Al cabo de seis días, el viento se detuvo, pero el keif continuó porque seguía sin pasar nada, los espíritus habían desaparecido como si precisamente aquel viento malvado les hubiera borrado de aquellos alrededores. Y, paradójicamente, la continuidad de la paz comenzaba a inquietar. Entre los soldados comenzó a rondar el rumor de que la guerra se había terminado pero aquí, en el lejano desierto, la noticia todavía no había llegado y Dios sabría cuándo iba a llegar. ¿Aquí, en la patrulla, todavía tenemos que andar metidos en trincheras y tragar polvo en nuestros puestos y allí, quién sabe, puede que la mayor parte del ejército ya esté en casa, de civil? Porque si no, ¿cómo explicar esta calma y este silencio?

Por supuesto, ninguno de los oficiales daba crédito a tamañas tonterías y a los cotillas les caía una buena. Sin embargo, como suele pasar, la semilla sembrada creció bastante frondosamente. ¿Quién sabe, se rascaba Yakor la coronilla, no será que de verdad hayan anunciado una tregua? ¿Quién sabe, reflexionaba Lomonosov, no será que George Shultz se haya puesto de acuerdo con Shevardnadze en Ginebra? Barmaley se burló de sus sueños y tenía razón. Porque la guerra volvió de pronto, y con fuerzas redobladas. El camino de Jalalabad se llenó de convoyes, un transporte seguía a otro transporte, sobre las montañas una ola de helicópteros de asalto martillearon el cielo con las palas de sus hélices. De tiempo en tiempo, por el camino pasaban grupos armados y desde lejos les alcanzaba el ruido de los destacamentos de tanques. Pasaron volando algunos cazas. Y un día despertó a toda la patrulla el rugido de cuatro Su-25 que volaban en formación de combate a una altura no mayor de seiscientos metros. Y luego la tierra tembló con una explosión no muy lejana.

—Hubo un ataque aéreo —les explicó el omnisciente Karter, que apareció al día siguiente—. Al kishlak de Baba Ziarat. Tenían allí, como descubrió la inteligencia militar, el cuadro de mando de no sé qué comité islámico, y en la escuela del pueblo hacían propaganda o yo qué sé. Así que nuestros «cuervos» les echaron a la Baba esa dos termobáricas de media tonelada y unas pocas explosivas. Y ya no queda allí ni comité, ni escuela ni propaganda de los cojones. No queda nada allí. A no ser un cráter bien grande.

—¿Y no hay otras noticias? ¿De la ONU? ¿De Ginebra? ¿Shultz no ha llegado a un acuerdo con Shevardnadze? ¿No hay noticias de un armisticio?

—Creo que os habéis grillao —bufó Karter— en este agujero. La guerra va a más, hay una liada por todo Afgán que es pa cagarse. La 70ª brigada de la guardia y los paracas están metidos en lucha sin cuartel en Kandahar y en el desierto del Regestán. Continúa la ofensiva de Herat, principalmente con fuerzas de la Quinta MSD. Las unidades de la Decimosegunda División afgana de infantería les dieron duro en Pactia, cerca de Gardez, tuvo que ir a ayudarles nuestra Cincuenta y Seis, si no creo que les habrían pulverizao a los verdes. La Doscientos Uno está enzarzada en luchas en Kunduz, en Tashkurgán y Ishkamesh. La vuestra, la Ciento Ocho, está tomando parte en la ofensiva del valle de Logar y de la planicie de Shomali, dicen que en Mohammad Agha la Seiscientos Ochenta y Dos sufrió grandes pérdidas. Al noreste la Ochocientos Sesenta o-eme-pe[78] lucha en Faisabad. En el valle del Kunar la guarnición de Barikot está rodeada y aislada. En la frontera con Pakistán el spetsnaz persigue a las caravanas y nuestra invencible uve-uve-ese[79] está regando de bombas los kishlaks que da gusto. Y vosotros me preguntáis por un armisticio. ¿Qué armisticio ni qué pollas?

Para aquéllos que de verdad albergaban la esperanza de un rápido final de la guerra y el regreso a casa, las noticias que trajo Karter fueron un duro golpe. Asombraba que, aunque la esperanza era tan vaga y en apariencia pocos eran los que la creían, cuando desapareció produjo dolor y sus consecuencias se podían observar por todos lados y a cada paso. La moral de los soldados se vino abajo. Con un perceptible estampido. Los soldados se pusieron nerviosos, enfadados, caprichosos, se llegó a porfías, discusiones, agarradas y por fin peleas. Barmaley reaccionó de inmediato. Encontró tareas para los soldados. A la compañía, dividida en brigadas, se la empleó en trabajos tan pesados como estúpidos: para cavar un agujero enorme cerca del campo de aterrizaje de los helicópteros. El agujero, llamado por Barmaley «bastión», en realidad no servía para nada y era tan necesario como una cuchara a una gallina, pero el manejar zapapicos y palas les sentó bien a los soldados. Cuanto más que Barmaley había ordenado a los sargentos poner normas severas y amenazaba a los soldados con el disbat, el batallón disciplinario.

Levart se sentó un día junto al sargento Gushchin, que estaba vigilando la excavación. No hablaron. Gushchin estaba taciturno y claramente triste.

—Tengo que contar que me queda algo más de un mes para el dembel —extrajo de sí por fin, cuando le preguntó directamente y le pasó el porro—. Estoy contando los días. Y, curiosamente, cuantos más días pasan, más crece el miedo… Se querría volver vivo, praporshchik. Y aunque fuera en un carrito de inválido, con muletas… Pero vivo. Perdone usted. He hablado de más.

—No pasa nada, sargento, no pasa nada.

El seis de junio visitó la posición un broniegrupo[80] muy armado. Cinco BMP y cinco tanques T-62, grises a causa del polvo que les cubría, malignos y aplastados como escorpiones. Los vehículos tomaron posición en el camino, junto a las puertas. Y estuvieron allí, como muertos, y los tanquistas ignoraron a los soldados de la Soloviev que intentaban trabar conversación con ellos. Incluso Barmaley, que aunque a base de dar puñetazos en la coraza consiguió sacar de un tanque a un capitán con su helmofón[81], no se enteró de nada, el capitán lo largó en dos palabras y cerró la escotilla.

Poco después rugieron unas turbinas y desde las montañas, como buitres, bajaron tres Mi-24 de asalto. Tras ellos llegó un pequeño Mi-9 y luego dos «avispas», unos helicópteros Mi-8. Todos aterrizaron, alzando nubes de polvo, sobre el campo de aterrizaje, a doscientos metros del Muromets. De los aparatos bajaron unos soldados con uniformes de camuflaje.

—Spetsnaz —adivinó sin esfuerzo Barmaley.

—Y con ellos Savieliev —no se equivocaba Yakor—. Ese jodido cojo. Tiene que tener buenos contactos para que todavía no hayan mandado a tomar por culo del ejército al tullido este. Daos cuenta que es ya el segundo servicio que cumple en Afgán. Y ahora el diablo nos lo ha traído aquí. ¿Y para qué coño? ¿Alguien se lo imagina?

Levart se lo imaginaba. Pero no lo dejó ver.

El mayor no se diferenciaba en nada de los otros spetsnacos, iba como todos ellos vestido con un uniforme de camuflaje llamado «kombez» y una boina a la que llamaban «balajon». Como solía ser habitual en el servicio de campo, llevaba su pistola Stechkin y su visor nocturno BN-2 colgando del cinturón como si fuera un cowboy.

—He venido especialmente a visitarte —comenzó sin prólogos apenas le trajeron a Levart ante sus ojos—. Tengo dos noticias para ti, una buena y otra mala. ¿Por cuál empiezo?

Levart se encogió de hombros. No se dio prisa por responder, demasiado bien conocía a los del KGB y sus bromas. Savieliev le miró con atención.

—No puedes decidirte —dijo con comprensión—. ¿Tienes miedo de la mala? ¿O es que simplemente no tienes curiosidad por ellas? ¿Prefieres el confort y la comodidad de la ignorancia? Me resulta difícil creer en esto último.

—¿Por qué? —Levart se encogió otra vez de hombros—. La ignorancia es la fuerza.

—La libertad es la esclavitud, y la guerra es la paz —terminó al cabo de un instante de silencio el mayor—. Te gustan las citas, observo con reconocimiento. Sin embargo, no alabo la elección de las fuentes. No se recomienda en nuestro país la lectura de George Orwell, aunque ahora en suma no se considera crimental. Pero basta, no tengo tiempo para una discusión sobre literatura. Dado que rehúyes responder, yo mismo elegiré el orden de las noticias. Comenzaré por la mala. Tu colega, el sargento Jaritonov, Valentin, creo que Trofimovich, cayó en el campo de batalla. En Mohammad Agha. No hace ni dos semanas.

—¿Cómo? —preguntó Levart al cabo de un instante de silencio.

—¿Y cómo lo voy a saber? Cayó y punto. Una muerte heroica, se entiende. Y ahora la buena noticia. Relativa al asunto del asesinato del starlei Kirilenko. Estás limpio y transparente. La investigación demostró que disparó el soldado Ivan Milukin. El fallecido soldado Milukin. Asunto cerrado. A ti, por el valor mostrado durante la lucha en la posición Neva, te han otorgado la medalla Por Servicios en Batalla. Te la pondrán en cuanto que la secretaría termine toda la burocracia. Ya lo puedes celebrar con tus compañeros hoy.

—En el puesto Neva —carraspeó Levart— no hice nada, en especial nada valiente. Y no me merecí nada allí.

—Qué modestia. Por suerte no eres tú quien decide. Las condecoraciones las concede el mando y el mando es infalible. Por la valentía se les condecora a los valientes, por los merecimientos a los que se lo merecen. Y al revés. Hasta luego, valiente y meritorio polaco. Tengo prisa, junto con el broniegrupo volvemos a la acción. Sólo otra cosa.

Aunque parecía una cosa completamente increíble, incluso casi milagrosa, Igor Konstantinovich Savieliev, el Mayor Cojo, titubeó a todas vistas. No sabía cómo empezar.

—Me han informado… —dijo por fin, alzando hacia Levart unos ojos de color de centaureas mustias—. Me han informado que andas jugando con víboras. ¿Es verdad eso?

Levart no respondió.

—En fin —el mayor todavía parecía irresoluto—, el reglamento no lo prohíbe, el partido no lo condena… Esta víbora… ¿No será de color dorado? ¿Tiene los ojos de oro? No tienes que responder. Si no quieres.

Levart no respondió. No quería.

Savieliev se giró en sus talones. Y Levart por fin se decidió.

—¿Acaso —preguntó en voz baja— has visto alguna vez una víbora así?

El mayor se detuvo.

—No —respondió por encima del hombro—. No las he visto. Y no es posible. Porque no existen tales serpientes. No existen. Y no deben existir.

»Pero esto es Afganistán —añadió al cabo—. Aquí todo es posible.

—¡Ehh, vaya gafas elegantes que llevas, Karter! ¡Una chulería! ¡Directamente de París! ¿Has traído la vodka? Venga. Hay una buena ocasión. Al praporshchik Levart le han dado una medalla Por Se Ba, hay que mojar la medalla. Zajarich, búscanos alguna tapita. Y manda a alguien al Gorinich a por los dos, Levart y Lomonosov.

—El praporshchik Levart no está en el blokpost. Acaba de irse a ver a su víbora esa.

Cuatro días después, por la mañana, cuando Levart se disponía para su expedición al barranco, llegó un mensajero resoplando. El praproshchik senior Samoilov, bufó, llama con urgencia al praporshchik Levart y al mando del blokpost Gorinich. Urgente es urgente, Levart, Zigunov y Lomonosov estuvieron en diez minutos en el Muromets. Estaban ya esperando allí Yakor y Gushchin del Ruslan. Así como Zajarich, el sargento Leonid Zajarich Sviergun, de estatura ciertamente no muy provechosa, pero guapo como, con perdón, el actor Viacheslav Tijonov.

—Tenemos una reunión —comenzó sin esperar a nada Barmaley—. Diplomacia de guerra. Nos invita Salman Amir Yusufzai, principal espíritu de los alrededores y nuestro enemigo más cercano, anuncian una tregua para lo que duren las conversaciones. Hay que ir, renunciar sería un desprecio y perder los papeles. Iré yo, irá Zajarich, irás tú también, praporshchik Pasha. Eres un mando nuevo, hay que presentarte. Irá también Stanislavski, puesto que está instruido y tiene una lengua intelectual bien larga, lo que significa, quiero decir, que tiene pinta de honesto. En el Gorinich tomará la guardia el sargento Zigunov, en el Ruslan, Gushchin. El mando principal durante mi ausencia será Averbach. ¿Preguntas? Ninguna. Muy bien. Nos ponemos en marcha de inmediato. ¿Qué pasa, Lomonosov?

—¿Vamos con las armas, se ha de entender?

—En este país, profesorcillo —Barmaley le lanzó una fría mirada—, un hombre sin armas es como un hombre sin huevos. No es hombre más que por el título. Un, por así decirlo, profesor por correspondencia. Él puede considerarse a sí mismo hombre, pero para otros hombres no es quién para participar en una conversación. Pese a la tregua prometida y a la palabra dada, Salman Amir estará de yerros hasta los dientes. Que vea que nosotros no escatimamos.

Ilustrando sus conclusiones, Barmaley cargó, aseguró su Makarov y se la puso por detrás en el cinturón del pantalón, tras lo que se colgó su AK-74. Zajarich, guapo como el coronel Stirlitz de la serie de espías soviéticos, se armó de forma parecida y añadió todavía una F-1 a su bolsillo.

—Si pasara algo —explicó, al advertir la mirada de Levart—, me vuelo la sesera. Prefiero mi propia efka[82] a sus puñales y sus tenazas. Tampoco me hace gracia un campo de prisioneros en Pakistán.

Zajarich no podía saber que no le amenazaba ya la prisión. El campo de Badaber, en Peshawar, estaba abarrotado, continuamente estallaban revueltas de los maltratados presos de guerra. Por una orden dada por Gulbuddin Hekmatiar, los muyaidines habían dejado de tomar prisioneros. A los capturados los mataban en el acto. O un poco después.

—Por curiosidad —preguntó Levart, mientras examinaba su AKS—. ¿Confiáis en vuestro Salman Amir? ¿Y su palabra? Porque a diferencia de Lomonosov yo tengo ya un poco de experiencia en estos asuntos. Sé que los espíritus respetan la palabra y el juramento por Alá. Pero sólo cuando les viene bien. Parece ser que Alá les perdona, al cabo, la yihad es la yihad.

—Dios con Alá —le interrumpió Barmaley, poniéndose el panamá—. Y con la yihad. Ya estuve con Salman, Zajarich también. Y seguimos vivos, como ves. Pero la prudencia nunca es demasiada y vale la pena estar preparados para todo. Si te rilas puedes quedarte en casa, Yakor vendrá con nosotros…

—Voy con vosotros.

—Justo lo que pensé que dirías. —Barmaley le palmeó en el hombro—. El miedo, en burro no anda. ¿Verdad, Pasha?

—Verdad.

—Venga. —Barmaley arreglo el cinto de su AK-74—. En camino. ¡Con Dios!

—Dios os guarde —les despidió Gushchin.

Se pusieron en marcha. Cuando llevaban más o menos doscientos metros de marcha por la orilla del camino, doblaron por un sendero que discurría entre rocas. Era bastante empinado. No había pasado un cuarto de hora cuando Lomonosov comenzó a jadear. Barmaley lo miró, retuvo algo el paso.

—Salman Amir Yusufzai, has de saber —se dirigió a Levart—, no es un bandido común y corriente. Antes de que se pasara a los espíritus era profesor. Dicen incluso que hasta comunista. Pero se le pasó cuando entramos y no nos quiere demasiado por ello. Cuando hablé la otra vez con él, sentí cómo me leía los pensamientos. No se dejaría engañar ni embaucar, estoy seguro. Hay que tener cuidado con él. Esperad, tengo que cambiar el agua a las aceitunas.

»Por lo general —continuó de espalda— le acompaña Hadji Hatib Rahiqullah. Es un mulá, el segundo en el mando en la banda, algo así como un politruk[83]. No me molestaría si no apareciera hoy. Es un viejo hijo de puta, un fanático venenoso, a nosotros, los infieles, nos cortaría vivos en cachitos y echaría sal. Se dice incluso que ya lo hecho. Cortar, se entiende. Lleva una barba larga y tiene un aspecto como de un verdadero hechicero, de modo que los spetsnacos que lo andaban persiguiendo le pusieron de mote Chernomor.

—Hechicero terrible y todopoderoso… —citó, jadeando, Lomonosov—. Chernomor, señor de las montañas del norte…

—Como si lo hubieras visto. —Barmaley se abrochó los pantalones—. Profesorcillo. Vayamos.

Siguieron andando, todo el tiempo hacia arriba, entre las paredes de roca. Lomonosov jadeaba. Zajarich se detuvo de pronto, alzó una mano.

—Música —señaló ante sí—. Como una música. Fluye.

—Pues es verdad. —Barmaley se echó el panamá hacia la parte de atrás de la cabeza, puso el oído—. Como una música. Como que fluye. Y para colmo, como que conocida.

—El festival de Sopot —Zajarich se limpió los mocos con los dedos— te persigue. Hasta en el Hindukush.

Desde la roca, invisible por una vuelta del camino, sonaba bajito un magnetófono. Estaban ya tan cerca que podían reconocer la melodía y la voz de la cantante polaca Marila Rodowicz.

Margarita, me dicen, tesoro, él no vale tus lloros.

¡No vale tus lloros, ay, tonta!

Margarita, lee tus cartas, que él no vale nada.

¡Que lo lleve el demonio, el demonio! Margarita…

El magnetófono enmudeció de pronto al ser apagado. Escucharon el sonido de unos pasos, un crujido de grava. Barmaley se detuvo.

—¡Alto! ¿Quién vive? —gritó, alzando su AK-74—. ¿Dos ya dushman? ¿Amigo o enemigo?

—¡Enemigo! —respondió desde el otro lado de la roca una voz sonora—. No tenéis en estos alrededores amigo alguno, shuravi.

Tras la curva, donde el camino se ampliaba, había tres motocicletas, una de ellas con un sidecar, al lado estaban de pie seis hombres. Un muyaidín de largos cabellos que les salió de frente, con un traje de camuflaje, armado con un Kalashnikov chino, les invitó con un gesto a que le siguieran. En el morral tenía escrito: US ARMY.

Salaam —saludó Barmaley a los que estaban esperando—. Salaam aleikum, Salman Amir.

Va aleikum as-salaam. Hola, Samoilov. Hola, soviéticos.

El que les saludó no podía ser otro que Salman Amir Yusufzai, un pastún de tan pocas carnes que se le podría decir escuchimizado, vestido con una pakistana, una chaqueta militar pakistaní con un forro de piel artificial, con un FN FAL belga nuevecito al hombro, un kindjal al cinturón y unos anteojos de la marca Nikon al pecho. Su acompañante no era otro que el famoso Chernomor, Hadji Hatib Rahiqullah, con una mirada de odio, las mejillas hundidas y la nariz ganchuda sobre una barba blanca como la nieve que le llegaba a la cintura, con un gran turbante y un chaleco negro sobre una larga camisa, armado con un AKM con una culata hecha de metal. También llevaba a la cintura un kindjal, un arma primorosamente adornada, indudablemente antigua e indudablemente de gran valor. Los otros, todos pastunes, parecían como hermanos gemelos, con turbantes, caftanes, anchos y sueltos pantalones y sandalias, incluso iban igualmente armados con carabinas chinas tipo 56, una imitación de la Kalashnikov.

Se sentaron a hablar en círculo. Barmaley presentó a Levart y Lomonosov. Salman Amir Yusufzai miraba en silencio. Sus ojos negros estaban vivos, rápidos, siniestros como un pájaro de presa. Hablaba en ruso sin el mínimo acento ni ningún error.

—Un nuevo praporshchik —le atravesó a Levart con la mirada—. Un nuevo comandante en el puesto del oeste. El que ordenó limpiar el blokpost, quitar las latas de conservas que brillaban allí al sol desde hacía meses. Ja, cosa nimia, mas cuánto dice de un hombre.

Levart le agradeció con un gesto de la cabeza. Salman Amir miró durante un momento a Lomonosov. Luego pasó la mirada a Barmaley. Y a una señal suya el muyaidín del US ARMY en el morral extrajo del sidecar de la motocicleta dos saquitos muy llenos.

—Un regalo para vosotros —dijo Salman Amir—. Cordero desollado, tortas de maíz, otras cosas más. Ninguna delicatesen, comida sencilla pero sana. Porque con lo que coméis en vuestro puesto yo no alimentaría ni a un perro.

Tashakor —le agradeció Barmaley—. Hay que reconocerte, Salman, que consigues imponer con tu magnanimidad. Incluso al enemigo.

—El enemigo —respondió el pastún sin sonreír— ha de morir en la lucha. Entonces es un honor y un mérito a los ojos de Alá. Me quitáis el honor y el mérito si morís en el puesto envenenados por la comida.

—Sea como sea, tashakor, muchas gracias por el regalo. Por la magnanimidad y la hidalguía.

—Así se me educó. —Salman Amir clavó en él sus ojos rapaces—. En mi familia la tradición de la guerra noble alcanza cientos de años. Es sólo una pena que a vosotros no os la enseñaran. No tenéis ni una gota de hidalguía. No hay nada hidalgo en llenar de minas los caminos y los pasos. Vuestras minas matan a nuestros hijos.

—Estamos en guerra —le respondió indiferente Barmaley—. En tiempo de guerra hay que cuidar de los niños y no mandarlos por los pasos con paquetes de opio y de hachís. Pero creo que no es por eso por lo que nos encontramos, ¿no, Salman? Porque lo de las minas no es nuestra querella contigo ni nuestra competencia. Eso más bien es cosa de la ONU.

Chernomor chirrió los dientes sonoramente y gruñó, de la garganta le surgía un ruido como de un perro rabioso.

—En lo que se refiere a la actual guerra —Barmaley no le prestó la más mínima atención—, sólo pueden traer resultados las conversaciones tripartitas de los interesados. Éstos son Chernienko, Reagan y Zia ul-Haq. ¿Y nosotros? Nosotros somos unos pequeñajos. Hablemos de problemas pequeños.

—Hablemos de problemas —acentuó Salman Amir Yusufzai—. De vuestros problemas, comandante Samoilov. Porque sois vosotros los que tenéis problemas, vosotros, vuestra zastava. Viene Razâk Ali Zahid desde Kunar. Con un destacamento muy poderoso. Aparte de los nuestros también los spetsnaz pakistaníes, los saudíes, los yemeníes, al parecer también no sé qué chinos de Malasia. Has oído hablar de Razâk Ali, ¿no es verdad?

—¿Me intentas asustar? ¿O advertir? ¿De qué va esto en realidad?

—Si tu zastava se convierte en una zastava molesta, Razâk Ali querrá con toda seguridad eliminar esta zastava. De una forma o de otra, antes o después, pero os querrá expulsar.

—Y tú te unirás a él con los tuyos.

Salman Amir Yusufzai se encogió de hombros. Miró a Chernomor.

—A diferencia de Razâk Ali Zahid —dijo—, yo vivo aquí. Aquí viven mis parientes. Si os echamos, ¿qué es lo que yo tendré? Vuestra aviación bombardeará el kishlak, asolarán esta zona, convertirán todo en cenizas con el napalm como en Baba Ziarat, Dehde Gada y Sara Kot. Pienso que será mejor si convenzo a Razâk Ali Zahid de que vuestra zastava no es un obstáculo.

Barmaley alzó las cejas. Salman Amir Yusufzai sonrió. La sonrisa de un mercader de bazar en Bagdad, una ilustración viva de los cuentos de las Mil y Una Noches.

