A las tres y media, Earl se apartó de la ventana y se echó el abrigo encima de los hombros. El tiempo empezaba a colaborar con ellos; hacía aproximadamente una hora que el cielo se había encapotado y la lluvia caía sobre la oscura tierra, cubriendo los vidrios de las ventanas con suave y gris humedad. Estaba oscureciendo rápidamente. La noche iba a ser fría y ventosa, con la lluvia azotándolo todo. Partirían ahora, pensó, saliendo al amparo de la lóbrega noche.
—Sería mejor que subieras a buscar al negro —dijo Lorraine.
Se acercó cojeando a la mesa y se sirvió algo de beber, apurando lo que quedaba en la botella. Se sentía frío y vacío, pero muy tranquilo.
—Cuando hayamos dejado al negro, continuaremos el viaje por la carretera general. Saldremos por la parte de atrás. Conozco los senderos.
Bebió el whisky y quedó un rato en silencio mientras el calor se difundía lentamente por su cuerpo.
—Cuanto antes salgamos, mejor —decidió Lorraine.
—Seguro. Tenemos que ir de prisa. Que no puedan cogernos.
La miraba frunciendo un poco el entrecejo.
—¿Te sientes bien? —le preguntó Lorraine.
—Sí, estoy bien. Dejaremos al negro en la carretera y seguiremos adelante. Ve a buscarle.
Lorraine fue a la cocina. Earl oyó resonar los tacones de sus zapatos al subir la escalera de atrás, luego por encima de su cabeza y avanzar por el pasillo hacia la Habitación donde se encontraba Ingram vigilando el camino. Huesoloco hacía aproximadamente una hora que había subido a hacerle compañía.
El anciano yacía con los ojos cerrados, y su lenta respiración sonaba como el viento moviendo un montón de papeles secos.
Earl andaba cojeando de un lado a otro en el cuarto de estar, examinando los objetos dispuestos encima de la repisa de la chimenea, estudiando las toscas y viejas vigas y el entarimado, deteniéndose de vez en cuando para mirar, frunciendo el entrecejo, el receptor de radio roto encima de la mesa. «Nunca volveré a ver nada de esto —pensó—. Nunca en mi vida volveré a ver esta habitación». ¿Por qué tenía, pues, que preocuparle? Era un lugar frío y maloliente. Ningún hombre en su sano juicio desearía volver a verlo. Pero el hecho de abandonarlo le recordaba los otros lugares que había abandonado. Quedóse un instante allí de pie, con el vaso en la mano, mientras una sucesión vertiginosa de habitaciones, cuarteles y campamentos del ejército desfilaba por su mente. Siempre había sido el individuo obligado a partir, pensaba. Todo el mundo se instalaba cómodamente en algún sitio, mientras que él debía trasladarse continuamente de un lugar a otro. Nunca regresaba. No había en la Tierra ningún lugar que le reclamase, ni un bastón, una piedra o una brizna de hierba que le perteneciese a él y a nadie más que a él.
¿Porque era mudo? ¿Porque no podía sentir lo que otras personas sentían? La paz confiada que experimentó después de hablar con Ingram le había abandonado, y volvía a sentirse inseguro, preocupado y tenso, temeroso de las sombras que poblaban su cerebro.
Mientras hablaba con Ingram tuvo esa sensación. O pensaba haberla tenido. Todo el mundo estaba solo. No únicamente él, sino todo el mundo. Pero ¿qué demonios significaba aquello? ¿Cómo podía ayudarle a uno el saberlo?, se preguntaba.
El viejo se movió y le miró, subiéndose las mantas hasta su flaca garganta.
—¿Os disponéis a partir? ¿Crees que lo lograréis?
—Claro que sí —dijo Earl. Aquel viejo le mareaba, con su mal olor, con el placer maligno que le producía el molestarles—. Lo lograremos. No se preocupe.
—¿Y os llevaréis con vosotros al de color?
—Eso es.
