El amanecer en el Hindukush es como una explosión de claridad. La impenetrable negrura de la noche palidece sólo durante un segundo y de inmediato la claridad enciende las nubes, prenden y arden con un fuego cegador las nieves de las cumbres. De improviso se tiene la sensación de que allá, lejos, al otro lado de la cadena de montañas, se estuviera abriendo un cráter en el interior de la tierra, expulsando y vomitando una líquida masa de lava ardiente. Como si allá, lejos, tras la dentada línea de cumbres, extendiera sus alas incandescentes el Pájaro de Fuego, alzándose al vuelo hacia el espacio.
El Pájaro de Fuego aletea, la claridad abarca todo el horizonte, la babel de luces que se arremolina llena el cielo sobre las cumbres, el fulgor fluye hacia abajo con una increíble velocidad, hacia abajo por las rugosas pendientes de las paredes y los barrancos. Las paredes y los barrancos de los pies del Hindukush, que por el día son de un inmutable tono gris ceniciento, se ennoblecen en el momento del amanecer con un dorado cegador.
En los cortos instantes del amanecer, sólo en estos instantes, por un segundo, Afganistán se vuelve hermoso.
A la aurora, cuando sobre el Hindukush vuela el Pájaro de Fuego, las faldas de las montañas se cubren de oro y Afganistán se vuelve hermoso, hace frío. Tanto frío que el metal del akaeme[1] se cubre de una plaquita de escarcha.
Una escarcha que se pega dolorosamente a los dedos.
—No os durmáis —advierte Levart, cubriendo las congeladas orejas con el cuello de la bushlata[2], una agradable piel de oso artificial—. ¡No os durmáis, eh, vosotros! ¡No duermas! ¿Rogozin? ¿Duermes?
—¡Despierto!
—¿Karayev?
—Despierto, praporshchik[3]. No duermo. Demasiado frío, blin[4]…
Pavel Levart despega los dedos del akaeme, limpia la culata con la manga. Junto a él, a la derecha, se retuerce Valun, para sus subordinados sargento Valentin Trofimovich Jaritonov, se restriega las manos, murmura algo en voz baja. A la izquierda bosteza Asim Karayev, de mote Zima. Más allá de Zima, en un nido unipersonal hecho de piedras, se despereza Mishka Rogozin, golpea su RPK[5] y chirrían los dos pies del arma, tintinea la canana con munición.
Va clareando. El pelotón se despierta a la vida, la gente se remueve en sus puntos de control, gimen y maldicen en sus trincheras labradas en la tierra pedregosa, en los nidos rodeados de rocas de sus puestos. De algún lugar cercano —en el frío aire de la montaña se percibe todo— llega un olor a humo, alguien no ha hecho caso a la prohibición, no aguantó sin su cigarrillo. Valun se suena los mocos con ruido, se limpia la nariz, se rasca el rabillo del ojo, mirando hacia abajo fijamente, hacia la pendiente del barranco y la clara línea del camino de guardia que fluye desde allí, retorciéndose como una serpiente. Levart se inclina saliendo de las piedras, mira en dirección al KPP[6] del camino, el puesto y el bunker que ocupan los verdes, los askeros[7] del ejército afgano oficial. No hay nada allí. Ni un movimiento.
—Seguro que están durmiendo, los moros.
—Duermen —concuerda con aire somnoliento Valun, el sargento Valentin Trofimovich Jaritonov.
—Nada más que buscar tiras.
—Nada más. —Asim Karayev bosteza—. Un día como otro cualquiera. Viva la Unión Soviética… Blin.
Por detrás, desde el puesto de mando, voces. El komvzvoda, el jefe del pelotón, el teniente senior Kirilenko, está gritándole a uno de los sargentos. El sargento a su vez les grita a unos soldados.
Con toda seguridad, a los que habían estado fumando. O a alguno que haya dejado su puesto para ir a orinar.
Levart se lleva los binoculares a los ojos, mira las revueltas del camino y la pendiente del barranco.
«Tiras», o sea convoyes, no hay. Pero nada más que buscarlas.
El convoy, como todos los demás, viene del otro lado de la frontera, de la base de transporte y carga en Hayraton. Primero tiene que atravesar los ochenta kilómetros del desierto hasta Mazar-i Sharif, desde allí, las serpentinas carreteras de montaña hasta Puli-Chumri, unos doscientos kilómetros. A poco de pasar Puli-Chumri comienza el desfiladero de Salang y el túnel de casi tres kilómetros de largo del mismo nombre, horadando el corazón del Hindukush. A esta hora, Levart mira el reloj, el convoy ya ha atravesado de seguro el Salang, estará al otro lado de la salida sur del túnel.
Desde el lugar donde el aterido Levart vigila el camino hasta la salida del desfiladero que está observando, y hasta la salida sur del Salang, hay unos quince kilómetros. A la «tira» que ya ha pasado el túnel le separan unos sesenta kilómetros de Bagram. De Kabul, más de cien. La parte más peligrosa del recorrido. Por eso están aquí las patrullas de protección. Como la nuestra. Que lleva el nombre en código de Neva.
—Oigo unos motores —anuncia el sargento Jaritonov, de mote Valun.
Desde las fauces del desfiladero, hundidas en las tinieblas, surge una columna, entra en la cuerda del camino, presentando la parte derecha como en un desfile, se ven las máquinas claramente, perfilándose frente al fondo de la pendiente bañada por el sol. En primer lugar avanza un BTR-70[8], de cañón KPVT[9] alzado al máximo, bien dispuesto, olisqueando el peligro. Tras el beteerre, un Ural de doce ruedas, con una caja de carga cubierta por una lona, a unos trescientos metros detrás otro, y uno más aún. Luego un chato Kamaz de dieciocho toneladas, tras él otro, lanzando gases por el tubo de escape, con la hidráulica silbando, poderosos, de doscientos caballos, nada de un camión normal y corriente, nada de un transporte civil corriente, sino una máquina de guerra capaz de imponer respeto, cargada hasta los topes, por encima de la resistencia de sus ejes, cargada de aquello con lo que se alimenta la guerra, sin lo que no puede haber guerra. Tras ellos un Maz, un camión cisterna con gasolina. Y otro Ural. Giran por la sierpe, desfilan, presentando esta vez la parte izquierda, embarrada con una mezcla de polvo del desierto y de nieves del Hindukush. El beteerre que les conduce está ya a cien metros del KPP y del puesto de los afganos, pegado a la roca.
Hace frío pero Levart de pronto tiene todavía más frío. Siente de improviso una presión en las orejas, una pulsación, un zumbido procedente de un molesto insecto, como una abeja que alza una agitación en una colmena. Y de pronto lo sabe. De pronto está seguro. Del mismo modo que muchas veces antes, cuando lo sentía con toda seguridad.
—Espíritus[10]… —susurra de pronto. Valun se vuelve.
—¿El qué? ¿Pasha?
—Espíritus. ¡Espíritus! ¡Espírituuus! ¡Una trampa! ¡Alaaarma!
Un relámpago repentino en el camino, humo, una explosión que embota los oídos enmudece los gritos del destacamento. Un BTR destrozado por la explosión salta y se sale de la carretera como el juguete de un niño al que se le da una patada. Un estruendo, un estruendo, la pendiente al otro lado del camino envuelta en humo, hacia abajo, hacia la columna, vuelan los disparos de los lanzagranadas, dejando estelas como flechas indias. El primer Ural recibe un impacto directamente en la cabina, estalla, rebota y se queda quieto. Un Kamaz tocado por dos veces estalla en llamas al momento, arde como una tea.
El destacamento se despierta de su estupor, se dispone a la lucha. Desde el puesto de mando tabletea el PKM[11], abren fuego los otros puestos. Levart muerde los labios, aprieta el gatillo, el akaeme se revuelve en sus manos, la culata golpea sordamente en el hombro. Junto a él dispara Zima, los cartuchos saltan como granizo. Dispara con la RPK escondido en su agujero Mishka Rogozin, dispara largas ráfagas. Dispara ya todo el destacamento, cada blokpost[12], cada puesto, dispara cada cañón del pelotón, dispara todo lo que es capaz de disparar. Las paredes del desfiladero, al otro lado del camino, son arañadas por las balas y se elevan nubes de polvo. El objetivo es claro y simple. ¡Hacer que se echen a tierra! Que se echen a tierra los dushman con sus RPG[13] y sus bazucas, no dejarles disparar sin traba a los Kamaz del convoy.
—¡Ka-pe-pe! —grita avisando alguien desde atrás, de un puesto situado más arriba—. ¡Ka-pe-pe!
Levart sabe de qué se trata, siguiendo a otros cambia su fuego al bunker y al puesto de los askeros afganos. Porque desde allí también disparan ahora RPG y bazucas. Un segundo Kamaz se convierte en una bola de fuego, el tercero, con un impacto en las ruedas, cae pesadamente sobre el chasis. El convoy se defiende, aúllan los vladimiros[14] montados sobre el Ural, la escolta dispara. Dispara indolentemente. Y poco tiempo. Una ráfaga desde el puesto de los afganos los hace migas.
El Maz explota, estalla la cisterna, la gasolina ardiendo cubre el camino, el fuego llega hasta el tercer Kamaz, lo abraza al instante. Un hombre, cubierto por las llamas, salta de la cabina, cae abatido por las balas. Un humo negro lo oculta todo, un hedor ahoga y sofoca. En el humo, los relámpagos de los disparos, las explosiones de los proyectiles de RPG. El humo lo oculta todo, se pierde en él la carretera, el KPP y el bunker afgano, desaparece en él el convoy atacado, el humo lo encubre y esconde. Levart se restriega las lágrimas de los ojos. Al no ver, no dispara. Valun lanza una maldición.
—¡No veo! —grita Rogozin desde su agujero—. ¡No veo nada, blad[15]!
Desde abajo, desde la gasolina ardiendo, llega una ola de un ardiente hedor a petróleo.
De pronto un grito desde detrás, el golpeteo y el chirriar de unas botas, se alza la voz joven, de cachorro, del teniente Kirilenko. El teniente Kirilenko, Levart lo sabe de pronto con una certeza que hiela la sangre, va a hacer dentro de un segundo algo increíblemente estúpido. Algo infantil y mortalmente estúpido.
—¡Pelotóoon! ¡A la luchaaa! ¡Detrás de mí!
No me lo creo, pensó. No me lo creo.
—¡Pelotóoon! ¡Detrás de mí! ¡A ayudar a los nuestros! ¡Adelanteee!
—Está grillao… —jadeó de rabia y desesperación—. Joder, ¿es que se piensa que está en la batalla de Kursk?
Los soldados del pelotón saltaron, salieron del escondite. Todos. Bueno, puede que no todos. Corrieron. Detrás del teniente.
—Siéntate ahí, Pasha —susurró Valun, agarrándole con una mano férrea y arrastrando a Levart a la trinchera—. ¡Siéntate! ¡A Kirilenko se le ha saltao un tornillo, pero tú no te vuelvas loco! ¡Siéntate! ¡Y tú también siéntate, Mijail! ¡Asienta el culo! Y tú, Zima, ¿adónde vas? ¿Adónde, joder? ¡Quieto! ¡Quieto, te digo!
Zima no le hizo caso. El pelotón, aunque no todos, salió del escondrijo. Tras el teniente Kirilenko. Siguiendo sus órdenes.
Y los dushman, maldita su puta estampa, sólo estaban esperando aquello.
En la zastava[16] tronaron las ráfagas de dos DShK[17], retumbaron desde la pendiente y el barranco sordamente, da-da-da-da-da, los proyectiles atravesaron el campo, entremezclando tierra, arena y piedras. Y personas.
Antes de que el sargento lo arrastrara hacia el escondrijo, Levart vio la sangre polvorienta, surgiendo como un sifón de quienes habían sido acertados, vio cómo caían, cortados y rajados por las balas, cómo gritaban y aullaban. Vio cómo Asim Karayev, tocado en la barriga, se abría como una navaja, vio cómo se retorcía por la arena, sangrando, y la arena a su alrededor hervía. Vio cómo la espalda del uniforme del teniente Kirilenko humeaba y se rasgaba de pronto, estallaba en sangre y el teniente caía, con el rostro hacia abajo, en la parda arena afgana.
Una explosión, dos, un estallido ensordecedor, el zumbido de los fragmentos, alrededor se hizo la oscuridad por el polvo levantado y las piedras volantes. Un mortero, pensó Levart, estos hijos de puta hasta tienen mortero.
—¡Un mortero! —gritó—. ¡Cubríos! ¡A cubierto! ¡Todos a cubiertooo!
Se ahogó con una repentina falta de aire. Da-da-da-da-da, no se cansaban los de-she-ka. Da-da-da-da-da. Los proyectiles convertían en polvo hasta piedras de bastante tamaño. Se encogió, metió el rostro en la manga de la bushlata.
Aullidos silbantes, brillo cegador, un estallido ensordecedor, una detonación que hace temblar el suelo, una ola de calor. RPG, se dio cuenta al punto, es un RPG. Y lanzado de cerca… ¡De cerca!
—Allah-u akbaaar!
—¡Espírituuus!
Ya gritaban otros, todo el pelotón, todos habían visto ya las siluetas que surgían de la tierra, con sus pakoles planos y sus turbantes. Los muyaidines se lanzaban a la lucha invocando a Alá, disparando todo lo que tenían. Levart escuchó a su alrededor el rápido fit-fit-fit-fit de los proyectiles volando.
Los de-she-ka no se habían callado, seguían golpeando los puestos del pelotón.
—¡A mis órdenes! —grita desde el puesto de mando el praporshchik senior Panin.
—¡Pelotón a la lucha! ¡Fuego!
—Allah-u akbaaar!
—¡Fuego! —grita Panin—. ¡Disparar, jodeeer! ¡Disparaaar! Dispa…
Una explosión, una lluvia de grava y de pequeñas piedras le golpea la espalda. Levart no tiene que darse la vuelta para saber qué ha pasado, sabe de dónde provienen esos restos, qué es lo que le ha arrebatado la voz a Panin, por qué se ha callado de pronto el PKM del puesto de mando. Sabe que se trata de un impacto directo, de una granada de mortero en el mismo centro del blokpost.
—¡Fuego! ¡Fuego, job tvoju maaac[18]!
Gracias a Dios, está vivo, suspira de alivio Levart. Aliosha Panin está vivo y al mando… Gracias a Dios que no soy yo… El siguiente por antigüedad…
Aprieta los dientes y aprieta el gatillo del akaeme, dispara. Dispara junto a él Valun, dispara Rogozin desde su agujero, dispara todo el pelotón. Pese al fuego denso e incansable —advierte Levart con terror— no desaparecen las siluetas envueltas en pakoles, turbantes y pañuelos palestinos, hay cada vez más. Y están cada vez más cerca. Tan cerca que ya se ve cada detalle. Como, por ejemplo, el que dos barbados que corren directamente hacia ellos llevan en la mano unos lanzagranadas, el uno un RPG-7, el otro un viejo RPG-2. Y que ambos se ponen de rodillas, toman el arma en el hombro.
Apenas le dio tiempo a lanzarse al fondo de la trinchera y cubrirse la cabeza con las manos. Al menos un proyectil acertó en su blokpost, justo en el puesto de Mishka Rogozin, en su nido de piedra. Ante los ojos de Levart, completamente sordo por el estallido, junto con el humo, el fuego y fragmentos de roca, salió volando del nido lo que quedaba de Mishka: un fragmento de un abrigo ensangrentado, algo que recordaba a una sandía carbonizada y un gran ovillo de tripas rojo-azul oscuro. Encogido junto a Valun, algo duro le golpeó en la espalda. Levart, todavía sordo, vio que el sargento aferraba en ambas manos sendas granadas F-1. Arrancó las anillas con los dientes y lanzó una granada ante sí, muy rápido, sin agacharse. Levart siguió su ejemplo, lanzando sus dos limonkas[19]. Cuando remató con dos granadas de mano, las F-1 comenzaron a explotar, las explosiones y el silbido de los fragmentos fueron ahogados al momento por terribles evocaciones a Alá. Alzó su Kalashnikov del suelo y la limpió con la manga. Valun lo agarró por el hombro.
—¡Salgamos de aquí! ¡Retirada! ¡Por pies, Pasha, por pies! ¡Si no, nos joden!
Salieron del blokpost, se alzaron entre el silbido de las balas, corrieron, zigzagueando como las liebres, hasta el siguiente puesto, a unos diez metros, diez metros de tierra rocosa, diez metros entre el polvo alzado por los disparos. Se metieron por el parapeto, cayeron directamente sobre los cuerpos, sobre los muertos, sobre heridos que gritaban, sobre cartuchos y cargadores vacíos. El único soldado que podía luchar, Levart no pudo reconocer quién era, maldecía, chillaba, con la culata apoyada sobre la mejilla llena de granos, disparaba sin tregua con su akaeme, sembraba de balas el terreno frente a él.
—Allah-u akbaaar!
—Yalla, yalla!
—¡Bandidos de mierda! —El akaemista[20] temblaba al disparar—. ¡Hijos de una gran puta gorda! ¡Venga, venid! ¡Venid!
En la trinchera, abriéndose paso por sobre el parapeto, cayeron dos granadas, una RGD[21] y un huevo pakistaní de color cacao. La muerte, pensó Levart, aplastándose contra un suelo cubierto de cascos vacíos como si fuera un lenguado. Valun dio un salto de tigre, agarró la RGD y la lanzó fuera con brío, estalló. La granada paquistaní giró entre los heridos y los cadáveres y éstos se llevaron la peor parte de la explosión. Levart se puso boca abajo, se quedó sordo de nuevo a causa del estallido y de los aullidos de los mutilados. Alguien se arrastró a su lado, se retorció, se le enganchó la bota al cinto del akaeme y lo arrancó de las manos de Levart.
—Allah-u akbaaar!
En la barricada entraron dos. Un barbado enorme de mirada salvaje y un tipo oscuro con pañuelo palestino, un voluntario saudí. Al saudí lo rebanó de inmediato una ráfaga del akaemista de la cara sembrada de granos, el cual a su vez murió al momento por los disparos del barbudo.
—Allah-u akbaaar!
La mira cerrada, anotó irracionalmente Levart, mirando la carabina del barbado mientras daba febriles manotazos a su alrededor en busca de un arma. Es una Kalashnikov china, de producción china, lanzada desde Pakistán…
Tocó con la mano, jadeaba desesperado, lo alzó, tuvo una suerte increíble, porque lo que había tocado era un AKS[22] que alguien había tirado, más ligero que el AKM y que se podía subir con más rapidez. Con el arma corta en las manos extendidas, en gesto inconsciente de defensa, apretó el gatillo. Acertó directamente en el rostro al espíritu de la Kalashnikov china. Sangre, dientes y pelos de la barba volaron por todas partes.
—¡Bien le ha estado! —gritó Valun con rabia—. ¡En sus morros de cerdo! ¡En su culo de moro!
Agarró la AKM del soldado muerto, saltó al parapeto de rodillas.
—¡Gilipollas! —gritaba, agitando los muslos, con el arma por delante—. ¡Puuutas! ¡Cabrooones! ¡Me cago en vuestra puta madre!
Milukin, recordó Levart, el akaemista muerto era el soldado Milukin. No podía alzarse del suelo, tenía los pies como si fueran de algodón, todo su cuerpo, le parecía, cada tendón, todo le negaba su obediencia. Su mano apretada a la culata del AKS no se movía por nada del mundo, temblaba espasmódicamente. El suelo bajo sus pies se sacudió de pronto por una explosión, el puesto se llenó de humo apestoso. Levart se atosigó, tosió, lloriqueó en un movimiento instintivo de vómito.
Valun disparó todo el cargador, tiró la AKM. Se echó de rodillas junto a Levart, lo agarró del hombro, lo zarandeó. Tenía la manga izquierda rasgada, el brazo desnudo bajo ella estaba ensangrentado.
—¡Por pies, Pasha! ¡Venga, deprisa! ¡Deprisa, hermano!
Levart reaccionó, se levantó. Salieron de la trinchera, atravesaron los siguientes diez metros, en parte corriendo, en parte a cuatro patas, bajo las balas, azuzados por los aullidos de los dushman detrás de ellos y animados por los gritos de sus camaradas del blokpost de mando que humeaba en frente. El blokpost salvador que de pronto se abrió ante ellos como si fuera la puerta del paraíso y ellos se lanzaron al interior, tomando aire por la boca como peces fuera del agua. Y el viejo praporshchik Panin, como si fuera San Pedro, les acogió con verdadera pasión paradisíaca.
—¿Vivos, joder? ¿Enteros? ¿Entonces por qué cojones estáis de brazos cruzados? ¡Tomad un arma, su puta madre! ¡Y a luchar! ¡A luchar!
No faltaban armas, el blokpost estaba lleno de muertos y heridos incapacitados para luchar. Echaron mano del AKM, se unieron a los otros, a los más o menos diez soldados que disparaban repetidamente, sin tregua. En el fondo, encogido, estaba sentado Kola Sinisin, el enlace de radio, repitiendo incansablemente al micrófono su mantra para pedir ayuda.
—¡Fuego! —gritó Alexei Panin, el San Pedro, incluso con cierto parecido al santo portero, si a éste se le afeitara, se le pelara al uno, se le manchara la jeta con sangre y suciedad y se le encajara en las manos un AK-74.
—¡Fuego! ¡Fuego a discreción!
El blokpost disparaba. Junto a Levart, pegado a su hombro, tiraba de su PKM el sargento Kriuchov, llamado Kriuk. Detrás de él, tomando impulso como un discóbolo griego, el soldado Lugovoi lanzaba granadas de mano. Ante los ojos de Levart, una bala le acertó en la frente, la sangre le surgió de la sien en una fuente de un metro de largo.
—Allah-u akbar! Allah-u akbaaar!
—Aquí Neva, aquí Neva… —repetía con voz agitada Kola Sinisin, encorvado sobre su radio como un judío ante el Talmud—. Cero, primero, ¿me escuchas…? Aquí Neva…
—Allah-u akbar! Marg bar shuravi!
Kola Sinisin dejó de hablar, comenzó a sollozar, moviendo la cabeza cada vez más deprisa. Kriuk peleaba con una PKM encasquillada. Valun disparaba y gritaba. La explosión de una granada les cubrió de arena y grava, los aullidos de los atacantes crecieron en fuerza. Aliosha Panin separó su ensangrentada mejilla de la culata, lanzó un enorme escupitajo.
—Cojonudo, muchachada —resumió con voz fría—. Lo tenemos crudo.
Cierto, parecía que no se iban a salvar. Pero se salvaron.
La salvación, extrañamente, no se la trajeron los «cocodrilos», los cazas reactores Mi-24, de hecho éstos aparecieron apenas por delante de los tanques y los BMP[23] que iban con un grupo de refuerzo de Charikaru. La salvación les llegó del lugar más inesperado: del convoy. Desde la tira que parecía quemada hasta los huesos, de sus restos rotos, destrozados ya. El Ural de la escolta que cerraba la columna se había quedado en Salang, llegó al lugar de la emboscada con retraso. El Ural transportaba en la caja una zushka montada. Un cañón antiaéreo Zu-23 de dos cañones automáticos. Los proyectiles de veintitrés milímetros lanzados por el cañón de la zushka atravesaron primero la pendiente de la parte derecha del camino, limpiándola con rapidez de muyaidines con bazucas. Luego los artilleros giraron los cañones a la izquierda, hacia los dushman que estaban frente al puesto. Y los mezclaron con la grava. Los mezclaron muy concienzudamente, se podría decir: los dejaron como una masa homogénea, como el relleno de unas croquetas. Y luego, a una velocidad de dos mil disparos por minuto, dispararon a los que huían, dispararon hasta que los cañones se calentaron al rojo. Pero antes de que los cañones se calentaran, ya revoloteaban sobre el puesto los Mi-24, y las montañas temblaban con los nursos[24] disparados por ellos.
