21

El día iba despejándose lentamente, y por la tarde una porción de luz solar iluminaba la raída alfombra del cuarto de estar del doctor Taylor, en Avondale.

Kelly se hallaba de pie junto a la ventana, con las manos en los bolsillos, y el sheriff se había dejado caer pesadamente en una silla de respaldo recto, con el sombrero de ala ancha descansando sobre su rodilla. Estaban solos pero no tenían nada de qué hablar, ninguna idea que intercambiar; el silencio entre los dos hombres era una señal de su fracaso.

Habían estado trabajando allí desde el amanecer, interrogando al médico y a su hija, volviendo luego a Crossroads para comunicar la información a los equipos de agentes y policías que trabajaban en el caso. Pero hasta entonces no habían llegado a ninguna conclusión.

Sin embargo, habían aprendido cierto número de cosas significativas. Sabían el estado en que se encontraba el hombre blanco, y que el negro tenía fiebre y estaba enfermo. Y sabían que estaban escondidos en una vieja casa de algún lugar del campo. Y que habían hecho desaparecer la furgoneta y ahora utilizaban un turismo.

Por las otras fuentes sabían que el turismo pertenecía a una mujer llamada Lorraine Wilson, amiga de Earl Slater. Frank Novak había sido detenido por la policía en Baltimore y había dado el nombre y las señas de Slater. Esto les había llevado al drugstore, en Filadelfia, donde trabajaba la muchacha. El hombre del mostrador recordaba que un negro fue al drugstore la noche anterior y habló con ella, que salió del establecimiento después de él. Ahora el coche de ella había desaparecido y su apartamento estaba vacío. La conclusión era obvia: el negro llevó a la mujer al escondrijo. Después viajó en el coche a Avondale a buscar al médico. «¡Qué muchacho!», pensaba Kelly, sintiendo a pesar suyo un sincero respeto por el negro.

El médico cooperaba con ellos, pensó Kelly. Actuó lo mejor que supo, después de todo. Se basó en el ritmo de sus propios latidos para calcular la duración del viaje, y a su modo de ver el negro había tardado casi una hora en llevarles a la vieja casa. Pero no podía recordar las vueltas y retrocesos realizados en el camino. Y su cálculo de cuánto tiempo habían viajado por carreteras asfaltadas y caminos embarrados no pasaba de una mera conjetura.

Pero con estos hechos e impresiones una docena de coches de la policía estaban inspeccionando el campo al sudoeste de Crossroads, en estrecha cooperación con agentes del FBI en jeeps y camiones. Habían tenido en cuenta el avión que el médico oyó: un vuelo comercial que seguía una ruta sudeste en dirección a Nueva York. Si al médico no le fallaba la memoria, se encontraba al oeste de la carretera federal cuando el avión pasó por encima de su cabeza.

Pero todavía no tenían la posibilidad de estirar el brazo y agarrar a aquellos hombres. Kelly sabía que aquello era un fracaso exasperante y peligroso. Slater e Ingram probablemente podían efectuar su salida cuando oscureciese, y eso significaría problemas para quienquiera que se cruzase en su camino.

Kelly miró su reloj: las dos. Si su suposición era correcta, no les quedaba mucho tiempo. Hacía un rato que el médico había subido a despertar a su hija. Una vez que ellos la hubieron interrogado, le administró un sedante y la acostó. Kelly quería volver a hablar con ella, porque sospechaba algo que no se le había ocurrido al sheriff: el médico y su hija estaban protegiendo inconscientemente al negro. Sin saberlo, eran sus cómplices, pero su propósito no era engañarle a él, sino salvar a Ingram.

Se dirigió, inquieto, hacia la chimenea.

—El cielo se está despejando —observó, mirando la luz del sol que se proyectaba sobre la alfombra—. Un buen día para salir a cazar.

—Todavía lloverá —pronosticó el sheriff—. ¿Le gusta a usted la caza?

—Ya casi no tengo oportunidad de practicarla.

Habían hablado tanto rato acerca del caso, que representaba un alivio conversar de cualquier otra cosa.