—Los tres, ¿eh? Una chica blanca y guapa, un hombre blanco y otro de color. Una divertida combinación, se mire como se mire.
—Bueno, pues no la mire.
Oyó que Lorraine bajaba por la escalera posterior, y cuando entró precipitadamente en la habitación, él supo que algo iba mal; los ojos de la joven tenían una mirada dura y su semblante reflejaba ansiedad.
—Se ha ido —anunció mirando a Earl—. ¿Has oído? Se ha marchado.
—¿Qué quieres decir con que se ha ido?
—Sólo eso. ¡Que él se ha ido! —gritó.
—Bueno, esto hace la cosa más fácil, ¿no?
—¿No lo entiendes? Por Dios, ¿es que no puedes pensar?
Parecía al borde de la histeria; su rostro estaba tenso, como si sus nervios, tensados lentamente, estuvieran a punto de romperse.
—¡Dios mío! —repetía—. ¡Dios mío!
—Ahora, Lory —explicaba Earl—, el negro será detenido por la policía. Y él sabrá que le hemos mentido. De modo que probablemente hablará. Pero eso tenía que ocurrir de todas formas. No sé por qué tienes que preocuparte tanto por esta cuestión.
—Siento que seas tan tonto.
—No es el momento para que la emprendas conmigo —le recriminó Earl sin excitarse—. Olvida eso.
El viejo se reía.
—No deberíais reñir de ese modo. Fijaos en mí y en Huesoloco. Pasamos semanas sin cruzar una palabra. —Sonrió astutamente—. Pasamos semanas sin hablar en absoluto. Es la mejor manera.
—Lory, vámonos. Nada ha cambiado. Estamos bien.
—¿Estás a punto? —preguntó Lorraine.
—Sí, estoy a punto.
—¿Tienes las llaves del coche?
—No, el negro las cogió.
Earl se detuvo de pronto, aterrado.
—¿Comprendes por qué estoy preocupada? ¿Lo comprendes, ahora? —gritó Lorraine, furiosa.
—Él no se llevaría las llaves. No nos dejaría plantados aquí.
Pero las palabras sonaban quejumbrosas y estúpidas a sus oídos.
—Dime, por Dios, ¿cuándo se marchó?
—Aquella idiota de arriba no lo sabe. Salió por la puerta de atrás. Es todo cuanto ha podido decirme.
—Mira, no se ha llevado el coche. Yo habría oído ponerlo en marcha. —La voz de Earl subía de tono por efecto de la excitación—. Yo lograré que arranque. Haré un puente. El negro no había contado con esto. Algún día le atraparé y entonces…
—¡Calla! —le cortó Lorraine en voz baja.
Una corriente de aire sopló dentro de la habitación, y una corriente de aire frío le rodeó los tobillos.
—¿Qué?
Lorraine levantó una mano en señal de advertencia. Oyeron el golpe de la puerta delantera al cerrarse, y entró Ingram, abrazándose el cuerpo y temblando de frío. Llevaba una chaqueta corta de lana que pertenecía al anciano, y en su pelo brillaba el agua de la lluvia.
—Afuera está haciendo un frío terrible —anunció, golpeando el suelo con los pies—. Un frío que pela.
—¿Dónde has estado? —preguntó Earl—. Estamos a punto de partir.
—He bajado al camino para un pequeño reconocimiento. Todo parece tranquilo. —Miró a Earl sonriendo intrigado—. Parece como si acabaseis de ver un fantasma.
—Quizá Lorraine está un poco nerviosa.
—No hay nada que temer —dijo Ingram, mirándola con la misma sonrisa intrigada—. Tenéis una buena oportunidad para escapar. Los polis no saben nada acerca de ti o de tu coche. Una vez que me dejéis en la carretera, seréis libres como pájaros. ¿No es cierto? —dijo, volviéndose hacia Earl—. Los polis no me buscan a mí. Y los dos podéis escapar en el coche de ella. ¿No era así como lo habíamos planeado?