A Levart no le fue dado ver ni la llegada de los cazas ni los cohetes. La explosión del último proyectil de RPG disparado contra el blokpost, ese mismo disparo que mutiló al sargento Kriuchov, empujó a Levart contra una piedra y tanto fue el ímpetu de la fuerza del golpe contra su cabeza que cayó en la inmovilidad y la oscuridad, se hundió en la inexistencia y se sumergió en ella. Por completo y sin vuelta atrás.
Cuando llegaron los refuerzos salieron del puesto de mando Neva siete soldados por su propio pie, entre ellos el praporshchik Panin y Valun, el sargento Valentin Jaritonov. A nueve los tuvieron que transportar, entre ellos al radiotelegrafista Kola Sinisin, entero, pero con un profundo shock. Sumido en un trauma tan hondo y duradero que le proporcionó un dembel. A Kriuk, que perdió la mano hasta el codo, lo desmovilizaron también, por supuesto. Levart acabó en el medsanbat[25] de Bagram, donde le diagnosticaron una contusión cerebral. Una contusión cerebral no aseguraba un dembel[26].
El ataque a la zastava, como al poco informaron los confidentes del JAD[27], lo había llevado a cabo con su destacamento Tarik Sayid Qâdir, del grupo Yamat-i Islami, que colaboraba con los servicios secretos pakistaníes. Y dado que, según uno de los confidentes, la base de ataque de Tarik Sayid Qâdir era la aldea de Joranyarik, la aldea de Joranyarik fue bombardeada y ametrallada por los cazas de asalto Su-25, no dejando piedra sobre piedra en ella. Tres días más tarde el JAD culpó del ataque a la zastava a los muyaidines del mulá Abdurabullah, uno de los subcomandantes de Gulbuddin Hekmatiar, de la agrupación Hezb-i Islami. Y como al parecer al mulá Abdurabullah le ofrecía ayuda activa la aldea de Sharan Karz, a la aldea de Sharan Karz se la sometió a los disparos de cohetes de fragmentación lanzados por un BM-21 Grad[28], que no dejaron de ella ni siquiera el más pequeño fragmento de adobe. No mucho después el JAD fusiló a su confidente, pues resultó que había lanzado falsas acusaciones, porque tenía disputas de naturaleza personal con los habitantes de ambas aldeas. Por su parte el ataque a la zastava había sido en realidad obra de un teniente llamado Munawara Rafi Hafiza, por un tiempo independiente de todos, que había tenido su base en el kishlak[29] de Shinyarai. Sin embargo, como para entonces se habían multiplicado los nuevos ataques contra el puesto y en las oficinas reinaba un lío tremendo, la burocracia falló y se olvidaron de bombardear el kishlak de Shinyarai. En vez de eso los cazas Su-17 lanzaron bombas sobre la aldea de Mirab Chel, que no tenía absolutamente nada que ver y para colmo mostraba una actitud pacífica. Y la redujeron a polvo. Mejor dicho: a una masa homogénea como el relleno de las croquetas. Fueron destruidas incluso las rocas que la rodeaban y los relieves sobre ellas, que eran de tiempos de los Seléucidas.
Por aquel entonces salió Pavel Levart del hospital.
Y los habitantes de las aldeas, como siempre, colocaron en montones los carneros reventados. Como siempre, enterraron a sus parientes y amigos muertos. Y como siempre, se dispusieron a reconstruir sus casas.
El edificio entero se estremeció con el estruendo de los turborreactores. Justo en aquel momento se alzó de una pista de despegue situada no muy lejos, dirigiéndose a toda velocidad hacia el cielo, un «grajo», un cazabombardero Su-25, al que se le reconocía desde lejos por sus cortas alas y su elegante silueta.
Levart carraspeó. El suboficial de guardia con insignias de sargento alzó la vista, dejo la lectura de Znaniye-sila, una revista de ciencia, popular por sus cuentos de ciencia-ficción. Sobre la mesa yacían además Krugozor, la revista de rock, Iskatiel, una revista de literatura de aventuras para niños y Ribolov Sporstmen, una revista de pesca. Levart esperó a que cesara el ruido de los motores.
—Praporshchik Levart, quinta compañía tercer batallón regimiento centésimo…
—Ya sé, ya sé —le interrumpió el sargento de guardia.
Bostezó hasta que le tembló la mandíbula, miró su reloj.
—Llega usted antes de la hora —afirmó—. Eso es bueno. El camarada mayor es puntual y exige puntualidad de los demás. Si se retrasa, la escolta la habría cagado y usted… Un momento, un momento, ¿y dónde diablos está su escolta, praporshchik? Son ellos los que debieran informar de la entrega, no usted. ¿Dónde están? ¿Ha venido solo o qué?
—Los de la escolta —Levart se encogió de hombros— me echaron del coche nada más salir del hospital. Y al irse me mandaron presentarme solo. Me advirtieron de que si me retrasaba o, no lo quiera Dios, no me presentaba…
—Te patearían el culo y te romperían la boca —terminó el sargento, afirmando con la cabeza—. Eh, vaya zánganos los colegas, ya nadie tié gana de na, na más que de vaguear, putas y vodka. Por otro lado, no estuvo mal que les hicieras caso, hermano. No hablan por hablar. De seguro que te pateaban el culo.
Levart pasó por alto el tuteo. Los sargentos profesionales solían tenerse por más importantes que los alféreces y les costaba mucho respetar los rangos. Este sargento era para colmo suboficial de un servicio especial, entretenido en polemizar con alguien que, quién sabe, puede que abandonara el edificio en unos minutos como arrestado.
—No es mala señal, en fin. —El sargento pareció haber leído sus pensamientos—. Para ti, me refiero. Si hubiera algo serio contra ti, no te habrían dejado ir a solateras, te habrían traído aquí en cadenas. Y así, pues nada, un interrogatorio normal y corriente. Así que, hermano, no te alteres. Siéntate allí, sí, en esa silla. ¿Es la primera vez que te toca con los personales?
Levart hizo un gesto ambiguo. Ya había tenido que lidiar con los personales, los miembros de los servicios especiales de los departamentos de verificación personal del contraespionaje y del KGB, como todos en Afganistán. Sobre todo había sido durante los escrutinios, llamados en argot «shmonas», de la palabra rusa para revisión, y que tenían por objetivo el descubrir el botín de guerra, los trofeos valiosos, los objetos de deseo, intercambio y mercadeo, a veces a una escala bastante grande. Se trataba sobre todo de divisas, de dólares y de heroína y hachís, pero también de objetos de lujo occidentales, cuya posesión la consideraban los servicios secretos no tanto como prueba de los saqueos realizados sino como —y con toda razón— enseres que podían alterar la consciencia socialista e internacionalista del ejército. A los oficiales de mayor graduación se les solía ahorrar el humillante proceder de que les revolvieran sus cosas personales, pero no a los praporshchiks. A él mismo ya le había tocado alguna vez tener que explicarse por un bolígrafo Parker, suyo al fin y al cabo, que había traído de la vida civil. El regalo de una muchacha que trabajaba en la agencia de viajes Inturist, en la calle Sadova.
—La primera vez y directamente al mayor —el suboficial bajó la voz—, a la misma cumbre de la división. Alto picas, hermano, alto. ¿Has oído lo que se dice de él? ¿Del Cojo Savieliev?
Levart afirmó. Porque había oído. Todos lo habían oído. Sobre Igor Savieliev, el Mayor Cojo de los personales, circulaban diversas leyendas por la división. Las conocía todas. O casi todas.
Un rumor daba nacimiento a otro, éste a uno nuevo, aún más improbable que los dos anteriores. Levart había oído hablar del mayor por primera vez durante la instrucción, en la escuela de Ashjabad, antes de Afganistán. El jefe del departamento personal de la 108ª División Motorizada, les contó a los alumnos uno de los suboficiales bien informados, había sido antes de aquello un «cascadeur», había servido en Cascada, la unidad de élite de los spetsnaz[30], la que en diciembre de 1979 había tomado el palacio presidencial de Hafizullah Amin en Kabul y que había reventado al propio Amin y toda su guardia a base de granadas. Había sido la metralla de una de las granadas lanzadas entonces, se empecinaba el sargento, dado que se dudaba de la verdad de su relato, la que le había ocasionado al mayor su evidente mutilación. En fin, unos creían, otros no, y la leyenda, enriquecida por rumores de estupendos detalles, continuaba. Y continuó hasta el día en que fue sustituida por otra, igualmente legendaria. El nuevo rumor lo sembraron, curioso, no los soviéticos sino los afganos de la 12ª División del ejército de la DRA[31]. Levart para entonces había tenido ya su bautismo de fuego afgano, la Ciento Ocho había rodeado en Gardez a los dushman en colaboración con los askeros de la Decimosegunda. Los contactos cercanos o la confianza con los verdes ni estaban de moda ni se veían bien, pero no se puede escapar de los cotilleos y los rumores, como rumores que son, se extienden. Y se extendió que Savieliev, chekista y espía profesional, había estado ya en Afganistán mucho antes del ataque al palacio de Amin y de la entrada del Cuadragésimo Ejército. Que, en concreto, había estado en Herat en marzo de 1979, cuando estalló la rebelión del cuartel afgano dirigida por Ismail Khan. Que con sólo nueve compañeros había conseguido escapar y huir a las montañas, evitando la terrible suerte de los trescientos treinta y dos consejeros, especialistas y civiles soviéticos a los que lincharon los habitantes de Herat durante la matanza que duró diez días, mientras que los rebeldes de Ismail Khan los torturaron hasta la muerte. Cuatro de los fugitivos sobrevivieron, contaban los askeros, entre ellos Savieliev, que se quedó mutilado a causa de la congelación. El mayor volvió a Herat. Entró en la ciudad, o mejor dicho en aquello que había quedado de ella después de los duros bombardeos de castigo de los Tu-16, al frente de un destacamento de los spetsnaz. Y junto con los spetsnaz les hizo pagar caro a los habitantes de Herat por marzo de 1979. Al parecer, en el marco de aquel desquite, le dieron el paseo a más de medio centenar de personas. Savieliev persiguió también a Ismail Khan, pero aquí ya no pudo, para entonces Ismail Khan dirigía a todo un ejército de muyaidines y era demasiado poderoso. Por cierto que por esta última descripción, los verdes que contaban la historia recibieron buenas tortas de parte de los hermanos de la Ciento Tres, pues los paracaidistas creían ver en su tono una nota de admiración. Y como que pegar a los verdes, al cabo eran aliados, estaba castigado, salió de todo aquello un lío no precisamente pequeño y que apenas se pudo ocultar.
A ambas leyendas clandestinas, la «cascadera» y la herática, les asestó un inesperado golpe, como es de esperar, la mujer. El bello sexo. En la persona de Zoika Projorova, médica del CVG[32], el Hospital Central Militar de Kabul. La doctora Zoika había sugerido que había tenido ocasión de abrirse de patas ante el mayor, un hecho cuya mención se suponía tenía el objetivo de elevar grandemente su credibilidad. Se acabó creyendo pues en aquello que de la doctora Zoika había salido y se había extendido a través de la intrincada línea de oficiales profesionales, de cuadros de mando y médicos ante los cuales también había tenido ocasión la doctora de abrirse de patas. Y salió y se extendió que el mayor no había estado ni en Cascada ni en Herat, que había llegado a Afganistán en diciembre de 1981 directamente desde la escuela del KGB en Fergan, y la cojera la tenía de tiempos estudiantiles, cuando en medio de una fantasía de borrachera se había tirado por la ventana de la residencia de estudiantes.
El golpe dado a la leyenda por la delicada mano femenina, sin embargo, fue más molesto que fuerte, no precisó de larga cura y no dejó secuelas de importancia. Al poco surgieron testimonios de primera mano que desenmascaraban a la doctora Zoika como a una persona que a menudo tenía problemas con la verdad, o dicho de otro modo: una puta mentirosa. Un consenso general entre la soldadesca desautorizó pues las revelaciones de Zoika y la leyenda del Cojo Savieliev fluyó por su antiguo lecho. Unos lo tuvieron por un spetsnaz y «cascadeur», otros lo relacionaban porfiadamente con la matanza de Herat. El mayor mismo, quien conocía los rumores perfectamente, los alentaba de vez en cuando apareciendo y cojeando delante de los soldados no vestido en la forma dispuesta por las ordenanzas, sino con un abrigo corto, la boina de los spetsnaz y con la Stechkin en una pistolera abierta en la cadera.
—Vale. —El suboficial de guardia metió las revistas en el cajón de la mesa, se levantó, se tiró del uniforme—. Las once en punto. Vamos.
Otro turborreactor despegó del VPP[33], un Sujoi o un Mig. El creciente estruendo que surgía como si fuera un trueno hizo primero trepidar al edificio de mando, para luego hacerlo temblar. Un gordo que venía enfrente por el pasillo se detuvo, se apoyó en la pared, maldijo. Tenía el rostro enrojecido y brillante a causa del sudor, en la chaqueta del uniforme, que llevaba abierta, portaba galones con las dos estrellas de teniente coronel.
—Honores —le advirtió en voz baja el sargento. Levart, avisado, saludó con fuerza. El gordo, al pasar junto a ellos, balbuceó algo que sonó como «vete a la mierda, cabrón», al mismo tiempo enviando hacia ellos una potente ola de hedor alcohólico. Para una peste de aquella magnitud, pensó Levart, había sido necesario un mínimo de un litro.
—Oficiales —murmuró el sargento por lo bajo, sin darse la vuelta. Levart no dijo nada. El oficial de guardia se acercó a una puerta, llamó con los nudillos. Entraron.
—¡Camarada mayor! El suboficial de guardia sargento Moyeiko anuncia…
—Descanse. Márchese.
—¡Camarada mayor! El alférez Levart…
—Descanse, he dicho. Siéntese.
En la pared, por encima de la cabeza del mayor, estaba colgado —¿cómo podía ser de otro modo?— el retrato de Felix Edmundovich Dzerzhinski, el fundador de la Cheka. Levart había visto ya a menudo a Felix Edmundovich a lo largo de su vida, podía dibujar de memoria y hasta en la oscuridad su barba española y sus nobles rasgos polacos. De modo que no le prestó más atención al retrato.
El mayor Igor Konstantinovich Savieliev era alto, incluso sentado. Tenía los cabellos en las sienes más que grises, y en la coronilla, más que ralos. Aunque delgado, tenía las manos como las de un campesino, grandes, rojas y toscas. Sus rasgos no eran menos nobles que los de su patrón, y sus ojos eran asombrosamente amables, del color de centaureas mustias. Pero Levart se dio cuenta de esto último algo después, cuando el mayor decidió por fin que era la hora de alzar la cabeza y la vista. De momento nada indicaba que el mayor fuera a decidir nada. Estaba sentado tras su mesa, concentrado por completo —daba la impresión— en una carpeta de textura parda, pasando las páginas de los documentos allí pegados con sus manos rojas de campesino.
—Praporshchik Levart, Pavel Slavomirovich —dijo por fin, aún con la nariz en la carpeta, como si no estuviera hablando con él, sino leyendo alguno de los papeles de ella—. ¿Cómo anda su contusión cerebral? ¿Se ha curado? ¿Está usted en pleno uso de sus facultades mentales?
—Sí, camarada mayor.
—¿Es usted capaz de responder a las preguntas?
—Así es, camarada mayor.
Savieliev alzo la cabeza. Y sus ojos de centaurea mustia. Tomó un lapicero, golpeteó la mesa con él.
—¿Quién —preguntó, al tiempo que marcaba el contrapunto con los golpeteos— disparó a su starlei[34]? ¿Al teniente senior Kirilenko?
Levart tragó saliva.
—Informo de que no lo sé. Camarada mayor.
—No lo sabe usted.
—No lo sé. No lo he visto.
—¿Y qué es lo que vio?
—La lucha. Porque estábamos luchando.
—Y usted luchaba.
—Así es, camarada mayor. Estaba luchando.
—¿Y, por curiosidad, por qué era por lo que estaba usted luchando, praporshchik? ¿En su opinión estaba luchando por una causa justa? ¿O injusta?
Levart de nuevo tragó saliva, sorprendido. Savieliev le miró desde debajo de unas cejas fruncidas.
—Acaban de cumplirse precisamente cuatro años —dijo, acentuando el peso de algunas de sus palabras con golpecitos del lápiz sobre la mesa—, cuatro años y cinco meses de la reunión del Buró Político en la que el camarada Leonid Ilich Brezhnev, de llorada memoria, apoyado por el consejo de los camaradas de llorada memoria Andropov y Gromiko, decidió que era necesario ayudar al partido y el poder proletario de la República Democrática de Afganistán a sofocar la contrarrevolución espoleada por la CIA, el capital internacional y el fanatismo religioso. Ya hace cuatro años y cuatro meses que el Contingente Limitado de nuestro ejército obrero y campesino bajo el luminoso liderazgo del partido cumple en la DRA su deuda y obligación internacionalista. Y en el marco del Contingente, dentro del tercer batallón del Ciento Ochenta Regimiento Mecanizado de la División Motorizada Ciento Ocho, también usted, praporshchik Levart.
Considerando acertadamente que no era una pregunta, Levart guardó silencio.
—De modo que luchas —el mayor afirmó el hecho—. Cumples internacionalísticamente con lo que haga falta. Con entusiasmo, sacrificio y completo convencimiento de la necesidad de lo que haces. ¿Tengo razón? ¿Del todo? ¿O puede que no del todo? ¿No tendrás otra valoración de la presencia militar soviética en la DRA? ¿Otra valoración distinta de la decisión del Buró Político? ¿Y de sus miembros de llorada memoria?
Levart apartó la vista del techo, que estaba asquerosamente sucio, miró a Savieliev. No a su rostro, sino a sus manos y al lápiz que golpeaba contra la mesa. El mayor pareció darse cuenta, porque el lápiz se quedó congelado.
—Sería interesante —continuó— el saber lo que tú, un representante de la escala de mando más baja, piensa de esta cuestión. ¿Qué? ¡Levart! ¡Abre la boca de una vez! ¡Te he hecho una pregunta!
—Yo, camarada mayor —dijo Levart con voz ronca—, no sé más que una cosa. La patria lo ha ordenado.
Savieliev guardó silencio durante un instante, haciendo girar el lapicero en sus dedos.
—Vaya —dijo por fin, cambiando su tono irónico a una actitud pensativa—. Es digno de anotarse. En vez de frases, el representante de la escala de mando más baja, al preguntarle acerca de su conciencia política responde con citas del cantautor Okudzhava. Pensando de seguro que el inquisidor no va a reconocer las citas.
»Y estas citas —el mayor volvió a su tono habitual— en tu caso concreto son bromas amargas. Un apellido más bien raro, oh, a Rusia no huele, no huele. ¿Y el alma rusa? ¿Se ha consolidado durante generaciones? Tu bisabuelo, un revolucionario polaco, murió y descansa en una oscura tumba, para colmo de males católica, en Tara, en el antiguo gobierno de Tobolsk. El abuelo, también polaco… ¿Quieres decir algo? Habla.
—Mi abuelo —dijo Levart sereno y en voz baja— no volvió a la Polonia libre aunque hubiera podido. Cuando regresó de Siberia se quedó en Volodia, al lado de la abuela, que de apellido de soltera era Molchanova. Y su hijo menor, mi padre…
—Héroe de la Gran Guerra Patria, condecorado con la Orden de la Fama de primera clase por la batalla en la península de Curlandia en marzo del año mil novecientos cuarenta y cinco —no le dejó terminar el mayor con la misma serenidad—. Creo que el más joven poseedor de tal orden. Todo está en los archivos. Todo, Levart, sobre ti, tu familia, tus parientes y conocidos. Y como la fuerza del papel es grande, mucho de esto se podrá usar… cuando sea necesario. Por eso pregunto otra vez: ¿quién disparó a la espalda al teniente Kirilenko?
—No lo sé. No lo vi. Se luchaba.
—Si —de nuevo colgó el lápiz en el aire— me entero por ti de lo que quiero, te prometo, en una semana estarás en casa. En Piter. Uf, quería decir: en Leningrado. No verás la guerra más que por la tele. Irás a la Fontanka de cervezas con los colegas. Ligarás chicas con tus medallas y tu bronceado afgano. No, venga, hasta te arreglaré una entrevista en el Konsomolskaya Pravda y después de eso te lías en un pispás con una activista del partido, sabes las perspectivas que eso te da… Te lo arreglaré todo. Si me dices quién disparó.
—No lo diré porque no lo sé. ¿Tendría que mentir? ¿Inventármelo? ¿Me licenciará usted si me lo invento?
—No. De hecho, diría, al contrario.
—Pues no me lo inventaré.
Ambos se callaron, los obligó a ello el rugido de los motores que les llegaba de fuera, de lo alto. Otro caza despegaba en la pista. El edificio tembló, el vidrio del vaso del mayor tintineó bruscamente, un inoportuno tintineo a cristal de botella se oyó también proveniente de las puertas entreabiertas del armario de metal del archivo. El mayor miró a Levart con ojos fríos.
—Tu última oportunidad, Levart —dijo, cuando se hizo el silencio—. Di quién disparó, de otro modo te acusaré de complicidad. Estamos en guerra, te meterán veinticinco sin pestañear. Diría que renuevas la tradición familiar, pero sería una mentira. Sabes que en comparación con nuestros lugares de trabajo y redención soviéticos, digamos, por ejemplo, Kolymá, la deportación zarista impuesta a tu abuelo era como un balneario en el mar Negro.
Levart no se inmutó. Desde los tiempos del colegio había tenido que soportar innumerables charlas y amenazas del mismo estilo. No, no se había acostumbrado porque no había forma de hacerlo. No había dejado de temerlas, porque no se podía hacer. Simplemente se había hecho indiferente.
—Le ayudaría, camarada mayor —mintió limpia, estereotipada e indiferentemente—, si pudiera. Créalo.
—Por supuesto. —Savieliev cerró la carpeta con fuerza—. Te creo. Mírame. ¿Ves cómo te creo? Ah, te mandaría ante un tribunal, polaquillo, aunque no fuera más que para dar ejemplo. Eh… Está usted libre, praporshchik. Retírese.
Levart se alzó con energía, a poco no haciendo caer el taburete, se puso firmes, chocó los tacones.
—¡Camarada mayor! El alférez Levart…
—Vete a la mierda, te he dicho.