—Pero el año pasado estuve cazando pavos en Georgia. Es algo bastante especial. Corren casi con la rapidez de un caballo y son capaces de oír romperse una ramita a más de trescientos metros de distancia. Se posan en las ramas de un roble o de un pino a seis metros por encima de tu cabeza y parecen tan grandes como aviones. Luego desaparecen. Se esfuman. Sus colores son verde, oro y negro, y se pierden de vista antes de que hayas tenido tiempo de levantar la escopeta.

—Parece interesante —comentó el sheriff, quitándose la pipa de la boca.

Había a la vez esperanza y escepticismo en el tono de su voz, la reacción de un verdadero cazador.

—Nuestros faisanes no tienen nada especial, pero temporada tras temporada van cayendo bajo la buena puntería de nuestros cazadores.

—Su hija me ha hablado de ello y sé que es una excelente auxiliar para la caza.

Kelly había pasado por la casa del sheriff aquella mañana temprano y Nancy le había preparado un rápido desayuno…

—Yo solía llevarla conmigo a cazar cuando era pequeña —explicó el sheriff, hablando lentamente—. No sabía que aún estuviese interesada. Tenía buena puntería. —Frotó despacio con sus grandes manos el hornillo de su pipa—. Yo creía que había dejado todo eso de lado, junto con sus téjanos y sus botas. Las chicas se aficionan a las cintas y a las faldas y ya no tienen tanta afición a andar pateando los campos con una escopeta en las manos.

—Eso es cierto, supongo.

Kelly se mostraba cauto para no comprometerse; había percibido la tirantez existente entre el sheriff y su hija y no tenía deseos de inmiscuirse en algo tan personal. Aquella mañana, la joven se había sentido a gusto mientras hablaba con él, atractiva y comunicativa, con su suéter blanco y su pantalón negro, recogido el pelo en cola de caballo. Era sábado y no tenía que ir a la oficina. Habían estado hablando de caza y de pesca, de lugares que ambos conocían de Nueva York, y de otros varios asuntos. El calor de la cocina les compensaba del frío que reinaba en el exterior, mezclándose el humo de sus cigarrillos con el agradable olor del tocino frito y del café. Él la había escuchado con el buen ánimo que un extraño puede reservar a su prójimo. Se daba cuenta de que la joven quería hablar. Y él la escuchaba…

El sheriff mantenía aún el hornillo de su pipa entre sus manos.

—Nancy y yo somos bastante afines en algunas cosas —dijo defensivamente—. Pero en ocasiones…

Miraba fijamente a Kelly mientras le hacía esta confidencia, pero luego apartó la mirada como rehusando pedir ayuda, y añadió:

—En ocasiones, no logro entenderla. Tal vez yo sea propenso a guardar las distancias.

Titubeó un instante; conforme a su código, no debía ir uno a lloriquear ante un extraño, contándole sus problemas personales. Simpatizaba con Kelly y confiaba en él, pero no dejaba de ser un extraño.

—No sé. —Bajó el tono de voz, con cierto matiz de derrota—. Me gustaría hablar con ella, ayudarle del modo que pudiera. Pero no sé cómo hacerlo.

—Tiene que ayudarse ella misma. Usted puede tratar de consolarla cogiéndole la mano, pero eso es todo. Ella tiene que olvidar a aquel hombre… Usted no puede hacer nada por ella.

El sheriff tardó un instante en comprender lo que insinuaba Kelly. Entonces dijo «Sí» y se frotó con una mano la boca, hablando a pesar del nudo que sentía en la garganta. De modo que era aquello… ¿Por qué su hija no se lo había contado?

—Ella ha obrado bien —dijo Kelly, interpretando mal la amargura que leía en los ojos del sheriff—. Si él no fue lo suficientemente inteligente para retenerla a su lado, es que no era digno de ella.

Entonces vaciló, enrojeciendo repentinamente. «Si el padre no lo sabía…», pensó, maldiciendo interiormente su falta de tacto.

—¿Por qué no me habló de él? —se extrañó el sheriff en voz tan baja que su interlocutor tuvo que inclinarse un poco hacia adelante para poder captar sus palabras—. Es lo que me estoy preguntando.