—Le hablaré a Razâk Ali —anunció— de este modo: escucha, Ali, deja a estos shuravi de Samoilov en paz, porque son buenos shuravi. Nosotros, le diré, tenemos aquí en los kishlaks un montón de opio, de maría y de costo, hay que poner esta mercancía en los burros y transportarla hasta los clientes, el mundo entero está esperando con añoranza nuestro costo y nuestra maría afganos, no aguantan la espera. Y la ruta de transporte pasa por el desfiladero de Zarghun, justo junto a la zastava de los shuravi. Pero el shuravi comandante Samoilov no nos molesta porque así lo hemos acordado. Los shuravi no han minado la salida del desfiladero de Zarghun porque tal era nuestro acuerdo. Esto, y no otra cosa, es lo que le diré a Razâk Ali Zahid.

—¿Y Razâk Ali —bufó Barmaley— te escuchará?

Insh-allah.

Barmaley meneó la cabeza, se rascó, sorbió la nariz, tomó aire, en una palabra, pensó.

—Te sacaré de tu ignorancia, Salman —dijo por fin—. No soy yo quien decide sobre las minas. Las decisiones se toman arriba, las órdenes se dan un poco más abajo, los helicópteros vuelan a donde se les ha dicho, siembran las minas allí donde se les manda. O más o menos allí donde se les manda. ¿A ti qué parece? ¿Que Kabul me llama por radio para preguntarme? ¿Querido Vladlen Askoldovich, cómo veis lo de las minas? ¿No os vais a enfadar con nosotros si echamos unos miles de minas pe-efe-eme[84] cerca de vosotros?

Salman Amir Yusufzai le miró a los ojos.

—Te crees muy listo, querido Vladlen Askoldovich. Tú sabes y yo lo sé que a nadie en las alturas se le ocurre poner las minas si tú no informas de que hay tal necesidad. Y precisamente esto ha de ser el objeto de nuestro arreglo.

—¿Es decir?

—No informes. Si por el paso de Zarghun pasan, pongamos por caso, unos cuantos rebaños de cabras salvajes o de gacelas, haciendo detonar las minas que hay allí, simplemente no informas de ello. Te aguantas unos días.

—Yo me aguanto —Barmaley entrecerró los ojos— y por el paso libre de minas cruza un destacamento que me mata a mis soldados. Porque esto podría pasar, ¿no?

Insh-allah. —Salman Amir se encogió de hombros—. Nuestro acuerdo no te prohíbe ser cauteloso.

—¿Qué garantía tengo de que por el desfiladero irán transportes de opio y maría? ¿Y no armas?

—Mi palabra.

Barmaley guardó silencio un instante.

—En lo referente al cáñamo y la amapola —alzó las cejas significativamente—, ¿al menos ha sido buena la cosecha?

Salman Amir Yusufzai, divertido, mostró sus dientes en una sonrisa. A una señal suya, el muyaidín de pelos largos con el US ARMY sacó del sidecar de la motocicleta otro paquete.

—Tú mismo lo valorarás. Para mí, es mercancía de primera clase.

—¿Me das un bakshish? ¿Un soborno?

—¿Y qué? ¿Lo desprecias?

Barmaley le hizo una señal con la cabeza a Zajarich, éste cogió el paquete. Chernomor ladró de nuevo, seguramente deseándole que se ahogara con el regalo. Salman Amir Yusufzai se levantó.

—¿Tenemos trato?

—Lo tenemos. —Barmaley también se levantó—. Las gacelas salvajes hacen detonar las minas en el paso de Zarghun. Y yo no informo de ello durante cinco días.

—Diez días.

—Una semana.

—Vale.

—Durante este tiempo… —Barmaley pasó la mirada de Salman a Chernomor y de vuelta—. Durante este tiempo nadie atacará mi zastava. Nadie. Ni los tuyos, ni Razâk ni ninguno de los grupúsculos independientes que actúan por aquí. Salman. Quiero escuchar tu confirmación, no ningún insh-allah. ¿Lo confirmas?

—Lo confirmo.

—Trato hecho.

—Trato hecho. Adiós, Samoilov. Ya me voy.

—Si no importa… —habló Levart, inesperadamente incluso para sí mismo—. Si no importa, me gustaría preguntar algo.

El menos sorprendido, curiosamente, resultó ser Salman Amir Yusufzai. Al menos fue el primero en recobrar el aliento. Y el primero en reaccionar.

—Quien pregunta, no yerra —dijo con voz fría—. Pregunta, oficial del blokpost del oeste.

—Una serpiente de escamas doradas. De ojos dorados… ¿Qué género es? ¿Conocéis un reptil así?

Dio la sensación por un instante de que Salman Amir Yusufzai iba a abrir la boca de asombro. No la abrió. Puede ser que no le diera tiempo. Porque con su reacción se le adelantó Chernomor, Hadji Hatib Rahiqullah.

Al-shaitan! —gritó, alzándose—. Sahir! Aluqah! Banu hayya! A’udu billaahi minash’shaitaanir-radjiim!

Gritando y manchándose de saliva la barba, agarró la empuñadura de su kindjal, parecía que se iba a echar sobre Levart. Zajarich echó mano a su AKM, Barmaley le detuvo con rapidez, Yusufzai con un grito y un gesto detuvo a sus muyaidines, agarró a Chernomor por la manga, habló rápido en dari. Chernomor se tranquilizó.

La ilaha il-Allah! —terminó. Obsequió a Levart todavía con una mirada de odio. Después de lo cual se volvió de espaldas.

—Perdonad a nuestro mulá —interrumpió su silencio Salman Amir Yusufzai—. Lo disculpan su profunda fe, su edad avanzada y los duros tiempos. No necesariamente en este orden. A ti, oficial del blokpost limpio, ha de reconocérsete: consigues pasmar con tu pregunta. Mas dado que ninguna pregunta debe quedar sin respuesta, te respondo. La víbora que has descrito no existe. En cualquier caso no debiera existir. Ocuparse de ella es algo muy peligroso. Y en ningún caso…

Calló durante un segundo, meneó la cabeza, como si estuviera asombrado de lo que decía.

—En ningún caso —terminó deprisa— se debe ir allí adonde te conduce. Adiós, shuravi. Id. Alá sea con vosotros.

La noche siguiente no pudieron dormir, los animales salvajes volaban por los aires una y otra vez en las minas del desfiladero de Zarghun.

Por la mañana, apenas el sol había calentado un poco la arena, Levart pasó al barranco.

La víbora no estaba. No apareció.

En el barranco todo era distinto. La estrechez ahogaba, ahogaba el hedor, el asqueroso olor de la podredumbre, el tufo penetrante de un zoológico. Levart veía lo que hasta entonces no había distinguido: las sucias manchas en las piedras que tenían el aspecto de vómitos secos. Excrementos de reptil, cadáveres de ratas pudriéndose, moscas verdes, gordas, asquerosas, alimentándose de ellos. Una vegetación enferma, que recordaba a un horrible herpes, creciendo en las paredes de roca. Debía haber entendido, debía haber entendido completamente, debía haber sabido descifrar y leer la señal, entender que aquello era un aviso. Una advertencia de la cadena de trágicos acontecimientos que iban a ocurrir.

Comenzada por la muerte de Vania Zigunov.

Vania Zigunov murió, se puede decir, por decisión propia.

—Escucha, prapor —le comió el tarro a Levart—. Dame la imaginaria, o la segunda, en el ka-pe-pe. Aquí en el blokpost to es un coñazo, los muchachos se suben por las parees. Me llevo a la guardia a esos tres pelusas nuevos, los entreno un poco, cómo hay que hacer la guardia, les enseño a andar con tiento. Les vendrá de perilla…

—Ah, Ivan, Ivan. —Levart meneó la cabeza—. Te cachondeas de mí tanto que hasta da grima escucharte. ¿Entrenar a los soldaos, enseñarles a andar con tiento? A ti lo que te pasa es que le tiés envidia a Valera, que se está sacando buenas perras a base de atracar a los autobuses de los afganos, te dio gana de probar el saqueo. Valera es un saqueador y ladrón de libro, antes o después alguien lo delatará y le sentarán ante un tribunal. Pensaba, sargento, que eras más listo.

—Exageras, prapor. —Zigunov frunció el ceño—. Cierto que Valera es un randa y urkagan[85] de cuidao, le está escrito que acabará en la trena. Pero si a todos los coleguillas que aligeran a los moracos en las guardias les metieran un juicio, no te iban a bastar los tribunales. Hazte el longuis. Por nuestra amistad. No menees la testa, no la menees, que sé por qué no me lo das. ¿Quieres que te lo diga a la jeta? Mandas a Valera al ka-pe-pe, aunque sabes que roba y atraca allí, porque te da asco tenerlo al lao, prefieres que esté yo. ¿No me merezco na por esto? Dame la imaginaria, Pavel Slavomirovich.

—Anda, ve.

De que al KPP se acercaba algún transporte les informó por radio un puesto avanzado del Muromets. Zigunov se levantó, agarró su AKM.

—Venga, chicos —llamó a los soldados—. Al trabajo. Como os enseñé. ¿Y tú qué, Smietannikov, te vas de pesca? ¿O al santo de tu tía? ¡Tomar las armas! ¡Tomar todos las armas, y como es debido! Kozemiakin, Tkach, conmigo al camino. Yefimchenko al pekaeme. ¡Moveos!

Sin embargo de la revuelta del camino, dando tumbos entre las rocas caídas de la pendiente, no surgió la esperada burbajaika, es decir el autobús típico de la zona, cargado hasta los topes de pasajeros y equipaje, fuente del ansiado botín y beneficio. Lo que salió fue un pick-up blanco terriblemente abollado y rozado.

—Al volante va un viejillo con gorra —informó Smietannikov mirando por los prismáticos—. Junto a él una vieja. En el transportil dos… no, tres mujeres con parandas. Nada de grandes equipajes.

—Qué putada. —Zigunov escupió—. Beneficio ninguno. No llevarán nada que merezca la pena coger.

—¿Entonces qué? —preguntó Tkach, retorciéndose por el peso del chaleco—. ¿Los dejamos pasar?

—Después del control. Estamos aquí para controlar, ¿lo habéis olvidao? Cúbrenos, Yefimchenko. ¡Eh, vosotros! ¡Alto! ¡Control!

El pick-up, que hasta entonces apenas iba arrastrándose, se lanzó de pronto hacia adelante en una nube de gasolina, el viejo con una barba como una cabra que iba conduciendo se enderezó al volante. La mujer sentada al lado sacó por la ventanilla el cañón de una Kalashnikov y disparó una ráfaga a los guardias. Tkach aulló y cayó. Zigunov y Kozemiakin se lanzaron detrás de los sacos de arena.

—¡Cárgatelos, Vova! —gritó Zigunov—. ¡Cárgatelos! ¡Fuego!

Yefimchenko no pudo. No tenía experiencia, las manos le temblaban, los dedos le resbalaron dos veces por el pekaeme[86]. Las mujeres del transportil del pick-up tenían más experiencia. Porque no eran para nada mujeres, sino espíritus vestidos con parandas. Uno llevaba un bazuca americano, el M-72, otro un RPG-7, ambos dispararon al bunker de la guardia. Un tercero les lanzó tres granadas atadas con alambre. La mujer disparó todo su cargador. Tras lo que el pick-up huyó a todo gas. Kozemiakin, saliendo de su escondite, lo persiguió con disparos de su RPK, pero se metió entre las rocas cuando los muyaidines dispararon desde el vehículo una lluvia de balas de despedida. Llegaron refuerzos, pero demasiado tarde para que pudieran siquiera ver en grandes letras la palabra TOYOTA en la trasera del pick-up. Llegaron Yakor, Gushchin y los soldados del Ruslan, llegaron desde el Muromets Barmaley y Zajarich. Llegaron Levart y Lomonosov.

Miron Tkach, herido en ambos pies, se retorcía y aullaba en el camino. Boria Kozemiakin, el que había llorado al principio en la zastava, le estaba dando los primeros auxilios. Y en el interior del destrozado bunker del KPP, entre telas y cajas que ardían lentamente, estaba sentado con la mirada perdida Volodia Yefimchenko, acunando su PKM. Junto a él, ensangrentado y ennegrecido, herido, pero no demasiado seriamente, estaba encogido, sollozando, Fedia Smietannikov. Su oreja izquierda, arrancada y rasgada, colgaba retorcida como las mondaduras de una manzana, le llegaba hasta el cuello. Pero Smietannikov no se interesaba por el estado de su oreja. Tenía la mirada clavada en el sargento Zigunov, que yacía dos metros más allá.

—¡Sanitario! —gritaba Barmaley—. ¡Sanitariooo!

Zigunov estaba vivo. Gracias a su chaleco antibalas no había muerto en el acto. Sin embargo tenía el rostro muy quemado y destrozado, las dos piernas, desde el muslo hacia abajo, quemadas y rasgadas. Pero lo peor le había tocado al brazo izquierdo. La metralla había cortado el hombro y arrancado pedazos del bíceps, dejando los huesos al descubierto en muchos puntos.

—Aguanta, Vania —dijo ahogadamente Levart, mientras se arrodillaba a su lado—. Por Dios, aguanta, hermano…

Arrancó de manos del sanitario la jeringuilla con promedol, una morfina sintética, él mismo se la inyectó, de inmediato le comenzaron a temblar las manos. Barmaley lo retiró. El sanitario le inyectó a Zigunov un promedol más, tras lo que comenzó a poner un vendaje en el brazo del sargento, envolviéndolo junto con los restos quemados de la manga. Zigunov se tensó y gritó. Por entre sus piernas fluyó de pronto una sangre de color rojo oscuro.

—Quiero… al… al… —arrancó de sí a través de las pompas que estallaban en sus labios. Y murió.

Todos se quedaron de pie, inmóviles. Pusieron a Tkach en pie, a él también lo había salvado su chaleco, la herida de su pie era menos seria de lo que parecían señalar sus gritos de pánico.

—Informan del puesto —Yakor cortó de improviso el silencio—. Viene otro vehículo. Uno grande.

Barmaley le quitó delicadamente el PKM a Yefimchenko, lo pesó en sus manos, lo cargó. Cuando salió al camino se le añadieron Yakor y Levart con sus akeses. Y un Kozemiakin pálido como la muerte con su RPK.

Levart sabía lo que esta vez iba a salir de la revuelta del camino, soplando, hediendo, crujiendo y bamboleándose en los baches. Antes de que apareciese el vehículo, Levart tenía ante sus ojos una burbajaika afgana, un autobús muy alto, el medio local de locomoción, fantásticamente pintado con graffitis de diversos colores y brillantes cenefas de escritura en árabe que eran al parecer citas del Corán, hechizos mágicos y deseos de un viaje feliz. Antes de que apareciera el autobús, Levart veía ya las guirnaldas que lo decoraban, escuchaba el débil tintineo de las campanillas que cubrían el pescante.

Barmaley salió al centro del camino.

La burbajaika salió de detrás de la curva. Exactamente la que Levart había visto. Incluso iba más decorada y multicolor que la de su visión. Desequilibrada con el peso de una pirámide de fardos, valijas y otros equipajes atados en el techo. La conducía un jovencito tocado con una gorra, Levart vio cómo al ver a Barmaley sonrió mostrando unos dientes blancos a través del baqueteado y estallado cristal del parabrisas. Vio a los pasajeros apretados en su interior, sobre todo mujeres. Vio a los niños con sus camisolas bordadas pegados a las ventanas, vio las caritas de grandes ojos aplastadas contra los cristales.

Silbaron las puertas al abrirse, el conductor sonrió. Barmaley alzó el PKM.

—As-salaamu aleik…

Barmaley lo destrozó con una ráfaga. La sangre regó la ventanilla del conductor.

El segundo en abrir fuego fue Kozemiakin, a las ventanas del autobús. Luego comenzaron a disparar Yakor y Levart. Luego los demás.

El autobús temblaba. El autobús humeaba. El autobús gritaba.

Con un rugido y un silbido salió el aire de los neumáticos agujereados, la burbajaika quedó apoyada en los ejes. Las ventanas se desintegraron en un mar de cristales, se engancharon en ellas personas que gritaban. Yakor y Kozemiakin las segaron con un continuo huracán de fuego. A los que intentaban salir por las puertas los destrozó Barmaley con su pekaeme, los cadáveres que se acumulaban obstaculizaron la salida en un abrir y cerrar de ojos. Zajarich y los otros brearon de balas la carrocería, la agujerearon como un colador. Los pasajeros saltaban por las ventanas estalladas del lado contrario sólo para caer bajo las balas de Gushchin y los soldados del Ruslan.

—¡Muchachos! —gritó de pronto Lomonosov, gritó de tal modo que se le oyó por encima de los disparos—. ¡Muchachos! ¡Volved en sí! ¡Volved en sí!

Barmaley dejó de disparar. Pero no por el grito del botánico, simplemente había disparado todas las balas de la caja de municiones. Tras él, sin recibir orden, dejaron de disparar los demás. Levart miró el cartucho vacío que llevaba en la mano. Le asombró que fuera ya el tercero.

El autobús humeaba. De la carrocería, a través de las rajas, como de un agujereado barril de gasolina, fluía la sangre en ríos. Dentro alguien gemía, atosigándose. Alguien lloraba.

—Zajarich —dijo Barmaley con la voz ronca—. Dame la «mosca».

Aferró el RPG-18, con un rápido movimiento desplegó el tubo del lanzagranadas. Miró a su alrededor, se encontró con la mirada de Lomonosov. Apretó los dientes.

—Esto es la guerra —dijo, puede que al botánico, puede que a sí mismo. Puede que a los demás.

—Retroceded.

Hizo puntería un momento, al bajo del autobús, de donde salía la gasolina. Hubo un rugido. El autobús explotó en una bola de fuego.

El esqueleto que quedó se requemó durante largo tiempo.

El incidente no trajo consigo consecuencias. Ni la más nimia.

Barmaley redactó un informe para los servicios especiales. Corto y breve. En el día decimotercero de junio del corriente, bla, bla, bla, se realizó un atentado contra la zastava Soloviev. Los terroristas, suicidas shahides, escondidos entre la población local que viajaba en un medio de transporte civil y provistos de una gran cantidad de materiales explosivos, intentaron destruir el punto de control de paso de la zastava. El primitivo explosivo, bla, bla, bla, explotó anticipadamente, a consecuencia de la explosión el medio de transporte civil sufrió una destrucción completa. Los terroristas fallecieron así como una cantidad indeterminada de civiles. Pérdidas en la zastava: un muerto, dos heridos. Firma el oficial al mando de la zastava, praporshchik Samoilov, V. A.

Miron Tkach y Fedor Smietannikov volaron en un helicóptero Mi-4 al medsanbat como «carga trescientos»[87]. Smietannikov volvió al día siguiente, vendado, pero capaz de seguir.

Para Boris Kozemiakin, lo sucedido en el KPP significaba un ascenso. En la jerarquía militar.

—Ay, hermanos —contó a la gente el yefreitor Valera—. ¡Les ha enseñao el Boris que es de los nuestros! Pensaba que era un perroflauta, una maricona. ¡Y resulta que es un soldao de cojones! ¡Mirar qué ojos pone! ¡Como un lobo, por no decir otra cosa! ¡Un verdadero lanzacohetes!

Korshun. Lanzacohetes.

El mote le sentaba bien a Boris Kozemiakin y creció con él. Se quedó con él hasta el final de su vida. Es decir, catorce años y seis meses. Porque eso es todo lo que le quedaba de vida.

Barmaley, se veía sin esfuerzo, se había preparado mucho tiempo para la conversación y vaciló mucho. Levart decidió facilitarle la tarea y darle la ocasión. Encontraron un lugar donde se podía hablar a solas. Las letrinas.

Se sentaron. Barmaley carraspeó interrogativamente, extendió en dirección a Levart dos jeringuillas que había sacado del bolsillo del uniforme. Levart negó con la cabeza. La heroína, en el argot militar llamada «ruina», no era nada nuevo en la zastava, más de uno y más de dos soldados se picaban. En el Gorinich, antes de que ordenara limpiarlo, a todas horas se topaba con jeringuillas de un solo uso, por todos lados había paquetes de papelinas y calentadores hechos con cascos de botellas. En otros blokposts era parecido.

Levart no tocaba la heroína. No la había probado ni una vez, ni un gramo, aunque había tenido ocasiones sin cuento. Después del incidente con el autobús había estado a un paso de la aguja y el caballo estaba a mano, en el paquete regalado por Salman Yusufzai. Se metieron entonces Barmaley y Gushchin, y también Yakor, del que Levart sospechaba hacía tiempo que se picaba regularmente. Él, pese a la tentación, había conseguido no hacerlo.

—Claro. —Barmaley asintió, guardando el equipo—. Claro, hermano, entiendo. ¿Y un porrete? ¿Lo liamos?

—Podemos.

Barmaley chupó, le dio el canuto a Levart, con cuidado, para que no se cayera la maría.

—A mí, hermano —habló directamente—, la pinta de la cara de nuestro profesor no me gusta. Lo del autobús… El intelectualillo lo está sintiendo que no veas. Va, y yo también lo siento, Dios me libre, no miento. Me afectó… Y de verdad que me pesa el pecado en el alma, me pesa… Pero es la guerra. ¡La guerra! Nos matan, nosotros matamos… Y la sangre llama a la sangre. Et voilà, eso es todo. Yo lo sé, Yakor lo sabe, tú lo sabes. Todos hemos pecado… Pero nuestro Lomonosov me preocupa. ¿No nos delatará? ¿Para aliviar la conciencia, paliar el dolor del alma? ¿Eh? ¿Pasha? Tú lo conoces mejor…

—No lo conozco de nada. —Levart tiró del porro, espiró lentamente el humo—. Que lo siente, lo veo. Pero él no va delatar.

—¿De dónde tanta seguridad?

—Es un disidente. Es decir, que no está conforme con el sistema. Precisamente por eso lo echaron de la universidad y lo mandaron aquí. Por una delación, se entiende.

—¿Y eso —Barmaley se enojó— es una prueba? ¿Que no va a delatar porque él mismo ya sufrió por una delación? No me convence demasiado. Ni el que sea un disidente, eso no lo hace ni santo ni justo. Se han dado casos extremos de lo contrario. No, Pasha. Habla con él. Sinceramente, de hombre a hombre. Hay que saber qué y cómo, porque… Tú mismo lo entiendes. Por ese autobús habría tribunal. Y condena, y no de las más cortas. En el mejor de los casos, porque podrían, tú lo sabes… Soltar un protocolo corto. Y yo en Obninsk tengo mujer y una hija de tres años. Su puta madre, ¿es que voy a tener que dejarla huérfana porque no sé quién tiene la conciencia delicada? Y tú, Pasha, imagino, tampoco tienes mucha prisa por ir a un tribunal militar.

—Hablaré con Stanislavski. —Levart le miró a los ojos—. Lo sondearé. Tú, por tu parte, praporshchik senior Samoilov, no hagas, por favor, nada apresurado. Sobre todo nada que no se pueda dar marcha atrás. ¿Me entiendes?

Barmaley entendió. Su mirada no dejaba dudas en este sentido.

Para que pudieran estar solos, acompañó a Lomonosov junto a la pista de aterrizaje al otro lado del Bastión, el agujero en el suelo excavado allí con el esfuerzo común e idiota de la soldadesca. Sucedió sin preludios penosos ni oberturas. Lomonosov se dio cuenta al punto de qué se trataba y de qué iba la conversación.

—Se trata del autobús, ¿no? ¿De que me olvide? ¿No me pides demasiado, querido Pavel Slavomirovich? ¿He de olvidarme del crimen del que fui testigo?