—¿Por qué Savieliev se metió precisamente conmigo? ¿Y cómo lo voy a saber? —respondió Levart con una pregunta a las preguntas que se le hicieron—. Repito, vi cómo el teniente Kirilenko recibía una ráfaga en la espalda, pasó ante mis ojos, pero esto no lo podía saber Savieliev. Si a mí hasta me caía bien el teniente… Tuvimos una vez, no lo escondo, cierta diferencia de pareceres, porque era capaz de pinchar por cualquier cosa… Pero no hubo testigos… O al menos así lo pensaba yo. Porque se ve que sí que alguien informó de ello…
—Ni en la guerra… —Vanka Zigunov, el que había preguntado, carraspeó con fuerza, escupió lejos de sí—. Ni en la guerra puedes olvidarte de los putos chotas. Como de paisano, donde en tos laos hay un chota o un soplón, por tos laos, en la calle, en los patios, en el portal y hasta en el váter. Resulta que el ejército no es mejor, en la compañía, en la trinchera, en las marchas, por tos laos tienes a la espalda a un chota o un kagebero. Lo mismito que en casa. ¿Tengo razón, Matiuja?
—Razón tiés, Van, no digo que no —confirmó el praporshchik senior Matviei Filimonovich Churilo, el de más antiguo grado y estancia en Afganistán del grupo, al que los amigos le llamaban con el diminutivo de Matiuja. Era un muchacho grandullón, de simpática cara de niño. De niño muy grande, de jeta grande y pelo muy corto—. No digo que no, Van. Pero así es la vida, ¿por qué coño iba a tener que ser otra cosa nuestro ejército obrero y campesino que la vida civil? ¿Por qué habría de ser distinto aquí, al otro lao del río, que nuestra Rusia? Así es la vida. ¡Qué se le va a hacer! Pues apretar los dientes y aguantar.
Estaban sentados frente al módulo que les servía de cuartel temporal, escondiéndose en las sombras ante el sol afgano. Que al fin y al cabo allí, en Bagram, era menos fuerte que en las montañas y los desfiladeros, no quemaba ni resecaba tanto como en las rutas, en los blindados de los beteerres. Aquí en Bagram molestaba menos el viento y el polvo. Y el hecho de que no había el peligro de mina, bomba o de bala de francotirador también influía en el difuso sentimiento de confort. En el grupo, aparte de Levart y Valun, tomaban parte también cuatro suboficiales de la Ciento Ocho MSD[35]. El mencionado Matviei Churilo, un siberiano de Omsk. El sargento Ivan Zigunov, paisano de Levart, de Piter, que en la vida civil pasaba de que le mantuviera su anciana madre a que lo hicieran los órganos de seguridad del estado. El «abuelo» Marat Rustamov de Stiepanakert, con unos bigotes negros a lo Chapayev, un adorno de la fisionomía de moda últimamente entre los suboficiales y tolerado por el mando, que simbolizaba al mismo tiempo el imponente tiempo de servicio del poseedor. Y el sargento junior Sania Gubar, el más joven de edad, un bielorruso de Orsha de veintidós años. A todos, aparte del algo más del año de servicio «al otro lado del río», es decir, al otro lado del Amu-Daria, en Afganistán, les unía ahora una cosa: la obligada espera de un nuevo destino. Los motivos eran diversos, nadie esperaba que se contaran, sobre todo porque no salían de lo común y corriente. Por lo general se trataba de conflictos de suboficiales con oficiales. Conflictos de diferente contenido y diversas razones. Cierto que raramente era uno por el que amenazara disbat[36] o criminal. Y mucho más raramente que acabara como el teniente Kirilenko.
—Hasta mí ha llegado —anunció Marat Rustamov, encendiendo otro cigarrillo— que el Cojo Savieliev sospecha sobre todo de Aliosha Panin. Corren rumores de que fue Panin quien apioló al teniente. Se lo cargó para salvar a los colegas, porque el teniente se los llevaba al cuerno. ¿Y qué decís vosotros, Jaritonov, Levart? Estabais en el Neva…
—Estábamos —Levart se adelantó a Valun—. Y os decimos esto: si Savieliev sospecha de Panin, rara cosa es ésta. A Alexei Panin le dieron la Estrella Roja por aquella lucha. Y lo dejaron en el batallón. Él fue el único del grupo antiguo que se quedó, aunque no le faltaba para el dembel más que a mí, por ejemplo.
—Yo —explicó Matiuja— no creo que Aliosha Panin disparara al teniente. Lo conozco, no es de ésos. Y en lo tocante a las sospechas, pues en fin, inescrutables son las sentencias y no de hoy es que resulten incomprensibles los oscuros caminos de los chekistas.
—Amén —resumió Zigunov—. Pero Savieliev, atentos a lo que digo, no lo va a dejar pasar. Si el asesino de Kirilenko sobrevivió a aquella lucha, el Mayor Cojo lo pillará. No lo va a dejar en paz.
—Y tampoco lo van a dejar los jadovses[37] —añadió Sania Gubar—. Los rumores dicen que no paran en mientes para atrapar a los verdes esos del Neva, los que traicionaron a los del puesto afgano. Pero el JAD lo lleva oscuro. Esos andarán ya por los montes, con los espíritus, es como buscar una aguja en un pajar…
—Pues yo siempre he dicho —recordó Rustamov— que darles a los verdes armas es una estupidez bien gorda. No sólo que tiras el material, sino que para colmo te perjudicas. Tú sacas hoy un akaeme nuevecito del almacén, y el tío va y mañana se echa al monte con el akaeme. Y pasado mañana te está tirando con él en una trampa. Traidores tos, guarros, los muyaidines de los cojones.
—Igual no lo son todos. —Valun le miró de reojo—. Igual no todos son así. En el puesto del que estamos hablando, junto a nuestro grupo, hubo doce que no traicionaron. Tanto contaron luego.
—He oído —Gubar adoptó una mueca de horror— que se los cargaron a todos como expertos. Con una baqueta en la oreja, a la chita callando. Porque si a uno que está durmiendo le rajas la garganta con un cuchillo, a veces se da que pega un grito o alarma a otros. Pero si le metes una baqueta por la oreja, ni mu que dice.
—¿Un ejército regular —le interrumpió Rustamov— se deja pillar a la chita callando y rajar como cerdos? Aficionaos, que no soldaos. Y los que les dieron el pasaporte fueron sus propios colegas, sus colegas basmachos[38] los dejaron pasar al puesto. Así que lo que yo decía: traidores que son. Fijaos en mis palabras. Confiar en ellos es una memez, armarlos una tontería.
—Sólo que —dijo Matiuja pensativo— éste es su puto país al fin y al cabo. Afganistán, es decir.
—Cierto, el suyo —murmuró Valun, mirando a su alrededor primero—. No el nuestro. ¿Y no será que precisamente de ahí salgan todos los problemas?
—A ti puede que te salgan. —Gubar también miró alrededor—. Y puede que no sólo a ti. Pero a nuestro zampolit, de seguro que no. El tío no habla más que de internacionalismo, obligación internacionalista, deuda internacionalista. Una vez hasta contamos cuántas veces por hora decía la palabra. Cuando llevábamos treinta, dejamos de contar… Pero tú, Jaritonov, ¿no me andarás provocando? No hace mucho estábamos hablando de confidentes…
—Ay, hermano —le cortó Valun, frunciendo los ojos—. Me da a mí que quieres que te den en los morros.
—Vale, vale… —El bielorruso alzó las manos—. No he dicho nada. No se dijo nada.
—Se dijo —le replicó amistosamente Matiuja—. Pero por lo bajo y entre los nuestros. ¿No es verdad, praporshchik Levart? Me parece que no hemos oído tu opinión sobre este asunto. Y de seguro que la tienes.
—Yo soy un soldado. —Levart se encogió de hombros—. Obedezco órdenes. Hago lo que se me ordena. Lo que mande la patria.
—Igual no te has dado cuenta —dijo Rustamov al cabo de un instante de silencio—, así que te lo recuerdo. Ya no estás en un interrogatorio del KGB.
—No lo estoy. Y sigo haciendo lo que me mande la patria.
El silencio que cayó duró incluso más que el anterior. Lo interrumpió Vania Zigunov. Y como lo hace un soldado.
—Ah, a la mierda con tanta palabrería, nos toca los cojones a nosotros tanta filosofía —anunció—. Decidamos, señor suboficial, qué hemos de hacer con esta tarde que se presenta tan encantadora, puede que la última libre, puede ser que mañana nos manden de nuevo a la guerra, a cada uno a un confín de este puto país, así se pudriera y se lo comiera una plaga. Hay dos posibilidades. Beber o follar.
—No entiendo —Sanka Gubar frunció el ceño— por qué tiene que ser una alternativa.
—Por causas económicas. Los medios bastan sólo para lo uno o para lo otro. A no ser que alguno haya heredado, le haya tocado la lotería o haya robado un dukan[39], ¿no? Entonces vamos a calcular. Hablé con el sargento de suministros, me puede conseguir un litro de vodka, de verdadera Stolichnaya, treinta cheques[40] por botella de medio litro, un precio como para un hermano. Puede tener también aguardiente casero de primera ronda, de calidad indefinida, diez cheques por litro.
—¿Y la alternativa?
—Sé de dos cocineras del casino. Quieren diez por cliente.
—No es mucho —valoró rápido Gubar—. Si damos diez cada uno de nosotros…
—Sin contar los regalos —le corrigió Marat Rustamov—. No vas a ir allí como un zopenco cualquiera, a follar sin regalos. Aunque no sea más que uvas, pero hay que comprarlas. Y sin embargo, si se decidiera por cuatro litros del irrenunciable aguardiente, saldríamos a seis y pico por cabeza. Y como con el aguardiente la satisfacción es considerablemente mayor, no hay por qué darle vueltas.
—Espera, espera —se entrometió Matiuja—. Consideremos las cosas con tranquilidad. ¿Cómo son esas cocineras? ¿Las has visto al menos, Van?
—Si quiero ver cosas me voy al Hermitage.
—Y tiene razón —apoyó Sania Gubar a Zigunov—. Porque, ¿cómo pueden ser las cocineras? ¿Es que vosotros, paletos, no habéis visto nunca cocineras?
—Las he visto, ay, las he visto —afirmó Matiuja con la cabeza—. Así que casi mejor entonces la vodka.
—Decididamente la vodka. —Rustamov retorcía sus bigotes de cosaco—. Venga, a pachas, señores internacionalistas. Echar la mosca al gorro.
—Sólo se vive una vez. —Matiuja abrió el bolsillo del uniforme—. Para qué ahorrar si mañana puede tocarnos Kandahar o un matadero peor… Vamos a tomar, pienso, ese litrillo de Stolichnaya, para darnos el gusto. Y de segundo plato tres litrillos de ese primero de a diez. Juntos, quince cheques por cabeza de la humanidad. No llega ni a dos meses de soldada.
—¿Y se puede con foshkami? —Sania Gubar rebuscó en su bolsillo un puñado de arrugados billetes afganos—. ¿Al curso actual, diecisiete por cheque?
—Vale. ¿Y tú, prapor[41], qué?
—Calculad la cantidad. —Levart se levantó—. Pero sin contar conmigo. No voy a tomar parte.
—¿Quiere decir —se rió Zigunov— que prefieres entonces una cocinera? ¿O las dos?
—Es asunto mío lo que prefiera. He dicho que no me contéis para vuestras cuentas.
Zigunov se preparó para seguir pinchando, pero Matiuja lo calmó. Con un gesto de palabra y autoridad.
—Déjalo. Quiere estar solo. Entiéndelo y respétalo.
Le parecía que iba caminando sin objetivo, nada más que hacia delante, nada más que seguir por seguir. Al menos no era su objetivo llegar al aeropuerto. Pero no se asombró cuando se encontró en él. Así era en Bagram, daba igual dónde fueras, acababas en el aeropuerto. Sobre la pista se movía precisamente un gran Antonov An-12 de cuatro motores, tripudo, con la cola levantada. Al cabo de una larga serie de maniobras, el avión llegó hasta el hangar, junto a la misma rampa. Abrieron la portilla de transporte, a su alrededor se arremolinó gente con monos y uniformes. Ante los ojos de Levart, que había conseguido acercarse ya, comenzaron a cargar por la rampa unas cajas de madera. Sabía lo que contenían. La carga de nombre en código «doscientos»[42].
—¿Y tú qué buscas aquí, soldado? ¿No sabes leer? ¡Prohibida la entrada! —le gritó un jovenzuelo con galones de oficial—. ¡Largo de aquí, pero ya!
—¡Documentos! —Junto a él apareció de inmediato otro, no mucho mayor—. ¡Muestra los documentos, que te estoy hablando!
—Dejadle. —Les ordenó un delgado capitán, al que le había bastado echar una mirada a la cara bronceada y quemada por el viento de Levart—. Dejadle en paz. ¡Y a lo vuestro!
Se iban cargando cajas de madera en el Antonov, una tras otra. Levart sabía que las cajas escondían dentro otros recipientes, metálicos y sellados. Sólo ahora se dio cuenta del emblema que había en el morro del avión, una flor de color negro. Sabía, está claro, el nombre del argot soldadesco que se les daba a aquellos aviones, pero nunca había creído que volaran de verdad con un dibujo así. Sería interesante saber, pensó, si el nombre se había tomado del dibujo o el dibujo del nombre…
—¿Puede ser —preguntó el capitán en voz baja— que estemos cargando a tus amigos? ¿No?
—Puede ser.
—Tienes derecho a despedirte.
Levart saludó.
—Yo —dijo al cabo el capitán, mirándolo— también me voy. Allí. Ha llegado mi reemplazo, el dembel, como lo llamáis. Pensaba que se terminó, que adiós Afgán[43], que sobreviví, que ya se acabó el miedo… Veinticinco meses de guerra… Y justo ahora es cuando he empezado a tener miedo. De lo que me encuentre… allí. De lo que me está esperando. De cómo me recibirán. Y si conseguiré acostumbrarme… ¿Entiendes?
Levart no respondió.
—Cuando llegue el momento lo entenderás —suspiró el capitán—. Y ahora vete de aquí. Es verdad que no debieras estar.
Se alejó sin apresurarse. No había pasado media hora cuando escuchó un ruido de motores. Y vio cómo el Tulipán Negro se elevaba hacia el cielo. Con un cargamento conocido como «gruz 200». Lo llevan de vuelta allá de donde vino. Quién sabe, pensó, puede que allí, en la bodega, en los ataúdes sellados, verdaderamente yazcan Zima y Mishka Rogozin. ¿El soldado Milukin? ¿El teniente Kirilenko?
Quién sabe.
Quién sabe quién volará en el próximo viaje.
Saliendo del aeropuerto de Bagram, donde quiera que se dirigiera uno, se acababa por llegar siempre a la «ciudad», el centro de la base, una acumulación de bloques y casas de oficiales, tiendas y módulos donde habitaban soldados, rodeados por dukanes afganos y puestecillos que ofrecían todo tipo de baratijas y chucherías. Levart apretó el paso. Había demasiada gente y demasiado ruido como para su gusto. Se dio prisa, queriendo dejar cuanto antes aquella región, salir hacia el alejado hospital de campo, donde había calma y silencio. Pero el retorcido laberinto de caminos interiores lo retenía con fuerza y no lo dejaba escapar. El minotauro exigía su víctima. Para hacerle daño. O aunque no fuera más que para jugar horriblemente con ella.
—¿Adónde coño vas, infantería? ¡Puto pedestre!
Se quitó del camino de unos paracaidistas de la Ciento Tres de Vitebsk que iban ocupando la calle. Sin embargo no lo hizo tan rápido como para evitar un empujón brutal. Eran cuatro, todos recios, seguros de sí, quemados por el sol, con sombreros de panamá y camisetas de listas que se dejaban ver por debajo de sus uniformes demostrativamente abiertos. Les dejó camino libre, pasó a su lado bajando la cabeza. No había bromas con los paracaidistas.
Los módulos y acuartelamientos, con la ropa colgada para secarse, tenían el aspecto de pequeños acorazados de Port Arthur acercándose al muelle con las banderolas de señales colgando. Igual de pintorescos, aunque en el papel de banderas actuaban aquí calcetas rusas, calcetines, calzoncillos y camisetas. De todos lados, de cada ventana, de cada puerta, salía música. Por todos lados, parecía, en todos los cuartos, se hallaba una radio encendida. Por todos lados, parecía, tenían magnetófonos comprados en los bazares de Kabul, Sharp, Sanyo y Samsung de contrabando, preciosas miniaturas casi de ciencia-ficción, milagros de plástico de la técnica japonesa. Cargados con casetes japonesas. Pero con música soviética.
Todo pueden los reyes, todo pueden los reyes
y la suerte de toda la tierra en sus manos tener
mas casarse por amor, te diré
ningún rey lo puede tener
ningún rey lo puede tener
Apretó el paso. Pero el laberinto le atenazaba, el minotauro le amenazaba, la música le perseguía. Seguía siendo soviética.
Ra, Ra, Rasputin, lover of the Russian queen
There was a cat that really was gone
Ra, Ra, Rasputin, Russia’s greatest love machine
It was a shame how he carried on!
Se oyó un fuerte ruido de cláxons, junto a él, alzando una nube de polvo, cruzó un todoterreno, en los asientos de delante iban dos paracas con las boinas azules, en los de detrás dos jovencitas de civil que iban lanzando risitas de conejo. En el todoterreno también iba un magnetófono.
If you change your mind, I’m the first in line
Honey I’m still free
Take a chance on me…
Mañana, pensó Levart, previendo con desganada seguridad, me enviarán al frente. En el segundo «barril» que pasó no tenían magnetófono japonés. O preferían las formas más tradicionales. Delante del módulo estaban sentados algunos soldados, uno con una guitarra.
¿Dónde están tus diecisiete años?
En la calle Bolshaya Kareta.
¿Dónde están tus diecisietes cosas?
En la calle Bolshaya Kareta.
¿Dónde está tu negra pistola?
En la calle Bolshaya Kareta.
¿Dónde no estás hoy?
En la calle Bolshaya Kareta.
Echaré un vistazo al hospital, pensó. Sí, decididamente. Es mejor que Valun, Matiuja y la vodka que aún le quedaba.
Pasó otra barraca, también con alguien que tocaba la guitarra. Otro tradicionalista.
Hola, Murka mía, Murka querida.
¡Hola, Murka mía, y adiós!
Te comiste todas nuestras frambuesas.
¡Así que ahora te daremos leña!
Delante de un tenderete del que colgaban botellas de zumo y bolsitas de frutas secas, estaba sentado un vejete delgado y seco como una víctima de la peste, con un manto sucio. En una mano que parecía de un esqueleto sujetaba un tasbih, un rosario musulmán. Con la mirada muerta frente a sí, se balanceaba cómica y arrítmicamente, como asustado por el fuerte compás de Ala Pugachova, la insistente síncopa de Abba y Boney M., la ronca voz de barítono de Vladimir Vissotski y la melancólica nota de la canción de bandidos «Murka». Movía la nevada barba y murmuraba sin tregua, repitiendo constantemente unas palabras. Puede que fueran quejas. O rezos. O insultos.
Levart apretó el paso. Dejó detrás de sí el laberinto. Llevando consigo su peso. Su tensión.
¡Un poco más despacio, caballitos, más despacio!
¡Os pido trotar y no volar!
Pero me tocaron unos caballos caprichosos…
¡Si no acierto a terminar la vida, al menos la canción!
Daré de beber a los caballos, termino la canción,
aunque deje muchas cosas por detrás…
El cielo tenía un color azul oscuro.
—Buenas tardes, Tania… Quiero decir, Tatiana Nikolaievna… Perdona… Yo… Quería… Es decir… Porque mañana…
Los ojos de Tania, la enfermera Tatiana Nikolaievna, se ablandaron. De forma tan hermosa como sólo podían ablandarse los ojos de Tatiana. La enfermera Tatiana, que olía embriagadoramente a éter y yodo, el ángel de blancas alas de los hospitales afganos.
—Tania, yo…
—No digas nada, muchacho, ven.
Los refuerzos eran seis personas, sin contar al sargento junior que los comandaba. Los refuerzos, sin contar al sargento, habían venido al mundo entre los años 1963 y 1965 y seguramente por ello tenían un aspecto de niños. De niños vestidos con ja-bes[44] y panamás nuevecitos, que olían a almacén, niños a los que no les concedía madurez ni aspecto guerrero ni el akaeme en bandolera, ni los chest rigs, cartucheras de lona repletas de cargadores que se llamaban en argot lifchik, es decir, sujetador.
—Ravniais’! —ordenó el sargento junior, decididamente mayor que los que estaban a sus órdenes—. Smirno! Camarada praporshchik…
—¡Presentes, descansen! —Levart movió la mano en forma no reglamentaria—. Y a usted… Me da la impresión de que le conozco…
—Por supuesto —confirmó con una sonrisa el para nada tan junior sargento junior—. Tú eres Pavel Levart. Nos conocimos en Ashjabad, durante la instrucción. ¿No te acuerdas? Stanislavski, Oleg Yevgenievich…
—En Ashjabad, claro —Levart escondió malamente su embarazo—. Te llamaban… ¿Mendeleiev?
—Lomonosov —le corrigió Oleg Yevgenievich Stanislavski, todavía sonriendo—. Porque terminé la MGU[45]. Era profesor en la facultad de Botánica… Durante un tiempo… Hasta que…
Levart meneó la cabeza. Sabía hasta cuándo. Porque también habían corrido rumores en la escuela de Ashjabad.
—En fin, en fin —suspiró—. Así que también te mandaron al otro lado del río, Lomonosov.
—¿Y por qué no me iban a mandar?
Levart no respondió. Y estaba harto de sentir embarazo.
—¡A mis órdenes! —Se enderezó, lanzó una severa mirada al ejército de mocosos—. Tomad las cosas y en camino. ¡Moveos! Sargento junior, pon en marcha a esta gente.
—¿No quieres antes conocer a los soldados?
—Luego. Habrá tiempo. Venga, en marcha, vayamos al punto de reunión, luego con la columna iremos a la posición.
—¿Lejos? ¿Adónde?
—Adonde manden.
—Y… —El antiguo botánico tragó saliva—. ¿Y el camino? ¿Es seguro?
—Esto es Afganistán. Aquí no hay nada seguro.
En el punto de encuentro lleno de gentes y máquinas les estaba esperando Vania Zigunov. Por un cúmulo de circunstancias verdaderamente extraño le habían destinado y enviado allí adonde habían enviado a Levart y a los refuerzos recién llegados de Tashkent que estaban a sus órdenes.
Del resto de los amigos había que despedirse, seguramente para mucho tiempo, si no para siempre. Todos estaban más cerca que lejos del dembel, y la civil, se sabía, les desperdigaría por toda la Unión, aunque se intercambiaron las direcciones, había pocas posibilidades de que se encontraran. Levart sintió especialmente la separación de Valun, más dolorosamente de lo que se esperaba. Había mantenido hasta el último segundo la esperanza absurda de que seguirían juntos. Con Valun se había desarrollado, para qué decir más, una verdadera amistad de tiempos de guerra, un fuerte lazo los unía, la noche de lucha en Ghazna, el desfiladero de Larghava, la malvada trampa de Jhabal-as Saraf, la masacre del kishlak de Deh Kala, los cuerpos de los camaradas transportados en el tanque desde Shehabad. Y la guardia del Neva a quince kilómetros de Salang, en la que el teniente senior Kirilenko se ganó una bala por la espalda. En castigo a lo cual a su compañía se la reformó y a ellos se los separó. Ahora él iba hacia el este, en dirección a Jalalabad, y Valun al sur, el diablo sabía adónde.