—Sí, eso es —confirmó Earl, tratando de sonreír, pero sentía rigidez y frío en todo su rostro—. Te dejamos en la carretera y continuamos nuestro viaje. —Las palabras le salían como si estuviera borracho, retorcidas torpemente en su lengua—. Así pues, ¿por qué estamos perdiendo el tiempo? —añadió casi gritando, mirando a Ingram—. Todos conocemos el trato. ¿Por qué hemos de seguir voceándolo?
—Tienes razón —admitió Ingram suavemente—. Todos conocemos el trato.
Miró a Earl, y el silencio creció y llenó la habitación de una tensión casi palpable. Entonces el semblante de Ingram pareció derrumbarse, y un leve gemido estrangulado vibró en su garganta.
—¡Todos conocemos el trato, amigo! —gritó con voz ronca—. Los polis me buscan…, me han buscado todo el tiempo. Pero vosotros no me lo dijisteis. Ésta era la parte que yo no sabía del trato.
—Ahora escucha, negro, tú…
—¡Calla! ¡Calla! —La voz de Ingram temblaba de angustia y desprecio—. Ibas a dejarme que me echara directamente en brazos de los polis. Me habéis estado mintiendo todo el tiempo. Me estaba encaminando hacia la silla eléctrica, mientras tú y ella quedabais libres. Eso era lo que planeabais, ¿no? ¡Maldita sea!
—¿De qué estás hablando? —protestó Earl. Se humedeció los labios y el sabor de su lengua era como una destilación de corrupción y vergüenza—. ¡No tiene ningún sentido lo que dices! —gritó furiosamente.
—Huesoloco subió a la habitación de arriba para contarme lo de la radio —aclaró Ingram suavemente—. Ella pensó que yo imaginaba que estaba mintiendo. Se empeñaba en decir que tu mujer había cogido la radio y la había estrellado contra el suelo. Yo le decía que todo eran figuraciones suyas.
La sonrisa de Ingram ponía tensa la piel de su reluciente cara.
—Naturalmente, yo estaba de tu parte, amigo. Me era desagradable seguir escuchándola. Pero una vez que has concebido una sospecha, te resulta difícil impedir que siga creciendo. Todo lo que yo sabía era lo que tú me habías dicho. Entonces se estropeó la radio. De modo que ya no pudimos oír más noticias. ¡Cómo no seguir sumando hechos! Yo trataba de no hacerlo, amigo, lo intentaba con todas mis fuerzas, pero empecé a sumar. Y ya sabes el resultado que obtuve.
La amargura que había en los ojos y en la voz de Ingram fue como un latigazo para Earl.
—Ella tropezó con la mesa y la radio se cayó. ¿Me crees a mí, negro, o a esa vieja estúpida, Huesoloco?
—Conque tropezó ¿eh? —ironizó Ingram, volviéndose para mirar hacia Lorraine, examinando con ojos críticos sus esbeltas piernas y su lindo cuerpo con deliberado desprecio—. ¡Pero si parece una de esas mujeres que nunca tropiezan, y si caen lo hacen como los gatos! ¡Siempre caen de pie! Exactamente como un gato, amigo.
—¡No la mezcles en esto! —gritó Earl. Una cólera ilógica corrió por su cuerpo—. Olvídate de ella. Al fin y al cabo, ¿qué tiene ella que ver contigo?
—Ella forma parte de la gran mentira, ¿no? Envíale fuera para que su negro pellejo quede clavado en la pared. ¿Qué le importará a ese pobre hijoputa de color? Ésa es la mentira en la que ella participa. Está tan podrida como tú.
—¡Basta ya! Te lo advierto.
—Oh, perdón. —Ingram se echó a reír con amargura—. Olvidaba cuál es mi lugar, ¿verdad? Vosotros, los blancos, sólo me enviabais a que me matasen, eso es todo. Y yo soy un pobre negro tan ignorante, que me volví loco y olvidé que me encontraba ante una mujer blanca. Te aseguro que lo siento.