—Debieras.

—Vi cuerpos humanos cosidos a balazos y erizados de cristales de las ventanas. Vi la sangre fluyendo en ríos a través de la carrocería. Y te vi a ti allí con el AKS en la mano.

—Estamos en guerra. Nosotros los matamos, ellos nos matan…

—No me cuentes banalidades.

—¿Llamas banalidad a las decenas de cajas de madera que vuelan de Bagram y Kabul en las bodegas de los Tulipanes Negros? Piensa en las familias a las que allá, en la Unión, les hacen abrir las cajas y firmar el recibo de entrega de pie. La guerra es la guerra, señor Stanislavski. No estás aquí de observador ni de parlamentario, viniste a Afgán a luchar. Luchas, así que tienes que aceptar la guerra con todo lo que conlleva. Te quejabas de nuestro país, de que si la estagnación, que si está congelado como un pedazo de hielo. Querías cambios, añorabas un deshielo que debía comenzar esta guerra. Anhelabas el progreso del que esta guerra debía ser incentivo y comadrona. De modo que acepta esta guerra. Tómala como es, con todo su correspondiente inventario. No habrá otra. Porque ninguna guerra es distinta. Acéptalo. Te lo aconsejo.

—No voy a hacer caso a tus consejos. —Lomonosov frunció los labios—. Porque sería el primer paso para convertirme en alguien como tú. Y yo no quiero ser como tú. Tú te conformas, te acostumbras, haces lo que te ordenan. Te adaptas y nadas con la corriente, recitando el eterno credo de los conformistas: «¿Para qué salirse? ¡Pero si tampoco voy a cambiar nada!». Los que son como tú, Pavel, son los culpables de todo. No Andropov, no Ustinov ni Gromiko, ni Brezhnev, ni Stalin, ni Yezhov ni Beria. Los que son como tú, los que cumplen las órdenes. Los que cumplen todas las órdenes, indiferentes, pasivos, insensibles y flemáticos. Es a ti, a los que son como tú, a los que les debemos lo que tenemos. Un país en el que rige una apatía patológica, un marasmo y un estancamiento enfermizo, extremadamente cómodo para los que gobiernan. A ti y a los tuyos les debemos la indiferencia que asola nuestro país como una epidemia. Porque aunque todos parecen anhelar cambios con tanta fuerza que casi aúllan, nada cambia, porque a la mayoría le da igual, la mayoría hace lo que le mandan. Y no intenta evitarlo. Como tú, bajan obedientes la cabeza y aceptan todo con su correspondiente inventario. Como tú, contemplan los horrores que tienen lugar a su alrededor y no reaccionan. Porque al fin y al cabo no tiene sentido reaccionar. Porque al fin y al cabo nada va a cambiar. Te diré que me es más fácil entender a Samoilov disparando a los civiles en un reflejo de rabia, por ansia de venganza. Me es más fácil entenderle a él que a ti, que cumples las órdenes sin emociones.

Levart guardaba silencio.

—Voy a pedir el traslado —anunció al cabo Lomonosov—. No quiero servir con vosotros. Pero no tengas miedo. No voy a hacer un informe, no voy a chivarme, no os voy a entregar. Díselo a Samoilov y a Averbach. No tienen que cruzárseme y mirarme con cara de mala leche. Y si no me creen… En fin, que hagan lo que crean conveniente. Zajarich me sigue desde hace ya dos días, me sigue y mira mi espalda. Como si ya hubieran pintado allí una diana. Pues esto precisamente lo entiendo. Puesto que como escribió cierto hombre de letras que oficialmente no existe, hay muchas cosas que un ser humano no debiera ver ni contemplar, y si las ve, mejor que caiga muerto.

—No creo… —Levart tartamudeó—. No creo que se te ocurra… No creo que pienses que les permitiría…

—No sé qué pensar —le interrumpió el botánico, volviendo la cabeza—. No sé qué es lo que consideras como su correspondiente inventario, como orden de las altas instancias que no cabe discutir y que libera de toda responsabilidad. No sé lo que sería capaz de quebrar tu indiferencia. Porque tú sólo muestras verdaderas emociones en el contacto con la víbora.

Cuando al día siguiente por la mañana Levart le contó lo sucedido, Barmaley meneó la cabeza largo tiempo y se mordió los labios.

—¿Qué mierda es esto? —preguntó por fin, apartándose algo del tema—. Dímelo, Pasha. A Stanislavski, que al parecer era un disidente, lo alistaron. Como castigo. A otros disidentes les castigan del mismo modo. Así que, ¿qué es este nuestro ejército de conciencia proletaria e internacionalista? ¿Cómo se lo trata? ¿Como a un campo de concentración? ¿Una colonia de castigo? Y si es así, entonces, nosotros, los soldados, los que servimos, ¿qué somos? ¿Presos?

»Por otro lado —añadió al cabo, como más calmado—, el destierro, si lo vemos así, siempre fue cosa de peso en nuestra historia de Rusia. Forja de talentos, puede decirse. De las chispas se alza el fuego y se sigue. Como ya ha pasado, también ahora puede ser que los desterrados den a luz alguna gran personalidad, un héroe de nuestro tiempo. Nos saldrá un nuevo Lenin o un nuevo Trotski…

Mejor sería un nuevo Herzen, pensó Levart. O un nuevo Radishev.

—¿Qué dices a esto, Pasha?

Levart no contestó. Ni aunque hubiera querido habría podido. Sobre sus cabezas, muy bajo, tronaron los helicópteros, sobre el puesto voló una ola de cuatro Mi-8. Todos, se vio al punto, volaban hacia la entrada de la garganta de Zarghun y sus cercanías. Levart entendió sin esfuerzo cuál era su tarea. Cuando vio bajo los helicópteros numerosos objetos que eran lanzados desde unos contenedores.

—Minas. —Era una afirmación, no una pregunta—. Los de aire están poniendo minas. En la garganta de Zarghun.

—Están minando la garganta —confirmó Barmaley con frialdad—. Son minas PFM-1[88].

—Lo pediste…

—Con mucha necesidad y urgencia.

—¿Y Salman Yusufzai? Le dimos nuestra palabra…

—Ellos fueron los primeros que rompieron el pacto —le cortó Samoilov—. Salman rompió las condiciones de la tregua. ¿Crees que llevaron a cabo el ataque al ka-pe-pe sin que él lo supiera? Porque yo no. Si ahora dejamos cojos a un par de moracos, comprenderá la alusión. Que sepa que no vamos a permitir que nos escupa en la cara. Le haremos pagar por Zigunov.

—Por lo que a su vez Salman querrá venganza.

—Esto es una guerra. —Barmaley chasqueó los dientes. Y al momento miró a su alrededor, bajó la voz—. Me suda la polla, la venganza del dushman —dijo, de tal forma que sólo Levart podía oírlo—. Cuando hablé con Kabul por lo de las minas, anduve tanteando un poco… En pocas palabras: nos largan, Pasha. Debido a los planes de no sé qué ofensiva, nos sustituirán en el puesto los paracas de Jalalabad, una sólida compañía del 48° batallón de paracaidistas de asalto. Antes de que Salman piense en la revancha, ya hará mucho que no estaremos aquí. Y si ataca a los paracas se romperá las uñas.

El estruendo de la explosión de la primera mina llegó del desfiladero de Zarghun por la tarde, antes de que oscureciera. Después hubo unos cuantos estallidos más. Sólo unos pocos. Y no muy fuertes, las minas PFM-1 no producen mucho ruido.

Nada especial, ninguna sensación. Nadie en la zastava se preocupó.

Amaneció un nuevo día. El 17 del mes de junio. Asfixiante desde la mañana misma, caluroso como nunca, atípico incluso para aquella época del año.

Levart no informó a nadie de su intención de ir al barranco, ni siquiera a Lomonosov. Tampoco informó a Barmaley. No tenía ganas de tragarse una lección sobre las minas PFM, sobre cómo sus cuerpos pardos, ligeros y lisos, que recuerdan a las mariposas, acostumbran a volar lejos, lejos de la propia franja minada, sobre lo fácilmente que hasta la más leve ráfaga de viento los desplaza por los cuatro puntos cardinales. Debido a que se entremezclan con la arenilla, son completamente invisibles. Basta con apenas tocar con el pie su blando cuerpo de polietileno para perderlo: la carga explosiva de cuarenta gramos lo despedaza y mutila de tal manera que se acaba en amputación.

No necesitaba lecciones, era consciente del peligro. El terreno pedregoso que lo separaba del barranco, que había transitado y conocía ya bien, lo encontraba hoy sin embargo amenazador y le producía escalofríos. Cada una de las rocas, que ya le eran muy familiares, le parecía hoy sin embargo que rechinaba como un sonajero y que como un sonajero resonaba.

Pero Levart fue. Por primera vez desde el incidente del autobús. Antes no había podido. No quería. Algo le había retenido.

Hoy sentía, sabía que tenía que ir. Por última vez antes de que les trasladaran, antes de que los paracas les reemplazaran. Antes de que los planes incomprensibles e impredecibles del alto mando les arrojaran a otro rincón de Afganistán. Allá de donde no fuera posible volver.

Quizá simplemente tuvo suerte y quizá los pilotos, en vez de sembrar como de costumbre a ciegas y a grandes rasgos, habían lanzado las minas con precisión. No pisó ninguna mina. Ni siquiera vio ninguna.

En el barranco no había cambiado nada. Las moscas verdes se agolpaban sobre la carroña y los excrementos, las paredes de roca ofrecían el aspecto de que alguien acabara de vomitar recientemente sobre ellas.

No estaba la víbora. No yacía sobre la piedra cuando entró en el barranco, y tampoco se dejó ver cuando entró en la parte profunda. No sintió pena ni decepción, en su fuero interno esperaba algo así. Sospechaba que todo había terminado, que el incidente en el KPP, la muerte de Zigunov y el autobús destruido habían cerrado una especie de capítulo. Que eran una cesura. Una barrera que separaba lo secreto y legendario de lo cotidiano. Esto es, de todo lo terrenal, sucio, feo y aterrador.

Dejó a un lado su AKS y se sentó en una piedra lisa, la misma en la que la víbora solía enroscarse en forma de ovillo.

Sacó de su bolsillo una jeringuilla y una aguja. Una correa con una hebilla, que había cortado de una camilla. Una cucharilla de estaño como las de cualquier ejército. Un mechero.

Y un paquetito de papel de aluminio con heroína.

En algún momento hay que empezar, pensó. Y el momento era propicio. Tanto, que no podía serlo más.

Se subió la manga izquierda. Se ató la correa por encima del codo y la apretó ayudándose con los dientes. Repitió el ritual de aplicación que había observado en otros: calentar la cuchara con el mechero, llevarla a la jeringuilla, apretar los puños, hundir aquélla en las venas e introducirla en la sangre. Y un chute.

El efecto fue poco menos que instantáneo.

Las paredes del barranco se movieron cual Simplégades, como si tuvieran que cerrarse a toda prisa y él, aprisionado entre medias, aplastarse y deshacerse. No se asustó, no tembló siquiera, sintiendo la euforia que le embargaba. Con un gesto digno de una criatura omnipotente alargó las manos y las paredes de piedra se abrieron conforme a su voluntad, se dilataron para alejarse. Su poder las empujó aún más lejos, aún más lejos, hasta que desaparecieron por completo más allá del horizonte claro y llameante. Lejos, en la infinitud cegadoramente clara de la meseta bañada por el sol.

La euforia lo elevaba, más alto, cada vez más alto. Se sentía como si el aire cálido que respiraba le inflara el pecho. El cielo cambiaba de colores, brillaba desplegando toda una gama de tonalidades.

En ese momento, la víbora salió reptando de las profundidades del cañón. También ella parecía cambiar de tonalidad, centellear a base de colorido y desaparecer en él. Se aproximó a él reptando hasta situarse realmente cerca, y se detuvo para tumbarse.

De repente ansió definir la manera en la que yacía la víbora. Pero le faltaban las palabras. Sin embargo, las encontró rápidamente. Y de forma totalmente inesperada: «cirque-couchant».

… bright and cirque-couchant in a dusky brake.

A gordian shape of dazzling hue,

Vermilion-spotted, golden, green, and blue…

La víbora alzó lentamente la cabeza, muy lentamente.

Esa forma gordiana, que hermosa cambiaba,

con el rojo del cinabrio, celeste, verde,

las listas de cebra, en las motas, leopardo,

en las cintas, escarlata; en el ojo, pavo; plata

de las redondas lunas, que se extinguieron, desaparecieron

cuando suspiraba, o sembraba el brillo de lo insólito.

O tejiendo formas mate, las más oscuras.

Esa serpiente irisada, atormentada por el desasosiego,

parece al tiempo triste dama élfica,

amada de un demonio, y hasta demonio mismo.

El ojo de la víbora despidió unos destellos de colores palpitantes. A Levart le zumbaban los oídos, como si un reactor despegara desde su misma cabeza. Un Mig o un Sujoi.

Some demon’s mistress, or the demon’s self…

Los pájaros, miles de pájaros: el ruido de los vuelos, el batir de las alas. Sintió en su rostro el roce de las plumas.

Del ojo de la víbora brotaba claridad. Y he aquí que aparecía de nuevo una planicie pedregosa, quemada por el sol. Y cenizas y polvo, traídos por un remolino de aire cálido. Los pájaros desaparecieron, pero se seguía oyendo el batir de sus alas.

Pasó un rato antes de que detectara que esas alas eran lona mal fijada de la tienda, sujeta de cualquier manera con la caja de la munición. A lo lejos, una cadena montañosa, azul sobre la llanura. Afganistán, pensó Levart, siempre Afganistán. Incluso en las alucinaciones, en pleno colocón de heroína.

—More tea, Drummond, old boy?

—Yes, please.

Aunque no se llamaba Drummond, respondió. No sabe ni media palabra de inglés. No tiene ni idea de por qué lleva puesto el uniforme de color caqui con galones de oficial en las mangas.

El subteniente Arthur Honeywood asintió con la cabeza al ordenanza hindú, haciéndole la señal de que sirviera el té a todos los que lo desearan.

—La guerra —afirmó con convencimiento— ha terminado. Hemos logrado lo que teníamos que lograr, es decir, fortalecer la influencia británica en Afganistán. Divide et impera, my dear gentlemen. Kabul en nuestras manos, el emir derrocado, Afganistán dividido en provincias y los señores de las provincias son nuestras marionetas. Anuncio que podemos prepararnos para volver.

—Al disponerse a volver —dijo Edward Drummond— hay que mirar a la verdad de frente. Después de esta guerra algunos de los regimientos ocuparán un lugar en la historia del Imperio británico, lugar que reforzarán con más fama y nuevos méritos. El Decimoséptimo de Leicestershire y el Quincuagésimo Primero de Yorkshire, gracias a Ali Masdjed; el Octavo de Liverpool y los Highlanders de Seaforthe por Peivar Kotal. Laureles, debéis admitirlo, totalmente merecidos. Por ello, hay que afirmar con pena que nuestro Sexagésimo Sexto no se ha distinguido en nada tan loable.

—Lo primero: eso no es cierto —frunció sus claras cejas Henry James Barr—. By George! En esta guerra hemos desempeñado nuestro papel, hemos intervenido en suficientes luchas. Puede que el destino nos haya ahorrado batallas y victorias del calibre de las de Ali Masdjed, Peivar Kotal o Futenhabad, pero no tenemos por qué avergonzarnos. Lo segundo: hemos luchado donde nos enviaron, y tal y como nos ordenaron; por nuestro país, por la patria y por la reina. No por los halagos y honores, ni por las inscripciones en mármol. No me importan las inscripciones. Me basta con la consciencia de que he cumplido con mi deber de soldado.

—La victoria —afirmó con determinación Walter Rice Olivery— es imprescindible para el militar. La fuerza del soldado reside en las tradiciones militares, y las tradiciones surgen y se crean a partir de las victorias. La victoria forja al soldado. Tanto mejor cuanto mayor es ésta, y si se ha obtenido ante un adversario digno. Y si resulta que nuestros soldados son los mejores del mundo, entonces se merecían a un adversario más digno que lo que han sido los nativos del lugar.

Rice Olivery, Honeywood y Barr eran amigos de Drummond y compañeros de promoción. Juntos, el cuarteto había acabado Sandhurst, juntos consiguieron el ascenso a subtenientes y fueron asignados al HM 66th Foot, del 66° regimiento de infantería de su majestad la reina. Había ocurrido hace casi exactamente un año. Aquí, en el campamento de Kandahar, a la hora del té de campamento, les acompañaba otro licenciado de la academia, el teniente Thomas Willoughby de Queen’s Own, un año mayor, del Tercer Regimiento de Caballería de Bombay, pintorescamente embutido, al igual que sus subordinados hindúes, en un alkalak[89] bordado ceñido por un cordoncillo escarlata.

Ensimismado, Drummond se entretenía con el asa de la taza.

—El sargento Apthorpe de la segunda compañía —dijo por fin— vino a quejarse ayer. Mi padre, sir, dijo, luchó contra los rusos en Inkerman, y luego con los rebeldes de Maharaipoor. Porta con orgullo the Crimea War Medal y the Gwalior Star. Hasta hoy, cuando sale al Cittie of Yorke en High Holborn, todos los del bar y alrededores le hacen el saludo militar. ¿Y de qué podré presumir tras el regreso a Londres, sir? ¿De que disparé a negros semidesnudos y medio salvajes, vestidos con turbante y armados con arcos, cuchillos oxidados y viejos pistolones? Valiente guerra, sir. Una vergüenza. ¿Qué estamos haciendo aquí, sir?

—Espero. —Barr se hinchó, como era muy característico en él—. Espero que le trataras como se merecía. By Jove, este ejército se va al cuerno si un mero sargento se atreve a replicar las órdenes de su superior. Y a menospreciar su sentido.

—El ejército se compone de sargentos —meneó la cabeza Rice Olivery—. Y esto no es el ejército prusiano, sino el británico. Un sargento británico está en su derecho de exponer sus dudas a un oficial británico. Y la obligación del oficial es disipar dichas dudas. Así, y no de otra manera, se fortalece la unidad y la moral de las tropas.

—Teddy, old fellow, ¿es que no pudiste resolver las dudas de tu sargento? —se rió Honeywood—. ¿No le explicaste el sentido de esta guerra y del Gran Juego? ¿Teniendo además un discurso bien dispuesto? Ése que el viejo Stewart nos obsequió en Pendjab, en Multan. ¿O es que no lo recuerdas?

—Lo recuerdo.

—¡Señores oficiales!

El teniente general de oficiales sir Donald Martin Stewart, escocés, veterano de las campañas de Afganistán, Abisinia y la India durante la Gran Revuelta, desplazó su puro desde un extremo de su boca hacia el otro. Por fin, con el propósito de ser mejor escuchado por la concurrencia, se sacó el puro de los dientes. Con un pesar evidente.

—¡El país al que les ordenaré a los señores oficiales entrar y conducir a él a la tropa —empezó con voz ronca, dirigiendo la mirada hacia los rostros que le rodeaban— es Afganistán! Y nuestros adversarios, las gentes con los que entraremos en liza, serán los habitantes de Afganistán: los pastunes, afrida y ghilzaa. Nuestro contrincante es Sher Ali, el emir de Afganistán. Pero en realidad, señores oficiales, nuestro enemigo es Rusia. Está claro que el mundo es demasiado pequeño para dos imperios, para Rusia y para Albión. Así es cómo el conflicto entre nosotros, que se inició en Crimea con las batallas de Alma, Inkerman y Balaklava, aún perdura y seguirá perdurando. En la campaña que iniciamos no les tocará a ustedes, señores oficiales, cruzar el sable con los cosacos. ¡Pero luchar, no lo olviden ni por un segundo, lucharán contra Rusia! Contra Rusia, una potencia agresiva e invasora, ansiosa por conquistar el mundo. Nosotros no invadimos Afganistán. ¡Nosotros salimos a combatir para cubrir y proteger con nuestro propio pecho a la India frente al invasor ruso! La perla de la corona británica, la piedra preciosa, que el vil moscovita quiere arrancar de nuestra corona.

El general chupó, exhaló una bocanada de humo. Después se sacó el cheroot de la boca y escupió abundantemente al suelo.

—Todo se remonta —tronó, atusándose las patillas con el guante— al año 1813, después de la guerra ruso-persa y el tratado de paz celebrado en Gulistán, por el que se cedieron a Rusia las provincias persas de Azerbaiyán, Daguestán y Georgia. Fíjense en el mapa, señores oficiales. ¡Pero esto le supo a poco al oso moscovita! Lanzó su aliento sobre los hindúes, apresando con sus garras todo lo que encontraba en su camino. El khanato de Tashkent, Khiva, Bujara y Samarcanda pasaron a formar parte del Imperio ruso, ahora la frontera llega hasta el Amu-Daria.

»Esto es el Great Game, señores oficiales, el Gran Juego. ¡Y he aquí en este juego el nuevo movimiento del sátrapa ruso! ¡El zar Alejandro, ese viejo zorro, ese verdugo de Polonia, no tiene ni la más mínima intención de quedarse detrás del Amu-Daria, sino que afila sus dientes pensando en la India! Y antes, en Afganistán, que queda de camino. El zar Alejandro obligó al emir de Afganistán a recibir en Kabul a la misión diplomática rusa, y sabemos lo que suponen las misiones diplomáticas de Petersburgo y a quién despejan el camino. Sin embargo, cuando el virrey de la India exigió que el emir Sher Ali recibiera igualmente a la misión británica, el emir rehusó hacerlo. Así que le enseñaremos al salvaje afgano lo que significa rechazar a Gran Bretaña. Le enseñaremos que, si Gran Bretaña exige, ¡su exigencia se cumple en un santiamén! Los veinte mil del general Browne se desplazan de Campbellpora y Peshawar hacia el fuerte Jamrud y el paso de Jaiber, con la tarea de ocupar Dakka y Jalalabad. La columna del general mayor Roberts se dirige en línea recta por el Thal desde Kohat hacia el valle de Khurram, y desde allí, tal y como apuntó, a Kabul. Nosotros, sin embargo, aseguramos el sur con el flanco izquierdo del ejército, y nos replegamos en ese punto. Atravesando desde Multan el paso de Bolan, ¡ocuparemos Kveta y Kandahar! Well teach the damn niggers a lesson! Les haremos ver a qué sabe una bayoneta británica.

El teniente general sir Donald Martin Stewart, CB, se llevó el cheroot a la boca, y repitió su ritual de exhalar humo y escupir.

—¡Así es! —El general se limpió las patillas—. ¡He aquí nuestra respuesta al gambito ruso en el Gran Juego, señores oficiales! Y el primer paso para limpiar Asia Central de rusos, ¡para empujarlos al mar Caspio y en ese mar hundirlos! ¡Dios salve a la reina!

»¿Alguna pregunta? ¿No hay? Bien. ¡Gracias, señores oficiales! Dismissed! Vuelvan a sus tareas.

—Así que vencimos —resumió Honeywood—. En las batallas de Kandahar, Peivar Kotal y Kabul humillamos a los rusos y a su zar.

Les dimos una lección a los indígenas afganos. Con gesto de gran potencia les señalamos su papel en el Gran Juego. Aunque en realidad éste es su país, todo este Afganistán.

—En el mundo no cuentan ni los países ni los pueblos —negó fríamente Rice Olivery—. Importan los imperios y su voluntad. Son éstos quienes gobiernan y dictan las leyes. Gran Bretaña es un imperio. Gobierna y ordena a sus súbitos, entre ellos, Afganistán, según su voluntad.

—Es un hecho —se rió Barr—. Tú sin embargo, Artie, contén un poco tus inclinaciones. Ya te veo dispuesto a reconocer la independencia y autonomía a los zulúes de Natal. O a los irlandeses.

