrios a dos francos, los lenguados a quince y que le han quedado cuatro espuertas de rayas sin colocar…

Émile fumaba cigarrillos. Guérec no fumaba porque sus hermanas se lo habían prohibido desde joven. Tampoco bebía alcohol delante de ellas.

Era alto y ancho de hombros; tenía una piel extraordinariamente lozana, el pelo oscuro y los ojos dulces. Al regresar de Quimper, se había descalzado para enfundarse sus lustrados zuecos y ahora tenía calor, se sentía a sus anchas.

Pero ¿y el atropello? Por más que procuraba no pensar en ello, le volvía a la mente, y le habría gustado preguntarle a su cuñado al respecto. A saber si no sería el hijo de algún conocido, de uno de sus hombres, del mecánico.

—¡A la mesa!… —ordenó Françoise, que se acercó a buscar la sopera para llenarla—. ¡Anda! ¿Dónde está Céline?

Esta volvió y apagó la linterna.

—En el coche no está, a no ser que se te haya caído cuando abrías la puerta… ¿Te has parado en el camino?

—¡Ah, sí!

¡Se le había olvidado! ¡Había estado a punto de contestar que no!

—¿Dónde?

—En Rosporden, en el Café de la Estación…

—¿Qué has ido a hacer allí?

No tuvo que pensárselo. Se le ocurrió al instante.

—Me parecía que se calentaba el radiador, así que he bajado delante del café por si había que echar agua…

—¿Qué has tomado?

—Cerveza…

Nadie se sorprendió. Eran las costumbres de la casa.

¿Y si el niño había muerto? Mientras tanto él se sentaba a la mesa, calentito de espaldas al fuego, calzado con unos cómodos zuecos, y Marthe le servía una aromática sopa.

Pensarlo le revolvía el estómago. No miraba a nadie. Casi era más terrible que estuviese herido, porque estaría sufriendo, y se imaginaba a su madre a su lado, a las personas mayores incapaces de aliviarle, al médico preocupado, el olor de las medicinas…

—Me he encargado un abrigo de tela marrón con cuello de pieles. La costurera me recomienda que me lo haga de nutria, pero dice Émile que queda mejor el castor con los tonos oscuros.

—¿Te sale caro?

Jules no escuchaba. Apenas veía los rostros inclinados sobre los platos. Émile, que llevaba un bigotito rojizo, se lo restregaba sin cesar.

Solo había cazado una vez en su vida, y había sido porque unos amigos habían insistido en ello y le habían prestado una escopeta. Le había disparado a un conejo y, para su sorpresa, este había girado sobre sí mismo y, tumbado en el suelo, había seguido agitando las patas en el aire, como si luchara contra un enemigo invisible.

Los demás cazadores estaban muy lejos y no le prestaban atención. Guérec había pasado los peores momentos de su vida hasta la fecha. No sabía qué hacer. No podía ver sufrir al animal y casi no se atrevía a acercársele.

Había visto a unos cazadores rematar las piezas estrangulándolas, pero no quería ni pensar en esa posibilidad, así que se acercó y le disparó un segundo cartucho.

¿Cómo podía seguir moviéndose el conejo? Continuaba agitando las patas con un movimiento espasmódico. Al final, Guérec volvió a cargar el arma y le disparó de nuevo.

Todo el mundo se burló de él, pues, cuando quisieron recoger el animal, prácticamente no le quedaba cabeza.

¿Por qué pensaba en eso? ¿Acaso no mataba cada año miles de peces? ¡Si a veces, para ganar tiempo, hasta los vaciaba vivos!

—¿Un poco más de sopa? Luego solo hay tortilla y queso…

—Ya lo sé —repuso Marthe.

¡Pues claro! ¡Como que había vivido cuarenta y tres años en la casa! De todas maneras, sus hermanas, desde que estaba casada, la trataban como a una invitada y se andaban con cumplidos.

—¿Qué te pasa, Jules?

—No me pasa nada.

—¿Seguro que no te has resfriado? Estás congestionado.

Como siempre, sonó la campanilla. Hacía años y años que se repetía lo mismo. Se había convertido en una tradición que las había llevado a organizar un turno para que cada una saliera a atender en la tienda cuando le tocara.

Bastaba que se sentaran a la mesa para que se presentara alguien; por ejemplo, la mujer de un pescador, que venía a comprar medio litro de petróleo, o el barquero, que pedía un vaso de cerveza, o incluso automovilistas que habían olvidado girar a la derecha para ir a Concarneau y, al encontrarse de golpe con el muelle, preguntaban el camino.