—¡No le hagas caso! —gritó el viejo, emergiendo su voz de debajo de las mantas, que ponían sordina a una risita maligna.
—¡Callaos los dos! —ordenó Lorraine—. Ingram tiene razón de estar indignado, si cree lo que ha dicho Huesoloco. Pero no es cierto. Yo rompí la radio accidentalmente, Ingram, te lo juro.
—Pues tendría que haberlas roto todas, señora —dijo Ingram, hablando despacio.
—¿Qué quieres decir?
—Que olvidaste una, la que había en el coche que yo conduje a la cantera de mica. Bajé hasta allí y la radio funcionaba perfectamente. De modo que esperé a oír las noticias.
Lorraine dirigió una rápida mirada hacia Earl, con ojos oscuros y ansiosos, pero él apartó los suyos, frotándose los labios con el dorso de su mano.
—¿Sabéis lo que decían las noticias? —Ingram prorrumpió en una risa estridente, golpeándose el muslo en cruel parodia de un estado de buen humor—. Las noticias decían que la policía busca a un granuja de color llamado John Ingram. Escuchen las hazañas de ese individuo: trata de robar un banco, luego va y rapta a un médico y lo lleva a curar a su compinche herido…
Ingram miraba a Earl, y en sus ojos había el brillo y la dureza de los diamantes.
—El nombre me resultaba bastante familiar, de modo que seguí escuchando. Ingram, decían, tiene unos treinta y cinco años, vive en la calle Arch, cerca de Maple, en Filadelfia. Ése soy yo, pensé. ¡Pobrecito de mí! Buscado por la policía en todas partes…
Ingram seguía mirando fijamente a Earl, y su sonrisa fue cambiando lentamente, volviéndose amarga, fría y triste.
—Ya puedes figurarte cuál sería mi sorpresa, amigo. ¿Te lo puedes imaginar?
—No es lo que tú piensas —dijo Earl, haciendo un cansado y fútil gesto con la mano—. No es nada de lo que tú piensas. Es cuestión de lo que uno tiene que hacer o de cómo realmente están las cosas.
La confusión de su voz fue inflándose hasta exteriorizar una cólera vacua y absurda.
—Pero tú no lo entiendes, ¿verdad? Todo te resulta ininteligible, ¿no es cierto?
—Tenemos que irnos, Earl —le recordó Lorraine—. Coge las llaves del coche.
—Sí, me quedé sorprendido por la noticia —prosiguió Ingram, como si no la hubiese oído, mirando a Earl con los ojos lastimeros, extraviados—. Después de que yo te salvé el pellejo, después de que traje aquí a tu chica y fui a buscar a un médico para que te remendase, después de todo eso tuviste valor para seguir mintiéndome. No te resultó difícil, y es lo que no puedo comprender. Fue fácil. Me sonreías y me mentías como si fuese la cosa más natural del mundo.
—Tú no sabes cómo ha ocurrido, te lo aseguro. Tú lo interpretas a tu manera.
—¡Coge las llaves! —gritó Lorraine.
—Habíamos hablado de ir a ver juntos partidos de béisbol, ¿recuerdas? —continuó Ingram, apretando los puños—. Como dos amigos. Sentados al sol y bebiendo cerveza. Hablando de las cosas que nos habían sucedido. ¿Recuerdas todo eso?
La voz de Ingram sonaba irónica y amarga, y las lágrimas brillaban suavemente en sus ojos.
—Los viejos tiempos del ejército, los partidos de béisbol, de lo que sentías con respecto a tu viejo… No, yo no creía que me estuvieras mintiendo. Fue un trabajo muy bien hecho, amigo.
—¡Cállate, maldita sea! —gritó Earl.
—Eso es. —El tono de Ingram era de burlesca aprobación—. No hables de ello. Miente, engaña, pero ¡por Dios!, no digas nada de ello. Trata a la gente como basura, pero no caigas en la vulgaridad de hablar de ello.