Willoughby se levantó de repente y le miró, restregándose los ojos con la palma de la mano.

—Llegó el momento de zanjar el debate, señores oficiales —dijo con frialdad—. Acábense el té cuanto antes. Se acerca alguien y a galope tendido. Es Charlie Bligh, el galloper del estado mayor. Seguro que con una orden de movilización urgente. Dudo, sin embargo, que el brigadier George Burrows, nuestro honorable caudillo, ansíe desearnos un buen día de esta manera.

El viento soplaba con fuerza, en una violenta ráfaga, las partículas de arena y gravilla tamborileaban sobre el casco de corcho. Edward Drummond protegió su nariz y su boca cubriéndolas con un chal de cachemira que había adquirido entonces en un bazar de Kveta. El sol, aunque débil tras la nube de polvo, quemaba con su fuego; el muro de adobe que rodeaba la aldea calentaba su mano como una estufa.

La guerra ha terminado. Ali Masdjed, Peivar Kotal, Futenhabad, Sherpur… Durante año y medio ganamos batallas, cosechamos victoria tras victoria. Por otra parte, no hay de qué asombrarse: les superamos en técnica, formación, moral, les superamos en nuestra europeidad. ¿Qué podrían oponernos estos infelices lugareños? ¿Lanzas y escopetas afganas? El emir Sher Ali, expulsado de Kabul, murió en una emboscada en Mazar-i Sharif, sin haber podido beneficiarse de la ayuda rusa que había suplicado anteriormente. Su hijo y sucesor, Jakub Khan, abdicó. Su segundo hijo, Ayub Khan, fue desplazado al oeste, a la lejana Herat. Divide y vencerás, como dice Honeywood, divide et impera. Dividimos Afganistán en provincias, designando gobernadores entre los que nos eran fieles, a los que se puede manipular. Y ahora, cuando el general Roberts ha barrido a Mohammed Djana en la batalla de Kabul, y Stewart ha diezmado a las tribus salvajes en la batalla de Ahmed Chel, nadie en Afganistán puede oponer resistencia. Volvemos a casa. Desde aquí, desde Hushky Nahud, escribiré a Charlotte mi última carta desde el frente. Uy, ya va siendo hora. No le he escrito desde hace tanto tiempo…

Algo se movió de entre las piedras, allí, donde la pared se caía, se convertía en una pila de escombros. Algo se enroscó y lanzó un brillo dorado. Una víbora, pensó, echando mano a su pistolera. La desató, tocó la culata de su Adams[90], aunque algo le impidió desenfundar su revólver. De nuevo soplaba el viento, esparciendo la arena. Drummond entrecerró los ojos llorosos. Cuando los abrió de nuevo, no había ni rastro del reptil, se había escondido entre las pilas de ladrillos de adobe desmoronados. Tuvo el impulso de ir en esa dirección, pero algo le retuvo de nuevo, una especie de voz, un presentimiento, una alarma repentina, aguda como la señal del enemigo.

Una víbora dorada, pensó, menuda tontería. No existen víboras así. Es sólo un brillo, un reflejo brillante del cuarzo en la arena, constantemente se los ve en este aire que tiembla por el calor. Sólo un brillo dorado. Un espejismo. Fool’s gold.

Se secó el rostro. Tenía arena en el guante.

—¡Drummond!

—¿Barr?

—¡Pronto, al puesto! ¡Han vuelto los exploradores! ¡Muévete, dear boy, muévete! ¡Ayub Khan con todo su ejército se aproxima desde Herat! Marcha sobre Ghazna, ¡y nos amenaza con cortar nuestras líneas desde Kabul! ¡Ya se han visto sus vanguardias en Sang Bur y Maiwand! ¡El ejército indígena que se ha enviado contra ellos se ha amotinado y unido a la rebelión! Burrows ha dado orden de que nos movilicemos, vamos a luchar por Maiwand con la fuerza de la brigada, ¡la caballería y la infantería! ¡El campo de batalla nos espera, Teddy, la batalla! ¡Puede que la más grande de esta guerra! Hip, hip, hoorray! ¡Adelante, Sexagésimo Sexto! Garryowen! Garryowen in glory!

—¿Harry?

—What?

—Shut up, will you?

—Ven. Te guiaré.

Conocía esa voz. Melodiosamente susurrante, polifónica, bajita, pero clara y sonora.

—Ven conmigo —repitió la víbora—. Voy a guiarte.

La pared de la garganta se quebró. Allí donde se acababa el barranco, en el sitio en el que no quedaba ya más que una grieta en la roca. Ahora esa grieta se abría con un crujido. Esto no está pasando, pensó Levart. Es la heroína. Un mal viaje. Un viaje malísimo.

Le guió reptando ágilmente. Él seguía sus pasos. La grieta era estrecha, y en algunos lugares se hacía tan angosta que él tenía que ponerse de lado.

Las paredes eran muy ásperas, aguzadas como el papel de lija, y estaban marcadas con diseños que se ramificaban y recordaban a los nervios de una hoja. Siguiendo el sistema de venas y arterias.

Algo refulgió entre la gravilla. Una moneda. Se inclinó, la recogió. En el anverso se podía distinguir una cabeza de elefante. El reverso llevaba inscrito BASILEOS DEMETRIOU y presentaba a un caduceo flanqueado por dos cabezas de serpiente que se miraban entre sí. Es Mercurio, dios hermafrodita, se dijo a sí mismo Levart. El equilibrio maniqueo entre las fuerzas del Bien y del Mal, Agathodaimon y Kakodaimon, Ormuz y Arimán…

Algunos pasos más allá, parcialmente cubierta por la arena, yacía una gorra con la roseta de oficial junto a unos prismáticos y una bolsa como la que llevan los reporteros.

Levart se imaginó a quién pertenecían. Pero tampoco se preocupó demasiado. Seguía experimentando la euforia. La grieta se amplió, formando al fin un portal, la entrada a la cueva. La víbora se adentró reptando en la oscuridad. Él entró tras ella.

En sus oídos resonaron de pronto el bullicio, el alboroto, los gritos, el chasquido de los platos, las risas y los chillidos de las mujeres.

El mago se unió al ejército poco después del establecimiento de una guarnición en Ortospan. No aceptó sin embargo el nuevo nombre que le habían dado los colonos, y siguió llamando tercamente al lugar Kabura, a la manera tradicional. Con la misma terquedad afirmaba ser caldeo y responder al nombre de Astrajos. No quiso o no supo demostrar los conocimientos ocultos alegados ni su relación con los arcanos mágicos. Sin embargo, había que reconocerle que no se le daba nada mal curar. Ya se tratara de un forúnculo en la espalda de un caballo, ya de la punta de una flecha enquistada en una herida, ya de una enfermedad contagiada por una prostituta bactria, el mago había ayudado a más de un soldado en la adversidad. Para colmo era capaz de narrar con interés y sabía mucho, si no todo, sobre los pueblos y tierras circundantes, los servicios de inteligencia del ejército se aprovecharon bastante de ello. No dudaba a la hora de emplear su conocimiento con cualquier soldado, si era menester.

Como ahora con Herpander, hijo de Pirro, caudillo de la primera tetrarquía de la tercera dinastía.

—¿Una víbora dorada, tetrarca? —Astrajos se rascó su barba de extraños rizos—. No hay aquí tales víboras, seguro estoy de ello… Ja, si es que acaso el hombre pueda estar seguro de algo… Reconozcámoslo, apenas alcanzamos a acariciar levemente el conocimiento acerca del mundo… Mas es que ni siquiera he oído mentar las tales víboras doradas. En suelo etíope habitan las aladas culebras, que se sustentan de bálsamo. Las víboras del valle de Lord comen pimienta blanca, y de la testa les salen piedras preciosas. Mas que existieran víboras doradas, jamás había oído. Puede que las haya en Cathay, allí, parece ser, tienen en alta estima a serpientes y dragones, existe allí una rica variedad de reptiles… Muchas hay también en la India serpientes, que allí se denominan nagis, de modo que es posible que se pueda encontrar algo para cada gusto. Y en la isla de Lanka…

—Vi a una serpiente dorada —le interrumpió con sequedad Herpander— yendo de patrulla por Gauzaka. En una garganta. Ni en la India, ni en isla alguna.

—Hmm… —El mago se rascó nuevamente, sólo que esta vez la oreja—. ¿En Gauzaka, tetrarca? Interesante. Porque entre tales tribus precisamente circulan leyendas… Tradiciones, cuyas raíces alcanzan sin duda…

Herpander no oyó a lo que alcanzaban, pues las palabras de Astrajos se perdieron entre la algarabía. Al hiparca anfitrión le dio por brindar y salpicar la mesa con el vino derramado en las libaciones.

—¡Viva! —gritó Hares, caudillo de los arqueros de la caballería, alzando el cuerno con el vino—. ¡Que viva Aleksandros ho Tritos ho Makedon, parejo de los dioses! ¡Rey de Macedonia y señor de la Liga del Peloponeso! ¡Que viva largos años y por largos años nos gobierne a nosotros, sus guerreros! ¡A él servimos y con él viviremos y moriremos!

Los hiparcas expresaron su aprobación, rugiendo de tal manera que temblaron los pilares que sostenían el techo. Las meretrices bactrias medio desnudas se les sumaron con risas y chillidos. Herpander tomó a Astrajos por el brazo y le condujo a la parte más lejana de la sala, allí donde el ruido apenas llegaba y se podían oír el uno al otro. Allí se encontraba una hornacina, y en ella pudo distinguir una mesita de culto de marfil, y, sobre ella, una imagen de plata, del tamaño de un antebrazo humano. Alguna deidad, pensó. Nada raro, ya que antaño el lugar había sido un templo. Algo en ruinas, pero un templo.

La imagen representaba a una mujer con alas, peinada con rizos a la moda persa, caracterizada con un casco cuadrado que le cubría las orejas, una diadema estrellada y una capa, y flanqueada por dos animales que parecían trepar por sus muslos.

—Anahita. —Astrajos, viendo su interés, se apresuró a dar la explicación—. Ardvi Sura Anahita, la Inmaculada Señora de las Aguas. Aquélla que siembra los manantiales con lluvia de estrellas, que es dueña de la simiente masculina y de la leche materna. Señora del Viento, de las Nubes, de la Lluvia y el Granizo. Protectora de los animales y diosa de la Sagrada Danza. Sus alas son símbolo de la potencia y de la ubicuidad. La sostienen sus animales sagrados, el león y el toro…

—Anahita… —repitió pensativo Herpander—. Ése es el nombre bajo el que los medos y los pueblos de detrás del Oxos veneran a Artemisa.

—¿O acaso vosotros, griegos —refunfuñó el mago—, adoráis a Anahita bajo el nombre de Artemisa? De todas formas, no importa. Los dioses se han acostumbrado ya a que los hombres no sólo les resulte difícil comprender su divinidad, sino también designarla, y lo toleran. A los dioses les basta con que su divinidad se venere, aun bajo múltiples nombres y diversos ritos.

—Verdaderamente diversos —asintió Herpander—. Pero ibas a hablar acerca de la víbora dorada y las leyendas locales. Así que te escucho con atención.

—En el principio —Astrajos tomó aire— existía Zurvan, que no tenía principio ni fin. No existían el Sol ni la Luna, ni tampoco las estrellas. No había cielo ni tierra, sino espesa y eterna tiniebla. Hasta que dos nacieron del sacrificio de Zurvan: el Señor Bueno e Infinitamente Sabio Ahura-Mazda y el tenebroso, malvado y ardiente de odio Angra Mainyu. Y creó el bueno de Ahura-Mazda los mundos y las regiones, mas el horrible Angra Mainyu al punto corrompió, estropeó y afeó lo que aquél había creado.

»Y el Buen Señor Ahura-Mazda creó la región de Airyana Vaeya, la tierra de los arios junto al río Vanguhi Daitya, a la cual vosotros, griegos, llamáis Araxes. Mas Angra Mainyu, que es la muerte misma, estropeó la obra ordenando a una multitud de serpientes que llenaran el río. El Buen Ahura-Mazda creó la meseta de Sugud, que vosotros llamáis Sogdiana. Mas Angra Mainyu, que es la muerte, envió una mortífera plaga. Creó Ahura-Mazda la región sagrada de Mouru, Margiana. Mas Angra Mainyu…

Junto a la mesa estalló de nuevo un alboroto. El vino ario corría sobre las mesas, se llevaron a cabo libaciones en honor a los dioses y diosas. Como de costumbre, primero a aquéllos de los que se creía que dependía más el destino del soldado. Aquéllos cuya voluntad o arbitrio decidían sobre su destino.

—¡Yo te saludo, Tyche! —bramó Hippasos llamado Gerion, lochlago de los hoplitas, alzando la copa y agitando el pelekys, el hacha de doble filo del que no se separaba ni en los simposios—. ¡Hija de Zeus, señora del buen destino y del disparo acertado! ¡Tyche, ciega por el oráculo! ¡Que seas honrada y te apiades de nosotros!

—… creó el Buen Señor Ahura-Mazda la bella Bakhdhi, es decir, Bactria. En cambio, Angra Mainyu…

El vino de Aria se derramaba por encima de la mesa, por las uvas que se apilaban en las páteras, por los cuencos de cordero sobre el que ya había cuajado la grasa fría. Sonó la flauta, una de las mujeres saltó sobre la mesa, vistiendo únicamente una diadema dorada y una leve tela de red sobre las caderas, comenzó una danza grotesca, derribando los platos. Los hiparcas gritaron y dieron palmadas. Crios de Tymfa, caudillo de los sarisosforoi, elevó con ambas manos su cáliz de dos asas, que estaba lleno, el vino derramado lo salpicó como si fuera sangre.

—¡Yo te saludo, oh Alala, hija de Polemos! ¡Heraldo de las luchas mortales, tú, que te apostas ante las puntas de las lanzas! ¡Tú, a la que los guerreros ofrecen su muerte como la ofrenda más sacra! ¡Que seas honrada y te apiades de nosotros!

—¡Alale alalaaa! ¡Alale alalaaa!

—La séptima de las regiones creadas por Ahura-Mazda —Astrajos no había dejado de recitar ni por un momento— fue Vaekereta, Kabura, en donde nos encontramos precisamente. Sin embargo Angra Mainyu, que es la muerte, hizo llamar a las pairiki, espíritus malignos de la raza maldita de los druidas… Tienes que saber, tetrarca, que las pairiki…

—¡Alale alalaaa! ¡Alale alalaaa!

—Las pairiki, como todos los diablos traicioneros persas, fueron otrora demonios de los cielos, que como estrellas malignas colgaban sobre el horizonte nocturno. Odiaban al género humano, de modo que cuanto más florecían la virtud y la devoción entre la gente, mayor era la furia de los druidas y su sed de venganza. Angra Mainyu se dedicó a saciar esa sed, entregando sus diablesas a las pairiki bajo juramento. Y las gentes quedaron a merced de su saqueo. Puesto que las pairiki despejan el camino a los demonios, aprovechándose de la debilidad humana. Engañan, incitan al pecado, empujan al delito y al crimen, inducen a la perversión y degeneración, conducen hacia la idolatría. Amenazan con su brujería y su nigromancia, con su credo blasfemo y maldito de Yatuk Dinoih…

De la mesa llegaban los cantos, los silbidos y los gritos femeninos. Herpander suspiró, mirando a la imagen de Anahita.

—… mas quien tiene el control sobre todas las pairiki es la terrible Az, la obscena diablesa de la avidez, la castigadora de los seres vivos, la Señora de la Luna Sangrienta, la Que Resucita a los Muertos, Aquélla Que Se Oculta En Los Barrancos…

—¡Somos el ejército del Gran Alejandro! —tronó desde la mesa el taxiarca Polidocles, el oficial de más rango en la reunión—. ¡El mundo es nuestro! ¡Se arrodilla ante nosotros!

»¡Arrojamos a nuestros pies a Siria y Egipto! ¡Despedazamos a los persas! Tomamos Sardes y Gordion al asalto, reducimos a cenizas a los vencidos Mileto, Tiro y Halicarnaso. ¡Forzamos a las mujeres en las calles de Susa! Quemamos Persépolis con sus palacios. ¡Saqueamos Ecbatana y la Hecatompilos de las cien puertas!

»Se nos hincaron de rodillas Media, Aria y Drengana, mientras que Sogdiana y Horeuzm esperan su turno. ¡Después, rumbo a la India, hacia los ríos Indo e Hidaspes! ¡Ante nosotros Taxila y Gandhara, Maghada y Pattala, ante nosotros la legendaria Ayodhya! ¡Llegaremos adonde no llegó Cambises! ¡Mucho más allá de las fronteras del oikouméne conocido! ¡Nada nos detendrá en nuestra marcha!

—Mas finalmente Ahura-Mazda se impondrá al mal, erradicará la injusticia, aniquilará a las diablesas, deshará el conjuro de los hechiceros, y pisoteará a Az y a sus pairiki como si fueran serpientes. Triunfarán los gobiernos de los justos y piadosos. El mundo renacerá…

—Esto no es ninguna leyenda —le interrumpió Herpander, ya algo aburrido—. Son las creencias persas, la religión de Zoroastro. Y tú, Astrajos, pareces querer convertirme a ella. No lo intentes. Yo, ciertamente, rindo culto a los dioses y a su divinidad. Bajo muy diversos nombres, en liturgia tan variada que su misma variedad te asombraría. La fe en un único dios, aparte de ser totalmente estúpida y sin sentido, es por añadidura aburrida, tanto para un persa como para un masageta. Yo, sin embargo, te lo recuerdo una vez más, te pregunté por la víbora. Por la víbora dorada que acerté a ver en un barranco montañoso de Gauzaka. ¿Puedes saciar mi curiosidad? Si no, aléjate, que yo a mi vez volveré al banquete. La noche es joven, todavía podré emborracharme.

—Las leyendas de los Paropamisos —arrojó de sus entrañas el mago— hablan precisamente de las pairiki. Vencidas por Ahura-Mazda y sus emanaciones, los amshapandos, las pairiki, que en su día fueron seres celestes, se arrastraron dentro de las madrigueras y cuevas y se escondieron en las tinieblas de la tierra. Si salen al mundo, lo hacen reptando en forma de serpiente. Despojadas sin embargo de sus antiguas fuerzas, no teniendo ni a las vírgenes ni al yatu para que las socorran, las pairiki tientan y atraen hacía ellas a los mortales. Especialmente a los guerreros, a hombres valerosos, pero marcados por la guerra, transformados por el contacto con la muerte y la sangre… Marcados y condenados para siempre. ¿Acaso de aquí procede tu interés por la víbora, tetrarca? Reconócelo, ¿a que has sentido su magnetismo? Si es así, es bueno que no hayas cedido. Pobre del guerrero que se deja arrastrar, del que sigue la llamada de la pairika. Más le valdría perecer en combate…

—Y según tú —Herpander abrió la boca—, ¿por qué esa pairika atrae a los soldados condenados por la guerra? ¿Para qué lo hace?

—¿Para interrumpir quizá —Astrajos se acarició la barba y sonrió enigmáticamente— el martirio de su soledad? La pairika, como todo ser de género femenino, ansia la compañía masculina, tanto durante el día como por la noche… No te rías, tetrarca, pues comparto contigo el conocimiento acumulado en los libros ancestrales, en los rollos y papiros. Al menos, en varios de ellos. Otros, sin embargo…

—Otros sin embargo, ¿qué?

—Otros… —El mago dudó por un momento—. Otros exponen la cuestión de otro modo. Las pairiki, como ya he mencionado, odian al género humano, están poseídas del deseo de hacer sufrir a las personas, de hacerles daño, de sembrar la desesperación y la duda. Ansían dominar e implantar el mal con todas sus fuerzas, así que cuanto más terrible es el mal, mayor es la felicidad del demonio. Y como sólo tienen unos poderes limitados, necesitan un ayudante. Un compañero para la tarea de hacer el mal. Y en ese campo nadie ni nada puede igualar al hombre. Nada ni nadie pondrá un ardor, una pasión y una inventiva semejantes en aras de la crueldad. Ningún demonio ni ningún monstruo…

—Es terrible —lo interrumpió Herpander—. E indignante. Especialmente con el estómago vacío. Por fortuna se trata sólo de un cuento. Pergeñado, me parece, mientras esperabas. ¿No? ¿Caldeo?

—No es un cuento, sino una leyenda.

—Y por la cabeza de la Gorgona, ¿cuál es la diferencia?

—Las leyendas —y Astrajos sonrió—, aun cuando son inventadas, su origen tienen en los miedos o en los deseos, las dos fuerzas que gobiernan el mundo. No se comprenden las leyendas sin comprender los miedos y deseos propios. ¿Acaso estás seguro de lo que deseas, tetrarca? ¿Acaso sabes de qué tienes miedo?

Herpander no oyó las últimas palabras del mago. Fue otra cosa lo que captó su atención. No otro que el hiparca Seleukos se acercó a paso ligero a los comensales. Por su actitud y su gesto se podía entender fácilmente que, desde luego, no se presentaba para unirse al festejo. Inclinando la cabeza contestó con un saludo muy respetuoso, con un gesto categórico rechazó el cáliz que se le ofrecía, y con otro no menos áspero y decidido llamó al ilarca Teodoros, que estaba situado junto a Herpander, e hizo con él un aparte en la esquina. Mientras Teodoros lo escuchaba, su mirada vagaba ya por la sala. Herpander se imaginó a quién iba destinada. Se despidió de Astrajos con indiferencia y se dirigió rápidamente en dirección a los caudillos. Sin ningún miramiento apartó de su camino a una joven semidesnuda que se le aferraba, con los ojos pintados de kohl y pezones teñidos de carmín.

El hiparca abandonó entonces la sala, y Teodoros le salió a Herpander al paso.

—¿Estás sobrio? Bien. Prepárate, marcha al destacamento. Pero en silencio y sin aspavientos, no queremos que cunda demasiado pronto la alarma. Pero antes del amanecer debéis estar ya a caballo, tú y tu tetrarquía.

—¿Pero es que ha sucedido algo?

—Una revuelta —explicó secamente Teodoros—. Puede incluso que un levantamiento a gran escala. En Sogdiana, el sátrapa Espitamenes, el mismo que nos acaba de entregar a Bessos, el asesino del rey Darío. Y he aquí que ahora este Espitamenes se ha amotinado, arrebatándonos a los sogdios, los dajos y los parnos, las tribus de Aria y Bactria. Artakoana está en llamas y Maracanda está amenazada de sitio. Existe el temor de que el levantamiento se pueda extender a toda la Margiana y Aria. En general, la cosa pinta mal.

—¿Cómo que mal? —Herpander dio rienda suelta a su asombro—. ¿Y el rey? ¿Y los líderes Perdikkas, Kassander y Ptolomeo? ¿Y Agema, la guardia real? ¿Hetairea y los hipáspicios? ¿Qué ocurre con todo el ejército de Jaxartes para que un tal Espitamenes…?

—El rey —le cortó el ilarca— está ahora en la Alejandría Escate. Se puso en marcha contra los rebeldes, pero los saxos, aliados con Espitamenes, le atacaron por la retaguardia. Los dajos presionan la Bactria, Koinos y Artabazus se esfuerzan por contenerlos. Tenemos la orden de partir y reforzar su retaguardia. Tampoco está descartado que los pueblos de este lado de las montañas, de Paropamisada, se unan al levantamiento. Nosotros, los prodromoi, nuestra estirpe, iremos en refuerzo de las primeras líneas. A mediodía tenemos que estar en Alejandría del Cáucaso.