—Así me lleve el diablo —dijo en voz alta.
—Que te lleve —se mostró Zigunov de acuerdo—. Salaam[46], praporshchik. Hola, sargento. ¡Un saludo, soldadillos! ¿Recién salidos del cole? Entonces no se os puede llamar todavía soldados. Sois «pelusas». ¡Media vuelta! ¡Al tanque, al momento! ¿Dónde? ¿Cómo? ¡Señor, qué palurdos!
—¿Tenemos que ir sobre el tanque? —Lomonosov se asombró—. ¿Y por qué no dentro?
—Te enterarás —Zigunov torció el gesto— si alguna vez estás dentro y el beteerre choca con una mina. No discutas, hermano. No imagines, no pienses, haz lo que te manden y rápido. ¡Esto es Afgán!
Dio la impresión de que les estaban esperando precisamente a ellos, porque no tardó mucho hasta que los transportes —la columna contaba con más de diez— rugieron, ensuciaron el aire con sus humos, temblaron y se movieron. Vania Zigunov se persignó a escondidas. Lomonosov miraba con un gesto extraño. Levart guardaba silencio. No estaba allí. Pensaba en Tania.
Viajaban. En una revuelta del camino pudieron contar los automóviles de la columna. Había catorce. A la cabeza iba un BRDM[47], dos BMD[48], dos BMP, un MT-LB[49] y ocho beteerres. Todos pertenecían a la razviedrota[50] 345, el regimiento de guardia aerotransportada de Bagram, Levart y su grupo no eran más que un añadido, los recogieron por el camino. Para su transporte los paracas les asignaron el último BTR de la columna, así que se ahogaban ahora con los humos de todo el convoy e iban recogiendo todo el polvo.
Viajaban. Los mocosos del reemplazo, al principio pálidos, aferrados a los ganchos y golpeándose a cada revuelta los unos a los otros en las cabezas con los akaemes, iban cobrando confianza poco a poco, intentaban incluso bromear y blasfemar con palabrotas soldadescas, hasta que Zigunov les recriminó. Se callaron pues, con los ojos muy abiertos devorando las vistas: los kishlak y los dukanes de barro junto a los que pasaban, los asnos, las mujeres con sus parandas, los tayikos con sus tubeteikas, los bajos bosquecillos verdes, las pendientes marrón sucio de las montañas bajo el cielo afgano de color zafiro.
Viajaban. Zigunov se durmió. Levart fingió dormir. Para evitar las preguntas de Lomonosov y la necesidad de hablar con él. Cualquier tipo de confianza.
Oleg Yevgenievich Stanislavski había sido profesor en la Universidad de Moscú Lomonosov, de ahí se tomaba su mote de soldado. En la MGU, Lomonosov había estado haciendo carrera como científico. Durante algún tiempo. Exactamente hasta el momento en que dijo algo. O quizá lo firmara. Algo que no se debía decir públicamente, ni mucho menos firmar. Poco después de que lo dijera o lo firmara, Lomonosov fue expulsado de la MGU. Y al poco recibió una nota del mando del ejército y antes de darse cuenta ya iba volando hasta el Turquestán. Al caer en el 40° Ejército con fama de metepatas y rebeldón político, no tuvo allá vida fácil, debió de recibir lo suyo. En la escuela de Ashjabad revivió, porque allí se puteaba poco, la perspectiva de Afganistán apaciguaba a los sargentos. Sin embargo Lomonosov no tuvo ganas de dar el estereotipo de payaso académico ni tonto del culo. Sirvió modélicamente y como no era tonto, de inmediato, para el asombro general, acabó paseando con una barra de yefreitor[51] en la charretera. A la que, se veía ahora, le habían añadido una segunda.
A Levart, por lo general, no le solían gustar los disidentes, incitadores, librepensadores, todo tipo de contestatarios frente al socialismo y el sistema soviético, críticos con los representantes del poder y el orden que reinaban en la URSS. No porque fuera precisamente un ciego creyente, que amara exageradamente el socialismo, ni que rodeara de adoración a los poderosos, Dios le librara, tenía una actitud bastante crítica con respecto a muchas cosas y asuntos en el país, y le había sucedido alguna vez desear al poder soviético y a sus prominentes representantes no precisamente la mejor suerte. Pero en su mente y en voz baja. A la gente que lo hacía en voz alta y demostrativamente, Levart no la tenía en nada. Los consideraba como a locos con tendencia a la autodestrucción. Pues pensar que se podía tumbar el socialismo y dañar a la Unión Soviética mediante la expresión pública de las críticas, la asistencia a manifestaciones, la firma de protestas contra la invasión de Checoslovaquia, cartas abiertas sobre Solyenitsin y cantos del «We Shall Overcome» en un mitin con Angela Davis sólo podían hacerlo los fantasiosos y soñadores, personas ingenuas y de psicología infantiloide. Él mismo había tenido en este aspecto experiencias mucho más que tristes, se había visto obligado a despedirse de su universidad de Leningrado por firmar descuidadamente una petición en defensa de no sé quién. No recordaba el nombre del defendido, dudaba de la eficacia de la defensa y si alguien había salido perjudicado por todo aquello no había sido la Unión Soviética, al menos. Desde entonces trataba de mantenerse lejos de disidentes de todos los colores. La decisión la renovó en la escuela preparatoria para Afganistán. Allí era más bien difícil que hubiera disidentes, lo que no quiere decir que no los hubiera en absoluto. Y había que mantenerse muy atento para no trabar amistad con ellos. El infantilismo psíquico y la tendencia a la autodestrucción en un amigo, algo que en la civil era peligroso, en la guerra podía resultar mortal. En Ashjabad, Levart había congelado todas las iniciativas amistosas de Lomonosov. Decidió mantenerse firme en ello también ahora, cuando el destino les había vuelto a reunir. Camaradería y hermandad de armas, sí. Pero la amistad no era obligatoria. Viajaban.
—¿Sabes, praporshchik —habló de pronto Lomonosov—, que hace más de dos mil trescientos años por este mismo camino condujo Alejandro Magno a su ejército? ¿Por esta misma ruta? ¿Lo sabíais, muchachos?
Los muchachos no lo sabían. Levart lo sabía, pero guardaba silencio.
—En el verano del año trescientos treinta antes de nuestra era —expuso Lomonosov—, el rey persa Darío, que había sido vencido en Gaugamela y estaba huyendo, fue asesinado por su pariente Bessos, el cual se proclamó a sí mismo nuevo señor de Persia. Alejandro, que ya se consideraba rey de Persia, se lanzó de inmediato contra Bessos con su ejército. Temiendo el combate, Bessos se fue a Bactria…
—¿Lo qué? —Zigunov, resultó, tan sólo fingía dormir—. ¿A Pakia?
—A Bactria. Es decir aquí, a Afganistán. En tiempos de Alejandro la barrera del Hindukush, llamado entonces Cáucaso Indio, dividía lo que hoy es Afganistán en Bactria, Drangiana, Aria, Aracosia y Paropamiso. La capital de Bactria estaba más o menos allá donde hoy está Mazar-i Sharif. La capital de Aria era lo que hoy llamamos Herat, Drangiana es la actual provincia de Helmand, Aracosia es Kandahar, Paropamiso estaba en los alrededores de Kabul y Bagram. Al perseguir a Bessos, Alejandro no atacó directamente Bactria, sino que la rodeó. A través de Aria y Drangiana llegó hasta Paropamiso, donde fundó la ciudad llamada Alejandría del Cáucaso, en el lugar de la actual Charikar…
—En Charikar, novatos —Vania Zigunov también quería alardear de conocimientos—, hay viñedos. Las uvas más dulces de todo Afganistán, unos granos tan gordos, joder…
—Desde allí precisamente —siguió Lomonosov— en el año trescientos veintinueve se puso en camino Alejandro, por éste por el que ahora mismo vamos, el valle del río Kabul. Luego torció al norte, hacia las montañas, hacia Drapsaka, el actual Kunduz. Cruzó por el desfiladero en primavera, cuando había allí todavía nieve, con lo que sorprendió por completo a Bessos, que huyó sin luchar dirigiéndose hacia el norte, separándose de Alejandro por el río Oxos, es decir, el Amu-Daria. Pero el río no detuvo a los macedonios. Por entonces en el ejército persa la moral estaba por los suelos, y unos jefes rebeldes, Espitamenes y Datames, capturaron a Bessos y lo entregaron a Alejandro. Es curioso que al poco Espitamenes habría de convertirse en el enemigo más peligroso…
—Vaya un listillo que estás hecho, sargento junior —Zigunov puso un gesto de burla—, hasta me asombro de que estés en la infantería y no en el KGB.
—Los cascos —le cortó de improviso Levart—. Poneos todos los cascos en la testa, rápido.
No pasó ni medio minuto hasta que su transporte frenó bruscamente junto a un puentecillo sobre un arroyuelo seco. Ciertamente, el puentecillo podía llevar allí desde los tiempos de Alejandro, tenía un aspecto muy antiguo. Levart lo anotó en su memoria automáticamente, asombrado por no sabía qué vez más. De predecir. De presentir lo que va a pasar en unos segundos. Sintió la mirada de Lomonosov sobre él. Sabía que Lomonosov le miraba.
Desde la cabeza de la columna se oyeron disparos. Largas ráfagas. Unos paracas saltaron de la beemedeshka[52] que se había detenido ante ellos, tomaron posición de inmediato a lo largo del camino.
—¡Abajo! —gritó Zigunov—. ¡Todos abajo!
De nuevo se oyeron explosiones. Levart tragó saliva para librarse del molesto zumbido en los oídos. Dio una señal a Zigunov para que tuviera cuidado del rebaño, pasó más cerca y se acuclilló junto al BMD.
—¿Qué pasa? ¿Una emboscada?
—¿Te cagas en los pantalones, infantería? —El paraca escupió para atrás por encima del hombro—. No hay que temer. Sólo son disparos. De allá, junto a la pendiente. Dos espíritus en moto. Le dispararon una ráfaga a la beerreedemka de cabeza. Y se largaron.
—Puede haber más allí —añadió un segundo—. Nuestro capitán ha llamado a la aviación. Estamos parados para no meternos bajo nuestras propias bombas. Y mientras le vamos a hacer migas al kishlak ese con nuestro vasiliok.
Se escuchó una serie de explosiones, pero no muy cerca, sino desde la derecha, desde un kishlak que estaba sobre una llana elevación. Ante los ojos de Levart el kishlak entró en ebullición a causa de las explosiones y casi desapareció entre el humo. Sobre un MT-LB que iba en medio de la columna, los aerotransportados llevaban montado un vasiliok, un mortero automático de 82 mm. Apenas se había disipado la nube de humo sobre los tejados, el vasiliok lanzó con estruendo y bullicio otra serie de granadas. Los BMP pusieron en el punto de mira de sus cañones la aldea, pero no dispararon. Levart escuchó voces. Parecía que el capitán de los paracas que mandaba la compañía estaba en contradicción con el mando del grupo de los zapadores, algo que no era común.
—El lugar del que han salido unos disparos —terminó brusco y fuerte el capitán— no es para mí un objeto civil. El lugar del que han disparado se llama puesto de fuego del enemigo. ¿Está claro, teniente junior Bieyin?
La respuesta del teniente junior Bieyin la ahogó el sonido de unos motores a reacción. Y una potente explosión que les siguió.
—¡Qué están haciendo! —gritó el capitán—. ¡Qué están haciendo estos idiotas! ¡Tenía que ser al sur del camino! Al sur… ¡Valientes hijos de puta!
Sobre sus cabezas cruzaron dos Migs, rugiendo. La tierra y el camino temblaron, daba la sensación de que las montañas habían dado un salto y se les venían encima. En pie quedaron tan sólo algunos paracas más bragados en luchas, pero al cabo de un segundo también los tumbó al suelo un terrible estallido, y tras él una ráfaga de rápidas explosiones una detrás de la otra y el silbido taladrador de las balas de acero. Los aviones cruzaron y desaparecieron. El cielo se alzó, las montañas estaban como habían estado. No quedó más que humo, un polvo que iba cayendo lentamente y el asfixiante hedor a amatol.
Levart abrió los ojos. El paraca que yacía junto a él tosió, escupió arena. El capitán del VDV[53] se alzó a cuatro patas. Y comenzó a blasfemar. De forma terrible. Incluso para un soldado.
—Primero fabis[54], luego casetes —apreció como un profesional el paracaidista, masticando entre los dientes aquello que no había conseguido escupir—. Poco ha faltado, joder… Por un pelo no nos han machacao nuestros aguiluchos… Los ases del aire, así la jiñen… Por poco… De nuestra misma puta aviación…
Levart se levantó. Y ya lo sabía. Antes de ver las caras de Zigunov y Lomonosov. Lo sabía. Otra vez lo sabía.
Uno de los de refuerzo. Seguramente se había quitado por un momento el casco, que le molestaba por el calor. Recibió una bala de acero en la sien. Y estaba tumbado de espaldas, con una mano tirada hacia delante. Con una expresión de asombro congelada en el rostro.
Lomonosov se arrodilló junto al cadáver. Del bolsillo abierto sacó unos documentos. Cartas. La gastada foto de una muchacha mofletuda. Una crucecilla plana en un cordón.
—No nos han dado placas de identidad. —Alzó la cabeza, miró a Levart—. No les dio tiempo. Tú tampoco quisiste conocerle, dijiste que tendrías tiempo. Para tu conocimiento: era el soldado Yakushin, Ivan Sergeievich. De Pskov. De la quinta del sesenta y cinco.
—Aterrizaron en Bagram ayer a las nueve. —Vania Zigunov meneó la cabeza—. Hizo la guerra, el mozo. Veintiséis horas y unos minutos… Y cuidao que le dije al patán que se pusiera el casco en la testa… ¿Y a ti qué es lo que te acojona, chaval? ¿Adónde creías que te mandaban? ¡Esto es la guerra!
—¡Infantería de mierda! —gritó el pálido capitán del VDV.
No le miraron cuando se acercó.
—¡Reclutas patosos! ¡Pelusas! ¡Bichos! ¡Críos de reemplazo llenos de mocos! ¡Infantería palurda! ¿Para qué cojones os mandan aquí? ¿Para que os saquen en un puto ataúd? ¡Podemos con todo nosotros solos, los paracas! ¡Podemos con todo sin vosotros! ¡No sois más que lastre, un puto y jodido lastre, un peso muerto!
—Sabemos —dijo Lomonosov con voz baja y tranquila—. Sabemos, camarada capitán, que tienes miedo. Y que reaccionas ante el miedo con una rabia sin sentido.
El capitán, aunque parecía imposible, empalideció aún más. Sus labios comenzaron a moverse.
—Sabemos, comandante —añadió Levart bajito, asombrándose a sí mismo—, que no eres un psicótico. No eres más que una persona normal en una guerra.
El capitán dejó de empalidecer y comenzó a enrojecer, parecía una tetera, daba la sensación de que estaba a punto de echar a silbar. Pero no silbó. Asombrándolos por completo, se dio la vuelta y se fue. Uno de los veteranos de la aerotransportada que venía con él los miró durante algún tiempo, meneando la cabeza con incredulidad. Luego se unió a los que se iban.
—Otra vez… —Levart inspiró profundamente—. Otra vez saltas así y no tendrás que esperar al tribunal militar. Te retuerzo el pescuezo yo mismo. Con mis propias manos. ¿Has entendido, Stanislavski?
—Sobre todo —sonrió Lomonosov— lo bien que cantaste conmigo, praporshchik. No nos salió nada mal el dueto.
—Cierra el pico. Y vosotros, soldados, a mí. En fila. Y presentaros. El camino es todavía largo, puede que no me dé tiempo otra vez.
Los vehículos de la razviedrota de la guardia desaparecieron uno a uno detrás de una revuelta del camino. El BTR que cerraba la columna, dando gas, los despidió con una nube de humo grisáceo. El rugido de los motores se apagó. Remitió el susurro de la grava resbalando por la pendiente. Volvió el silencio. El silencio afgano, penetrante, montañés.
El KPP del camino, igual a todos los otros KPP de Afganistán, les miraba con las improvisadas troneras de un improvisado bunker que tenía sin embargo una presencia bastante sólida. El bunker parecía muerto.
—¡Salaam, shuravi[55]! —gritó Vania Zigunov—. ¿Hay alguien ahí? ¿En el portillo? ¡Eh! ¡Mozos! ¡Compadres! ¡Somos los refuerzos!
—¡El sendero hacia arriba! —respondió con voz aburrida el bunker.
—¡Nosotros también os saludamos cordialmente! —Zigunov arregló su erre-de[56] y su akaeme en el cinto, miró a Levart. Levart se encogió de hombros.
—Sendero hacia arriba quiere decir sendero hacia arriba. ¡Moveos, pelusas!
El senderillo que se retorcía entre rocas de fantásticas formas los condujo directamente hasta la posición. Una posición como todas las demás en Afganistán. Tampoco allí resultaron ser una sensación, los soldados en sus puestos apenas se dignaron alzar la cabeza al verlos, y a sus saludos respondieron con ademanes mostrando la dirección. Los ademanes iban dirigidos al blokpost, un puesto astutamente hecho de rocas y rodeado de un anillo de sacos de arena con un Utios[57], un NSV de gran calibre. Se acercaron al blokpost y todo cambió de inmediato.
—¿Refuerzos? ¡Aquí, a mí!
El que llamaba resultó ser un hombre de pelo moreno y piel bronceada, con unos anteojos en el pecho. Tenía subidas las mangas de su muy abierto uniforme, al cinto llevaba un cuchillo finlandés y una pistola en la pistolera. Le acompañaban otros tres, igualmente vestidos y armados. Levart se enderezó para presentarse según el reglamento, pero el moreno no era un fanático de los reglamentos. Se acercó, le dio un apretón de manos a Levart, con un gesto desmañado saludó a los demás. Levart, un tanto perplejo por aquel recibimiento, también desmañadamente se presentó a sí y al resto de los refuerzos. El moreno les miró críticamente, con las oscuras cejas fruncidas.
—¿Y un oficial? —preguntó—. ¿No han mandado a un oficial? Ya he pedido más de cien veces que mandaran por fin a algún cargo con galones. Y en vez de eso, más alféreces. Va, no te enfades, hermano. ¡Contento estoy de ti y de los tuyos! Salaam, bienvenidos. Serviremos juntos, para gloria de la Unión Soviética, por así decirlo. Yo mando aquí. Samoilov, Vladlen Askoldovich. Praporshchik senior Samoilov. Para amigos y los del mismo grado, Barmaley.
Levart tenía curiosidad por el origen de aquel mote, el praporshchik senior Samoilov, aunque era más bien grande, aunque tenía unos rasgos más bien toscos, no recordaba para nada al ladrón de las ilustraciones de los versos del cuento de Chukowski. Pero la proveniencia de los motes del ejército era a menudo difícil de descifrar.
—Gushchin —Barmaley hizo un ademán con la cabeza a uno de los sargentos que le acompañaban—, llévate a los novatos. Asigna dos al Ruslan, tres al Gorinich[58]. Y que se ocupen de ellos allí, que los trabajen. Hay que hacer de ellos soldados de combate, y rápido.
»Sin miedo —añadió, al ver el rostro de Levart—. No tenemos abuelería aquí. Pero a los jóvenes hay que enseñarles. Y hay que hacerlo, y darles caña. Si no, no sobreviven aquí ni una semana.
El sargento empujó a los jóvenes de refuerzo, sin ahorrarse gritos ni blasfemias de soldado. Barmaley advirtió de nuevo la mirada de Levart, de nuevo sacudió la cabeza.
—No hay aquí abuelería —repitió—. Ni la habrá mientras yo tenga el mando.
La abuelería, como se llamaba a las prácticas sádicas y al terror practicado por los soldados más veteranos, o sea, los abuelos, sobre los pelusas, los soldados novatos, era la plaga del ejército. Y la maldición de los de reemplazo. A la luz de los incontables y frecuentes suicidios producidos por la bestialidad de los abuelos, asombraba que el mando tolerara las abuelerías, las mirara de reojo e incluso a veces hasta las animara. Afganistán y la situación de guerra no habían alterado nada, en los destacamentos de guerra la abuelería florecía, los pelusas seguían siendo golpeados y humillados. La situación había cambiado algo en 1982, tras un hecho en Kunduz, en uno de los batallones de la 201ª MSD. Un joven soldado, empujado hasta el límite, lanzó por la noche una granada F-1 a la tienda en la que dormían sus martirizadores. Matando al punto a cinco suboficiales. Desde entonces la situación se había arreglado. Un poco.
—Si el cuadro de mando lo permite —Barmaley bajó la cabeza—, explicaré en qué es en lo que estamos y cuál es nuestra misión. Venid por favor al ene-pe[59].
Visto desde el punto de observación, el terreno recordaba a una herradura, limitada al norte y al este por las agudas y rocosas pendientes de las montañas, al sur abierta a la serpentina del camino. Entre el camino y las montañas corría una línea de planos collados. En uno de ellos, el más cercano al camino, más bajo que los anteriores y más plano, se hallaba el puesto de guardia.
—Este camino —señaló Barmaley— es importante para nosotros puesto que une Kabul y Bagram con Jalalabad. Y con Asadabad, en la provincia de Kunar. Y en este país tal resulta que lo que es importante para nosotros es importante para los muyaidines. Por lo mismo, pero al revés. Por eso a lo largo del camino se han ido instalando KPP y puestos de guardia, entre ellos el nuestro. Que lleva el nombre en código de Soloviev.
»Aquí, donde nos encontramos, está el Muromets, el punto de mando del puesto de guardia. El ala derecha, por el lado de oriente, más cerca del camino y del ka-pe-pe, es el blokpost Ruslan, lo dirige el sargento Yakor, aquí presente.
—Averbach, Jakov Lvovich. —Con la mano alzada hasta la base del sombrero, le saludó a Levart un sargento bajito y renegrido. Tenía exactamente el mismo aspecto que Ludwig von Beethoven, si se le rapara al compositor y se le vistiera con una descolorida pieshchanka[60].
—El blokpost al oeste —señaló Barmaley—, ése más cercano a las peñas, directamente a la salida del desfiladero, es el Gorinich. El reino de Ship, el praporshchik Nikita Shipachov. ¿Dónde está Nikita, Zajarich?
—Borracho y cagando. —El sargento entrecerró los ojerosos ojos—. Desde ayer. Por lo del dembel.
—Pues claro. —Barmaley meneó la cabeza—. Lo había olvidado. Ship y otros tres se van de civil. Así es el orden de las cosas. Vosotros venís, ellos se van. Y como se esperaba el cambio desde anteayer, llevan bebiendo tres días. De modo que tú, prapor Levart, échate un vistazo al blokpost Gorinich. Porque como allí en la práctica falta ya la escala de mando, desde este momento vas a mandar tú. Con ayuda del sargento Zigunov, ambos sois soldados con experiencia, se ve al primer golpe de vista, incluso ni hace falta preguntar. Así que seréis capaces de llevarlo hasta silbando. Sargento junior… ¿Cómo es la venia?
—Stanislavski, Oleg Yevgenievich.