Ingram se echó a reír y sacó de su bolsillo las llaves del coche. La estrella de plata brilló y centelleó al dar en ella la luz de la estancia.
—Pero quieres hablar de estas llaves, ¿verdad? Y salvar tu cuello. Eso está bien. Eso sí que es bonito y decente, ¿no es verdad?
—Trae acá —exigió Earl, alargando la mano—. Trae acá, negro.
—Ahora necesitas al pobrecito negro, ¿verdad?
—¡Dámelas! —La voz de Earl se elevó convirtiéndose en grito; el reto de Ingram justificaba la ira que ardía en su pecho. Sacó la pistola de su bolsillo—. Dámelas en seguida —ordenó pausadamente—. Mira que no bromeo.
—No puedes disparar contra mí. —Ingram se burlaba ahora de la encendida cólera que veía en el rostro de Earl—. ¿Con quién irías entonces a los partidos de béisbol? ¿Con quién hablarías del ejército? No puedes disparar contra tu viejo amigo.
Earl dio hacia él una rápida y larga zancada y le golpeó fuertemente con la pistola en el estómago. Cuando el cuerpo de Ingram se dobló, abriendo dolorosamente la boca en un intento por respirar, Earl le descargó brutalmente en la cabeza un golpe con el cañón del arma.
El viejo se incorporó en su cama y sus ojos reflejaron un brillo de placer. Al ver que el cuerpo de Ingram caía al suelo, gritó:
—¡Así es como hay que tratarlos! Con el hierro.
Lorraine se arrodilló con presteza y cogió rápidamente las llaves de la mano inmóvil de Ingram.
—Vámonos de aquí —dijo a Earl—. ¡Por favor, por Dios, vámonos!
Earl miró a Ingram, dejando colgada débilmente a su costado la mano con que empuñaba la pistola.
—¿Por qué no escondió las llaves? —murmuró—. ¿Por qué no las tiró o hizo algo parecido?
—¡Earl, por favor! —urgió Lorraine con voz trémula—. ¡Por favor!
—¿Por qué no las tiró, en vez de hacerlas oscilar delante de mis ojos como un tonto? —insistió Earl—. ¿No sabía lo que hacía? Es propio de los que en el ejército estaban en la sección de comunicaciones. No sabía nada. —Se encogió de hombros con un gesto de cansancio—. Échame una mano, Lory. Vamos a ponerle sobre el sofá.
—¿Para qué?
—No lo sé. ¡Dios mío, no lo sé! Pero ayúdame. Vamos, muévete. Vamos, Lory.
Cuando hubieron levantado el cuerpo de Ingram y lo hubieron tendido en el sofá, Earl le miró un instante en silencio, observando su pesada respiración y cómo la sangre le corría por la sien y la mejilla.
—No le he dado muy fuerte —dijo a Lorraine—. Sólo lo bastante para dejarle inconsciente un rato. Eso es todo lo que he hecho, lo juro.
Lorraine se tapó el cuello con la chaqueta y se encaminó presurosa hacia la puerta. El viejo sonrió a Earl, que aún se hallaba de pie junto al sofá, mirando a Ingram.
—Ve con ella. Tienes una larga vida por delante, hijo.
Apartó la ropa y buscó debajo de la cama, quedando colgado como un enorme cangrejo gris.
—Aquí está —dijo, cuando su mano, extendida como una garra, tocó la Biblia—. La Palabra.
Dobló de nuevo hacia atrás el cuerpo y se dejó caer en la cama exhausto y triunfante.
—Yo y el muchacho de color leeremos por vosotros algunas oraciones. Gritaremos hasta que Dios nos escuche y os salve del mal y de la muerte. Anda, déjanos ahora.
Earl no podía resolverse a partir.
—¿Negro? —llamó en voz baja.
Lorraine se volvió para mirar desde la puerta y gritó:
—¡Earl!
Al ver que no se volvía, atravesó corriendo el cuarto y le sacudió el brazo con fuerza.
—¿Qué te pasa?
—Estoy bien —murmuró Earl—. No me pasa nada.