La víbora dorada, pensó Herpander. La pairika. La seductora, ¿una leyenda? ¡Phluaros, un cuento y una tontería! ¿Condenado por la guerra, la sangre y la muerte? ¡Encima! No estoy ni condenado, ni marcado. Cuando por fin terminen las guerras, las arrojaré de mí como la túnica que llevo puesta. Y me olvidaré de todo lo que he visto y de lo que he hecho. Lo olvidaré para siempre. Lo conseguiré. Seguro.

—¿Me estás escuchando, Herpander?

—Disculpa, ilarca. Estaba absorto en mis pensamientos.

—Este Espitamenes… —Teodoros rechinó los dientes y apretó el puño—. La moraleja que yo extraigo es inequívoca: jamás dejes solo a un asiático que no haya sido completamente vencido. A tus puestos, tetrarca.

—A la orden.

La víbora reptó, enroscándose en forma de ese. Levart la siguió.

La espesa niebla que predominaba junto a la entrada de la cueva dio paso a la luz. La bóveda estaba atravesada por un mosaico de grietas y orificios, por los cuales se filtraba la claridad hacia el interior, como columnas de luminosidad arrojada por unos reflectores. A la luz, Levart pudo ver dónde pisaba. Y lanzó un suspiro.

El suelo de la cueva estaba inundado de oro y plata.

Las monedas llenaban cajas y cofres adornados con el sol de dieciséis rayos de Macedonia, se salían de las ánforas rotas.

Rebosaban los sacos, cuya tela se había podrido siglos atrás, y el preciado metal liberado anegaba la cueva como si fuera arena del desierto.

Levart vio —aunque no necesariamente los reconoció— los dáricos dorados del rey Darío, la moneda de los Acménidas. Los tetradracmas de plata ateniense con Atenea en la cara y su lechuza en el reverso. Los decadracmas de plata de Alejandro el Macedonio, que le representaban a horcajadas sobre Bucéfalo. Otros, que lo personificaban como el Bicornudo, con los cuernos del dios Amón. Otros, con la cabeza de Alejandro adornada con la cabeza de un elefante, símbolo de la conquista de la India. Los dracmas de plata del sucesor de Alejandro, el tuerto Antígono el Cíclope. Los octodramas de plata de Ptolomeo y los tetradracmas de Eutídemo, rey de la Bactria. Las monedas de Demetrio, hijo de Eutídemo, idénticas a la que se acababa de encontrar en la entrada. Otras monedas de Demetrio, representado invencible como Aniketos. Los pequeños, pero hermosamente trazados, óbolos de este rey. La extraña moneda cuadrangular de Agatocles, el autoproclamado rey de la Paropamisada. Las monedas acuñadas por Antímaca Theos, y las mayores monedas del mundo helénico, los estateros de Eucrátides, enormes como la lente de unos prismáticos.

Relucían en los cofres y crujían bajo sus botas las monedas de plata con la efigie del obeso rey Heliocles, representado como Tenante con el cetro y el trueno. Las monedas de oro de Menandro Sotera o el Salvador. Los dracmas de plata con la efigie de su cónyuge, la reina Agatoclei Teótropa, la Semejante a los Dioses. Las pesadas monedas de oro del rey Kanish de Kuszan, con su propia efigie de cuerpo entero. Los tetragramas de plata del rey Heraios.

Nada de esto existe, pensó, se trata de una alucinación. Ciertamente, la cosecha de Salman Amir Yusufzai y de los muchachos de los kishlaks aledaños había tenido éxito. El caballo les había salido fuerte de la leche.

La víbora reptó. Levart la seguía.

Rodeó los baúles y cofres, que contenían piedras preciosas. Diamantes de Golconda tan grandes como garbanzos, rubíes birmanos del legendario valle de Mogok, zafiros estrellados de Ceilán, rubíes de Siam, aguamarinas de Kashmir, amatistas de Dekan, nefritas y turquesas de Horeuzm, perlas de la orilla de Lanka y Celebes, corales, jaspes, jades, cornalinas, ónices, crisolitas u ojos de gato. Y los tesoros de los hindúes: las gigantescas pepitas de oro de Vachdur y Zarkashan, las formidables esmeraldas del valle de Panjshir, los rubíes sangrientos y las espinelas de Jegal, la ultramarina y el lapislázuli de Badahshan. Enormes topacios, ágatas, berilos y almandinos.

En las paredes de la cueva, allí donde no llegaba la luz, en la sombra y la penumbra, como un ejército congelado en el tiempo, aguardaba una especie de ejército de imágenes y estatuas mayestáticas, estatuillas, bustos, figuras y figuritas. Criaturas mitológicas doradas, plateadas o broncíneas: pájaros de Simurga con cabeza de perro, dragones que desplegaban sus alas turquesas, tritones, ictiocentauros, cetos, hipocampos, grifos y monoceros. Las rollizas afroditas de la Bactria con sus pechos prominentes, Cibeles, conduciendo su carro de leones; las imágenes a veces mayores, otras menores, de un dios o una diosa: aquí Atenea, y en un rincón Artemisa, en otro Poseidón con el tridente, Atlas o Boreas. Suria en su soleado carruaje, Vaiú cabalgando a lomos de las gacelas. Las figuritas de oro con filigranas de las apsarás, las bailarinas y amantes de los dioses, en las más variadas poses, a menudo seductoras.

Allí resplandecían chapas doradas, adornadas con relieves cincelados, y candelabros y cilicios con guirnaldas de piedras preciosas colgando; armaduras y cascos bañados en oro, espadas engalanadas, cimitarras, janyares y estiletes. Los escudos estaban apilados en montones. Copas de jade, rhytones dorados, cántaros con dibujo y cálices, cráteras, psykteres y jarros yacían en pilas descuidadas.

No sólo era una cueva del tesoro, sino también una necrópolis.

Un cementerio. Levart vio los huesos y las tibias que se asomaban desde debajo de las piedras preciosas. De vez en cuando resplandecía un anillo en la mano huesuda de un cadáver, blanqueaban surgiendo desde corazas enjoyadas las costillas y las pelvis, se asomaban los cráneos hundidos bajo el oro de las monedas, miraban a veces las órbitas de una calavera desde bajo el alero de un lujoso casco, surgían los dientes de un cadáver de bajo la cota de malla del casco o el nosal del shishak. Había partes en las que los montones de esqueletos entrelazados cubrían por completo aquello sobre lo que yacían.

La víbora reptaba. Levart iba tras ella. Los huesos gastados crujían y se desmenuzaban bajo las suelas de las botas.

La cueva del tesoro se estrechó, convirtiéndose en un pasillo primero tortuoso y luego recto. Caminaba ahora entre hileras de imágenes, estatuillas, cariátides y canéforas que ofrecían el aspecto de mujeres de rotundas formas y amenazadores rostros. Y de máscaras de estriges, quimeras, lamias y empusas terriblemente deformes, demoníacas, con sonrisas burlonas.

Las hileras de las cariátides conducían a otra caverna, más pequeña y redonda. En el lugar en que los rayos que caían por la bóveda agujereada daban más luz se alzaban, como si fueran menhires, cuatro bloques de lapislázuli de un tono celeste cegador, cada uno de ellos más alto que un hombre. El quinto bloque, liso y parecido a un catafalco, yacía entre ellos. Tras él, Levart vio una estatua. Representaba a una mujer alada, peinada con rizos arcaicos a la moda persa, vestida con un casco cuadrangular que le protegía las orejas, una diadema estrellada y una capa, flanqueada por dos animales que daban la sensación de subirse a sus muslos.

La víbora subió reptando al catafalco de lapislázuli. Se enroscó, alzó la cabeza bien alto, y se detuvo como una figura de ureus. Levart sintió un retumbar en los oídos, un tintineo que iba creciendo. Se acercó. Tanto como para ver que la estatua de la mujer peinada con rizos según la moda persa se alzaba desde montones de calaveras humanas. Y de rubíes diseminados, rojos como gotas de sangre.

La víbora giraba en una rápida danza. Pero el movimiento sólo lo realizaba con la parte inferior de su cuerpo, aquélla que descansaba sobre un catafalco de lapislázuli. La cabeza y la parte superior de su organismo no se movieron, no cambiaron su posición de ureus. Levart dejó de oír el zumbido en los oídos. Se había transformado en susurros, en palabras. Silbantes, sonoras, formadas por muchas voces empastadas y armónicas.

El haz de luz que caía sobre el lapislázuli alumbró con fuerza el centro de la caverna, mientras que la penumbra que reinaba tras aquella luz se volvió más densa. Alguien salió de la penumbra.

—No eres digno de estar aquí. No eres digno de su gracia. Ni tampoco de su ofrenda.

El teniente Bogdashkin, adivinó Levart. El perdido teniente Bogdashkin. Con un uniforme manchado y hecho pedazos. Con el rostro ensangrentado, lleno de cardenales e infectado y en carne viva por algunas partes.

—Estás usurpando un lugar que me pertenece, los dones y privilegios que me pertenecen. Has venido a robar. Eres un ladrón, praporshchik.

—Ella fue la que le eligió —dijo Valun, el sargento Valentin Trofimovich Jaritonov. Con su pieshchanka quemada y embadurnada de sangre y petróleo. Salió de la oscuridad pero su rostro no era visible, escondido en la penumbra—. Ella fue la que eligió —repitió—. Él fue elegido. Distinguido con la gracia de tener elección. No rechazará pues esta gracia…

Ése no es Valun, Levart, algo consciente, afirmó lo obvio: Valun no está vivo, murió en un beteerre incendiado en la garganta de Mohammad Agha. Lo que estoy viendo es un fantasma. Una aparición. Un eidólon.

—No rechazarás esa gracia, ¿verdad, Pasha? ¿No serás desconsiderado? ¿Es que despreciarás lo que ella te quiere dar? Grandes, realmente grandes cosas llevaréis a cabo tú y ella juntos. Grandes y hermosas.

El teniente Bogdashkin se acercó, desplazándose con dificultad y sin gracia. Levart observó que del antebrazo derecho, retorcido de forma antinatural, le surgía un hueso fracturado.

—Me repetía: sé fiel —dijo el teniente—. Seme fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida. Me había prometido la eternidad.

Sirviente suyo y hasta esclavo acepté ser, dispuesto estaba para consagrarme a ella por entero. Y lo hice. Me la he ganado, me la he ganado cien veces más que tú. Y ella, sin embargo, te ha elegido a ti. ¿Pero resultarás digno de ello? ¿Has madurado acaso para una distinción tal? Puedo sentir cómo vacilas. Vacila, y mi destino será también el tuyo. Caerás al igual que yo. Caerás desde lo alto. Al fondo mismo de un abismo insondable.

—Él no vacilará —dijo Valun, con el rostro todavía oculto por la sombra—. Es todo un guerrero. Ha sido elegido y tomará la decisión correcta. Puesto que sabe que no tiene ya adonde regresar. No habrá paz para el guerrero, su guerra no se acaba nunca. La paz es un espejismo; aquéllos que hablan sobre la paz que acabará con la guerra seducen y engañan. Tan sólo existe la guerra, la guerra eterna. No hay nada aparte de ella.

La víbora giraba cada vez más rápido sobre el catafalco de lapislázuli, sus movimientos escapaban a la vista.

—No tomará la decisión —dice saliendo de la penumbra el profesor Vikenti Abramovich Shilkin, tío Kiesha. Lleva puesto el delantal blanco y la corbata de lunares a la moda de Lenin—. No es capaz de decidir.

»Sí, sí, Pasha, no hay por qué engañarse. Estás enfermo, necesitas tratamiento. Sufres del clásico trauma de la guerra, desencadenado por las situaciones estresantes, por los episodios psicóticos, tanto los experimentados como los imaginados… Tienes un síndrome de estrés postraumático de libro: en una palabra, un desequilibrio nervioso. De ruptura de los mecanismos de adaptación. Delirios, ataques de pánico, un temor crónico, el trastorno obsesivo-compulsivo… Y todo ello potenciado aún más por el consumo… Las drogas son malas y dañinas, ¿o es que no lo sabías, Pasha? Conducen a la psicosis, a conductas asociales, a la introversión… Con el capitalismo, está claro: la falta de perspectivas y la imposibilidad de existir en un sistema corrompido obligan a las personas a recurrir a medios narcotizantes… Pero en una sociedad socialista…

»No, no me interrumpas. Tienes alucinaciones depresivas, e incluso sospecho que el síndrome de Cotard. También noto en ti un avanzado síndrome amnésico de Korsakov, en fin, una predisposición genética para el alcoholismo… Pero podremos con ello, Pasha, podremos. Recurriremos a la psicoterapia, sí, sí, y a la farmacoterapia… Sí, sí… Sobre todo a la farmacoterapia. Unos añitos internado en un centro, sólo unos añitos, no más de cinco o seis…

Un mal rollo de heroína, pensó Levart. Una horrible alucinación de los narcóticos.

Alguien más se escondía en la penumbra, detrás de Valun, el teniente y el profesor. Otro eidólon, otra aparición. Levart creía reconocer el uniforme caqui y el casco de corcho, la chaqueta de piel de cuello redondo y unas mangas con botones de latón cosidos que llegaban hasta los codos.

—Decídete, Pasha. —Valun se volvió visiblemente impaciente—. Acepta lo que ella te ofrece. Te ha elegido a ti, así que ya eres parte de su universo; el mundo fuera de la cueva ya no es tu mundo, ya no hay sitio en él para ti. No hay vuelta atrás. Y es que también, ¿y a qué tendrías que volver? ¿Quién te espera allí? ¿Vika? No te engañes, hermano, con una esperanza falsa. Ya has perdido a Vika. La guerra aparta a las mujeres, ésa es una regla eterna para la que no hay excepciones.

—No… —dijo Levart a su pesar, puesto que se había propuesto con determinación no embrollarse en conversaciones con espectros ni ilusiones—. No. Vika me esperará.

—Y aun suponiendo que te esperara —replica de inmediato Valun—. Y aun suponiendo que quisiera estar contigo después de Afganistán, ya la has perdido. Te despertarás de noche gritando, empapado de sudor, y llegará el momento en que tendrás que sacar fuera lo que te corroe el alma. Te engañas con que lo borrarás para siempre de tu memoria, pero esas cosas vuelven. Así que se lo contarás todo: lo del autobús, lo del kishlak de Shoronjal, lo que ocurrió en Darvaz Dagh, lo de los presos en el helicóptero que no llegaron nunca a Kabul. Lo del pueblo de Khan-e Djanub y aquella chica…

—No. Eso sí que no se lo contaré.

—Se lo contarás, lo confesarás todo. Tendrás que hacerlo, porque de otra manera no conocerás la paz. Y cuando se lo confieses, ella se marchará. Sin proferir palabra, enmudecida por el espanto.

—Caerás —se inmiscuye el teniente Bogdashkin— en el fondo mismo del abismo.

—Estás enfermo, Pashenka —sigue en sus trece el tío Kiesha—. Deliras. Es la consecuencia de abusar de las drogas.

Eso sí que es cierto, pensó Levart. Y quizá sólo eso.

La víbora dejó de girar bruscamente. Todos los simulacros se esfumaron y desaparecieron como si alguien hubiera apagado el proyector.

Peligro, comprendió de repente Levart, aferrándose con ambas manos la cabeza que temblaba con su tintineo. Cerca. Algo. O alguien. Amenaza. Trae consigo una amenaza.

El tintineo se convirtió en una cacofonía de silbidos que culminaban en un penetrante sonido agudo que era a la vez un zumbido, un seseo y un golpeteo. Iachema, pensó, el silbido de las serpientes de la Gorgona.

Tengo que ir. Proteger. Ella lo exige.

Justo a la salida de la cueva del tesoro, en el escorial de monedas, entre los cofres, las arcas y los esqueletos había algo parecido a un trono, como si fuera un gigantesco sillón con grandes reposabrazos o un houdach asegurado en la cerviz de un elefante. Levart ya había reparado en el trono anteriormente, mientras entraba, no le había llamado tanto la atención el mueble como el esqueleto que estaba sentado en él en una pose pintoresca vestido con los restos de una cota de malla y harapos de brocados de oro. Ahora no había un esqueleto. Una persona lo había suplantado en el trono. Un anciano de barba blanca y cruel sonrisa, que llevaba un turbante, una larga camisa y un chaleco negro. El mulá Hadji Hatib Rahiqullah, Chernomor.

Durante apenas unos segundos se retaron con la mirada. Los ojos de Chernomor refulgieron de improviso como si fuera un hombre lobo, y los labios torcidos por la risa se enderezaron y acabaron apretándose. Pero sobre Levart posó su mirada el orificio del cañón de su propio akaese. El AKS que había dejado en el barranco, sobre las piedras. Simplemente se había olvidado de él. Pecó del pecado más grave que un soldado pueda cometer. Y ahora ese pecado iba a vengarse.

Clic.

En lugar de una ensordecedora ráfaga, el fuerte rechinar metálico del percutor. Chernomor alzó el seguro y apretó el gatillo.

Clic.

Me olvidé, no lo he recargado, pensó Levart, saltando sobre él. Después de la masacre del autobús. Ni siquiera pensé en recargarlo.

Chernomor consiguió levantarse del trono, pero no le dio tiempo a retirarse. Levart saltó sobre él como un halcón, lo derribó con ímpetu, ambos se estrellaron con un tintineo y un estrépito contra la pila de monedas y joyas. Forcejearon y se derribaron, reduciendo a chatarra una figura de alabastro de Ganesha, el cabeza de elefante, hicieron pedazos un poco de cerámica escita y turkmena. Chernomor echó mano al kindjal, y Levart le agarró de la muñeca, le agarró con la otra mano de la barba, aferró en el puño un jirón y tiró con todas sus fuerzas. Chernomor, pataleando y agitándose como un salmón arrojado a la orilla, reptó arrastrando a Levart consigo.

Asombraba la fuerza y la destreza del anciano, pero era incapaz de liberar la barba ni la mano derecha. Así que asió con la izquierda el primer objeto que tenía a mano y golpeó con fuerza en la cabeza de Levart. Éste tuvo suerte, porque el objeto era una estatuilla de terracota de una Gran Madre ventruda y pechugona que estalló y se deshizo por el golpe. Con la vista nublada, soltó la barba del mulá. Agarró algo, una figurita de bronce que era un Buda de pie, un Buda Shakyamuni, bastante pesado y contundente. El turbante amortiguó el golpe, pero aun así, el castigado Chernomor se encogió. Golpeado por segunda vez, soltó el kindjal y se cubrió la cabeza. Levart lo alcanzó una vez más, pero entonces el Buda se le deslizó de entre los dedos, y Chernomor le golpeó fieramente clavándole sus dedos en los ojos. Levart, cegado momentáneamente, le aferró la barba con los dedos de ambas manos. Y, golpeado con los puños y arrastrado, aguantó. Lo soltó y se apartó sólo cuando Chernomor le asestó el siguiente golpe con una estatua. Esta vez era una Nike. Alada, tenía prácticamente forma de pico, inmejorable para partir la crisma. Levart soltó la barba de Chernomor, se revolvió velozmente y se levantó.

Chernomor se alzó igualmente, ligero como un gato, y arrojó la incómoda Nike, miró a su alrededor, echó mano al montón de los huesos, y con un movimiento rápido sacó de allí un sable curvo, un shamshir persa de guardapuños dorado y un bello diseño damasquinado en la hoja. Giró el arma de forma que hasta silbó el aire. Lanzó hacia abajo, dio un tajo, Levart se salvó con un paso atrás, pero aun así la hoja le cortó con un zumbido su pieshchanka, a la altura del pecho, y rasgó el algodón con un corte fino como una cuchilla de afeitar. Retrocedió, buscando febrilmente con la mirada cualquier cosa que pudiera servirle como arma. Asió por el mástil cubierto de una hoja dorada un arma arrojadiza, algo del tipo de una guja o de una naginata japonesa, pero que resultó ser demasiado pesada. Antes de que lograra alzarla, ya tenía a Chernomor encima, y el afilado shamshir cercenaba con un silbido la manga del uniforme. Y la piel del antebrazo. Maldita sea, pensó, al tiempo que saltaba a un lado y escudriñaba a su alrededor con pánico, en una guerra de radares y visores nocturnos, de cazabombarderos ultrasónicos y helicópteros de asalto; en una guerra de napalm, de bombas de racimo, de proyectiles teledirigidos y minas sísmicas, me tocará morir degollado por un sable. Un arma que cuenta con sus buenos quinientos años. Un ejemplar de museo.

Y entonces la vio.

Apretujada entre los diseminados botones de latón de los kulbaks, parcialmente cubierta por una rodela de carey, yacía una espada. No era un talvar hindú ni una khanda de Rajputan. Era una espada europea, sencilla, simple, no excesivamente larga. Cuando la cogió, leyó una inscripción en la hoja: DEUS LE VOLT.

Chernomor atacó como un leopardo, tirando desde la oreja, Levart lo paró sin pensar y, para su sorpresa, respondió contraatacando con un rápido tajo y un corte. Chernomor evitó el golpe y se echó hacia atrás, pero Levart no le dejó recuperarse de la sorpresa y atacó. El mulá probó a hacer una finta y un tiro a la mano. La muñeca de Levart pareció efectuar por sí misma un pequeño giro, una hoja tintineó contra la otra hoja y el adornado shamshir por poco no salió despedido de la mano de Chernomor. El mulá retrocedió, mostrando los dientes desde la barba blanca. En sus ojos ardientes refulgía algo extraño, quizá la sombra de una duda. El praporshchik a quien, estaba seguro, iba a atravesar como a un cerdo sin dificultad, resultaba ser, de forma completamente inesperada, un diestro espadachín. Luchaba no como cualquier shuravi, sino como alguien formado en esgrima en Sandhurst con un sable de guerra de modelo 1853, fabricado por la compañía Robert Mole & Son. No como un soldado de infantería soviético, sino como alguien entrenado desde la infancia en la lucha con el kopis y la mahaira. Alguien que hubiera matado con arma blanca a su primera víctima a los quince años, en la batalla de Elateia, durante la campaña de Fócida.

Hasta ese instante, Chernomor no había emitido el más leve sonido. Ahora aullaba salvaje y rabiosamente, como un chacal. Y se tiró a ciegas sobre Levart blandiendo su shamshir como un loco. Levart lo repelió con una finta y un paso hacia un lado, le golpeó con el hombro y le pateó en la pierna. Chernomor perdió pie y se tambaleó, mientras que Levart se enderezó y golpeó desde lo alto, desde arriba. Le clavó la espada al mulá en la clavícula, hundiendo verticalmente la mitad de su filo. Levart la dejó así, retirándose.

Chernomor cayó de rodillas. No soltó el shamshir de la mano, pero era obvio que ya no iba a ser capaz de alzarlo. Tan sólo podía mirar a Levart, abrasarlo con una mirada que hervía de odio.

Levart se acercó. Agarró con ambas manos la empuñadura de la espada y empujó con fuerza el pomo. La hoja opuso resistencia sólo un momento, y luego entró como en la mantequilla, hasta los gavilanes. Chernomor tembló y se revolvió entre convulsiones de una forma horrible. No despidió el más mínimo ruido. Apretó los labios, pero aun así la sangre se escapó a través de ellos como una ola embravecida. El mulá Hadji Hatib Rahiqullah se balanceó. Y luego cayó de frente.

Levart miró hacia él con indiferencia. Luego se marchó. Levantó su AKS, la abrió y tiró el cartucho vacío. Junto a la salida misma de la cueva del tesoro pudo ver unos sacos encerados. Estaban tan repletos que se veía su contenido. Era trotil en bloques de 400 gramos, envueltos en papel gris oscuro de parafina, en medidas de diez por cinco por cinco centímetros.

Tras las bolsas yacían seis platillos de metal lacados en verde. Minas antitanques TM-46. Con seis kilos de material explosivo cada una.