—El sargento Stanislavski, que es junior y completamente novato, se quedará con vosotros. No os voy a separar porque os ajustáis como un grupo extraordinariamente pintoresco. Permitid, si no os importa, que os invite a la tienda de la compañía. Zajarich, ¿les ha quedado a los del dembel algo de vodka?
—Como mucho kishmishovka. —El sargento se encogió de hombros—. O braja[61].
—Permitan los señores. —Lomonosov se quitó el erre-de, extendió la mano—. Tengo algo aquí. Un recuerdo de Ashjabad.
A la vista de medio litro de Moskovskaya los ojos de Barmaley y de Yakor brillaron, y Zajarich se lamió los labios. Enseguida encontraron unos vasos. Sirvieron, se bebió, perfumando con una corteza de pan, suspiraron. Y Levart decidió que era hora de una pregunta de importancia existencial.
—Diga usted —alzó la vista—, ¿cómo es aquí?
Barmaley bufó.
—¿Cómo es aquí, preguntas? Dile cómo es aquí, Yakor.
—A la izquierda una mierda —explicó Jakov Lvovich Averbach—. A la derecha una mierda. Y en el medio el culo.
Como en un buen guión cinematográfico, ya la primera noche en la Soloviev les proporcionó atracción y les demostró que la base era necesaria, que la habían colocado allí donde verdaderamente era necesario colocarla, en pocas palabras, que tenía una verdadera y precisa raison d’être.
Algunos minutos después de la medianoche, desde la dirección del barranco situado tras el camino, brilló, estalló, retumbó, y la noche se llenó con el fantasmal carcajeo de los fragmentos prefabricados de las minas OZM, a causa de tales risotadas llamadas precisamente «brujas». Desde el Muromets ladró el PKM, rasgando la oscuridad con las líneas luminosas de los bezetes[62]. En el objetivo marcado por los bezetes se fijó el Utios con un martilleo, y el negro cielo ardió con las bengalas.
—No disparéis. —Levart retuvo a un novato exaltado—. Tranquilos. Ésa no es nuestra tarea. Mirad hacia delante, no a los lados. Y esperad las órdenes.
El Utios de nuevo se hizo oír con el martilleteo de una larga ráfaga. Y luego cundió el silencio. Las bengalas cayeron, lanzando chispas. Levart echó un vistazo al chaval de los refuerzos que estaba más a su lado, que apretaba nervioso su AKM y temblaba de forma extraña. Una mirada más atenta aclaró el motivo: bajo el chaval se estremecían y temblaban espasmódicamente sus rodillas. Antes de que se apagara la bengala, Levart advirtió las lágrimas en sus ojos. Lloraba de vergüenza, por no ser capaz de dominar sus temblores.
—Eso no es nada —le dijo en voz baja—. Enseguida pasará.
El incidente ilustró de la mejor forma posible las instrucciones que le había dado Barmaley por la tarde. Cuando ya se tuteaban.
—Pasha, ¿ves ese barranco tras el camino? Se llama Zarghun. ¿Y ese otro, a este lado del camino, frente a vuestro blokpost? Es Davri Dzhar. De barranco a barranco corre un sendero de los afganos, una ruta por la que los del kishlak Deh-e-Shajab van al kishlak Sara Kot. A veces no para atacarnos, simplemente van de un kishlak a otro, a veces con intenciones por completo alejadas de la guerra. Pero a veces es de otro modo. A veces se trata de transportes de armas, que van desde Pakistán a través del desfiladero de Jaiber y Kunar, destinados para los grupos más fuertes de Davlat Shah y más allá, del Nuristán y el valle del Panjshir. Las entradas a ambas gargantas están minadas, tenemos allí raztiashkas[63], «brujas» y pe-eme-enes[64]. Los espíritus saben de ello, de modo que simplemente azuzan carneros por delante y cuando los carneros se topan con las minas, intentan cruzar de barranco a barranco. Y nosotros entonces les sacamos las tripas. De tal modo que no haga falta salir de patrulla. En suma, que no hay de qué preocuparse.
En suma, tenía razón, pensó Levart mirando a las bengalas que caían. No hay de qué preocuparse. Faltan cinco horas para el amanecer.
—Vete a dormir, Lomonosov. Yo me quedo en el puesto.
Lomonosov no tenía ninguna intención de irse. Se puso de pie y le miró de forma extraña.
—Lo sabías —afirmó por fin—. Allí, entonces, en la columna.
—¿Qué columna?
—Sabías lo de la emboscada. Lo presentiste. Intuitivamente.
—Experiencia —le repuso frío, volviendo la cabeza—. Al cabo de unos meses en Afgán, se siente en los huesos…
—No lo creo. —Lomonosov no se dejó vencer—. Creo que es algo más. Creo que ya tenías este don en la vida civil. Más aún, que lo tienes de nacimiento. Que lo descubriste dentro de ti cuando aún eras un niño.
—¿El qué?
—Poderes paranormales.
Levart guardó silencio durante un momento, al tiempo que miraba a otra bengala que caía.
—En la Unión Soviética —repuso al fin, pronunciando lentamente— no hay poderes paranormales. No existen. Aquí todo es normal. La medicina tiene un alto nivel. E interviene de inmediato en cuanto hay algo paranormal. En un niño, pongamos por caso. Entonces la medicina se acerca y lo cura. Hay instituciones médicas especializadas en las que a los paranormales se les hace normales. El proceso es largo y complicado pero siempre produce efecto. De ahí la normalidad que es tan general y salta a los ojos en cualquier lugar de nuestro país socialista.
—Sé qué es lo que has querido decir.
—Sé que lo sabes.
—Ya no son esos tiempos. Las capacidades de intuición, precognición y visión extrasensorial son reconocidas y aceptadas por la ciencia. Las últimas investigaciones…
—¿Stanislavski?
—Sí.
—Vete a la mierda.
Las bengalas iban cayendo poco a poco, con dignidad, como serafines expulsados del cielo.
El yefreitor Bielych, al que le llamaban Valera y que prefería que le llamaran así, procedía de Moscú. Levart lo supo antes incluso de que Valera abriera el pico. Y es que aquella clase de persona sólo la producía la capital. Bajo, delgado, de boca pequeña, de cabellos ralos pese a su juventud y con huecos en la dentadura, con los ojos eternamente entornados, Valeri Semionich Bielych era hijo bastardo de los oscuros callejones, portales y pasadizos moscovitas, un tipo que era mejor no encontrar después del anochecer en el parque Gorki o en Sokolniki. Levart opinaba que los tipos capitalinos de la hechura de Valera no debieran existir fuera del campo de trabajo de Vorkutá, pero solía guardar para sí su opinión para que no consideraran que se trataba de la trivial animosidad entre Moscú y Petersburgo. En Afgán había tenido ya ocasión de cansarse de ver a muchos como Valera, que, de todos modos, sólo eran fuertes de boquilla o con un grupo de gente de la misma calaña. Sabía cómo actuar con ellos.
—Escucha tú, patán —pronunció acentuando las palabras, al tiempo que se llevaba a Valera a un lado—. No me vengas aquí de listillo y afgán de experiencia. No has dao con un idiota, no soy prapor novato, directo de la escuela, al que pensabas que ibas a tener en un puño. Yo llevo ya trece meses a este lao del río. He estao en batallas que tú ni siquiera te puedes imaginar, y a gente como tú he tenido que llevarlos a la base tumbaos de través en los blindados. Si nos ponemos de acuerdo, si sabes dónde está tu sitio, se nos irá el servicio como una tarde en el baile de la casa de cultura. Si te me atraviesas y me das la tabarra, te voy a hacer pringar los días hasta el dembel de tal forma que vas a llorar negro y cagar rojo. ¿M’has entendío?
Valera meneó ligeramente la cabeza, pero no bajó los ojos entornados. Levart lo agarró de la parte delantera del uniforme, con un corto movimiento de cabeza señaló al novato con la nariz enrojecida.
—En concreto —susurró—, si otra vez le pegas al chaval, por mis muertos que la pagas. ¿Entendido? ¡Yefreitor Bielych! ¡Atención! ¿Ha entendió la orden? ¡A cumplirla!
—¡A sus órdenes, camarada praporshchik!
El blokpost Gorinich, un conjunto de un dot[65] y dos grandes puestos de fuego conectados entre sí, contaba con doce hombres, todos simples soldados bajo el mando temporal del yefreitor Bielych. El instrumento de fuego básico de cada puesto era un PKM ayudado por dos ametralladoras manuales y un RPG-16. Ahora, después de la llegada de los refuerzos, después de cómo Levart puso en su sitio al yefreitor, el número de los del Gorinich había crecido hasta los diecisiete. A uno de los puestos le cedió Levart a Vania Zigunov, poniendo bajo su mando a Valera, él mismo tomó el mando del otro, quedándose a Lomonosov con él.
El blokpost, tal y como lo encontraron, presentaba una terrible imagen de pobreza, desesperación y desmoralización. Apestaba a una distancia de cientos de pasos. Desde la misma distancia relumbraban, como una especie de Las Vegas, decenas de latas de conservas de las que los soldados, en lugar de recoger y enterrarlas, tiraban sin preocuparse por los alrededores. Por todos lados se veían trapos sucios, papeles y fragmentos de tela clavados en el suelo. Por todos lados rodaban los cinks, es decir, las cajas de cartuchos vacíos, un mobiliario considerado por los soldados como extraordinariamente útil y con muy diversos usos. En uno de aquellos cinks se podía mear o incluso hacer de vientre mientras se estaba de guardia y no se podía abandonar la posición. En un cink se podía calentar té o preparar sopa, si bien teniendo cuidado de que no fuera un cink que se hubiera usado antes para otra cosa. En un cink se podían mezclar y fermentar kishmishovka, para esto daba igual cuál hubiera sido el uso anterior del cink. De cualquier modo el sabor de la kishmishovka, un asqueroso aguardiente de frutas, era imposible de empeorar. El cink servía también para los juegos de azar, como miniatura metálica del Coliseo: se introducían en él dos escorpiones, dos solifugas o un ejemplar de cada género, se podía uno entretener apostando por el vencedor de la lucha.
A Levart le importaban poco los juegos y entretenimientos, simplemente no podía ver aquel vertedero. Al poco toda la soldadesca del puesto, incluyendo a Valera, estaba limpiando el terreno a una velocidad de verdadero estajanovista. Barmaley, que pasó por allí en aquel preciso momento, meneó la cabeza, hasta se sentó un momento para mirar. Hubo tiempo para charlar.
—¿Qué es lo que pasó con vuestro oficial? Porque tenías uno, ¿no?
—Nos lo cargamos —bufó Barmaley—. De un tiro en la espalda. Como vosotros a vuestro starlei en el Neva.
—Qué rápido corren los rumores por aquí.
—Claro. Siempre puedes contar con Karter. Es el chofer del avtobat[66], pasa por aquí con las provisiones. Se acercó por un dembel, al paso se trajo un par de chamulleos. Y hablando en serio: nuestro tenientillo desapareció sin dejar huella.
—¿Durante una batalla?
—No. Por la tarde estaba, por la mañana ya no, sin más. Lo estuvimos buscando, lo buscó el spetsnaz, revolvieron por los kishlaks, repasaron todas las gargantas, miraron todos los bujeros. Y ni rastro. Ya van para tres semanas, lo que quiere decir que va siendo hora de borrar al teniente Bogdashkin de la lista. Y esperar a que venga otro. Y pronto. Hasta ahora hago yo de mandamás, pero si te soy sincero, estas botas me quedan un pelín grandes. La responsabilidad, ¿entiendes?
Levart lo entendía. Sin embargo, estaba convencido de que Barmaley, lo quisiera o no, tendría que crecer para encajar en las botas y que nadie le iba a librar de la responsabilidad. Las cincuenta y seis cabezas con las que en aquel momento contaba el puesto, una compañía incompleta, ya eran su compañía. En las condiciones de Afganistán aquello no era nada extraño. Un ascenso lo producía la experiencia, a la cima de la escala de mando iba subiendo aquél que sobrevivía y que permitía sobrevivir a sus subordinados. Al cabo de cinco años de guerra, no sorprendían ya a nadie compañías dirigidas por alféreces y sargentos. Lo que sin embargo sorprendía era otra cosa: la falta de presencia de un encargado de asuntos políticos.
—¿Nuestro zampolit? —Barmaley, cuando le preguntó por ello, hizo como que se extrañaba de la pregunta—. ¿Nuestro Lazuria? En Kabul, como de costumbre. Enfermo, como de costumbre. Parece que la fiebre amarilla. Enfermizo el pobrecín, como dicen, si no es cagalera, son anginas. Lleva en Afgán menos de un año y ya ha enfermado de todo, de tifus, de malaria, de amebas, de todo, te digo. De modo que le hemos bautizado como corresponde: nuestro querido Lázaro. Cariñosamente: Lazuria. Puede que lo conozcas cuando vuelva en algún intermedio entre enfermedades.
—No me sorprende —comentó Lomonosov después, cuando Levart le relató el contenido de la conversación—. Perdona mi sinceridad, pero aquí todo me parece enfermizo. Se duerme donde se come, se come donde se alivia uno. Y esto es lo que se come. Mira.
—Caballa en salsa de tomate —leyó Levart en la lata que le ofrecía—. Fábrica de Conservas de Pescado Konryproizvod, Bielgorod. Fecha de caducidad: un año y seis meses. Año de producción… 1959. Eres un derrotista, Lomonosov. Yo como este pescado rojizo desde hace un año y no me ha pasado nada. Hasta me ha gustado el sabor. También te gustará.
—Precisamente eso es lo que más temo.
Barmaley, Yakor y los otros veteranos de la Soloviev aseguraron que las alarmas nocturnas y las cañonadas no eran algo tan corriente y que no tenían lugar dos noches seguidas. Pese a sus aseveraciones, la segunda noche en el puesto, al igual que la primera, la perturbaron las explosiones de las minas, esta vez en la garganta de Davri Dzhar, la más cercana al Gorinich, la posición de Levart. Levart previo el suceso. Ya por la tarde había ordenado a Vania Zigunov sentarse al PKM. Cuando comenzó, Vania estaba listo y atento, disparó unas largas ráfagas en cuanto terminaron las explosiones, marcando con trazadoras el objetivo a los demás. Esta vez los muyaidines contestaron al fuego, las balas silbaron en sus oídos, y los relámpagos en la oscuridad revelaron a los tiradores, algunos mucho más cerca de lo que cabía esperar. Levart dio la orden y en el brillo de las bengalas que caían dispararon todos los cañones del Gorinich. Al Gorinich le ayudó con ráfagas de Utios el Muromets, el resto del puesto no entró a la lucha.
—¡Alto el fuego!
—¡A la orden! —gritó el soldado más cercano. Levart se dio cuenta de que era el que el día anterior había temblado de miedo y llorado de vergüenza. Hoy ya no se tenía que avergonzar de nada.
Las bengalas caían, bañando el terreno con un horrendo fulgor cadavérico. Apestaba a cordita.
Valera, mirando a Levart, cambió su peso de un pie a otro. En vez de las botas altas listadas llamadas «sapogi» que mandaba el reglamento, llevaba una imitación de playeras Adidas que se hacían en la ciudad de Kimry, en la región de Tver. En las condiciones de Afganistán, las kimry resultaban extraordinarias y gozaban de una tremenda demanda.
—¿Lo qué? —Puso la mano en la oreja como si no hubiera escuchado bien—. ¿Ir? ¿Adónde?
—Al campo —repitió Levart con paciencia, en vez de insultarle al yefreitor de inmediato. La mañana era extraordinariamente hermosa, soleada, no quería destruirla con una regañina.
—¿Y por qué… pollas en vinagre? —Valera no se resignó—. O sea, por así decirlo, ¿por qué cojones? ¿Para qué andurrear por allí? ¿Camarada praporshchik?
—Esté listo —Levart alzó la muñeca con el reloj en un movimiento perezoso— dentro de cinco minutos. No lo repetiré.
Valera, calculando que mejor le vendría hacer como que obedecía, adoptó un gesto de inocencia supina. Igualito, igualito que un gato que acabara de cagarse detrás del televisor.
—¡En cinco minutos!
Y apareció puntualmente, con el lifchik[67] en el pecho y su Kalashnikov. Junto con un soldado armado con la dragunova[68].
—Kozlevich —explicó, con una sonrisa canalla y sorbiendo los mocos— es bueno con la esvedeshka[69]. Ya que hay que ir, pues lo mejor con un tirador. ¿No, praporshchik?
—Sí. —Levart afirmó brevemente con la cabeza, se puso al cinto su recién cargado AKS-74U de calibre 5,45, una corta arma llamada cariñosamente pilila por el ejército—. Vamos. Ve por delante, yefreitor. Lomonosov, no te despegues. Quédate cerca de mí.
Cruzaron el campo sembrado de rocas. Valera les precedía, ligero y saltarín como una cabra calzado con sus kimry. Les esperó, señaló ante sí, a la izquierda y a la derecha.
—Tened cuidado —advirtió—. Putanki[70]. Allí y allí. Tenemos que pasar en medio.
Anduvieron, pisando con cuidado. Las MZP, apenas visibles, unos colchones de alambres de acero tensionados llamados putanki por los soldados, eran en verdad terriblemente difíciles de advertir. Recordaban a una alfombra de líquenes o musgos. Toparse con una eme-zeta-pe significaba embrollarse y enredarse hasta el cuello. Sin ayuda de los colegas, unas tenazas y unos alicates, no se podía uno liberar de aquella mierda. En las putanki se enredaba todo: personas, animales, vehículos… Hasta tanques.
—Y venga, Kozlevich… —Valera se detuvo, se arrodilló—. Mira de una vez por tu telescopio.
Kozlevich se puso al hombro la culata del SVD, acercó el ojo a la mira telescópica, la dirigió hacia el barranco de Davri Dzhar, luego al otro lado de la carretera, en dirección al barranco de Zarghun. Levart sabía que el francotirador era de Vilna, vivía en Moscú, se llamaba Edvard Koslauskas, y le debía su apodo al protagonista de un libro de Ilf y Petrov.
—Nada —anunció—. Ni un alma.
—Estupendo —afirmó Valera—. Podemos ir. ¡Cuidado! ¡Mirad a vuestros pies!
—¿Minas? —preguntó Lomonosov, un tanto jadeante ya—. ¿Tan cerca? Pensaba que el campo estaba más allá…
—En este país las minas andan —le cortó Valera—. Tienen esa puta costumbre. A veces están aquí, a veces allí. Y a menudo donde no te las esperas. ¿Y qué, comandante? ¿Vale ya de paseo?
—Cuando sea suficiente ya lo diré. Ve delante, yefreitor.
Anduvieron. Kozlevich examinaba cada cierto tiempo con su mira los barrancos y pendientes. Valera miró a su alrededor, examinó algo. Olisqueó.
—Hay trotil, ¿lo notáis?
Se metió entre unas rocas, volvió enseguida.
—Un puto moro menos —se rió, mostrándoles una sandalia que había encontrado—. Al bandido le dio el gran salto una viuda.
—No es más que una sandalia —advirtió Lomonosov—. ¿No la habrá perdido alguien?
—También estaba el pie, cortado más arriba del tobillo. No lo traje porque me da asco. Y un montón de sangre por las piedras. Igual había más de uno, es difícil de saber. Los espíritus se llevan a sus muertos… Y allí… ¿Veis? ¡Sangre, un cacho de turbante o de abrigo! Ja, como dije, ¡una viuda negra!
Viudas negras, como bien sabía Levart, era como los soldados llamaban a las minas PMN. Puesto que el contacto con una mina PMN tenía consecuencias tan fatales como el contacto con la famosa araña.
—¡Joder! —gritó de pronto Valera—. ¡Estuvieron cavando! ¡Cabrones paganos, malditos sean!
—¿Qué pasa?
—Sacaron minas —señaló Valera, rojo de rabia—. Aquí y allí, y allí, ¿veis los bujeros? No son de explosiones. Cavaron. Las sacaron como patatas, todas las que pudieron antes de que alguna explotara. Por eso vinieron la otra noche. Las sacaron y ahora las pondrán en otro lao, los capullos. Contra los nuestros, se entiende. Volvamos, comandante.
—Volveremos cuando dé la orden. ¿Qué hay allí?
—¿Allí? —Valera se echó para atrás el sombrero de panamá—. Un desfiladero. Una garganta, por así decirlo. Estrecha, larga, pero ciega. Un agujero en la roca que no lleva a ningún lado. Los espíritus no entran. Nadie entra.
—Pues nosotros vamos a entrar. —Levart ahogó la resistencia en su cuna con una mirada fría—. Echaremos un vistazo a ese barranco.
—El teniente Bogdashkin —Valera entornó los ojos, sin pensar en resignarse— también anduvo por donde no debía. Echó un vistazo, por así decirlo, a lo que no debía. Y acabó mal. Curioso, praporshchik, qué destino te espera.
—Ve por delante, Bielych.
—Estos paseíllos —Valera se movió, pero no dejó de quejarse— pueden acabar jodidamente. Que te peguen un balazo es cosa de soldados. Pero una mina, de las que te arrancan las piernas y los güevos… Sin piernas es jodido, y sin güevos… Lagarto, lagarto.
Levart no entró en discusión, con aire demostrativo no hizo caso a las quejas. Valera lo vio.
—Y que no te atrapen vivo los espíritus, Dios mío… Los bandidos te cortan todo lo blando con sus cuchillos, todo lo que se puede cortar. Te cortan poco a poco, los animales, despacito, y lo que van cortando lo echan a un cubo. Tú, prapor, ya llevas tiempo en Afgán, de seguro que más de una vez habrás visto en los kishlaks cubos de ésos. ¿Y no te acojona? Vaya, vaya… Y aquí está el barranco.
Ciertamente era el barranco muy estrecho. Por la angosta entrada entre rocas no cabían más que dos personas hombro a hombro, y con esfuerzo. Más adelante el pasillo se abría un tanto, el azul del cielo se veía mejor, era más claro. El fondo estaba lleno de cascajo, de un amontonamiento de cantos, de rocas desgastadas y de grava que crujía bajo las botas. Lomonosov vio algo entre los cantos, dio un paso, se agachó. Y de inmediato retrocedió, asustado.
—¡Culebra!
—¡Una cobra! —gritó Valera—. ¡Cuidado! ¡Una cobra!
Levart advirtió un movimiento entre las piedras. Algo amarilleó. Algo se retorció como un reptil, alejándose rápido de allí.
—¡Retroceded! —Valera sacó del bolsillo del lifchik una RGN—. ¡Retroceded y cubríos!
Fue a echar mano de la anilla de la granada, pero no le dio tiempo a tirar. Levart lo aferró por el puño. En el mismo momento en el que Lomonosov alzaba la mano en ademán de advertencia.
—No es una cobra —dijo—. Esa serpiente no es venenosa, seguro. No es peligrosa.
—¡Una víbora es una víbora! —Valera forcejeó con Levart—. ¡Odio las víboras! ¡La voy a reventar antes de que se largue! ¡Déjame, prapor!
—Guarda la granada.
La serpiente no huía. Habiéndose alejado de ellos unos diez pies, se detuvo. Se enrolló y alzó la cabeza.