Vio estremecerse los párpados de Ingram.
—Sal y coloca bien el coche, Lory.
—¿Por qué no vienes? —dijo Lorraine con lágrimas en los ojos.
Earl se liberó con brusquedad de las manos que le asían desesperadamente.
—Haz lo que te digo. Ve a colocar bien el coche, a punto de marcha. Haz sonar el claxon cuando estés lista. —Clavó sus ojos en el rostro de Lorraine, pálido y tenso y repitió—: ¡Haz lo que te digo!
Lorraine se apartó de él, humedeciéndose los labios, y luego se volvió y salió corriendo de la habitación, resonando frenéticamente sus tacones sobre el duro suelo.
Earl vio que Ingram levantaba los ojos y le dirigía una mirada temerosa y sorprendida.
—Voy a dejarte algo de pasta —murmuró Earl. Sacó el dinero que le había dado Lorraine, separó tres billetes de diez dólares y los dejó caer sobre el sofá—. Ahí tienes treinta pavos. No es mucho, pero es cuanto puedo darte. Con lo que tú tienes, ya es algo, negro.
La expresión de Ingram era grave; parecía buscar algo en las facciones de Earl, examinándole con ojos suavemente interrogadores.
—No puedo darte más.
Earl vio que el viejo le miraba, brillando la débil luz en sus cabellos grises y en su barba ligeramente plateada. Había caído ya la noche, presionando contra las ventanas siniestramente. Earl se movió inquieto al oír que el viento parecía agarrar los costados de la casa como un animal encolerizado.
—Tienes una oportunidad —dijo Earl, tratando de dar un tono persuasivo a su voz—. Aquí, en el campo, deben vivir personas de color. Ellas podrían ayudarte, ¿no? Tienes dinero para salir adelante. ¿Verdad que lo pensarás?
Ingram no le respondía; su mirada era pensativa y la línea de sangre coagulada parecía lacre en sus labios resecos.
—Piensas que te traiciono —prosiguió Earl, con amargura—. ¿Por qué no lo dices? Di algo, ¡maldita sea! Tú me ayudaste y ahora yo te traiciono, eso es lo que estás pensando, lo sé.
Ingram no decía nada, y Earl se acercó más a él, y le dijo, con lágrimas en los ojos:
—Tiene que ser así, negro. ¿No lo entiendes? Lory y yo tenemos que marcharnos. Debo ir con ella. Todo lo que soy me obliga a obrar como lo estoy haciendo. Corremos para salvar la vida. La vida es así. Es algo podrido, tal vez, pero yo no hice las reglas. Bueno, ¿las hice, negro? ¿Las hice?
Earl percibía cómo su voz subía hasta convertirse en un grito; percibía cómo las palabras se hinchaban en su garganta como podredumbre que necesitase expulsar de su cuerpo.
—Yo no hice las reglas, ¡recuerda bien esto! Yo no te hice nada. No puedes recriminarme. Yo no soy responsable de ti, ¿verdad?
—¡Leed el Libro de Dios! —exhortó el viejo, entonando las palabras lenta y solemnemente—. Él tiene las respuestas. No importa que seáis blancos o negros; hay un lugar donde encontrar las respuestas.
Ingram estaba herido y asustado, pero más que esto se hallaba intrigado; no entendía a Earl ni se entendía a sí mismo, y esto parecía más importante ahora que sus temores o su enfermedad.
De una forma indirecta, él había conducido a Earl a este último momento de vergüenza. ¿Por qué lo había hecho? ¿Para humillarle, sólo para ver esa mirada de vergüenza en sus ojos? ¿Era ése, se preguntaba, el modo de obrar de todos los negros, que con sus sonrisas y gestos serviles contribuyen a que se manifieste lo peor y lo más arrogante que hay en los blancos? ¿Cultivan sus defectos hasta que llegan a ser tan grandes que ya no pueden ocultarse…?¿Era eso todo lo que ellos querían? ¿Conseguir que los blancos fuesen peores?