Chernomor, pensó, el Chernomor de barba blanca, henchido de odio. No descansó hasta que dio con él. Se proponía liquidar al retoño del shaitan, del infiel y la víbora, al sahir del hechicero y a la demonio aluqah, enemigos de la especie humana. Y hacerlo junto con la cueva, su bastión y escondrijo. Siguiendo los preceptos del Corán se propuso otorgarles simultáneamente la lapidación y el fuego infernal. De forma moderna, con ayuda del trotil y las minas antitanques. Fabricadas en la URSS.

En uno de los bloques de trotil había una espoleta de percusión conectada a un cable. Levart siguió la huella del cable.

La bolsa del teniente Bogdashkin estaba en su sitio, en la grieta, yacía en el mismo lugar de antes, junto a la gorra y a los prismáticos. En ella encontró artículos para el aseo. Un mapa de los alrededores a escala 1:25000. Una fotografía de dos niñas gemelas que aparentaban seis años. Una resma de papel doblada en cuatro, con los bordes recortados, que resultó ser un dibujo. Representaba a los protagonistas de unos dibujos animados soviéticos, el Lobo y la Liebre, dibujados con tiza de forma no muy diestra. Una inscripción arqueada bajo la imagen decía PARA PAPÁ. Y en el fondo, envueltos en trapos, cargadores. Muchos.

Levart cargó con uno su AKS. El chasquido del trinquete, como de costumbre, le produjo una momentánea euforia. El chirrido del cerrojo del fusil hizo que la euforia durara un segundo más.

La cueva terminaba, y en lo alto resplandecía el cielo azul.

Oyó voces.

Uno de los muyaidines estaba junto a la pared del barranco y meaba sobre ella, hablando sin parar al mismo tiempo. El segundo, con un cigarrillo entre los dientes, inspeccionaba los cables, inclinado sobre una espoleta de tiro minera. Oyó los pasos de Levart y levantó la cabeza. El cigarrillo se le cayó de la boca.

Levart apretó el gatillo. Alcanzado por una corta ráfaga, el espíritu se derrumbó, enredándose y tropezando con su propio pirantumbon. El que estaba meando se dio la vuelta, dio un salto y buscó su fusil Lee Enfield, que estaba apoyado en la roca. No llegó a tiempo. Una ráfaga le alcanzó en la tripa. Se resbaló, marcando la pared del cañón con una desfigurada mancha de sangre. La cabeza se le cayó sobre el pecho. Y se quedó sentado así, temblando por las convulsiones.

El de la espoleta sacó con mano temblorosa de debajo de su camisa ensangrentada una pistola TT, pero no fue capaz siquiera de empuñarla. Abrió la boca con un grito mudo, sus ojos negros abiertos de par en par lanzaron a Levart una mirada implorante. Levart apretó el gatillo y disparó sobre él el resto del cargador.

El cielo se iba oscureciendo, ennegrecía incluso.

Desde lo profundo le llegaba el aullido-silbido de la víbora, su horrible iachema.

Tengo que volver, pensó. Tengo que volver con ella.

Y penetró en la oscuridad de la cueva.

Cobraron vida las figuras de piedra colocadas en hileras. Los generosos pechos de las cariátides parecían revivir, y las redondas caderas de las canéforas se balanceaban rítmicamente. Los ojos ávidos de las lamias parecían seguir cada uno de sus pasos, y las deformes bocas de las empusas parecían emitir susurros. De amenaza. O advertencia.

La caverna redonda estaba vacía. Los menhires de lapislázuli brillaban en azul. Una imagen de una diosa peinada a la moda persa, con una diadema de estrellas, situada entre las calaveras y los rubíes, desplegaba sus alas. Pero la serpiente no estaba en el catafalco.

Distinguió un movimiento, y emergió una figura de la penumbra. Una figura de mujer. Se acercó a uno de los bloques de lapislázuli, y se apoyó en él, inclinando ligeramente su esbelto talle.

Una aparición más, pensó. Un eidólon más. Un simulacro más. ¿Pero de quién? ¿Acaso Vika? ¿Acaso aquello era Vika?

No se trataba de Vika.

Avanzó un paso, y la mujer dio igualmente un paso adelante. Tenía el pelo negro y estaba completamente desnuda hasta las caderas. De las caderas para abajo vestía una escueta túnica de lana tejida con oro.

Recordó. La había visto ya. Hacía tres años. En París, en la inauguración de una exposición en el Salón de París. En un lienzo de Charles August Mengin. Como la diosa Safo semidesnuda, de mirada inquietante.

Recordó. La había visto ya. En la Arcadia, no lejos de la frontera con Mesenia. En las proximidades de Figalia. En un templo, en un bosque de cipreses, como estatua de mármol.

Él se acercó. La saludó. Unas palabras extranjeras en una lengua desconocida brotaron desagradables de sus labios.

—¡Oh, Eurínome, cimbreante Diosa de Todas Las Cosas, tú, que al principio de la creación emergiste del Caos espléndidamente desnuda para separar los cielos de las aguas…!

Mientras él hablaba, ella se acercaba lentamente, y a cada palabra suya se acercaba más. Vio sus dorados ojos, su dorada piel y el diseño de filigrana que la cubría.

—¡Oh, Eurínome la de los ojos bellos, tú, que bailabas sobre las olas, seduciendo con tu baile a la Serpiente de Ofión, para poder fundirte con él en amoroso abrazo, engendrando sensualmente el Huevo del Mundo, del que surgió todo lo que existe: el Sol, la Luna, los planetas, las estrellas, la Tierra con sus montañas, los ríos, árboles, plantas y todos los seres vivos…!

—Te he elegido —dijo la mujer del dorado ojo—. Eres mío. Eres mi defensor.

»Te daré todo lo que desees. Todo lo que alguna vez deseaste. Cumpliré deseos que hoy ni siquiera conoces.

»Te llevaré a Gulshan-i-Kuds, el Más Alto de los Cielos. Te proveeré y dispensaré riquezas ante las que palidecerían los tesoros de Lampaki y Firuz Kuh. Te bañaré en leche, miel y ambrosía del Olimpo. Te daré a probar el blanco soma, tal y como no lo probó Indra. Te agasajaré con un bhang digno del mismo Shiva. Te daré a beber la plateada haoma de los magos, te daré a beber la amrita que procede de las gotas de sangre, del jugo de la mandrágora que no conoció Teofrasto. Te embriagaré con mi veneno, en el que está contenida la Eternidad.

»No habrá principio ni fin, ni el ser o la nada. No habrá Sol, no habrá Luna ni estrellas, no habrá Tierra, no habrá grandes llanuras, no habrá una pausa entre el día y la noche, ni existirá la Muerte. Será la Quietud. Será la Eternidad. La Tranquilidad y el sueño profundo, si es que deseas conocer a fondo el sueño. Fuerza y omnipresencia, si es que las quieres. Guerra, violencia y sangre, si es que las ansías. La guerra eterna. Por la eternidad.

»Te daré la única paz que puede conocer el guerrero.

Los dedos que tocaron su mejilla tenían las uñas largas que resplandecían en oro, como si estuvieran bañadas en una capa del noble metal. El brazo que rodeaba su cuello adoptó un aspecto delicado, con una forma que recordaba a las escamas. De la boca que sentía junto a su oreja brotaba un siseo, un siseo melódico y tenue.

Se hizo serpiente para ella. La antigua serpiente Ofión, que acudía a su llamada junto con el viento del norte. La antigua serpiente Ofión, capaz de enroscarla, abarcarla, envolverla con sus hilos y fundirse con ella en un abrazo. Ella, fundida con él en amoroso vínculo era su Eurínome, la esplendorosamente desnuda Eurínome, Diosa de Todas las Cosas. Era como su Astarté, como Ereshkigal, como Inanna. Como Anahita, diosa de la Danza Sagrada, a los pies de cuya imagen se presentaban sacrificios. La Intocable, la misma que riega las fuentes con lluvia de estrellas. Aquélla que domina la simiente masculina.

Fundidos y entrelazados bailaban sobre las olas, entre espasmos de placer fecundaban al Cielo y la Tierra, al Sol, la Luna, los planetas, las estrellas, los ríos, los árboles, las plantas y a todos los seres vivos.

La cueva tembló por las explosiones cercanas. De las paredes se desprendieron, con un rumor, pequeños guijarros; cayó polvo del techo, cubriendo los lapislázulis como la lepra. Se desencadenó una brutal salva de cañonazos que alcanzaron el oído de Levart, igual que las ráfagas de un arma automática, las explosiones de unas granadas.

—Eso no es nada —dijo la víbora—. No es más que la muerte.

—La zastava… —Se liberó de su abrazo, recuperando la consciencia repentina y dolorosamente—. ¡Es un ataque a la zastava! ¡Se combate allí!

—Eso ocurre en otros mundos. En otros tiempos. Y a ti ya no te afecta.

—Mis compañeros… —Se liberó—. Yo tengo que…

El brazo cubierto por el diseño áureo le rodeó el cuello. Y apretó, apretó con crueldad y con fuerza, como un lazo, como el garrote, como la horca. Se le nubló la vista y le palpitaron las sienes. Estuvo a punto de perder la consciencia.

—Otros mundos… —Sintió que algo serpentino le envolvía y paralizaba las piernas—. Otros tiempos. Tuyos ya no. Tú eres mío.

Afuera resonaban los cañonazos. Caía polvo del techo de la caverna.

Las baterías de la artillería de Ayub Khan disparaban desde las montañas y caminos que conducían a Maiwand. Localizaron con rapidez el blanco, y ahora castigaban densa y certeramente, sometiendo a un fuego intenso al centro de las posiciones británicas. Uno de los proyectiles estalló peligrosamente cerca, no más lejos de cien yardas de los puestos ocupados por el Sexagésimo Sexto. Henry James Barr lanzó una maldición repugnante.

—¡Éstos son, by God, cañones ingleses! ¡Enroscados de doce libras de Armstrong! ¡Mejores que los nuestros!

—Mejores —asintió el teniente Richard Trevor Chute, sin dejar los prismáticos—. Y son más. Nos golpean creo que cinco baterías con veinte cañones de campo. Además de varios morteros más, seguramente de Krupp. Y al parecer, que Dios proteja a nuestro servicio de inteligencia, no tenían más que unos trabucos viejos…

Explotó otro proyectil, esta vez mucho más cerca, sintieron la onda expansiva, escucharon el silbido de la metralla. Drummond escondió instintivamente la cabeza entre los brazos. A Dios gracias, pensó, nos protege la posición en un valle. Al ser menos visibles, no nos tomarán como un objetivo. Pero a otros los destrozan ampliamente. La cosa está fatal en la caballería, pierden hombres y caballos, también la metralla recoge su sangrienta cosecha entre los cipayos del ala izquierda y en el centro…

—Si Burrows… —Era como si Chute le hubiera oído—. Si Burrows no lanza enseguida a la caballería a la carga, pronto no tendrá nada que lanzar. Me gustaría saber a qué está esperando. Bloody hell

—¡A sus puestos, señores oficiales! —le interrumpió con una elocuente orden el mayor Blackwood—. ¡Prepárense! ¡Va a haber un ataque! ¡Vienen a por nosotros!

El mayor podía tener razón. Ayub Khan había concentrado a sus divisiones de Herat, a sus destacamentos de Kabul y a la guardia montada afgana, un mínimo de ocho mil personas, contra el Primer Regimiento de granaderos de Bombay. Sin embargo, éstos seguían manteniendo su posición. Ayub tenía que ver cuán eficazmente su artillería castigaba a los británicos, y no tenía prisa por lanzar un ataque frontal. El asunto se desarrollaba de otra forma en el ala derecha, frente al Sexagésimo Sexto. Aquí, separada de las líneas británicas por el barranco y por el cauce ramificado de un río seco, bajo los estandartes verdes se encontraba la horda de infantería de los ghazis, fanáticos religiosos que apoyaban a Ayub. La horda aullaba sin parar, y temblaba con los cuchillos, sables, espadas y lanzas. Muchos vestían túnicas blancas, aquéllos, como sabía Drummond, que habían jurado avanzar y luchar hasta la muerte, dar la vida luchando contra el infiel. Unos pocos —lo veía por los prismáticos— tenían jezailes, y también mosquetes Brown Bess y antiguos rifles Enfield, arrebatados seguramente todavía durante la primera guerra, en el cuarenta y dos. Más comunes eran sin embargo las picas primitivas fabricadas a partir de bayonetas inglesas atadas a un palo. Y ahora, cuando el sol se encontraba en su cénit, la horda se lanzaba al ataque con un aullido salvaje.

Good Lord —suspiró Barr—. Son lo menos diez mil…

Puede que más, pensó Drummond, rebuscando la pistolera para coger su Adams. No hay forma de adivinar a cuántos ocultan los cauces del arroyo y aquellos profundos barrancos.

Vio cómo el jefe del regimiento, el subcoronel James Galbraith, extraía el sable de su funda.

—¡Preparados!

»¡Carguen! ¡Apunten!

La primera fila apuntó en posición tendida, mientras que la segunda se arrodilló. La horda, habiendo salvado el cauce seco del riachuelo, corría hacia ellos, aullando como salvajes. El coronel sacó un pañuelo de su bolsillo, lo dobló y se limpió la punta de la nariz y el bigote.

—Steady, lads! Steady!

Los atacantes ghazis se acercaron hasta las setecientas yardas.

Now! —gritó Galbraith—. A volley!

»¡Fuego!

Las compañías del Sexagésimo Sexto dieron una salva como si fueran un solo hombre, como en el campo de tiro del regimiento, como si una chispa de fuego saltara por las líneas. Una lluvia de balas arrancó de cuajo las primeras filas de ghazis, barriéndolas. Pero los siguientes continuaban hacia delante, aplastando a los muertos y heridos, aullando, silbando y blandiendo las armas.

—Allaaah-u akbaaar!

—Fire!

De nuevo una salva, esta vez desde las cuatrocientas yardas, con un efecto letalmente similar. Pero tampoco esta vez detuvo a los ghazis. Drummond echó un vistazo a los soldados que cargaban sus armas. Pero seguía estando tranquilo. En manos de un tirador experimentado, la carabina Martini-Henry podía disparar entre quince y veinte balas por minuto.

—¡Fuego!

Esta vez veía claramente las salpicaduras color carmín, veía cómo las capas blancas de los fanáticos se enrojecían al punto a causa de la sangre. Oyó los quejidos de los heridos y el aullido salvaje del resto, que ya no se podía contener por más tiempo. Los movimientos de carga de las armas se volvían cada vez más febriles.

—Allaaah-u akbaaar!

A volley! —exclamó Galbraith—. Give’m another volley, damn them! Una salva de doscientas yardas. La siguiente, de cien.

Fix bayonets! —tronó Barr.

Drummond empuñó su revólver y apuntó, pero no disparó. Thank God, pensó, viendo que se rompían las filas de ghazis. Al fin, se limpió con un guante la frente. Se retiran. Las bayonetas no serán necesarias de momento. Retroceden, los hemos contenido. Habrá un momento para el descanso… La artillería afgana también parece haber enmudecido… Hay que agradecérselo a Dios y a las carabinas Martini-Henry…

Desde el ala izquierda resonaban constantemente los cañonazos, por lo que Drummond, ofuscado por el combate, no se dio cuenta siquiera de que los batallones de Herat y la caballería irregular afgana habían comenzado allí también el asalto: ésa era la causa de que hubieran enmudecido los cañones enemigos. Sin embargo, tampoco ese ataque tuvo, al parecer, suerte. La batería Royal Horse Artillery había herido eficazmente, parecía, a los atacantes con la metralla de sus cañones de nueve libras. Los cipayos de los regimientos de Bombay, el Primero de granaderos y el 30° de infantería, llamados los Tiradores de Jacob, mantenían su posición con determinación. Los cipayos abrían fuego sin pausa, repeliendo a las siguientes oleadas de ataques. Drummond reparó en que ellos mismos, sin embargo, sufrían también bajas: las balas de los mosquetes afganos y los jezailes minaban considerablemente sus filas. Sin embargo, se mantuvieron inflexibles. Y en el corazón de la agrupación británica se formaban los escuadrones de la Native Cavalry, los regimientos de Bombay Queen’s Own y Scinde Horse. Burrows dará inmediatamente la orden, pensó Drummond, y en un momento los lanceros irán a la carga. Golpearán por los flancos a las tropas de Ayub, las disolverán y los irregulares y los ghazis serán los primeros en huir. Hemos ganado la batalla. Thank God

Dio las gracias, como se comprobó, demasiado pronto. Los regimientos de Herat, reforzados con importantes reservas, cayeron con renovado brío sobre el ala izquierda, sobre los granaderos y la batería RHA. Justo en ese momento, la siguiente oleada de ghazis, que se había desplazado oculta por los valles, se lanzó con furia sobre los Tiradores de Jacob.

Después de unos minutos de desesperada resistencia, los granaderos vacilaron y se fueron batiendo en retirada. La artillería a caballo, amenazada, emprendió también la huida, por lo que se rompió todo el ala izquierda. Burrows —sólo entonces— lanzó a la caballería a la carga, pero ya era demasiado tarde: los jinetes, que parecían tener alas, fueron recibidos con un fuego intenso y sucumbieron. Tampoco los Tiradores de Jacob aguantaron, al ver la imagen de los ghazis que se cernían sobre ellos. El centro se quebró ante la mirada del atónito Drummond, mientras que los ghazis se abrían paso en la agrupación. En su huida enloquecida los tiradores cayeron sobre los granaderos que desertaban, y se desencadenó el caos. De repente, como en un mal sueño, Drummond vio cómo la línea se rompía y se desinflaba, y toda la brigada, incluida la caballería y la retaguardia, se lanzaba huyendo hacia el sur, en dirección a Mahmudabad.

—Esto es… —murmuró para sus adentros—. Esto es imposible…

—¡A formar! —gritó desde su caballo Galbraith—. ¡Sexagésimo Sexto, a formar…! —Drummond dejó de oírle, pues todo quedaba ensordecido por la algarabía, que era un enorme aullido, un alarido salvaje. Cayeron sobre su regimiento, revolviéndose mutuamente, los supervivientes de los granaderos mezclados con los Tiradores de Jacob y con los apresurados lanceros de NC, y en medio de todo esto se golpearon, empujándose y dando coces, los caballos, los tiros y los carros de la desaparecida batería RHA. Las filas, hasta hace poco de castigo, se convirtieron en un desagradable remolino, en el que se abrían paso, cortando y picando, los ghazis y los de Herat. La muchedumbre arrastraba a Drummond como si fuera un río impetuoso, él no podía resistirse. Enronqueció de todas las órdenes que había gritado. Órdenes que en semejante infierno nadie estaba en situación de escuchar.

El Sexagésimo Sexto se aferró al fin a las primeras construcciones del kishlak de Khig, a los muros de adobe y a las paredes de las casas. Milagrosamente, Galbraith y unos cuantos oficiales consiguieron dominar el pánico y concentrar a su alrededor al resto del regimiento. Y de repente, entre el pandemónium que les rodeaba resonaron unas tranquilas órdenes inglesas y el discreto traqueteo de las salvas de fuego de las Martini-Henry.

Drummond no tuvo tiempo de unirse a la formación, sino que una oleada de cipayos que huían lo agarró y lo arrastró consigo. Se apartó, pero le voltearon y a punto estuvieron de pisotearle. No conseguía enderezarse. Los ghazis, que estaban degollando a los huidos, cayeron directamente sobre él. No le había dado tiempo siquiera a desenfundar el Adams de la pistolera cuando una lanza afilada y unos cuchillos de Jaiber refulgieron ante sus ojos. De repente, se revolvió hacia él un gigante enfundado en una túnica blanca, con la barba ensangrentada como si acabara de haber mordido a alguien. Aullando, el coloso alzó su ancha y curvada kora. Y cayó, alcanzado justo entre los ojos.

Sir! —Una carabina acababa de disparar justo sobre la cabeza de Drummond, dejándolo sordo—. ¡Levántese, sir!

—¡En pie! —Desde otro lado disparó un Colt—. ¡En pie, Teddy! ¡Levántate, God dammit!

Lo incorporó por la izquierda Harry Barr; por la derecha, el sargento Apthorpe. Huyeron, saltando por encima de los cadáveres, en dirección a los bajos muretes de la aldea. Detrás de ellos resistían los restos del Sexagésimo Sexto y los supervivientes de las otras compañías. Huyeron, perseguidos por el aullido de la horda y el silbido de las balas. De repente, Barr gimió, sufrió una convulsión y cayó sobre la frente y las rodillas, arrastrando consigo a Drummond. De rodillas, Drummond se volvió hacia sus perseguidores, y empuñó su revólver. El gran calibre del Adams hizo su trabajo, y las balas arrojaron de sus pies a los ghazis que se abalanzaban sobre él, repeliéndolos de forma que salían despedidos como los bails de los wickets cuando les alcanza la pelota. Al lado disparaba Apthorpe, y luego se unió una carabina más, el Snider de alguno de los granaderos de Bombay, un barbudo con un pagri retorcido y una chaqueta ensangrentada.

El subteniente Henry James Barr se giró de espaldas, hundiendo los dedos en una herida bajo el esternón de la que brotaba la sangre. Después se quedó rígido, tuvo otra convulsión y murió.

—¡Más rápido, sahib! Yildo yao! ¡A la aldea!

El hecho de que llegaran a la aldea, donde estaban los suyos, fue un auténtico milagro. Pero ante el mismo muro, bajo los cañones de los compañeros que disparaban desde detrás del pequeño muro, al sargento Apthorpe le alcanzó una bala en la espalda, bajo el omoplato. Drummond y el barbudo cipayo lo llevaron a rastras hacia el otro lado de la muralla. El sargento abrió los ojos.

—Cómo es que esto… —Y escupía sangre—. Cómo es que… Sir…

Se ahogaba. Drummond apretó los dientes.

—Somos… el mejor ejército del mundo… —balbucía el sargento Apthorpe—. Usted mismo lo ha dicho… Que el Imperio… Imbatible… Y hoy nos… God Almighty… Hoy nos… nos aplastaron unos salvajes con lanzas.

Su cabeza cayó sin fuerzas sobre el hombro. Drummond miró para otro lado.

—Sahib. —El cipayo le dio una Martini-Henry—. Cójala.

—¿Tú quién eres?

—El naik Jehangir Singh, sahib. Del Primero… de granaderos…

Los disparos y los alaridos de los atacantes taparon el resto.

Del Sexagésimo Sexto quedaron unos cien hombres. Se defendían en formación cerrada, desde detrás de la muralla o apoyándose con la espalda sobre la pared de adobe del kishlak de Khig.

—¡Fuego! —ordenó el subcoronel Galbraith—. Fuego, muchachos.

Ante la mirada de Drummond pasó una bala de jezail que le dio de lleno en la sien, destrozando el casco de corcho y la cabeza. Se mordió los labios, metiendo el siguiente cartucho en la recámara.

Motherfucking niggers! —Walter Rice Olivery, el tirador de al lado, se olvidó completamente de la flema, de sus maneras normalmente impecables y de la afectación en el habla—. Dirty cocksuckers!

Los ghazis, diezmados, perdieron por un instante el ímpetu, y se rebajó la presión. Pero los tiradores de los batallones regulares de Herat no dejaron de sepultarles con la lluvia de balas. Les disparaban con mosquetes y jezailes, les disparaban con los Sniders que acababan de arrebatarles a los muertos. Y ahora eran ellos, los chicos de caqui, los que eran wickets, desplomándose uno tras otro sobre la arena, caían como marionetas. Cayó Honeywood, que había sido alcanzado en la tripa, mientras que al de artillería del RHA que luchaba a su lado le dieron en la frente. Una bala le desgarró la garganta al mayor Blackwood.