Levart espiró involuntariamente al ver la aplanada cabeza, el cuello segmentado, la lengua bífida que se extendía con rapidez. Y los ojos. Dorados. Con la pupila negra horizontal.
Dio un paso. La víbora alzó más aún la parte superior del cuerpo, silbó agudamente. Las escamas doradas brillaron al sol.
—¿Lomonosov?
—¿Sí?
—¿Estás seguro de que no es una cobra? ¿Ni nada venenoso? Al fin y al cabo eres botánico. No herpetólogo.
—Sé bastante sobre las serpientes. No es una cobra.
—¿Entonces qué es?
—No sé. Creo que un colúbrido… De la familia de los colúbridos.
El colúbrido de la familia de los colúbridos seguía sin tener ganas de huir. Se balanceaba levemente, con sus inmóviles ojos dorados clavados en Levart. Levart se estremeció. Luego, sin apartar los ojos del reptil, dio un paso atrás. Se tropezó. Lomonosov le sujetó. Temblaba como si le hubieran cubierto de agua. Agitó la cabeza para librarse de un penetrante zumbido en los oídos.
—Vámonos —arrancó de sí—. Volvamos a la posición.
—Y dejando a la víbora con vida —comentó Valera con retintín, mientras se colocaba bien el AKM en su cinturón—. Si tú, prapor, eres tan compasivo con las alimañas y los bichos, ¿qué es lo que haces en Afganistán?
Levart no le contestó. La voz de Valera no le llegaba. La ahogaban sus pensamientos.
La noche fue tranquila. Pero no para Levart, que no pegó ojo. No podía dormir. Le perseguía la imagen de la víbora dorada, la mirada muerta de sus ojos de oro. Por la mañana temprano fue al barranco. Solo.
Estaba más que convencido de que no la iba a ver, todavía hacía frío, el sol colgaba bajo sobre las montañas, oculto por una leve capa de niebla matutina. Los reptiles, se intentaba convencer a sí mismo, tienen la sangre fría, no soportan el frío, el frío limita su actividad, se esconden de él. La víbora —no podía dejar de llamar a la serpiente así— estaba escondida en algún lado, con toda seguridad. ¿No habría incluso huido del barranco?
La víbora no estaba escondida ni había huido. Al contrario, parecía como si le hubiera estado esperando. Hecha un ovillo sobre una roca plana, le recibió alzando la cabeza y silbando. Y con una mirada que le produjo escalofríos.
La víbora le miraba, inmóvil. Sus escamas doradas brillaban al sol. Levart también miraba.
En sus oídos había un penetrante zumbido, como avispas enfadadas golpeando contra un vidrio.
El colúbrido se comporta de modo poco natural, concedió Lomonosov. Mientras escuchaba la historia de la solitaria escapada al barranco, el botánico miraba a Levart con extrañeza y sorna, pero no dijo nada. Habló solamente después de que se le preguntara su opinión. El reptil, arriesgó una hipótesis, puede estar enfermo. O muy hambriento. O ambas cosas, porque puede ser que la enfermedad le impida cazar. Y en los alrededores, advirtió, no hay nada vivo. Ni salamandras, ni liebres, ni marmotas, ni siquiera ratones. De modo que el reptil debe de estar muriéndose de hambre.
—¿Le puedo dar de comer? —se interesó Levart—. ¿Darle algo? ¿Traerlo y lanzárselo?
Lomonosov le miró a los ojos. Tenía una expresión de extrañeza.
—¿Lo dices en serio?
—¿Por qué?
—La influencia de la guerra, creo que es la influencia de la guerra. Un largo aislamiento de la normalidad, de la vida común y corriente. Una inconsciente búsqueda de un sucedáneo…
—¿Qué cojones dices?
—Nada. Ven, vamos a conseguir provisiones para tu serpiente.
Karter, el chófer, aunque era el típico campechano, no le decía a nadie ni su apellido ni su nombre y patronímico. Al parecer procedía de Voronez. Usaba de un vocabulario extraordinariamente vulgar. No reconocía la disciplina militar. Siempre llevaba gafas oscuras, unos plásticos de cristales de color rosa importados de Polonia. Tenía dos dientes de oro. Había llevado más pero se le habían roto contra el volante cuando su GAZ-66 se cruzó con una mina cerca de Baraki Barak. Acostumbraba a venir a la Soloviev una vez por semana, a veces más, de camino, cuando tenía que tomar la ruta de Jalalabad. Transportaba munición y provisiones. También conseguía todo lo que se le pidiera. Tenía acceso a las requisas de la aduana y a los almacenes del Voientorg[71], tenía contacto con los traficantes. Junto con un escogido grupo de chóferes monopolizaba el negocio del contrabando en el valle del río Kabul, en las provincias de Laghman y Nangarhar. Karter estaba dispuesto a proveerte de todo lo que desearas: un saco de dormir japonés, papel del váter, calcetines gruesos, el Playboy, una baraja de cartas con mujeres desnudas, cigarrillos Zolotoie Runo, una navaja suiza, sardinas, chocolate, vodka o heroína. A un precio escandaloso, se entiende.
Levart y Lomonosov fueron a ver a Karter cuando, después de haber distribuido los bienes entre sus clientes, se preparaba para marcharse examinando el estado de los neumáticos de su abollado Shishiga[72]. Al verlos sonrió, lanzando a todos lados los reflejos de sus dientes dorados. Adivinó de inmediato el objetivo de su visita.
—¿Qué es lo que hace falta? ¿Qué es lo que desean los señores oficiales? Si me lo decís, os lo traigo. Llegaremos a un acuerdo…
—Necesito una rata —le cortó Levart.
La sonrisa de Karter desapareció. En un pestañeo. Del mismo modo que desaparece un billete de cien dólares colocado sobre la mesa del funcionario de la oficina que expide los pasaportes.
—¿Estás de broma?
—No. Necesito una rata.
—¿Qué puta rata?
—Una rata —intervino con sosiego Lomonosov—. Rattus norvegicus. Te será conocida con toda seguridad. Si no de nombre, al menos en su forma. Cuando te despiertas temprano, allá en tu tierra, es lo primero que ves en cuanto abres los ojos. Está sentada en la mesa de la cocina, junto a las botellas vacías y los restos de la cena, menea los bigotes, se limpia las orejas con las patas, muestra los dientes y desencaja sus ojillos negros. Eso es una rata.
Karter desencajó los ojos. Luego se puso completamente rojo.
—¿Qué diceees? —gritó—. ¿Qué diceees? ¿Cómooo? Tú a mí… Tú a mí… ¡Ah, intelectual de mierda! ¡Ah, habrase visto! ¡Así te den por el puto culo! ¡Y con tu puta rata! ¡Largaos! ¡Los dos! ¡Comepollas!
—Tranquilo, poquito a poco. —Levart sujetó a Lomonosov—. Contente, camarada chófer. Tú mismo has dicho que conseguirías todo lo que los oficiales deseáramos. Pues el oficial desea una rata. El negocio es el negocio. Echa un vistazo. ¿Cosita buena, no? Y de marca.
Al ver las gafas de sol de aviador de color ámbar oscuro, Karter se pasó la lengua por los labios y apretó inconscientemente los puños.
—¿Originales? ¿No son piratas?
—Está escrito Polaroid. ¿Sabes leer, no?
—¿Y me las darás por una rata?
—Me da, colega, que aún no se te ha pasao la mona —Lomonosov le interrumpió de nuevo—. Traerás diez ratas. Dos a la semana. Se te darán las gafas cuando hayas realizado las dos primeras entregas. ¿Te vale?
—¿Me las puedo probar?
—Puedes.
Karter se puso las Polaroid, contempló su reflejo durante largo rato en el espejo lateral del camión. En distintos ángulos. Y una sonrisa, en principio precavidamente torcida, se apoderó por fin de sus rasgos por completo. Llena de oro.
—¿Y esas ratas —preguntó— de qué color tienen que tener el pelo?
Karter demostró y confirmó su reputación. Hizo entrega de la primera rata, una asquerosidad parduzca, al cabo de dos días y les aseguró que tenía acceso a las restantes. Pero si el chófer usurero se lució y no le falló, fue la serpiente la que sorprendió y, por no decir más, decepcionó a Levart. Cuando se presentó en el barranco llevando a la rata del rabo, ésta no se presentó, aunque estuvo esperando más de una hora. Dejó al roedor sobre una piedra plana, se fue, intentando convencerse a sí mismo de que aquello era normal y natural, que el reptil del barranco no era un ejemplar criado en un terrario y que no había que esperar que saliera reptando a por la comida y comiera de su mano. Que además no estaba claro si querría siquiera rozar aquella carroña traspasada de olor humano. Se convenció a sí mismo, pero no le sirvió para mucho. Por la tarde no lo aguantó y se acercó a comprobar qué había pasado. Y, para qué esconderlo, la vista del roedor intacto, yaciendo allí donde lo había dejado, le llenó de una rabia y una cólera completamente irracionales.
Se controló con rapidez. Decidió tomar la rata de encima de la piedra plana y llevarla más hacia dentro del barranco, hasta el mismo fondo, hasta el lugar donde se volvía tan estrecho y angosto que sólo era accesible a la serpiente. Se acercó y extendió la mano.
La serpiente salió disparada sin saber de dónde, no hacia la rata, sino hacia Levart, directamente a sus ojos. Asustado, se echó hacia atrás, se tropezó, cayó de culo con fuerza, su AKS se le resbaló de las manos. Retrocedió con pánico, raspándose los pantalones con la grava, el reptil le siguió, con la cabeza alta, la lengua bífida que sacaba y metía con rapidez casi le tocaba la cara. Paralizado de miedo miró a la víbora a los ojos. Y se quedó paralizado por completo. Se quedó petrificado. Lo único que vivía en él parecía ser su corazón que latía en su pecho como una locomotora. La víbora se alzó aún más, ahora que estaba sentado, inclinado, le dominaba, le miraba desde arriba, meciéndose hipnóticamente. De pronto lanzó un agudo silbido, se dobló en S y atacó. Con un movimiento tan rápido que escapaba a la vista, tan relampagueante que Levart no tuvo tiempo de asustarse. La boca adelantada para el ataque se detuvo a unos centímetros de su rostro. Abrió las mandíbulas y Levart vio los dientes venenosos. Pequeños, pero fuera de toda duda venenosos.
Algo zumbó y retintineó en su cabeza, sus ojos se ennegrecieron y luego se cegaron con un resplandor, revolotearon de pronto miles de imágenes desordenadas, desgranándose como en un caleidoscopio. La víbora se balanceó, lenta y cómodamente, casi tranquilizadora. Dirigió su vista detrás de sus ojos, sintiendo en sus labios una sequedad, una sequedad horrible y bien conocida. Así se le secaban los labios en los momentos más terribles de la batalla. Cuando la muerte estaba tan cerca que no podrías introducir ni un céntimo de canto entre ella y tú.
El reptil giró de pronto la cabeza y se rompió el hechizo, el lazo se deshizo, sintió que ya podía moverse de nuevo. Pero no se movió.
La víbora se deslizó con gracia por las piedras, repiquetearon los guijarros, reptó por encima de su AKS, se retorció sobre la culata y el cargador. Silbaba amenazadoramente, balanceaba la testa. Levart tragó saliva.
—No… —consiguió decir—. No te habría disparado… A ti. Nunca.
La víbora se alzó exactamente como si estuviera escuchando. De nuevo se balanceó, ágilmente, con gracia. Se deslizó del akaese, retrocedió hacia la piedra plana, tomó la rata con un movimiento repentino. Se alzó, con el roedor colgando entre sus mandíbulas, miró a Levart. Y se alejó con rapidez. Desapareció. Levart se levantó algo después.
El intercambio de fuego nocturno se detuvo al cabo de algún tiempo, por fin se pudo dormir hasta el alba. La zastava resultó ser verdaderamente un lugar bastante tranquilo para servir, tuvo que reconocer al final el propio Barmaley.
—Se puede vivir aquí —aseguró—. Y de verdad que prefiero tal servicio antes que estar subiendo y bajando por los montes de Bagram o echando el bofe en las cuestas del Campo Caliente[73]. Yo ya he corrido lo mío, me he ganado un poco de paz y descanso. Alégrate tú también de la tranquilidad, Pasha, mientras la tenemos.
Cierto, durante unos días hubo tanta tranquilidad en la zastava que hasta resultaba aburrido. Habría sido aburrido por completo si no hubiera sido por las patrullas.
Renunció al fin a examinar con los prismáticos el desfiladero de Zarghun. No distinguía nada en él, ninguna silueta, ni el más mínimo movimiento. En esencia no había visto nada, ni una vez, en ninguna de las patrullas que llevaba hechas en doce días de servicio en la posición. La vigilancia de la zona comenzaba a convertirse en una aburrida rutina. Levart sin embargo se cuidaba mucho de caer en la rutina, sabía lo que la rutina y el desinterés traían consigo, Afganistán había tenido tiempo ya de darle unas cuantas dolorosas lecciones. El desfiladero de Zarghun, lo sabía y lo sentía, era una amenaza. Había que cuidarse del desfiladero de Zarghun.
Movido por un impulso imposible de sofocar, con una atracción casi magnética, se giró, apuntó los prismáticos en dirección al despeñadero y el barranco. Antes de que su mirada se posara en el borde de la hendidura, ya comenzó a reprocharse a sí mismo que lo que hacía no tenía ningún sentido. Por supuesto, no distinguió a la sierpe, no era posible. Eso no impidió que mantuviera la vista sobre la entrada al barranco durante más de un minuto. Ni que se sintiera decepcionado y enfadado. Por lo que no veía.
—¿Y? —se interesó Lomonosov, arrodillado a su lado detrás de la roca—. ¿Has visto algo?
—Lo habría dicho, si lo hubiera visto. —Levart bajó los prismáticos, se enderezó—. Fin de la excursión, manda a Valera a recoger a los muchachos. Volvemos al puesto.
La patrulla fue bajando de la colina en fila india. Crujieron las piedrecillas que resbalaban por la pendiente.
—¿Stanislavski?
—Dime.
—¿Qué es lo que crees que la víbora hace en ese barranco? ¿Por qué está allí todo el tiempo?
Lomonosov se colocó el cinturón del akaeme, miró a Levart, lo miró largo rato.
—Entiendo que preguntas totalmente en serio.
—Lo más totalmente.
Lomonosov dio un paso al lado, recogió algo del suelo, quizá una piedrecilla. Levart giró la cabeza con rabia. Le aburría el avisar al botánico de las minas. Pero todavía le enfadaba su descuido.
—Tu serpiente —dijo Lomonosov, contemplando su hallazgo— es el guardián del desfiladero. Lo defiende de los profanadores. De los bárbaros.
—¿Cómo?
—De acuerdo a la imago mundi clásica —comenzó su lección el científico—, la serpiente es la guardiana del tesoro, custodio de los secretos, vigilante de las puertas del país de los muertos. Como nuestro Gorinich, también llamado el Serpiente, patrón de nuestro blokpost. A todo el puesto, en realidad, como te habrás dado cuenta, así como a sus elementos, debió de darles sus nombres en código algún apasionado de las canciones de gesta rusas y de la literatura romántica rusa. Volviendo a Gorinich el Serpiente, guarda el…
—… el puente de viburno sobre el abismo de fuego que conduce al Trigésimo Reino que yace tras la Tercera Tierra —terminó Levart—. También he leído las dos cosas, las canciones de gesta y los románticos rusos. Reconozco que cuando te pregunté no esperaba un cuento de hadas sino una respuesta sensata…
—Es tan sensata como la pregunta. —El botánico no se dejó desviar de su tema—. Tu serpiente es un guardián.
—¿De qué? ¿De las piedras?
—Seguro, con gran certeza. —Lomonosov le mostró su hallazgo, una piedrecita negra con un bonito dibujo rayado—. Esto, por ejemplo, es ónice. Una piedra de adorno, semipreciosa. Es valiosa. Está ahí tirada y la pisamos. ¿Y sabes lo que esconde el Hindukush bajo tierra? ¿Qué es lo que se llevaban de aquí los invasores desde tiempos inmemoriales? Esmeraldas, rubíes, lazuritas, ágatas, berilos… Sólo por nombrar algunos. Tu serpiente, Pavel, guarda riquezas y tesoros. Para que no lleguen a ellos y no los cojan en sus garras los nuevos bárbaros y saqueadores que invaden este país. Siempre con las mismas consignas en los labios. Progreso, desarrollo, internacionalismo, ayuda fraterna, libertad, democracia. Y sin embargo se trata sobre todo de estas esmeraldas. De los rubíes y el lapislázuli. Del oro, del cobre, del uranio, del mineral de hierro, del gas, del cinc, del litio, de la bauxita, de la barita, de todo lo que quieren robar y saquear a este país, lo que quieren arrancarle a la tierra. Es de éstos de los que protege tu serpiente los tesoros. O bien…
—¡O bien mira bajo tus pies, idiota! ¡Aquí hay minas! ¡Cuántas veces te lo tengo que repetir!
Por la mañana, cuando el sol está ya sobre las cumbres, el Hindukush, como una mariposa surgiendo de su capullo, demuestra todos sus tonos y colores. Se embriaga en ellos. Abajo, en las faldas de la cordillera, las montañas son como papel de embalar arrugado. Pardo sucio, grises, antiquísimas cenizas. Como la ceniza clara de hogueras sacrificiales. Como la ceniza de sahumerios extinguidos. Como la ceniza de un sarcófago.
Más arriba, por encima de esta grisura cenicienta, discurre una línea de tiniebla oscura, casi negra, de un negro fúnebre y desolado. También son cenizas, pero son las cenizas negras de las ruinas, el negro de casas carbonizadas, un negro regado por la lluvia, restos fragmentados tras un auto de fe. Y sobre todo ello, recortado en un cielo de un cegador azul zafiro, se alza como un espejismo, como una aparición, el verdadero Hindukush: azul claro, cubierto de hielo, transparente, fantásticamente irreal, como un fantasma que sólo es accesible a los ojos. Y a la imaginación. Un fénix azul, alzado de entre las cenizas.
La serpiente yacía sobre una roca plana, enrollada en un ovillo regular. Al ver a Levart alzó la cabeza. Daba la sensación de que lo había estado esperando. Parecía como si lo estuviera saludando. Con su mirada dorada, muerta, de mal presagio clavada en él. Él la miró directamente a los ojos. Sin miedo y con agrado.
Algo susurraba en su cabeza, tintineaba, zumbaba como mil abejas enfurecidas. En sus ojos, nublados por un momento, estallaron y relumbraron de pronto millones de imágenes caleidoscópicas, desordenadas, que se transformaban abruptamente en un quebrado cristal coloreado para, de nuevo, convertirse en una imagen. Completamente distinta. Y en cada imagen, en cada visión, en cada espejismo aparecían, como una marca de agua, clavados incansablemente en él, los ojos malignos y omniscientes de la víbora. Los veía incluso con los ojos cerrados.
Escuchó el golpeteo de un tambor que le pulsaba en los oídos, los acordes entrecortados de una música lejana. De pronto estaba en Egipto, en Tebas, escuchaba la eterna melodía del coloso de Memnón, escuchaba cómo la estatua entonaba y cantaba en su ser que estallaba bajo los rayos del sol poniente. Escuchó la vox coelestis de los órganos de la catedral de Notre Dame en la parisina isla de la Cité. Escuchó cómo las ráfagas de viento pulsaban las cuerdas de los anemocordos, las arpas eólicas, haciéndolas vibrar en un sutil coro, idealmente armónico.
Antes de que dejara de asombrarse pensando de dónde diablos salían ahora aquel Egipto y aquel París, el coro de arpas fue interrumpido de pronto por un fuerte sonido de trompetas. Como llamando a recuento o puede que tocando retreta. Antes de que se diera cuenta, la trompeta cambió de tono bruscamente, convirtiéndose en una señal de caballería, el comando de al galope.
Come fill up my cup, come fill up my can,
Come saddle my horses and call up my men;
And to the West Port, and let us be free,
And some wear the bonnets of Bonny Dundee!
A su alrededor golpearon los cascos, se agitaron las cuartillas, unos flancos y colas aterciopelados. Uno de estos caballos es mío, pensó, mi moro negro como la noche, que en lo que respecta a belleza y fuerza sólo está por detrás del Bucéfalo del rey. Mi alazán, que se llama Zefios, Viento del Oeste. Por el que pagué en el mercado de Laris setecientos dracmas, suma por la que se podrían haber comprado allí cinco esclavos. Un caballo que me llevó a la carga de Issos. Que me salvó la vida en Gaugamela. Zefios, rocín moro, cuyas riendas sujeto en mi mano…
Levart mira y se da cuenta con asombro de que no sujeta nada en la mano. De que en el antebrazo, en vez de tener, como hace un instante, una larga tira de cuero y un brazalete de bronce, le asoma la manga de un uniforme de color caqui, con galones y con botones de hojalata en el puño. De que los jinetes que se agachan junto a él llevan cascos de punta, cortas chaquetas bordadas y pantalones con bandas. La Batería E, Royal Horse Artillery, artillería montada, escoltando a sus cañones de nueve libras.
There are hills beyond Pentland, and lands beyond Forth,
If there’s Lords in Lowlands, there’s Chiefs in the North;
There are wild Duniewassals three thousand times three,
Will cry «Hoigh!» for the bonnets of Bonny Dundee!
—Drummond, old fellow! ¡Azuza a los soldados! ¡Al galope! By Jove! ¡A esta velocidad no vamos a llegar a Kwetty antes de la noche! ¡Al galope!
—¡Aprisa, soldados, aprisa! ¡Que se mueva el Sexagésimo Sexto!
El zumbido de las abejas alcanzó su apogeo en un agudo crescendo. Y la ilusión estalló de pronto, se disolvió como una imagen de caleidoscopio. De nuevo no hubo más que un lecho seco, arenas rocosas. Unas paredes que casi se chocaban y la azulada línea del cielo entre ellas. Y una piedra plana donde aún no hacía más que un momento yacía la víbora.
—¿Stanislavski?
—¿Sí?
—Sabes si las serpientes… si tienen la capacidad… si la ciencia conoce casos… ¿Si es posible que las serpientes puedan hipnotizar? ¿Con la mirada?
—¿Tengo que entender que tu reptil te ha hipnotizado?
—Responde a la pregunta.
—Humm… —Lomonosov puso sobre un trapo el cargador limpio del akaeme—. La serpiente, Pavel Slavomirovich, es un ser enormemente misterioso. Ha sido un enigma para el género humano. Desde el comienzo de la historia, todo era en ella incognoscible e inescrutable. Su aspecto, su comportamiento, su reacción, su forma de vida, método de ataque, reproducción, la inquietud que despierta… Todo en la serpiente era incomprensible y originaba las más fantásticas de las leyendas.
»Pese al atávico instinto de amenaza y de repugnancia que la serpiente produce en el ser humano, su perfil está relacionado desde tiempos inmemoriales con la medicina, es un atributo de los curadores. La serpiente es símbolo de regeneración y resurrección.