Si era eso todo lo que él quería, entonces no era mejor que Earl. La relación sólo había sido un ejercicio de engaño, usando tanto el uno como el otro la amabilidad y la comprensión como armas. No había sinceridad entre ellos. Habría sido más amable ir contra él y dejarle morir. Entonces habría muerto sin sentirse avergonzado. Constituía un error tratar bien a un hombre sólo para luego poderle dar de latigazos. Era un comportamiento astuto y perverso. No como el de Earl, torpe y asustado.
—¡Escuchad! —gritó triunfante el viejo—. Aquí tenéis el libro del Eclesiastés. Escuchad esto ahora: «El Señor formó al hombre de la tierra… y lo hizo a su propia imagen».
Soltó una risa estridente, mirando de reojo a Earl y a Ingram.
—¿No es estupendo? ¿No es un pensamiento que hace cosquillas en vuestras costillas?
—¿No tienes nada que decir? —preguntó Earl mirando rápidamente por encima del hombro hacia la puerta—. Te dejo algo de pasta, negro. Estoy haciendo cuanto puedo por ti.
—Y escuchad —continuó el viejo—. Escuchad esto.
—¡Cierra la boca, maldita sea! —le gritó Earl.
—No maldigas la Palabra de Dios. Sigue tu camino. Yo y el negro rezaremos por ti. Te hará falta, hijo. Te hará falta.
—Tengo que dejarte, negro. Tengo que hacerlo.
—«¡No permanezcas en el error de los impíos, da gloria antes de la muerte! —gritaba el viejo—. Da gracias mientras aún estás vivo… y le glorificarás en sus mercedes». Esto es también del Eclesiastés, una exaltación de todo lo que Él merece.
Finalmente, Ingram se entendió a sí mismo. No había preparado a Earl ninguna trampa. Estaba seguro. De una manera confusa, había estado más cerca de él que ninguna otra persona en toda su vida.
—«¡Oh, ¿qué hay más brillante que el sol?!» —gritaba el viejo, con la voz imbécil de un hombre embriagado con el sonido y el ritmo.
El sonido de un claxon insistente llegó a través de la puerta principal.
—Tengo que irme —dijo Earl. Se apartó lentamente del sofá, contemplando a Ingram con infantil ansiedad—. ¿Lo comprendes, verdad, negro? Dime sólo que lo comprendes.
—«¿Qué es más perverso que aquello que la carne y la sangre ha inventado?» —gritó el anciano, subiendo su voz hasta proferir un rugido.
Volvió a sonar el claxon: dos toques rápidos y urgentes, y Earl miró contrito por encima del hombro.
—Adiós, negro, adiós.
—«Él contempla el poder de la altura del cielo, ¡y todos los hombres son tierra y cenizas!».
El anciano cerró el libro mientras la corriente de aire al abrirse la puerta le agitaba sus ralos cabellos en ondas grotescas. Volvió a acomodarse en la cama, exhausto por su esfuerzo.
—Siempre se encuentra consuelo en la Biblia. Recuerda esto, muchacho. Recuérdalo cuando venga la policía para colgarte.
Ingram estaba demasiado enfermo y débil para moverse. El dolor de su pecho era sordo y pesado, un peso que le tenía clavado irremediablemente en el sofá. Volvió la cabeza para no ver los vengativos ojos del anciano y escuchó el ruido de las ruedas del coche al moverse a través del espeso barro. El viento sopló entonces más furioso, sofocando cualquier otro ruido, y cuando amainó, Ingram sólo pudo percibir el débil eco del motor. Rápidamente fue extinguiéndose hasta no quedar más que el silencio, y se dio cuenta de que al fin ellos estaban en camino, dirigiéndose, a través de la noche, hacia la libertad.
Las frías lágrimas resbalaban sobre la sangre coagulada que cubría sus mejillas. «Es un tonto, no sabe lo que hace —pensó—. ¿Por qué no pude haberle dicho algo?».