De todos ellos, quedaban unos cincuenta cuando desde la izquierda les cayó encima la caballería irregular afgana, y de frente y desde la derecha los ghazis y los tiradores de Herat. Puede que quedaran unos veinte cuando respondieron al ataque con fuego de las Martinis recalentadas, poco menos que al rojo vivo. Quedaban dieciséis cuando desistieron, retrocediendo hacia el jardín que estaba junto al pozo.

Quedaban once cuando se dirigieron por la parte trasera de Khig hacia el desierto inundado por un sol cegador.

Once. Tres oficiales. Un sargento y un cabo. Cinco soldados del Sexagésimo Sexto. Y un naik de los granaderos de Bombay.

Seguían en pie, empapado hombro con hombro, ensangrentado codo con codo, sudada espalda con espalda. Con la cara vuelta hacia la horda que se disponía para el ataque.

El teniente Richard Trevor Chute cargó su carabina, que había tomado de un soldado. Se ajustó el vendaje sobre la frente. Todo anunciaba que iba a decir una frase lapidaria y patrióticamente conmovedora.

Fuck —dijo el teniente Richard Trevor Chute.

El subteniente Walter Rice Olivery terminó de cargar su Colt, y dio la vuelta al tambor de cartuchos. El mayor Cuphage colocó su bayoneta sobre el cañón de su Martini, y de manera similar reforzó su Snider el naik Jehangir Singh. El cabo Travers, seriamente herido, se acuclilló y se sentó después. A su lado cayó de rodillas uno de los soldados. Drummond lo conocía, sabía que era de Birmingham y que se llamaba Townsend.

La algarabía y el aullido de los ghazis les zumbaban en las orejas. Los cascos de la caballería atacante levantaron una polvareda. Edward Drummond alzó su carabina. Adiós, Charlotte, pensó.

El sol picaba desde el cielo.

—¿Listos? —se aseguró el teniente Richard Trevor Chute.

—Listos, sahib —respondió por todos el naik Jehangir Singh.

Chute lo miró.

—No me llames sahib —dijo con frialdad—. Hoy aquí todos somos iguales. Por la presente te nombro blanco.

—¿Mientras dure la batalla?

—No. —El teniente cogió aire, mirando a los ghazis que se abalanzaban sobre ellos, a sus cuchillos y lanzas—. De por vida.

Eran las dos y media de la tarde del 27 de julio de 1880, durante el cuadragésimo tercer año del reinado de Victoria, soberana del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, primera emperatriz de la India.

Las paredes de la caverna temblaron con las explosiones. Los de-she-kas tronaban por ráfagas, se escuchaba el fuego constante del Utios, martilleaban los pekaemes, explotaban las granadas.

La víbora aflojó la presión sobre su cuerpo. A Levart se le atragantó la respiración. Ya no oponía resistencia.

—Allí —dijo la víbora— sólo existe la muerte. Tu sitio está aquí. Porque yo te he elegido.

Sintió sus labios sobre el pecho. Después, la mordedura y un dolor paralizante.

—Embriágate de mi veneno, que contiene la Eternidad.

El efecto fue inmediato. Y cien veces más fuerte que el de la heroína.

De repente se encontraba allí donde el fuego, cegadoramente blanco en su magnificencia, bailaba sobre los altares, y las llamas titilaban sobre los frescos de las paredes. Se encontraba allí donde se cantaba para la Buena Diosa en un rito santificado, donde se bailaba para ella, imitando el movimiento de las llamas con los movimientos del baile, y parecían bailar también los frescos de las paredes. Se encontraba allí donde se le ofrecía a la Diosa una pita para su bendita haoma, y bajo los efectos de la haoma las almas salían de los cuerpos y se elevaban hacia la divinidad, para al fin poderla abarcar, entender y nombrar. Los espíritus abandonaban los cuerpos, la haoma le bullía por las venas, ardía el fuego de la deificación. Se elevó el canto.

La haoma bullía con fuego por sus venas.

El fuego ardía en el altar, se consumía para la Grande y Buena Diosa de Todas las Cosas.

Hasta la Alejandría del Cáucaso no les quedaban más de cincuenta estadios. El tetrarca Herpander, intranquilo desde que partieron, se relajó un poco. Y consideró al fin que se podía dar un pequeño respiro a los caballos. Detuvo a su corcel y se dio la vuelta hacia sus subordinados. Pero no tuvo tiempo de dar la orden.

Notó fuertes oscilaciones del terreno y, de repente, la cresta, perfiladamente delineada ante el cielo de fondo, se desdibujó ante sus ojos. Y luego todo el barranco se derrumbó sobre ellos.

Las rocas liberadas desde los precipicios cayeron sobre la primera línea de la sección, derrumbando a los caballos junto con sus jinetes. Una lluvia de piedras de menor tamaño, precipitadas ladera abajo por el alud, cubrió y derribó del caballo a aquéllos a los que no alcanzaron las rocas. Los caballos relincharon con furia, los prodromoi resoplaron y blasfemaron. Y justo después del diluvio de piedras una lluvia de flechas los cubrió. Ante la mirada de Herpander salió despedido de la grupa de su caballo el frigio Estafilos, que había sido alcanzado en la garganta. A su lado cayó un jinete alcanzado en un ojo. Otro, inclinado sobre el cuello del caballo, forcejeaba para arrancarse una flecha clavada en el hombro.

Se oyó el frufrú de los venablos lanzados desde el precipicio, y acto seguido, casi al mismo tiempo, se lanzaron sobre ellos gentes armadas.

—¡A matar! —gritó Herpander, tirando de su caballo Zefios—. ¡Matadlos! ¡Alale alalaaa!

—¡Alale alalaaa!

Una vez más, el negro corcel salvó la vida a su señor. Triscaba por las peñas como un antílope, sorteándolas como una gacela y derribando a los atacantes con el ímpetu de un elefante embravecido. Y esto lo hacía tan rápido que adelantó a toda la tetrarquía y no se sabe cuándo llevó a Herpander entre los mismísimos enemigos. De repente se encontró entre ellos, en el mismo centro, sintiendo por todas partes el hedor de las pieles y de los visones que éstos llevaban puestos, más parecidos a semibestias que a hombres.

Pero no era la primera vez que Zefios y su jinete se encontraban rodeados por todas partes por los enemigos, incluyendo hombres, semibestias y bestias. Herpander ajustició inmediatamente a dos con dos cortos disparos de la caballeresca sarissa en la garganta. Y Zefios, con una coz de su casco, aplastó la cabeza a un tercero. El cuarto recibió una estocada en la cara, bajo su gorra de piel de lobo con hocico y colmillos que le cubría la frente y los ojos. El quinto, igualmente licántropo, se esforzaba por herir a Zefios en el vientre con un cuchillo torcido que parecía una hoz. Herpander lo derribó con un golpe de asta y lo dejó clavado en la tierra.

—¡Alale alalaaa!

Tenía pues razón Astrajos, el mago caldeo, pensó, sacando la hoja. Estoy condenado a la guerra. Lo único que sé hacer es matar.

El resto de la tetrarquía luchaba dirigiéndose hacia él, guiada por Brizos, que sangraba por una herida en la frente. Herpander, cegado por el combate, no les esperó, sino que espoleó nuevamente a Zefios y se desplomó en solitario sobre los paropamísados, los cuales se deslizaban por la ladera en cada vez mayor número. Muchos de ellos alcanzaban el sendero ya muertos, alcanzados por las sarissas, ksystons y paltones escitas tensados por los prodromoi. Viendo entonces que no se le iban a agotar las armas arrojadizas, Herpander espoleó a su corcel con las caderas, se alzó y agitó con fuerza su propia sarissa, rajando al paso la boca a un enorme barbudo con un gorro con cuernos bovinos. Se trataba claramente del caudillo, porque tras su caída una parte de los montañeses se disolvió. El tetrarca echó mano a la kopis y se lanzó sobre aquéllos que quedaban. A uno le cortó la cabeza junto con su peluda caperuza. A otro, armado con una maza de sílex, le rebanó la mano por encima del codo.

Y entonces Zefios, el Viento del Oeste, resopló con furia, se arremolinó, se puso a dos patas. Y se desplomó sobre las piedras. Herpander saltó en el último momento, evitando quedar atrapado. Cayó, se alzó y blasfemó al ver una flecha hundida hasta la mitad en el cuello del corcel. No tuvo tiempo para nada más: se abalanzaron sobre él tres de ellos, todos armados con grandes cuchillos como guadañas. Un monstruo que cubría su cabeza y sus brazos con piel de cabra, junto a su cornuda y dentada testa. El segundo, quizá chamán, puesto que estaba todo rodeado por huesos que rechinaban. Y el tercero, con unos pantalones con los pelos del animal a la vista, un auténtico sátiro.

Antes de que lo alcanzaran corriendo, el chamán y el capricéfalo cayeron derribados por certeros golpes de paltón. El sátiro huyó. Y de repente se sumaron a Herpander Brizos y unos cuantos prodromoi, junto con cinco monturas.

El ojo de Zefios se volvió turbio. Su cabeza cayó inerte sobre las piedras.

—¡Un caballo! —rugió Herpander—. Dadme un ca…

Una flecha lo alcanzó por la clavícula derecha, atravesando en línea recta su chaqueta de piel. Echó mano al asta y en ese momento una segunda saeta lo alcanzó en la cara, atravesando la mejilla izquierda y saliendo por la nuca. Herpander cayó de rodillas. Sintió cómo Brizos se afanaba en levantarlo. Pero ya no tenía fuerzas y se le escapó de entre las manos. Chorreaba sangre, se ahogaba y tenía convulsiones, el frío de la muerte le congelaba, y le nubló la vista repentinamente.

—¡Alaleee alalaaa!

Resonó con fuerza el grito de guerra macedonio, golpetearon los cascos de los caballos, silbaron y volaron las flechas formando un aluvión, diezmando a los paropamísados en su huida. Del lado de la garganta del barranco llegaban refuerzos. Los hippotoxotai, arqueros a caballo, con cascos de piel y bordados kabadiones.

Eso ya no lo pudo ver Herpander. Se sumió en la negra noche y en la nada.

Soy Herpander, hijo de Pirro, aún tuvo tiempo de pensar. Pródromos, caudillo de la primera tetrarquía de la tercera compañía del invencible ejército de Alejandro, el Gran Rey de Macedonia. El rey por el cual pusimos de rodillas a Siria, Egipto y Persia, y conquistamos Éfeso, Tiro, Babilonia y Persépolis. El mundo es nuestro, se arrodilla ante nosotros. Pero yo, Herpander, ya no podré ver la conquista de la India. Porque me estoy ahogando en mi propia sangre, que inunda mis pulmones. Aquí, en un desfiladero olvidado por los dioses, en una región olvidada por los dioses. Muero a causa de las flechas toscamente fabricadas por unos salvajes embutidos en pieles, unas auténticas semibestias de la montaña.

Ciertamente, el juego de Tyche es la vida…

Era el final del verano del séptimo año del reinado del rey Alejandro.

El sargento Gushchin tiró su PKM, ya no podía disparar, la bala le había segado la mano derecha y arrancado dos dedos. Agarró una granada, arrancó la llave con los dientes y lanzó a ciegas.

—¡Adiós, prapor! —gritó con la voz rota.

Barmaley, que disparaba con su Utios, no volvió la cabeza. Puede que no lo oyera, pues sangraba de ambas orejas. Además, las explosiones y los tiros lo ensordecían todo.

Gushchin echó mano a otra granada. La última.

Era domingo, el día diecisiete de junio del año 1984. El cuarto año de la guerra en Afganistán.

Apocalipsis de San Juan: «Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras. Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Ésta es la muerte segunda».

La tierra temblaba con las detonaciones, trepidaba con unas explosiones tan fuertes y violentas que las paredes de la cueva se abrían y grandes bloques de rocas se desprendían con estruendo. Se desplomó uno de los menhires de lapislázuli y se partió. El catafalco se abrió con un chirrido. La imagen alada de la mujer peinada a la moda persa tembló y cayó sobre el montón de calaveras.

Te he elegido, pero te dejo libertad de elección. De elegir el mundo en el que quieres estar y existir. Elige. Pero elige sabiamente.

Porque el que se aparta de la senda del valor descansará en compañía de las sombras.

Levart volvió en sí. Y se dio cuenta de que estaba solo. Completamente solo.

Tan sólo una vez volvió la vista atrás, cuando salía del barranco. No vio a nadie.

Allí donde siempre había estado el puesto de la Soloviev, donde se alzaban los blokposts Ruslan, Muromets y Gorinich, donde había bunkers, puestos de guardia, pasillos y pasadizos de conexión, ahora no había nada. Nada excepto la tierra levantada, agujereada por los disparos, preñada de cráteres, negra a causa del fuego, cubierta con alquitrán y cascotes. El napalm todavía estaba ardiendo y humeaba sobre las carroñas, sobre todo colgaba el pesado y penetrante olor a la gasolina.

Y el hedor a la carne humana quemada.

Sobre el campo de batalla y sus alrededores giraban, bramando, los cazabombarderos.

Levart entrecerró los ojos, desacostumbrados a la brillante luz, se limpió la frente y los párpados con una mano temblorosa. Y contempló ante sí a Savieliev. Igor Konstantinovich Savieliev. El Mayor Cojo de la secreta.

Quiso decir algo pero no fue capaz de extraer de sí nada excepto un chillido ronco. Alzó sus manos inconscientemente hacia su garganta dolorida. Savieliev lanzó la mirada tras el gesto. Y vio el cardenal que le había dejado la serpiente. Vio las mangas ensangrentadas del uniforme, rasgadas por el shamshir de Chernomor. Y de seguro que vio más, porque a sus ojos azul violáceo pocas veces se les escapaba nada.

—Vives —afirmó un hecho, y en su voz resonaba algo que se parecía al asombro—. Has sobrevivido.

—Sobreviví.

—Ven.

En el campo de aterrizaje había cuatro helicópteros sanitarios Mi-4 con cruces rojas en los morros. Los sanitarios y los paracaidistas estaban introduciendo en dos de ellos camillas con heridos graves e inconscientes. En los dos restantes entraban aquéllos que estaban en estado de andar o al menos de mantenerse en pie. Levart no pudo reconocer a nadie. Estaba demasiado lejos.

—Treinta y dos trescientos —respondió Savieliev a la pregunta no realizada—. A los doscientos y desaparecidos todavía los estamos contando.

Se acercaron al borde, al lugar en el que estuvo el blokpost Gorinich, que se había llamado con el nombre del dragón de cuento que guardaba el puente de viburno, el camino al país de los muertos. En la tierra removida y rasgada reconoció aquí y allí algún que otro objeto: bandoleras retorcidas, cartuchos pardos, cascos, jirones de uniformes, RD[91], cantimploras. Por todos lados, como si fueran espigas, como pajas sacadas de las negras entrañas de la tierra por el arado, brillaban los cartuchos. Los metálicos, de las cintas de los pekaemes. Y los cubiertos de pintura, de la munición de los Kalashnikovs.

Sintió que lo aferraba el vacío.

No lo sabía pero veía que el primer impulso del ataque le había caído encima al Ruslan, el blokpost comandado por Yakor, el sargento senior Jakov Lvovich Averbach. Que Yakor había recibido una bala ya en los primeros minutos de la lucha, que los soldados supervivientes se lo habían llevado herido, retrocediendo hasta el Muromets. Que en el Muromets Yakor había sido herido por segunda vez, ahora por un fragmento de granada.

No sabía que los muyaidines habían atacado el blokpost Gorinich con un huracán de fuego de mortero, de cañones sin retroceso y de oerlikones, que bajo este fuego había muerto entre otros muchos Fedia Smietannikov, uno de los jóvenes del reemplazo. Que Lomonosov, el sargento junior Oleg Yevgenievich Stanislavski, al ver la caída del Ruslan y la cruenta lucha en el Muromets, se dejó llevar por el pánico. Que en vez de defender la posición fortificada, intentó conducir a sus soldados al Bastión, la trinchera junto al campo de aterrizaje. Durante la caótica retirada recibió una bala en la frente y murió en el acto. A los supervivientes los llevó hasta el Bastión Valera, el yefreitor Valen Semionich Bielych.

Levart no lo sabía pero se imaginaba que la lucha más encarnizada había tenido lugar en el Muromets, el blokpost de mando. Que después de una lluvia de fuego tan intensa que no debiera haber quedado ni un alma en él, los muyaidines habían atacado cuatro veces. Y cuatro veces retrocedieron, expulsados, dejando el campo regado de cadáveres. Que cuando, destrozado por el proyectil de un RPG murió Zajarich, el sargento Leonid Zajarich Sviergun, lo reemplazó tras el trípode del Utios Barmaley, que había sido herido ya cuatro veces. Que a sus órdenes los soldados recogieron a los heridos y retrocedieron hacia la trinchera del campo de aterrizaje, el Bastión, la última oportunidad, donde tenían la esperanza de aguantar hasta que llegaran los refuerzos. Que entonces en el Muromets sólo quedaron dos defensores, cuya misión era la de cubrir la retirada.

Barmaley, el praporshchik senior Vladlen Askoldovich Samoilov, y el sargento Dimitri Ippolitovich Gushchin. Que con el fuego del Utios y del pekaeme, y luego de las granadas, rechazaron todavía otro ataque, después del cual ya no estaban en condiciones de seguir luchando. Cuando los muyaidines ocuparon el ya desarmado blokpost y echaron mano al cuchillo, llegaron por fin los refuerzos. Precedidos por el rápido y violento vuelo de un Su-17. Las bombas. Las bombas de racimo, el napalm y los nursos cubrieron todo el campo y los dos puestos ocupados por los dushman, Ruslan y Muromets. Convirtiéndolos a los dos en negras ruinas.

Levart no sabía que Barmaley todavía estaba vivo para entonces.

—Segunda muerte… —susurró con esfuerzo—. Un lago de fuego…

El mayor le miró de reojo. Luego le tomó por los hombros, le condujo en dirección al Bastión, lejos de los sanitarios y paracas del grupo de refuerzo, que revoloteaban por el campo de batalla. Levart caminaba rígido, aún medio inconsciente, aún aturdido y ofuscado. Pese a su atontamiento fue capaz de sorprenderse. Y de admirarse.

Puesto que Savieliev, para asombro de Levart, se arrodilló. Se prosternó. Cayó de rodillas. Se inclinó profundamente sobre la tierra ensangrentada y los cartuchos de que estaba sembrada. Se mantuvo allí por un instante. Luego alzó la cabeza y se persignó.

—Señor, te encomendamos el alma de tu siervo —comenzó— y te suplicamos, Cristo Jesús, salvador del mundo, que no le niegues la entrada en el regazo de tus patriarcas, ya que por ella bajaste misericordiosamente del cielo a la tierra. Reconócela, Señor, como criatura tuya; no creada por dioses extraños, sino por ti, único Dios vivo y verdadero, porque no hay otro Dios fuera de ti ni nadie que produzca tus obras.

Se persignó otra vez, otra vez se inclinó profundamente.

—Llena, Señor, de alegría su alma en tu presencia y no te acuerdes de sus pecados pasados ni de los excesos a que la llevó el ímpetu o ardor de la concupiscencia. Porque, aunque haya pecado, jamás negó al Padre, ni al Hijo, ni al Espíritu Santo; antes bien, creyó, fue celoso de la honra de Dios y adoró fielmente al Dios que lo hizo todo. Amén.

Levart, inconscientemente, también se persignó. En silencio.

Si aquello, en la cueva, pensó, había sido otra cosa que una alucinación y un viaje producido por la heroína, entonces tengo que volver. A ella. En este mundo ya no hallaré lugar. Ni tampoco quiero buscarlo. He tomado una decisión. Éste ya no es mi mundo. Tengo que volver.

Savieliev se alzó con un esfuerzo evidente, parecía que su cojera le diera más problemas estando de rodillas. Masajeándose la rodilla, volvió la vista a Levart. Como si estuviera esperando algo.

—Camarada mayor.

—Dime.

—Estaba usted rezando.

—¿De verdad? —Savieliev sonrió levemente—. No me lo creo. Es horrible lo que hace la guerra con el ser humano.

»Podría —se estiró el traje— aclarar las cosas de forma enfática y rimbombante. Declarar que la pesadilla de la guerra produce que hasta los ateos encuentren a Dios en sus corazones endurecidos y recuerden las oraciones. Pero a mí no me gusta la pedantería y la explicación es mucho más simple. Provengo de una familia religiosa, conozco las oraciones desde niño. Incluso en la época en que podía tener terribles consecuencias, se rezaba en la casa de mis abuelos. Bajito, puedes imaginarte. Pero se rezaba. En fin, los tiempos han cambiado, las consecuencias se han reducido… Pero por favor, mejor no hables de esta oración en el hospital.

—¿En qué hospital?

El Mayor Cojo se sacó la pistola de su funda con un movimiento rápido y le disparó en el hombro. Levart cayó de rodillas. Se agarró el hombro, abrió la boca para gritar. Pero sólo gruñó.

—¡Sanitariooo! ¡Aquíii! —El mayor guardó la pistola, lanzó a Levart un indpakiet, un paquete individual de vendajes—. Toma, póntelo en la herida. Como oficial, debes salir de esta trampa al menos herido, si no te harán preguntas, surgirán las sospechas y puedes tener muchos problemas. No te desmayes. O desmáyate, qué más da, de todos modos ahora mismo te recogerán los sanitas, ya vienen corriendo. Adiós.

»Seguro que te interesa saber —Savieliev, contra lo dicho, no parecía dispuesto a irse— por qué pierdo tiempo y munición en librarte de problemas. Has de saber que también yo vi una vez una víbora dorada. La seguí, pero a diferencia de ti retrocedí a tiempo. Pero te comprendo.

»Aparte de ello —añadió, mientras por fin se iba—, es de bien nacidos el ayudar a los paisanos. Y tú lo eres, polaco. Todo está en los informes, todo, y grande, enorme, es la fuerza de los papeles. Mi abuela, Elizabeta Pietrovna, de soltera Molchanova, de religión ortodoxa, de la amplia familia de los mercaderes Molchanov, procedía, como la tuya, de Volodia. Y por eso, como se suele decir, la sangre no es agua, los genes no son pistachos. Adiós, paisano. Te he ayudado en lo que he podido, ahora cuídate tú mismo.

Ya se habían acercado los sanitarios y habían colocado a un Levart vendado, semiinconsciente y pálido como la muerte sobre la chapa de uno de los beteerres del broniegrupo que volvían, a lo soldado. Como compañeros de viaje, aparte de los sanitas, tenía a unos paracaidistas de la Ciento Tres, jóvenes, morenos, con camisetas rayadas por debajo de sus chalecos abiertos. Los motores rugieron, los gases de combustión burbujearon, se alzó una nube de polvo, los tanques y transportes se movieron hacia la ruta de Kabul. Sobre sus cabezas revoloteaban los «cocodrilos», los cazas Mi-24.

Los motores aullaban, los gases ahogaban, el polvo se metía en los ojos y las narices. Pero los Mi-24 que giraban por encima les daban una sensación de seguridad, les elevaban la moral y el ánimo. Se quería vivir. Se quería cantar. De modo que no resultó extraño que del corazón, el alma y las gargantas de los paracaidistas surgiera una canción. Los muchachos de la 103ª División Paracaidista de Vitebsk, echados sobre los blindados, cantaban con toda la fuerza de sus pulmones.

Llega el momento de la partida,

Tú me miras con aprensión en tus ojos,

Yo siento tu querido aliento,

Y a lo lejos ya surge la tormenta.

Adiós, tierra de los padres,

Recuérdanos,

Adiós, amada mirada,

Perdona, adiós, perdona, adiós.