»En la Cabala la serpiente se desliza por el Árbol de la Vida, capaz de tocar todas las sefirot al mismo tiempo. Los agnósticos, tomándolo de los alquimistas, llamaron la atención acerca de la frecuente aparición en la iconografía de la serpiente, o mejor dicho, dos serpientes, entrelazadas y con las cabezas vueltas la una a la otra, como en el caduceo de Mercurio, que es en fin dios de la ambigüedad. E hicieron de la serpiente el símbolo del equilibrio de las fuerzas del Bien y del Mal. La dicotomía maniquea, en una palabra. La serpiente es al mismo tiempo el amable y bondadoso Agathodaimon, guardián de las cosechas y de los viñedos, y también el malvado Kakodaimon, enemigo del género humano. Es el buen Ormuz y el maligno Arimán. Es Horus y Set… ¿Me permites que te pregunte algo?
—¿Tú a mí? ¿Y de qué se trata?
—¿Cuánto hace que no has estado con una mujer? Desde que eras un civil, ¿verdad?
—No es verdad. Pero no es asunto tuyo. Cíñete al tema.
—Pero si me estoy ciñendo. Y del todo. Estoy intentando entender el subtexto de tu fascinación por los reptiles y me pregunto qué es lo que mejor encaja aquí: latet anguis in herba o cherchez la femme. La serpiente es un símbolo fálico, relacionado con el sexo. La primera serpiente mordió a la primera mujer en su sexo, contagiándola de su inestabilidad de reptil en asuntos amorosos. Y si se entierran cabellos de mujer arrancados durante la menstruación, de ellos saldrá una serpiente. La serpiente que inmoviliza a sus víctimas con sus anillos es un símbolo de seducción, atamiento, posesión: Jasón por Medea, Hércules por Omfala, Sansón por Dalila, Adán por Lilith. De ahí mi pregunta acerca de tus relaciones con las mujeres o, mejor dicho, de la falta de ellas. Podríamos hallar la clave para explicar tu obsesión con la víbora…
—No te hagas el Freud, Stanislavski. No busques clave. Responde a la pregunta. ¿Puede hipnotizar una víbora?
—Ambrose Bierce, «El hombre y la serpiente». ¿Lo has leído?
—No.
—Pues es una pena. Si lo hubieras leído no me andarías preguntando por la serpiente y sus habilidades hipnóticas. Tendrías la respuesta. Literaria, pero verdadera, resaltando la fuerza de la autosugestión. No es la serpiente, mi amigo. No hay serpiente. Es la autosugestión.
—Claro. Autosugestión. Y literatura. ¿Qué es lo que eres, un filólogo? ¿O un naturalista? ¿Y para más inri pasado de moda?
—Como naturalista pasado de moda —Lomonosov no se molestó por la burla— puedo solamente responderte de una forma: la ciencia no confirma ninguna capacidad hipnótica en las serpientes. Es una leyenda cuyas raíces yacen tanto en el mito de la Medusa como en el hecho observado de que las víctimas de las serpientes mueren inmovilizadas. Pero esto no es hipnosis, sino un mecanismo de defensa. El animal amenazado se queda inmóvil porque el instinto le enseña que el depredador reacciona ante el movimiento, ataca los objetos que se mueven. En el caso de la serpiente, sin embargo, el instinto le falla a la víctima, porque las serpientes tienen el órgano de Jacobson…
—Gracias, me basta.
—Yo pienso que…
—Basta, he dicho.
La serpiente yacía sobre una roca plana, justamente allí donde se la esperaba. Alzó la cabeza al verlo. Parecía como si lo hubiera estado esperando. Para saludarlo en cuanto se acercara al barranco. Y ahora lo saludaba, con su mirada muerta y dorada clavada en él. Depositó con cuidado el AKS sobre la grava. Se acercó. Se arrodilló. Miró a la víbora directamente a los ojos, sin miedo, incluso con gusto. Sabía qué esperar, lo que iba a encontrar, lo sabía antes de que le sonaran los oídos, antes de que resonara en ellos el zumbido y el murmullo de miles de abejas. Antes de que en los ojos, nublados por un momento, estallaran los fuegos artificiales de las visiones, antes de que se cubrieran con una miríada de fragmentos caleidoscópicos y desordenados. Sabía lo que le esperaba. Y no tenía miedo.
Porque, ¿acaso unos sueños hipnóticos, ilusiones y espejismos podían asustar a un oficial soviético? ¿Y encima a uno al que ya desde su octavo año de vida le hablaban las ilustraciones de los libros? ¿Que ya con nueve años podía predecir y presentir el futuro? ¿Profetizar? ¿Pronosticar y presagiar los acontecimientos? ¿Muy distintos acontecimientos? ¿Desde los graciosos y triviales hasta los preñados de consecuencias trágicas?
Pavel Levart recordaba el día y el momento de su primera visión precognitiva. Era completamente consciente de que nunca, hasta el final de su vida, sería capaz de olvidar ni el día ni el momento de aquel suceso. Ni las circunstancias que lo acompañaron.
Estaba mirando un libro que había recibido como regalo en su octavo cumpleaños. El libro era grande: para poder volver las páginas se había tenido que sentar en el suelo. Le encantaba aquel libro, podía estarse horas enteras contemplando aquellas ilustraciones que representaban a cadetes, muchachos no mucho mayores que él vestidos con uniformes de desfile que parecían verdaderamente unos pequeños oficiales. Había sobre todo una imagen que podía mirar sin parar. Mostraba a un corneta que estaba tocando a fajina. Estaba tan bien dibujado que casi parecía que se oía la corneta. En realidad el pequeño Pasha había escuchado algunas veces aquella corneta, pero pensaba que era en la calle.
Un abejorro, zumbando rabiosamente, golpeteaba en el cristal de la ventana; desde la cocina le llegaban unas voces, a veces muy altas. Mamá hablaba con la vecina, la tía Lisa. Mamá se quejaba del padre, que se estaba retrasando mucho de la vuelta del trabajo y esto, con toda seguridad, porque otra vez se había ido a tomarla con sus amigotes. Aunque había prometido que iba a acabar con la bebida. Tía Lisa, cuyo marido era ferroviario y bebía sin tregua, intentaba tranquilizar a mamá. Se le pasará y volverá, afirmaba, siempre vuelven, porque dónde van a estar mejor. Pero si lo había prometido, alzaba la voz mamá. Siempre lo prometen, le tranquilizaba tía Lisa.
Y entonces, en los oídos de Pasha algo golpeó, tintineó y murmuró. Y el cadete en el librito se quitó la corneta de los labios. Miró a Pasha Levart. Frunció el ceño, como si estuviera asombrado de lo que veía. Tu padre no va a volver, Pasha, dijo. Hace unas horas, allá junto a la tienda de licores, se unió a dos desconocidos a los que les faltaba un tercero que dispusiera de los cinco o seis rublos que necesitaban para hacer una compra razonable. Habiendo adquirido lo que les era preciso, se fueron, al objeto de consumirlo, a la isla de los Decembristas, el parque junto al río Smolenka. Allí, los desconocidos, al ver que el padre tenía todavía cinco rublos, una cartera de piel y un reloj Poliot, justo ahora, en este momento, lo están matando. Golpeándolo con un ladrillo en la sien. Y dentro de un instante van a arrastrar el cuerpo entre los matorrales junto al río Smolenka. Allí se encontrará dentro de un momento tu padre, Pasha. Entre los matorrales del Smolenka, justo al lado del puente de Smolenka.
Pasha cerró bruscamente el libro sobre los cadetes. Y comenzó a llorar. Corrió a la cocina para contárselo todo a mamá y a la tía Lisa. Las mujeres primero le gritaron, le amenazaron con castigarlo por inventarse aquella fantasía. Pero cuando no dejó de llorar, fueron corriendo a la policía.
Y todo lo que había dicho el cadete corneta resultó ser verdad.
Excesiva sensibilidad, dijo el médico al que llevaron a Pasha después de que profetizó que el hermano mayor se iba a romper el brazo en el campamento de verano. Si había habido en la familia casos de epilepsia y si el pequeño bebe alcohol, quiso saber un segundo, después de que predijera al marido de tía Lisa, el de los ferrocarriles, que iría a la trena por robar aceite de las máquinas. Histeria, diagnosticó un tercero, al cabo de unas cuantas visiones de Pasha, ya en la clínica del Departamento de Psiquiatría Infantil del Instituto Estatal Bechter de Psiconeurología. Esquizofrenia paranoide, fue la opinión de un cuarto, del mismo instituto. Una parafrenia clásica, desacreditó a sus dos antecesores el quinto, con título de catedrático. Yo esto lo arreglo, prometió.
Pasha salió de la clínica al cabo de medio año, en el momento preciso para no volverse completamente idiota a causa de los psicotrópicos. Lo consideraron curado porque consiguió satisfacer al catedrático, Vikenti Abramovich Shilkin, que pedía que le llamaran tío Kiesha.
El tío Kiesha era calvo como una rodilla, llevaba unas gafas muy gruesas, un delantal blanco muy sucio y una brillante corbata de lunares, exactamente como Lenin en la mayoría de los retratos. Por el instituto, recordaba Levart, corrían maliciosos rumores que databan la corbata del tío Kiesha en los tiempos de la Nueva Política Económica, más o menos por el año 1925. Nadie se creía el rumor. La corbata debía ser más vieja. Incluso en tiempos de la Nueva Política Económica no se producían en la URSS corbatas de tanta calidad y duración.
Pasha satisfizo al tío Kiesha. Aprendió a no reconocer que había tenido visiones y a negar que las hubiera tenido. Y pasó todas las pruebas del tío Kiesha porque una voz le iba diciendo las respuestas y las reacciones adecuadas. Con una precisión tal como la que esperaba el tío Kiesha.
El día antes de salir de la clínica tuvo una visión. En la visión el tío Kiesha moría a causa de un ataque. Entre la multitud, durante la celebración del vigésimo aniversario del Día de la Victoria, el nueve de mayo de 1965. Cuatro días después.
Pasha Levart, al irse, no le dijo nada. No podía. Al fin y al cabo estaba curado.
El tratamiento al que fue sometido Pavel Levart en el Instituto Bechter sólo tuvo éxito en un aspecto, aunque importantísimo: Pavel, a sus diez años, estaba dispuesto a todo, absolutamente a todo, para no volver a tener que ir allí de nuevo. El muchacho reconoció como insuficiente el fingir, rechazar las visiones y presentimientos, así como mentir con respecto a su aparición. Al fin y al cabo podía ser que le pillaran las mentiras, que se traicionara sin quererlo, podía enredarse en lo que dijera de forma que despertara sospechas.
Pavel Levart decidió llegar al fondo del problema. Decidió ahogar sus precogniciones en la etapa en la que se estaban creando, asfixiarlas durante su desarrollo y no dejarlas continuar. Las visiones anunciaban su aparición. Justo antes de que algo comenzara a pasar, Pavel sentía una presión de corta duración en los oídos, que se convertía en un horrible zumbido de insectos que crecía rápidamente, como si una abeja golpeara en un cristal. En esta etapa, el muchacho lo fue comprobando, se podía detener las precogniciones. Haciéndose daño a uno mismo. Un enérgico pellizco solía funcionar y aún mejor un pinchazo, fuerte, haciendo sangre. Pavel aprendió a tener siempre clavado en la ropa un alfiler o una aguja, y en los bolsillos solía llevar tachuelas que, en caso de peligro, apretaba contra la yema del dedo. Ayudaba. El zumbido de las abejas se detenía, expulsadas por el dolor las visiones se deshacían. Para aparecer cada vez menos. Pavel Levart dejó de ver el futuro, no recibía nada más que confusas alarmas, señales de lo que tenía que ocurrir. Y también estas señales aparecían cada vez menos.
Con el tiempo casi desaparecieron por completo.
Sólo volvieron en Afganistán.
La víbora bajó de la roca reptando, desplegándose como una cinta, arrastrándose se acercó a Levart, que seguía agachado. El animal alzó la cabeza despacio, algo más de un cuarto de la longitud de su cuerpo. Esto bastó para que pudiera mirarle a él a los ojos.
Esta vez el murmullo y el zumbido en los oídos fueron precedidos por unos círculos concéntricos brillantes que pulsaban en sus ojos, que aparecían y desaparecían como ondas en el agua. Levart sintió cómo le tiritaban y le temblaban los dedos de las manos. El aire, que hasta este momento, en el barranco, había estado inmóvil, cálido y pesado, se enfrió y se avivó de pronto. Percibió el viento en el rostro y los cabellos. Los círculos que emanaban de los ojos de la víbora explotaban en un mosaico de dibujos, en las formas cambiantes y volubles de un caleidoscopio. De la forma surgió un desierto pétreo. Un desierto bañado por un sol cegador.
El caballo moro vuelve la cabeza, le dirige su mirada. Se llama Zefios, Viento del Oeste. El jinete a su derecha es Brizos, un tracio. El de la izquierda es Estafilos, un frigio. Y los otros, jinetes mercenarios de Tracia, Panonia, Iliria, de todas partes. Prodromoi, la caballería ligera de reconocimiento del ejército de Alejandro, rey de Macedonia. Una tetrarquía que cuenta con cincuenta caballos en formación de tres. Mi destacamento. Soy el tetrarca Herpander, hijo de Pirro. Conduzco el destacamento por el valle del río Aracotus, nos dirigimos hacia Gauzaka, y de allí a Paropamisada, a la guarnición de Ortospan, lugar que está a trescientos treinta estadios al sur de la recién fundada Alejandría Caucásica.
Puesto que las montañas que alcanzan hasta el cielo, brillando cegadoramente hacia el norte, se llaman Cáucaso Indio o Paropamisos. En la lengua de las tribus montañesas del Hindukush.
La imagen estalló como el cristal, la visión desapareció. Pero de los ojos de la víbora emanó casi de inmediato la siguiente.
Un desfiladero en las montañas, acantilados de formas fantásticas, creando algo con la forma de una puerta que lleva directamente hacia un desierto bañado por el sol. Un ejército atraviesa la puerta. Por delante va la caballería al paso, lanceros con turbantes, con banderas que vibran al viento en sus lanzas. Detrás de ellos va la artillería a caballo, cañones, carros, jinetes con chaquetas bordadas. Detrás de ellos una larga columna de soldados de infantería vestidos con uniformes grises y cascos picudos. Los soldados cantan, sus canciones se oyen belicosas y marciales.
Our hearts so stout have got us fame
For soon’tis known from whence we came
Where’er we go they fear the name
Of Garryowen in glory!
El brillo de las bayonetas por encima de las cabezas de los soldados lo cegó por un instante, Levart cerró los ojos. Cuando los abrió, el ejército había desaparecido.
Había un humo negro que se retorcía surgiendo del fondo de la garganta rocosa. Eran los restos humeantes de un beteerre. El transporte debía haber tropezado con una mina con su rueda delantera izquierda, puesto que estaba completamente arrancada, simplemente había desaparecido. La rueda izquierda del segundo par, con el neumático hecho trizas, descansaba con el eje en el suelo. El refuerzo detrás de la rueda estaba desgarrado y doblado. Las dos placas acorazadas delanteras, la superior y la inferior, estaban casi completamente arrancadas y grotescamente deformadas. Levart ya había visto vehículos destruidos en forma similar y sabía lo que había pasado. El BTR se había topado con dos minas italianas TC-6, puestas la una sobre la otra y ayudadas por una carga de diez kilos de trotil enterrada bajo ellas. Sabía que ni el conductor ni el oficial de un transporte destruido en tal forma habían tenido ni la más remota posibilidad de sobrevivir, mientras que de la tripulación y de los paracaidistas transportados habían muerto al menos la mitad de los soldados.
En la tierra, entre las nubes de humo que surgían de los restos calcinados, había alguien sentado. Era un soldado, la pieshchanka destrozada que cubría sus espaldas encogidas no tenía ya el color de la arena, estaba negra como la pez. Y humeaba. Levart se acercó, se colocó de tal forma que le entrara al soldado de frente, para ver su rostro. Resultó imposible. Era como si la tierra girara, como si diera vueltas como un carrusel. Daba igual por dónde se acercara, sólo veía la espalda ennegrecida, los hombros caídos, por los que se arrastraba el humo. Los cabellos tiznados sobre la sien. Las heridas deformes y sangrientas de unas quemaduras y ampollas en el cuello. No podía ver el rostro del soldado. Pese a ello sabía que se trataba de Valun. El sargento Valentin Trofimovich Jaritonov.
—No estabas con nosotros —dijo Valun sin volverse—. No estabas con nosotros, Pasha.
—¿Valentin? ¿Qué ha pasado? ¿Qué te pasa?
—No estabas con nosotros en ese beteerre. Si hubieras estado lo habrías sabido. Puede que hubieras presentido la italiana[74]. Pero no estabas.
—¿Vika?
El humo del transporte cubrió la vista, se clavaba en los ojos, hacía saltar las lágrimas.
La visión desapareció. Y Levart se estremeció, tembló, al sentir en la mejilla la inesperada caricia de una mano. De la mano de una mujer.
—¿Vika?
Cuando se tenía una cita con Vika en el centro había que acostumbrarse a algunas cosas. Sobre todo a las miradas que —dependiendo de las circunstancias— la admiraban o la odiaban. Por supuesto, Vika, Viktoria Fiodorovna Kriayeva, atraía las miradas porque era hermosa. Y todo lo que en ella no hubiera de hermoso, era agradable, lo que, al fin y al cabo, era igual. Para colmo, Vika, que trabajaba en Inturist, se vestía a la moda occidental. Levart nunca estaba seguro de si al mirar a Vika estaban admirando sus piernas o sus zapatos italianos. O si quienes la miraban con odio envidiaban su figura o su cazadora Levi Strauss. O si era todo a la vez. Ya se había acostumbrado y no le prestaba atención.
—No debieras —repetía Vika, al tiempo que posaba la taza—. No debieras ir a esa guerra. Es más: no tienes que ir a esa guerra.
—¿Eso quiere decir —sonrió torciendo la boca— que tengo que negarme a cumplir la orden? ¿Que tengo que desertar? ¿Eso es lo que quieres? ¿Me intentas convencer de eso?
—Es una guerra maligna. Una guerra que no se entiende y que comenzó estúpidamente. Y que terminará trágicamente. Para todos nosotros.
—No lo digas tan alto, Vika, por favor.
—Una guerra —Vika alzó la cabeza— tan vergonzosamente sucia, que te da vergüenza hablar de ella en voz alta. Una guerra tan infame y tan impopular que a los que hablan de ella en voz alta se les cierra la boca con amenazas.
—Eso no es así. Tienes que entenderlo. Existe algo llamado el compromiso internacionalista. Y la deuda con el aliado…
—Hablas como un puñetero hipócrita —le interrumpió ella, frunciendo su nariz pecosa de forma ridícula, lo que entró en un pequeño conflicto con las serias tesis emitidas por ella—. Hace tiempo, yo misma lo escuché, no tenías miedo de criticar el año sesenta y ocho, la entrada de nuestros ejércitos en Checoslovaquia. ¿Qué es lo que decías entonces? ¿Demos a cada país la posibilidad de decidir libremente? ¿No se puede imponer el socialismo con tanques? ¿Y acaso no te quejabas de la influencia fatal que tuvo el año sesenta y ocho sobre nuestra imagen? ¿Y no te duele ahora que nos llamen el Imperio del Mal?
—Y tú hablas con textos de periódicos occidentales. Periódicos leídos y arrugados que te dan de segunda mano tus turistas extranjeros. Te has dejado influir por la propaganda de Reagan.
—No me hables de dejarse influir por la propaganda, ¿vale? Tú y tu compromiso internacionalista.
La gente en el café les miraba.
—Soy un soldado —dijo en voz baja—. Para lo bueno y para lo malo, así lo ha querido el destino. El ejército es mi última estación, en ningún otro lugar conseguí mi sitio, nunca valí para nada, de todos lados me han echado. El ejército es un lugar donde me siento bien, para el que sirvo y en el que encajo. Ahora soy un soldado raso, pero después del servicio… allí… tengo posibilidades de promocionarme para oficial… Pero esto no importa. Tengo que ir allí, Vika. Siento que tengo que ir. Sé que tengo.
Ella encogió los hombros, huyó de su mirada. Para de pronto volverse y mirarle directamente a los ojos.
—Dímelo —le exigió—. En voz alta y con la cabeza erguida. Afírmalo, claro y sin ambigüedades: sí, creo y sé, estoy completamente seguro de que la guerra que mi país lleva haciendo desde hace dos años no es una agresión, no es una guerra injusta, no es una guerra de fanáticos, una guerra impulsada por gente a los que mi país y sus habitantes les importa un comino. Afirma, mirándome a los ojos: creo que en vez de protestar contra esta guerra debo ir allí y tomar parte en ella.
Una pareja de ancianos sentados a la mesa de al lado los estaban mirando con la boca abierta de asombro. Otra pareja de una mesa más allá pagó la cuenta y salió del local. Por la puerta del café, abierta por un instante, penetró el sonido y el movimiento de la Perspectiva Nevski.
—Y he aquí que de nuevo nos toca vivir en un país —dijo Vika, todavía mirando a Levart a los ojos— en el que la gente no sólo tiene miedo a hablar sino hasta a escuchar. Salen espantados del café sólo para no escuchar, para no saber. La ignorancia es fuerza, como decía Orwell. ¿Consideras que esto está bien y que es normal, soldado que se siente bien en el ejército? En fin, parece que es justo lo que piensas. Si no, lucharías contra ello. Y tú quieres luchar por ello.
—Yo —dijo— tengo que ir allí. A Afganistán.
Ella estaba callada, miraba por la ventana. Pasó mucho antes de que volviera la cabeza.
—Una pena, Pavel —dijo.
—Qué envidia dan nuestros bisabuelos —respondió él, aunque no de inmediato—. A los que iban a la guerra los despedían con lágrimas, oraciones y palabras de ánimo.
—Lo pasado, pasado está —dijo ella de inmediato—. No volverán los tiempos de los bisabuelos ni el restaurante Jar, ni Alexander Sergeievich Pushkin. Y sin embargo me da pena. Me da mucha pena, Pavel. No parecen palabras de ánimo, lo sé. Pero tendrán que bastarte a cambio de las lágrimas y las oraciones.
Se agitó en el sueño y se despertó. Yació, murmurando, no del todo seguro de que no siguiera soñando todavía. El mundo que lo rodeaba no parecía demasiado real. Poco real le parecía también la bulla callejera que llegaba hasta él.
Me da mucha pena, le había dicho entonces, en la Nevski, en el café Fialka, recordó soñando en el sueño.
Mucha pena. A mí también.
—Te quiero, Vika.
El sueño en el sueño estalló de pronto, se disolvió como la imagen de un caleidoscopio. Y se volvió a ordenar. De otro modo.
—Yo también le quiero a usted, Edward.
»Le quiero —repitió Charlotte Effingham—. Y no quiero perderlo. Allí, en esa bárbara y horrible Asia… Allí se quedaron los huesos de mi abuelo… Y allí siguen… En algún lugar entre las salvajes montañas y los desiertos. En Abberton, en el cementerio familiar, sólo está la tumba. Una lápida que no cubre nada…
Eso es verdad, pensó el teniente Edward Drummond. Es cierto, su abuelo, Reginald Effingham, caído en Afganistán. En enero del 1842, en la matanza de Gandamak, en el camino a Jalalabad, durante aquella pesadillesca retirada de Kabul. Mayor Reginald Effingham, del 44° Regimiento de Infantería de Essex.