Céline los recibía con especial dureza: «¿No podría usted comprar petróleo cuando la gente no está cenando? Ahora, a lavarme las manos otra vez…». Y la pobre cliente no se atrevía a replicar, cogía su botella envuelta en un periódico grasiento y se marchaba disculpándose, porque las señoritas Guérec eran auténticas señoritas que se hacían respetar, y porque ellas decidían si contrataban a tal o cual pescador para la campaña del atún.

Las tres se habían educado en un colegio de monjas. Únicamente Françoise, la mayor, se había quedado poco tiempo, porque en aquel momento sus padres solo contaban con dos partes de un barco. En cambio, Céline había estado en el convento hasta los dieciocho años, y cuando salió ya había un piano en el comedor.

—¿Mucho trabajo en la comisaría? —preguntó Guérec, mirando al mantel.

—A punto he estado de no venir. En el último momento, han venido a comunicarnos un accidente, un crío al que han atropellado. Le he dicho al cabo que se encargara del caso.

—¿Un accidente de qué? —se interesó Françoise, que cada día leía el periódico de cabo a rabo.

—De coche… allá, detrás del astillero, en la calle nueva… la Rue de l’Épargne, creo.

—¿Ha muerto? —preguntó Jules, estrujando la servilleta.

—No lo sé, porque me he ido enseguida.

A Guérec le parecía ver dibujarse los rayos de luz uno por uno; en cambio, veía las imágenes deformadas. Le corría el sudor por la espalda. Intentaba fijar la mirada en el cuadro que representaba su segundo barco, el Céline, cuya popa era demasiado pesada. No habían podido hacer nada para remediarlo. Cuando tenían el mar detrás, tenían que achicar un montón de agua cada vez que los embestía una ola. Sin embargo, con bonanza, era un buen barco. Por otra parte, habían aprovechado para descontarle cinco mil francos al constructor.

Era muy probable que Émile propusiera jugar a las cartas. Era su manía. Les había enseñado a todos a jugar a la belote. Como nadie sabía hacerlo, siempre contaba él los puntos, y lo hacía muy deprisa, con cara displicente, al tiempo que arrojaba las cartas en el tapete.

—… Y diez, treinta… cuarenta y uno… veinte de belote… diez de últimas…

Céline, que estaba acostumbrada a hacer cálculos, observaba muy seria el desfile de cartas y a veces le interrumpía.

—Perdón… catorce de nueve…

—¡No! El triunfo son corazones.

Y era cierto. Siempre tenía razón. Él lo sabía y eso le encantaba. Jugaban a cuarto de céntimo por punto y en la caja de la tienda había un compartimiento especial destinado a la calderilla.

La única que no jugaba era, precisamente, Marthe, que se dedicaba a mirar mientras hacía punto o ganchillo.

—¿Por qué no has jugado el as? —se atrevía alguna vez a observar.

—Calla, que tú no tienes ni idea.

Marthe aceptaba la reconvención. Desde que estaba casada, no mostraba la menor veleidad de independencia.

—Ha dicho Émile que…

—Habría que preguntarle a Émile…

Una vez quitada la mesa, Émile propuso:

—¿Mil puntos de belote?

Y Françoise, por costumbre, traía ya el tapete verde que ostentaba el nombre de un aperitivo en letras rojas.

—No me encuentro muy bien —murmuró Guérec—. Creo que me voy a ir a la cama.

Besó a sus hermanas, estrechó la mano a su cuñado y arrastró las piernas expresamente, para dar la impresión de que estaba enfermo.

Al subir a la habitación, antes de encender la luz, miró a través de las cortinas. La calle estaba sumida en la oscuridad. En la esquina del muelle había una sola farola, cuyos rayos penetraron uno por uno en su cerebro. Sabía que más abajo, bajo los escalones abiertos en la roca, estaba sentado el barquero delante de la chalana, aguardando a que dieran las diez para ir a acostarse.

El suelo estaba liso. Probablemente se levantara niebla. También brillaban luces al otro lado del agua, en el casco antiguo, que todos llamaban «la ciudad cerrada» por las murallas. Luces con largos rayos agudos, que destacaban perfectamente los unos de los otros. Sin duda no era nada nuevo; las luces habían debido de ser siempre las mismas. Sin embargo, era la primera vez que aquello le llamaba la atención.

Entonces le vino a la mente el largo huso lechoso de los faros, el carro que subía la cuesta, tirado por dos caballos…

—¿Todavía no estás acostado? —Era Céline, que dio la luz y añadió, Dios sabe por qué—: ¿En qué estás pensando?

—En nada…

¿Había aún ventanas iluminadas en la calle? En la Rue de l’Épargne, sí. Lo había dicho Émile, ¡Émile, que debía de estar furioso por no poder jugar su partida de belote!¡Que se fastidiara!