—Eh, infantería, ¿por qué no cantas? ¿Te has muerto? ¿Qué? ¿Que estás herido? ¡Vaya una herida! ¡Una herida es cuando las tripas se salen del vientre! ¿Por qué andas tan paliducho? ¿Que hay que reanimarte? ¡Atízale en el costado, Fonar! ¡Jo, jo, jo! ¡Mirad! ¡Va a echar la pota, va a echar la pota!

Rugían los motores de los beteerres, se alzaban y caían nubes de polvo. Los paracas cantaban de tal modo que hasta el eco rebotaba por los barrancos.

Bosque, estepa, y en la estepa la estación,

La luz del crepúsculo y el nuevo amanecer,

No olvides el adiós de la eslava,

Repítelo por siempre en tu alma.

Adiós, tierra de los padres,

Recuérdanos,

Adiós, amada mirada,

Perdona, adiós, perdona, adiós.

Y éste es el final de la historia.

O casi.

El mayor Igor Konstantinovich Savieliev no sobrevivió a Afgán. Tras servir una segunda ronda volvió a por la tercera. Pero no pudo llegar a subteniente, algo que al parecer tenía ya en el bolsillo. Le llegó la muerte en Jalalabad el 25 de septiembre de 1986, en jueves, a las quince horas y veinte minutos. Se puede disputar quién —o qué— fue la causa de la muerte del mayor, directa o indirectamente. ¿A quién había que echarle la culpa de que lo que quedara del mayor cupiera en dos cubos y dos cajas de municiones? ¿Al alcohol, la vodka, que había hecho perderse a tantos buenos soldados de las más diversas banderas y enseñas? ¿Fue la CIA, la Agencia Central de Información con sede en Langley, en el estado de Virginia? ¿O fue un camello llamado Mustafá? ¿O, en fin, se trató de Abdul Ghaffar, ingeniero mecánico, graduado en la Universidad Politécnica de Moscú en el año 1972? El asunto era complicado. En el verano de 1986, la Agencia Central de Información entregó a Pakistán unos lanzagranadas manuales, unos proyectiles tierra-aire guiados por temperatura del tipo de los FIM-92, con el nombre código de Stinger. La primera partida de Stingers se llevó a Afganistán desde la base de Miram Shah en septiembre, cruzaron la frontera en las alforjas de un camello llamado Mustafá, el nombre de su jinete no lo recogen las crónicas. El 25 de septiembre de 1986 el mayor Savieliev volaba a Jalalabad con un helicóptero Mi-8 para tomar parte en la borrachera de despedida organizada por un grupo de oficiales desmovilizados de la brigada de spetsnaz estacionada allí. En las montañas cerca del aeropuerto se escondieron los muyaidines armados con el lanzagranadas Stinger, nuevecito, aún oliendo a pintura, lujo y American Way of Life. Entre los muyaidines estaba el ingeniero Abdul Ghaffar, el único capaz de reconocer qué parte del Stinger era por la que salía el disparo y dónde había que apretar. Abdul Ghaffar apuntó y apretó, el proyectil del Stinger, por su parte —el primero de muchos que se dispararon después en Afganistán—, encontró infalible el calor emitido por el Mi-8 a punto de aterrizar con los dos pilotos y seis pasajeros a bordo. El helicóptero, al ser alcanzado —el primero de muchos en Afganistán—, cayó sobre el aeropuerto y estalló.

Alguno más de los soldados descritos más o menos detalladamente en esta historia volvió de Afganistán del mismo modo que el Mayor Cojo: como «gruz dviesti», carga doscientos. Como cadáveres incluso a veces aún menos reconocibles que el propio mayor. En ataúdes a los que se rendían honores, en las bodegas de transportes An-12, los malhadados Tulipanes Negros. Antes de que el último BTR con los paracas en su interior se fuera de Afganistán cruzando el puente de Hayraton, la muerte, la Vieja de la Guadaña, se llevó consigo a muchos. Entre ellos a Aliosha Panin, literalmente el día anterior al dembel, destrozado por la metralla de un fugas[92]. Miron Tkach, cuya estancia en el hospital le había salvado de la masacre en la Soloviev, cayó en el valle de Panjshir apenas dos meses después.

Tampoco llegó a disfrutar de su licencia del ejército de Afganistán el enfermizo zampolit, el teniente junior Andrei Prianikov, Lázaro-Lazuria. Murió en el CVG de Kabul de una infección amébica del lóbulo cerebral. Lazuria hizo empeorar la estadística que ya de por sí era terrible. La hepatitis, el tifus, la malaria, la disentería amebiana, infecciones virales del hígado y la meningitis mataron o al menos afectaron en la guerra de Afganistán a cerca de medio millón de soldados de los algo menos de setecientos mil que sirvieron en el OKSV. Esta guerra, su desarrollo y sus resultados podrían haber sido completamente distintos si a los soldados del OKSV se les hubiera dado más jabón. Y forzado a usarlo, claro.

Muerte en la lucha, a causa de las heridas y las enfermedades la sufrieron en total 13.833 soldados. Una cifra bastante modesta. Como para nueve años, un mes y veinte días de guerra. Una media de cuatro víctimas diarias. Hubo muchas más personas que murieron durante el mismo tiempo en accidente de tráfico.

Los que regresaron de Afganistán volvieron a sus casas.

Volvieron a unas casas inhóspitas y frías, unas casas que apestaban a ajenidad, mentira y engaño. Volvieron a sus esposas, mujeres extrañas de ojos enfadados y labios apretados, mujeres que callaban significativamente o significativamente atacaban. A esposas que ya no eran esposas, que no estarían ya desde hacía tiempo pero que están, porque esperan un pretexto. Para poder irse con la cabeza alta, justificadas, absueltas de sus pecados y con el sentimiento de la validez de una solución tomada largo tiempo antes.

La sociedad a la que los soldados habían vuelto se comportaba, curiosamente, casi de forma idéntica a las esposas. La sociedad, como las esposas, arrogante y altanera, expulsaba a sus propios polluelos. La sociedad, con el graznido de un loro, repetía la frase propia de las esposas: «Nunca te habría engañado si…». La sociedad creía firmemente que era ella la afectada. La sociedad se había enfadado. Enfadado mortalmente.

De pronto resultó que culpables de todo, de absolutamente todo, eran aquellos muchachos quemados por el sol, con sus ojos de ancianos, que llevaban en el pecho las órdenes del Estandarte Rojo y la Estrella Roja, las medallas al Valor y por Acción Bélica. Muchachos llenos de cicatrices, muchachos ciegos, muchachos sin manos, muchachos con muletas, muchachos en sillas de ruedas. Ellos son culpables de todo y bien les está lo que les ha pasado. Debieran pedir perdón. Debieran disculparse. Debieran jurar que nunca jamás. Y nosotros, la sociedad, rechazaremos esas disculpas y esos descargos suyos, no los perdonaremos. Nosotros los condenaremos. Primero a la picota, luego al olvido.

A aquéllos que sobrevivieron y resistieron les esperaba otro mundo. Había desaparecido, como si fuera un sueño, la estrella roja. En el escudo del estado y en las enseñas militares la había sustituido un águila negra bicéfala y en el cielo nocturno sobre Moscú un enorme anuncio de SONY. Se abrió el Cuerno de Amaltea, las mercancías que antaño fueran suntuosas e inalcanzables, irreales como las ilusiones, se derramaron sobre las estanterías de las tiendas con el ímpetu y el rugido de un vendaval siberiano, la abundancia de los bienes producía lágrimas en los ojos, temblores en las manos y convulsiones en los muslos. Surgió un gigantesco País de los Cuentos, una onírica federación Limono-Naranjera, un universo espectral salido de los anuncios de televisión, un mundo donde la cerveza del Báltico fluye como un Niágara, las mujeres menstrúan en azul, las chocolatinas Snickers calman el hambre de los hombres, los Kinder Sorpresa la de los niños, Whiskas la de los gatos y el champú Head & Shoulders elimina la caspa en todos ellos.

Los ojos de los que sobrevivieron contemplaron todo esto.

De algunos de los que sobrevivieron a Afgán se acordó la guerra. Según unos: una nueva guerra. Según otros: siempre la misma.

Y a aquéllos que sobrevivieron a Afgán, en la cuenta de gastos final les tocó sin embargo caer en la batalla.

Hubo a quien le tocó caer en lucha por el propio país y la casa propia. Como al «abuelo» Marat Rustamov, muerto por la bala de un francotirador en Sumgait en febrero de 1988. Otros cayeron por un nuevo y reciente país y nueva casa. Como Jakov Lvovich Averbach, llamado Yakor, antaño sargento senior, luego Rav Samal Mitkadem, muerto en la Franja de Gaza en junio de 1990.

Hubo a quien le estaba escrito morir lejos de casa, en lucha por la idea o por los dólares. Como Edvard Koslauskas, antaño Kozlevich, luego Abu Ed, en Grozni, en diciembre de 1994, bajo las ruinas de un edificio bombardeado. Como el entonces sargento junior Alexander Gubar, en julio de 1997, muerto a causa de sus heridas en un hospital de Fernando Po.

También sobrevivió a Afgán Valera, Valeri Semionich Bielych. Y acabó seis años más tarde tal como se le había predicho, como un verdadero urka[93]: ahogado con un alambre por un zek[94], prisionero como él en uno de los campos de Mordovia.

De los cinco jóvenes del refuerzo, en la lucha en el puesto de control Soloviev, aparte de Fedor Smietannikov, cayeron dos, los del blokpost Ruslan. Sobrevivió Vladimir Yefimchenko, que al mismísimo final de su aventura había sido ascendido al grado de yefreitor y recibido el mote de Fima. Después de Afgán Fima no vio futuro para sí en la vida civil y se quedó en el ejército. Sirvió en él hasta el ascenso a sargento y como sargento el cuatro de octubre de 1993 defendió la Casa Blanca, el parlamento ruso, de los disparos de los colegas de la 2ª División de Guardia de Taman, cuando éstos asaltaban la Casa. La elección de la parte equivocada terminó con su carrera, aún más cuanto que en la Casa Blanca fue alcanzado por metralla en la rótula.

Durante los años que siguieron cojeó mendigando en su Dniepropetrovsk natal, jugó al dominó por parques y patios de vecindad y trasegó vodka con los jubilados y los piesnegros locales. Borracho, caía en una euforia artificial, mostraba sus medallas y cicatrices, gritaba sobre los traidores, los políticos hijos de puta, los intelectuales sin güevos, vociferaba que la guerra de Afganistán se habría ganado, que no habría hecho falta más que fusilar a Gorbachov y lanzar unas cuantas bombas térmicas sobre Islamabad, Karachi y Rawalpindi. Luego se alzaba y bebía el trieti tost[95], el tercer brindis, exigiendo a todos que se levantaran. Luego lloraba. Y se dormía con sueño de borracho. La primavera de 1997 se durmió y ya no despertó más.

También sobrevivió a Afgán el último de los cinco muchachos, Boris Kozemian, de mote Korshun. Éste se enlazó con la guerra. Con un lazo duradero e irrompible. Se unió con el ejército con un lazo de acero y granito. Salió de Afganistán como sargento. Ya mayo de 1991 lo ve en Nagorno Karabaj, en las luchas por Sumgait y Agdam. Allí lo coge el final de la URSS. En estado de shock, decide dejar el ejército. Pero la guerra lo tiene ya en sus garras y no le suelta. En 1992 llega como voluntario a Transdnistria, donde en el verano toma parte en las duras luchas en torno a Bendera. El año siguiente la guerra, sin la que Korshun no puede ya vivir, lo lanza a los Balcanes. Lucha en las formaciones de voluntarios rusos. La primavera del año 1993 se suma al destacamento de Sasha Mujariev, el famoso Asa, junto con ellos toma parte en la sangrienta batalla de la colina de Zaglava. Es uno de los pocos que escapa del infierno de Zaglava sin ni siquiera un arañazo, ganándose un nuevo mote de los serbios: Lucky Bastard.

Vuelve a casa, al ejército regular, en el que le aceptan sólo después de superar el alcoholismo y la adicción a las drogas. En noviembre de 1994 ascendido a teniente junior, en diciembre está en Chechenia. Durante la batalla de Gudermes resulta gravemente herido, sus compañeros consiguen de milagro sacarlo de un beteerre que está ardiendo. Pasa en el hospital más de cuatro meses, sale lleno de terribles cicatrices en el rostro. Rechaza la oferta de desmovilización y de pensión porque vaya una pensión que es ésa. Se queda en el ejército. En 1998 ya es capitán. El once de diciembre de 1999 cumple treinta y cuatro años. Y la guerra está harta de él. Al día siguiente, el doce, muere durante el asalto a Grozni.

Sobrevivió a Afgán también el praporshchik senior Matviei Filimonovich Churilo, llamado Matiuja, el gigante de rostro de niño. Al dembelnarse volvió a Siberia, a la región de Omsk, a su Tiukalinska natal. Se hizo jegre, es decir, guardabosques y cazador. Organizaba cacerías para extranjeros y gordos nuevos ricos moscovitas. Pero sobre todo se dedicaba a vagabundear por la taiga, silbar, hablar con las ardillas, mirar al cielo por encima de las copas de los árboles, dejarse caer por los villorrios y tomar vodka con los tramperos, volver a la taiga. Por lo que sé, sigue allí hasta hoy y vive estupendamente.

Vika, Viktoria Fiodorovna Kriayeva, se llama hoy Vicky Myers. Vive con su marido en Dearborn, en el estado de Michigan.

No, no me he olvidado. De Pavel Slavomirovich Levart, praporshchik del batallón mecanizado Ciento Ochenta de la Ciento Ocho MSD. Conozco mis obligaciones, sé que tengo que contar lo que pasó con él. Aunque del todo no se sepa. Cuando le disparó Savieliev le llevaron al medsanbat de Puli-Chumri. No a Bagram o Charikar, como a todos los otros heridos de la Soloviev, sino precisamente a Puli-Chumri. Pasó allí diez días y, nada más recibir el alta, lo estaba esperando el dembel. Mucho antes de lo que cabía esperar, con tan sólo quince meses en Afgán.

Cuando le llevaron a Bagram, visitó el hospital, se le vio en compañía de una enfermera, Tatiana Nikolaievna Ostrogorodska. Nada especial, en compañía de Tatiana Ostrogorodska se había visto a muchos. Y el siete de julio de 1984, un sábado, cuando le llegó el turno de aparecer en el ve-pe-pe de Bagram y subir a bordo del Ila-76 con destino a Tashkent, resultó que no estaba Levart. Que había desaparecido. Simplemente desaparecido. Sin huella.

Como consecuencia de una investigación se arrestó en tiempo record a Anatoli Pochliebin, conductor del 863° avtobat, conocido por el mote de Karter. El arrestado reconoció casi de inmediato que el cinco de julio, a petición del propio praporshchik Pavel Levart, lo había transportado y dejado en el kilómetro ciento noventa y tres de la carretera Kabul-Jalalabad, a treinta kilómetros de Soroba, en el lugar en el que el diecisiete de junio había tenido lugar la masacre de la tropa del puesto de guardia Soloviev. Allí el praporshchik se había despedido y Karter no lo había vuelto a ver.

El transporte de praposhchiks sin órdenes, aunque contrario al reglamento, no era un crimen y Karter habría salido indemne del asunto si no hubiera sido por el hecho de que el servicio especial descubrió sus escondrijos y zulos y, en ellos, entre el contrabando normal y corriente, una cosa completamente extraordinaria: un rhyton de oro puro, una vajilla para el vino adornada con un relieve con la imagen de la cabeza cornuda de una gacela, un objeto de evidente antigüedad, una obra de arte, por lo que dijeron los expertos, de procedencia persa, de los tiempos de los aqueménidas, algo extremadamente raro y simplemente sin precio.

Cuando le presionaron, Karter reconoció que Levart le había comprado con aquella obra de arte. El objeto, afirmó, procedía de una barranca ciega situada no lejos del puesto de guardia en el que el praporshchik cuidaba de una víbora del tesoro. Todos en el puesto sabían que estaba amaestrando al reptil, que lo alimentaba con ratas y lo entrenaba. Al parecer para buscar tesoros.

El servicio especial realizó una inspección del puesto Soloviev. Se reconocieron minuciosamente todos los alrededores. En el lugar señalado no se encontró barranco alguno, ni ninguna garganta, ni ninguna grieta. No se encontró nada. Lo único que había allí era la pared lisa, desnuda y empinada de la falda de una montaña. Se revisó el terreno con mucha precisión y mucho tiempo, hasta que por fin uno de los participantes topó con una mina PFM y perdió el pie. Entonces se decidió dejar la búsqueda, al praporshchik Levart se le declaró desaparecido y a Karter le cayeron cargos de gravedad. Ya hacía tiempo que los camaradas afganos se quejaban de que los soldados rojos mientras cumplían con su deber internacionalista robaban y saqueaban demasiado a menudo los tesoros de la cultura nacional, de modo que Karter sirvió de cabeza de turco. Le condenaron a doce años sin posibilidad de beneficios. Pero no cumplió condena ni siquiera un día. Durante el transporte desapareció y con él la escolta de tres personas y el mismo Uaz[96] en el que lo llevaban. Corrían rumores por Kabul de que en el negocio de contrabando de Karter andaban metidas gentes poderosas y de muy arriba, que le agradecieron de ese modo el que no las hubiera delatado durante los interrogatorios.

Al parecer alguien vio luego a Karter en Pakistán, en Peshawar. Otros parece ser que lo vieron en Majachkala, en Dagestán. Ni idea si fue o no verdad.

Pero incluso si lo fuera, eso ya es otra historia completamente distinta.

Pese al peso de sus ochenta y dos años la vista de Muhammad Hamid seguía siendo la de un águila. Desde el lugar en el que estaba sentado, bajo un duval[97], se divisaba una perspectiva de valles y caminos, una vista hermosa y lejana. El vejete vio al punto una columna que se acercaba en una nube de humo. Seis Humvee y cuatro transportes blindados que circulaban a toda velocidad en dirección a Ghazna. Vio también, en contra de sus deseos, que la columna iba reduciendo el paso hasta que por fin se detuvo por debajo del kishlak. Vio también lo que se estaba temiendo. Soldados que se bajaban de los vehículos.

Durante los últimos cuarenta años el kishlak de Badguzar había sido bombardeado y quemado hasta los cimientos justo cinco veces.

Muhammad Hamid se giró en dirección a la casa.

—¡Jhamila! —gritó a la nieta que jugueteaba en el patio—. ¡La radio!

Los habitantes del kishlak de Badguzar y de otros villorrios habían tenido ya muchas experiencias desagradables y la lección no había caído en saco roto. Los americanos y los soldados de la OTAN sabían que los talibán habían prohibido ver la televisión y escuchar la radio. El kishlak del que procedía música alta señalaba pues que no era pro talibán. De modo que en principio no tenía por qué ser bombardeado con morteros ni vukaemes[98]. En principio. Porque había de todo.

Muhammad Hamid albergaba la esperanza de que esta vez no fuera a ser así. Por eso estaba dispuesto a aguantar la radio de Jhamila y los sonidos demoniacos y molestos para el oído que escapaban del aparato.

El viejo pastún no sabía que los sonidos llevaban por título «Girls» y los emitía el trío Sugababes. Para él aquello no era música sino obra de shaitan.

De los vehículos de la columna reptaron unos soldados. Reptaron, pensó Muhammad Hamid, era la palabra adecuada. Cubiertos de armas que no recordaban a armas y extrañísimos instrumentos, provistos en lugares extraños de extrañas herramientas, los soldados parecían seres de otro planeta. Portaban gigantescas gafas de sol que les hacían parecer gigantescos insectos, se movían también como insectos, como escarabajos, desgarbados y patosos. Muhammad, que había visto ya el ejército de los shuravi, sus spetsnaz y sus paracaidistas con uniformes de camuflaje, bufó con desprecio al ver cómo la patrulla se encaramaba por la pendiente. Cierto, como verdaderos escarabajos haciendo rodar sus bolas de estiércol, pensó, y luego escupió. O como mujeres preñadas. No es extraño que andurreen por aquí, cerca de los caminos principales, no lejos de su base, en una zona en la que en verdad apenas les amenaza nada. Habría que verlos allí donde de verdad están y actúan los Turbantes Negros: en Oruzgan, Helmand o Kandahar.

Los soldados se acercaron en dirección a la boca del desfiladero de Mughab, sin prestar atención al kishlak. Creo que no son americanos, decidió el anciano, bien familiar ya con los diversos motivos del camuflaje de los uniformes. No son alemanes ni ingleses… Otros infieles de los que shaitan ha enviado, los ha lanzado como langostas sobre nuestro país. Así que Alá les hiciera desaparecer, por mano de los fieles o aunque fuera con otra plaga… La ilaha il-Allah

La grava crujía bajo las botas. La patrulla de la primera compañía del 18° Batallón de Asalto Aerotransportado de Bielsko-Biala se introdujo con cuidado en la boca del desfiladero. En cabeza, extendiendo ante sí con cuidado el cañón de su arma, iban los exploradores. El cabo Pus, llamado Diablo. Y el soldado Ksiazkewicz, llamado Kermit. Diablo distinguió de pronto algo en un montón de arena, dio un paso, se agachó. Y de inmediato retrocedió, asustado.

—¡Virgen de la pata al hombro! —gritó—. ¡Una víbora, te cagas!

—¡Una víbora! —le coreó Kermit—. ¡Sus muertos! ¡Una cobra!

—¡Métela un tiro, colega! ¡Acribilla al bicho!

—¡Quietos, media vuelta! —detuvo a los exploradores el alférez Rawik—. ¡Ahí tienes, sudando como un pingüino en verano! ¡Vaya unos terminators que estáis hechos! A cargarse to lo que se mueve, ¿no? ¿No dejar nada vivo, como un paleto? ¡Dios, qué dentro tenéis metido el pueblo!

—¡Joder, que yo soy de Varsovia! —musitó Diablo—. Es que es una culebra, señor alférez… —explicó en voz más alta—. Es decir…

—Veo que es una culebra. Y sé lo que quiere decir. Tranqui, cabo. Baja el chuzo.

El alférez dio dos pasos, adelantó a los soldados. La serpiente se introdujo entre las piedras, sus escamas brillaron como el oro. Rawik se acercó.

El resto de la patrulla se acercó también.

—¿Qué pasa? —preguntó por lo bajo el soldado Wronski, de mote Kizior—. ¿Ein? ¿Chachos? ¿Qué es to ese follón?

—Una víbora —aclaró Diablo a media voz—. A joderla que fuimos… Y el Rawik no nos dejó.

—Puto ecologista. —Kermit escupió—. Que le metan un árbol por el culo…

Rawik se acercó todavía más. La serpiente alzó un tercio de su cuerpo, balanceó levemente la cabeza, clavando en el alférez la inmóvil mirada de sus ojos dorados. Rawik se estremeció, dio un paso atrás. Sus oídos tronaban y retumbaban.

La serpiente no apartaba los ojos de él. Unos ojos de oro con una pupila negra horizontal.

En el kishlak de Badguzar aullaron los perros. Jhamila tarareaba una música, barría el patio. El viejo Muhammad Hamid pasaba las cuentas de un rosario.

Al hamdu lillaahi rabbil’alameen, ar-Rahman ar-Raheem… Gloria a Dios, Señor de los Mundos, el Misericordioso, el Piadoso… A ti te adoramos y te pedimos socorro. Llévanos por el camino recto, el camino de a los que cubres de bienes, no el de aquéllos con los que estés enojado.

Y no el de aquéllos que se equivocan.

La víbora miraba a los ojos al alférez Rawik.

Y el Hindukush, como siempre se alzaba sobre todos ellos y les dominaba.

Lo que sucedió después es ya otra historia completamente distinta. Se la dejo a otros: que sea otro quien la cuente. Forse altri cantera con miglior plettro.