—Y ahora usted… —Charlotte Effingham abrió mucho los ojos llorosos—. No quiero, me da miedo hasta pensar en ello… Que usted puede también… Por favor, Edward, no vaya usted.
—Soy un soldado, Miss Effingham. Tengo obligaciones. Hacia la reina y la patria.
Ella guardaba silencio, miraba por la ventana, a Oxford Street, llena de gente y de tráfico. Pasó largo tiempo antes de que volviera la cabeza.
—Desde el día de nuestro compromiso tiene usted también obligaciones con respecto a mí, teniente Drummond.
—No lo entiende usted. Yo tengo que hacerlo.
—Lo entiendo —respondió—. Y me da mucha pena.
Se revolvió en sueños y se despertó. Yació, no del todo seguro de si no estaría todavía soñando. El mundo que lo rodeaba no tenía un aspecto demasiado real. Pero era real. Real como la bushlata, la chaqueta de invierno con su cuello de piel artificial, como el tieso dril del maskalat[75], el traje de camuflaje. Como el frío AKS bajo sus dedos. Como los ronquidos de los soldados en sus sacos y tiendas.
Como la luna afgana en el cielo poblado de estrellas, la posición extraña e innatural de su hoz, fina y aguda como la hoja de un yatagán.
Como los ojos de una dorada pupila horizontal clavada en él.
—Una pena, Pavel. Lo siento mucho.
—Te quiero.
Se quedó dormido.
Por la mañana volvió al barranco. A la víbora.
Era el mediodía cuando se levantó, completamente ofuscado por las visiones. La víbora que yacía sobre la roca parecía estar también cansada, daba la sensación de que, enroscada en un apretado nudo, estaba durmiendo. Él se tambaleó, titubeante se dirigió hacia la salida del barranco. No consiguió dar más de cuatro pasos. Sintió una mano en el hombro. Una mano de mujer. No es el final, pensó sereno. Todavía estoy bajo su hipnosis, en trance. La visión continúa.
—¿Vika?
No era Vika.
La mano no pertenecía a Vika. Vika nunca llevaba las uñas tan largas, nunca las pintaba de oro de forma que tuvieran un aspecto como galvanizadas, cubiertas con una capa del noble metal. La piel de las manos también tenía una ligera capa dorada y la cubría un dibujo afiligranado, apenas visible. Que parecía de escamas.
—No salgas.
La voz que escuchó a su espalda era extraña. Sinfónica y polifónica a la vez. Porque no era una sino claramente dos voces. Una, Levart podría haber jurado, era la voz de Valun, su bajo característico. Y sobre la voz de Valun se oía añadida otra, más delicada, de soprano o de alto, levemente susurrante, porfiadamente sonora, bajita pero extremadamente clara, como el lejano cascabeleo de un trineo acercándose.
No salgas. Allí está la muerte y yo no te doy. Ya no. Te he escogido y eres mío.
Sintió cómo algo se enrollaba alrededor de sus costillas. Se mantuvo de pie como paralizado. La mano se deslizó por su hombro, las uñas doradas tocaron su cuello, le acariciaron delicadamente la mejilla. Sintió cómo de nuevo entraba en trance. De pronto sonó un crescendo de arpas eólicas, unos cánticos salvajes y unos encantamientos que le llegaban desde algún lugar de las montañas y que no armonizaban para nada con las arpas. Y unas tubas lejanas que no avergonzarían a Wagner.
Ahora ve, la voz se abrió paso a través de la cacofonía. Ya puedes. La muerte se ha ido.
Desde el exterior, desde la salida del barranco, se escuchó el eco de un disparo. Y tras él tronó una rabiosa cañonada. De inmediato cayó el encantamiento y el letargo.
Cargó su AKS, se dirigió a la salida. Antes miró a su alrededor.
La víbora yacía sobre una roca plana. Parecía dormir.
—Suerte tienes, comandante. —Vanka Zigunov meneó la cabeza—. Mucha suerte. O un ángel de la guardia especialmente concienzudo.
Valera y otros sacaron el cadáver de una hendidura. El delgado muyaidín llevaba una chaqueta militar americana sobre un pirantumbon, una camisa afgana hasta las rodillas. Cuando al acertarle las balas cayó entre las rocas, su turbante se le había caído de la cabeza y le cubría el rostro ensangrentado. Una barba densamente cuajada de grises atestiguaba sin embargo que no se trataba de un jovenzuelo.
—Se arrastró y se emboscó justo enfrente de la salida del barranco —continuó Zigunov lentamente—. Debe de haberte visto cuando entrabas allí. Estuvo esperando a que salieras.
—Esperaba con esto. —Valera alzó la carabina y se la mostró—. Ah, no habrías salido con vida de allí, prapor.
La carabina era inglesa, una Lee Enfield Mark I, llamada la «gris» por los soldados. A menudo usada por los dushman, aunque antiquísima, porque se había fabricado en los primeros años treinta, el arma era infalible, de sorprendente alcance y totalmente homicida.
—El vejete debió de dormirse en la emboscada —explicó Zigunov—. Para su desgracia. Algo debió de despertarlo de pronto y él…
—Salió de su escondite —dijo Lomonosov, contemplando a Levart con una mirada extraña.
—No sabemos por qué, despertó y se asustó de ello, se levantó y disparó a ciegas. Directamente a las rocas. El disparo le traicionó…
—¡Y entonces yo lo aplasté! —Valera se enorgulleció—. Cayó de mi mano, camarada oficial, de mi bala, de mi fiel Kalashka…
—Déjalo, yefreitor. —Zigunov frunció el ceño—. Teme a Dios, cuando así mientes. Todo el blokpost disparó a ese espíritu. Y seguramente le acertó Kozlevich. Así que sé más modesto y no te nos metas aquí con tu fiel Kalashka. Y nosotros lo mejor es que nos larguemos de aquí. Estamos aquí de pie como una diana en un campo de tiro y puede que ande por aquí otro con una gris igual…
—Nosotros, sin embargo —dijo Lomonosov, todavía sin apartar el ojo de Levart—, podemos no tener la misma suerte que nuestro oficial. Ningún ángel de la guarda nos protegerá de las balas, no nos avisará de ellas ninguna fuerza misteriosa. Sólo unos cuantos privilegiados pueden contar con ello.
—Lo sabía —murmuró Zigunov—. Un amuleto, ¿verdad? ¿Llevas un amuleto de la suerte, prapor? ¿De los que vendían las gitanas en Tashkent? Joder, y yo no lo compré…
—Un amuleto —dijo Lomonosov con leve ironía—. Un amuleto de la suerte. Apotropeion. Llevas uno así, ¿verdad, Pavel Slavomirovich?
No contestó.
Barmaley no se inmutó demasiado por el incidente, aunque le riñó a Levart por alejarse del puesto. Cierto que adoptó un gesto severo, pero más bien fingió su enfado. Sin embargo, le advirtió serio y con preocupación acerca de las minas. Le recordó la triste suerte del fallecido teniente Bogdashkin. Mostró, se puede decir, una contrariedad en general, pero no definida.
Levart le escuchó con atención general, pero abiertamente fingida. Sabía que nada, ni siquiera la más feroz reprimenda ni la prohibición más concreta, le impediría acercarse hasta el barranco. Simplemente, tenía que ir a ver a la víbora. Tenía que saber algo más del pródromo Herpander, hijo de Pirro, que montaba el caballo negro. Con todas sus fuerzas deseaba conocer la suerte del subteniente Edward Drummond y Miss Charlotte Effingham. Quería ver, aunque fuera como espejismos, a Vika y Valun.
Deseaba, aunque no fuera más que una vez más, contemplar la mano de uñas doradas.
El veinte de mayo, en domingo, se alzó el viento. No era el famoso afgano, lejos estaba de ello, del terrible torbellino que alzaba y revolvía no sólo la arena sino también la grava gruesa e incluso las piedrecillas más pequeñas. Que hacía caer de rodillas a hombres bien fuertes y hacía que el cielo se volviera más oscuro que la tierra. Pero también este viento más débil era capaz de molestar, agotar y asfixiar toda actividad. Y enseguida consiguió que se paralizara la vida y todos los asuntos de guerra en la Soloviev y sus alrededores. No pasaba nada. Reinaba el aburrimiento, la vagancia y el dolce far niente, en una palabra, lo que en el argot del ejército se había dado en llamar keif.
Al keif se daba toda la dotación del puesto, con la excepción de los vigías y guardias insatisfechos con su suerte. Unos dormían; casi sin pausa, envueltos en un sueño parecido a la hibernación, y como la hibernación, acumulando energías para el futuro. Otros bebían. O fumaban costo y grifa.
El alcohol era un lujo en la posición y, como todo lujo, algo raro y de difícil acceso. Karter, el chófer, por supuesto, era capaz de proveer de aguardiente casero, e incluso de vodka o licor de mercado, pero exigía por ello una gratificación que sobrepasaba con mucho las posibilidades de un soldado que ganaba ocho talegos al mes. Destilar orujo en las condiciones del campamento era difícil. Así que no les quedaba más que la kishmishovka, un aguardiente de frutas secas, sobre todo de pasas, comprado a los indígenas y vendido en bolsitas de polietileno. El potingue era asqueroso, sabía como a mierda disuelta en una compota ácida, mezclada con champú para el pelo, amoniaco y líquido para baterías. No todo el mundo era capaz de tragarlo. Y de aquéllos que eran capaces, muchos después lo lamentaban a gritos, mientras sufrían la tortura en las letrinas de la compañía. Pero tenía sus simpatizantes, que apreciaban la kishmishovka, la bebían siempre que tenían ocasión y juraban que la iban a beber hasta en la vida civil.
El hachís, o sea el costo, y la marihuana, o sea la grifa o la maría, eran baratos y de general acceso. Todo habitante adulto de Afganistán cultivaba esta aromática planta y la transformaba, todo menor de edad de Afganistán comerciaba con ella. La mordida que los guardias del KPP sacaban de los autobuses afganos que controlaban se pagaba sobre todo en costo y grifa. Fumaba la mayor parte del ejército, cuando el viento remitió, el humo del cáñamo envolvía los blokposts y ondulaba por las trincheras.
El aburrimiento del keif se mataba también con las conversaciones. En grupos diversos, sobre temas diversos. En el Gorinich quedaban regularmente un grupo de fanáticos del deporte, en concreto del hockey sobre hielo. Absolutamente todos de Moscú y por ello divididos como es de rigor entre las facciones rivales de los hinchas del CSKA, del Dínamo y del Spartak. Había discusiones acerca de qué equipo era el mejor. Nadie, se las apostaba Valera Bielych, fan y defensor del CSKA, nadie nunca les llegará a los talones a jugadores tales como Ragulin, Fetisov, joder, Larionov, Kasatonov o el llorado Jarlamov. De qué vas, de qué vas, protestaban Edvard Koslauskas y Fedia Smietannikov, nuevos en el equipo, ambos ardientes partidarios del Dínamo. Los mejores son Golikov y Malcev, quien piense lo contrario se equivoca. Seguro, les contraponía el sargento Gushchin, hincha del Spartak, no hay mejores delanteros que Yakushev, Tiumienievy Kapustin, y el Spartak, recordad mis putas palabras, va a ganar la copa de la URSS. Que me salga un cactus, gritaba Valera, señalando y demostrando claramente dónde le habría de salir tal cosa. Las discusiones duraban por lo general de una hora a hora y media, después de lo cual, los fanáticos de los clubes acababan llegando a un acuerdo y uniéndose en una conclusión común: que la mejor, la más perfecta y la nunca vencida era la selección de la URSS, que unía en ella a los elementos más valiosos, lo mejor de los distintos clubes. La selección, se anunciaba en ruidosa comunidad, manda a tomar por culo a cualquier contrincante, da igual que sean los putos suecos o esos ladrones canadienses de la liga profesional NHL, todo el que se nos ponga por delante, cagüen su puta madre, morderá con sus dientes en el hielo. Se van a enterar dentro de na los traidores de los checos —se separaron del común Valera y Gushchin—, esos jodidos checos dubchekanos se merecen que se la metan por tos laos, ellos ya saben por qué.
En aquellos momentos el rostro de la soldadesca se aclaraba y resplandecía, sus ojos chispeaban con un centelleo de poseídos, ardían como los de los santos en los iconos de las iglesias. Se convertían en ojos de vencedores, los ojos de gentes invencibles. Porque, ah, si todo en el mundo se pudiera resolver como en los campos de hockey, en tres tercios, con palo y disco, entonces no sólo esos putos profesionales canadienses de la NHL, no sólo esos checos herejes y antisocialistas, sino todo el mundo, qué digo, hasta los dushman del Panjshir, Herat y Kandahar perderían aplastados y jodidos por la selección de hockey de la URSS, compuesta por Ragulin, Fetisov, Kasatonov y, joder, Kapustin, Golikov y Malcev.
De las bondades del keif no sólo se aprovechaban los soldados. En el ka-ene-pe[76] del Muromets, en la casamata llamada kayutkompania, se constituía una especie de club de discusión. En las discusiones participaba solamente el mando, es decir, Barmaley, Yakor y Levart, si no estaba en aquel momento en el barranco de la víbora. A este círculo se cooptó también a Lomonosov, el cual, aunque tan sólo era un sargento junior, atesoraba reconocimiento por su educación, algo en lo que, al cabo, resultaba estar decididamente por encima de todos ellos.
Al principio Levart evitaba por todos los medios cualquier discurso o alusión que pudiera desvelar su ideología. Al fin y al cabo estaban en el OKSV[77], el OKSV era parte del Ejército Soviético y el Ejército Soviético era el brazo armado de la Unión Soviética, lo que por lo general significaba que el contenido de toda conversación sería de inmediato conocido por el KGB o si no le sería denunciado. La situación la cambió una afirmación que se permitió una vez Barmaley. El viento era aquel día especialmente molesto, barría desde las faldas de la montaña nubes de polvo, cortaba el rostro con la arena. Barmaley bufó y rebufó hasta que por fin no aguantó más.
—Tengo arena en el cuello de la camisa —explicó con rabia—. Tengo arena en los labios. Tengo arena en los dientes y la he tenido en la comida. Tengo arena en los gayumbos. Tengo arena hasta en el culo. País asqueroso, puta guerra asquerosa. A qué cojones nos mandó a este desierto el Leonid Ilich, que la tierra le sea leve.
—El agradecimiento —Lomonosov no tardó mucho en comentarlo— se lo merece más bien Yuri Vladimirovich. Porque fue precisamente Andropov y no Brezhnev el que decidió que entrara el ejército. Andropov, y con él Ustinov y Gromiko. Que la tierra les fuera leve se lo deseaba mucha gente, con resultado positivo, por lo que se ve, pues todo el dicho triunvirato está ya en el otro mundo. Lo que de todos modos no cambia nuestra situación. Y al decir «nuestra» me refiero a nosotros cuatro, a la patrulla, al destacamento y a todo el Contingente Limitado.
—¿Y de qué cambio se trataría? —se sumó a ellos Yakor, Jakov Lvovich Averbach—. ¿Qué es lo que querrías cambiar? Entramos en Afganistán con un objetivo claro, saldremos cuando este objetivo se haya conseguido.
—Precisamente es este objetivo lo que más me inquieta —respondió Lomonosov con serenidad—. ¿Se puede alcanzar? Y en este caso, ¿a qué coste?
—¿Las consignas del compromiso internacionalista no te convencen mucho, por lo que veo?
—No demasiado —reconoció el antiguo botánico—. Prefiero las que están más cerca de la verdad y del estado de las cosas. Sobre estrategias geopolíticas. Sobre esferas de influencia e intereses.
—Al fin y al cabo es lo mismo. Por supuesto que no estamos luchando aquí con unos sucios muyaidines, ni con ningún Massud, Hekmatiar o Haqqan. Nuestro contrincante es la CIA, que prepara la anexión de Afganistán por Pakistán y el uso de su territorio como base para cohetes. Los misiles Pershing americanos que aquí se instalen tendrán en su punto de mira a muchos lugares de importancia en la URSS y amenazarán, entre ellos, el cosmódromo de Baikonur. Si salimos de aquí, los yacimientos de uranio de Afganistán servirán a Pakistán e Irán para producir armas nucleares. Y al fin, el Islam, que está en efervescencia y tiende a la dominación, usará la cabeza de puente de Afganistán para expandirse hacia las repúblicas del sur de la URSS, y esto en el marco de la construcción de un nuevo Imperio otomano…
—Cierto —comentó burlón Lomonosov—. Estamos amenazados. Nos amenazan la agresiva Eurasia y la bárbara Estasia.
—La amenaza existe y es real —Yakor se empecinó—. Y tenemos un sagrado derecho a la defensa. El rodearse de un cordón defensivo de estados satélites es el derecho sagrado de la Santa Rusia. Toda gran nación cree y debe creer que en ella precisamente, y sólo en ella, yace la salvación del mundo, que para eso vive, para estar a la cabeza de las naciones, unirlas a sí, integrarlas y conducirlas armónicamente hasta el último objetivo que les está predestinado. Dostoievski, Fedor Mijailovich.
—La gente limitada y fanática —Lomonosov se tomó la revancha de inmediato— es la plaga de la humanidad. Pobre del estado en que tales gentes tengan el poder. Gogol, Nicolai Vasilievich.
—La guerra es la paz. —Levart decidió de pronto que era necesario participar—. La libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza. George Orwell. Quien ya ha sido citado hoy.
—Ni lo conozco, ni he oído hablar —reconoció Barmaley sin vergüenza, mientras sacaba de una caja que había contenido granadas de mano una botella y unos vasos—. Y tampoco entiendo del todo qué es lo que ha de salir de todas esas citas. ¿Y qué, chavales? ¿Cincuenta gramos?
—Y hasta cien.
—Yo no, gracias. —Lomonosov meneó la cabeza—. Ese licor vuestro no me viene bien últimamente.
—La guerra es la paz. —Barmaley bebió con fuerza, masculló, olisqueó el pan—. ¿Eso dijo alguno de vosotros? Eso es una gilipollez.
—Sólo en apariencia. —Lomonosov sonrió—. El camino de la paz de Dios es la santa guerra. Y no somos nosotros quienes lo afirmamos, sino los santos y los filósofos.
—Entonces el camino de la paz de Dios —Levart se limpió las lágrimas que el aguardiente le había extraído del ojo— es el napalm, las bombas de racimo y las minas lanzadas desde los helicópteros. El JAD y la prisión de Pul-e Charkhi. El camino a la paz de Dios es el yefreitor Bielych, que durante su servicio en el KPP roba asustando con su arma a los pasajeros de los autobuses.
—No entiendes bien las cosas —le reprochó Lomonosov—. Cada objetivo precisa de sus medios. La guerra, señores, es uno de los caminos del progreso, un progreso que conduce al cambio. También esta guerra y nuestra participación en ella.
—¿Y cómo?
—Esta guerra lo cambiará todo. Será un incentivo, un comienzo, un principio del cambio. Y nada nos es más necesario que el cambio. A nosotros, como individuos, y también al país en el que nos ha tocado vivir. Un país que se detuvo, se paralizó, se quedó quieto como un trozo de hielo. Esta guerra quebrará el hielo. Y hará que comience el deshielo. Esto, me da la sensación, no lo habían previsto ni Andropov ni Gromiko. No era esto para nada lo que querían cuando ordenaron al ejército entrar en Afganistán.
—Los cambios son cosa buena —afirmó con la cabeza Barmaley—. Sobre todo si son a mejor. Pero a mí me dan un poco de miedo. En nuestro país, en nuestra Santa Rusia, durante los cambios por lo general suele correr la sangre como un río, vuelan las cabezas y reina un desbarajuste terrible. Después del que aparece un largo periodo de sufrimientos. Bebamos.
—El futuro —Yakor bebió y respiró con dificultad— es una cosa lejana. Y de momento tenemos la guerra alrededor. Y en la guerra se muere, Dios sabrá si sobreviviremos. Y lo que haya que hacer para sobrevivir.
—Sobrevivir —añadió Lomonosov, que tenía la mirada clavada delante de sí— y seguir siendo un ser humano. Conservar la humanidad.
—No se puede —respondió Levart con lentitud—. No se puede conservar la humanidad en la guerra.
»La guerra te maldice. Cada derramamiento de sangre trae consigo la suciedad y el pecado. Cada persona que toma parte en una guerra resulta condenada y pervertida. La guerra despierta en ella sus peores instintos. El asilvestramiento y el embrutecimiento resultan algo no sólo habitual y general, sino incluso banal. Se engaña en vano el que crea que para salvar su humanidad basta con no volverse salvaje, no pervertirse y no seguir como un borrego. Que el Orden del derecho internacional y la Armonía del ius in bello son capaces de detener y siquiera equilibrar el Caos de la guerra. La humanidad en la guerra es una ilusión, un delirio, una quimera. No se puede seguir siendo humano en la guerra; no se puede, cuando se toma parte en una guerra, conservar y salvar su humanidad. Porque la guerra y la humanidad son conceptos que se excluyen mutuamente.
Barmaley, Yakor y Lomonosov le miraron con una expresión interrogante en el rostro. Como si estuvieran esperando a que terminara. Levart comprendió de pronto que efectivamente estaban esperando. Pero no a que terminara, sino a que dijera algo. Porque no había hablado, sólo había pensado. Hizo una profunda aspiración, como si fuera a bucear. Antes de introducirse en el abismo de la última conclusión. Que también realizó únicamente en su pensamiento.
—Y por ello, que viva la guerra, señores. La guerra que nos cambia y nos cambiará para siempre. Y que nos salvará de la humanidad. Esa humanidad que no nos da nada excepto el círculo cerrado de la vida, excepto el aburrimiento mortal y la cansina banalidad de lo cotidiano, excepto el dolor de los sueños incumplidos, excepto la desesperación de la consciencia de la propia menudencia y falta de significado. La guerra nos ampara de la humanidad en la que tan sólo nos puede esperar el adulterio de la mujer, la traición de los amigos, el desprecio hostil de los gobernantes, la indiferencia de la familia. La guerra nos protege de la humanidad y del cáncer de pulmón, de la neurosis, de la úlcera péptica, de la cirrosis hepática, de la hiperplasia prostática, de las piedras biliares y del infarto que esta humanidad trae consigo; enfermedades a consecuencia de las que la cama del hospital nos priva de los restos de humanidad, mientras que las residencias y hospicios nos quitan los remanentes de dignidad. La guerra nos salva del círculo cerrado de la vodka y la heroína, que antes o después nos deshumaniza de forma irrevocable y total. De un modo que al final no queda nada. Ninguna alternativa. Ninguna salida. Excepto la del hotel Angleterre.
»Bebamos por la guerra.
Barmaley, Vladlen Askoldovich Samoilov, interrumpió el largo silencio carraspeando y alzando el vaso.
—Venga, echa. Por la guerra.
—Por la guerra —se unió Yakor—. Por la guerra, muchachos. Mientras seguimos siendo humanos.
—Por nosotros. —Lomonosov alzó su vaso vacío—. Por la guerra y por nosotros. Antes de que perdamos la humanidad. A lo que, parece ser, estamos condenados. ¿Qué es lo que nos queda? ¿Pavel?
—Lo que a todos los condenados. Penitencia.
—Echa otra vez —resumió Barmaley.