Kelly habría querido morderse la lengua.

—Lo siento muchísimo. Naturalmente, yo creía…

—Naturalmente. Es natural que una chica se lo cuente a su padre. A propósito, ¿quién era él? ¿O se supone que tiene usted que guardar los secretos de ella?

—No tiene sentido que usted se enfade conmigo o con su hija —dijo Kelly sosegadamente.

El sheriff se sobresaltó ligeramente ante el tono con que le hablaba Kelly; pocos hombres emplearían aquel tono viéndole tan agitado. Luego sonrió con tristeza y admitió:

—Tiene usted razón. Lo siento.

—Era un hombre que ella conoció en Nueva York. Se estuvieron viendo más o menos un año. Después las cosas cambiaron. Con respecto a él.

Kelly levantó la mano y luego la dejó caer.

—Su hija se portó con gran entereza. Nada de escenas, nada de recriminaciones, con mucha dignidad. Hizo las maletas y regresó a casa.

—No la comprendo —reconoció el sheriff con gesto de impotencia—. Pero no es culpa de ella, sino mía. Es simplemente que yo no la comprendo.

—No será usted el único hombre que diga eso de una mujer.

Kelly se retiró satisfecho hacia este cliché de protección. Desconfiaba de las explicaciones de conflictos emocionales demasiado detalladas. Y desconfiaba de las personas que tenían soluciones rápidas para tales conflictos. El hablar sin ton ni son de complejos de Edipo y celos equívocos le hacía sentirse intranquilo. El psicoanalista aficionado quizá tuviera razón; disparando con perdigones podía obtenerse algún resultado. Uno podía incluso matar una avispa con un perdigón, pero ése no era el medio para detener todo un enjambre.

Las cosas se arreglarían por sí solas. Él lo creía así porque era optimista; había aprendido a esperar pacientemente.

Así pues, cabía esperar que salieran adelante. Bueno, que las cosas se arreglaran. El sheriff era un hombre exigente sin saberlo. Había ido creciendo y creciendo con los años, y ahora su cabeza se hallaba muy alejada del suelo. Necesitaba que le bajasen otra vez a tierra, que tuviera que cambiar algunos pañales, que recibiera alguna vez en el ojo el ligero puntapié de un nietecito, que guardase en su cartera algunos nuevos retratos de un bebé. Si satisfacía las necesidades de su hija, satisfaría al mismo tiempo las suyas propias, pensaba Kelly. El hacerla feliz le haría feliz a él. Sería como matar dos pájaros de un tiro. Muy interesante. Pero había que dejar tiempo al tiempo, esperar con paciencia y humor.

Oyeron rumor de pasos en la escalera, y el sheriff se puso en pie con rapidez, tratando de alejar aquella conversación de su mente. Kelly le rogó:

—Déjeme hablar a mí, ¿quiere? Me parece que sé cuál es el problema de esas personas.

El sheriff asintió con la cabeza; su respeto por Kelly había crecido considerablemente en los últimos minutos.

—Adelante.

El médico abrió la puerta e hizo entrar a su hija en la habitación.

—Siéntate y ponte cómoda, querida. No llevará mucho tiempo, ¿verdad, sheriff? Les hemos contado a ustedes todo cuanto podíamos recordar.

—Seremos lo más rápidos que podamos —le tranquilizó el sheriff. Sonrió a la muchacha y le preguntó—: ¿Se siente usted mejor, después de haber dormido un poco?

—Sí, gracias.

Estaba sentada en el sofá con sus pies calzados con zapatillas y recogidos bajo su cuerpo; su aspecto era dulce, juvenil y descansado, pero Kelly percibió el nerviosismo en la forma de cruzar con fuerza las manos.

Sacó del bolsillo unos papeles con anotaciones y se sentó frente a ella.

—Supongo que usted sabe lo que es el subconsciente, ¿verdad, Carol?

—Sí, más o menos.

Kelly sonrió.

—Buena respuesta.

Se daba cuenta de que aquella adolescente de actitud equilibrada y digna ocultaba una niña muy asustada; podía ver cómo su pulso latía rápidamente en su garganta, y su suave pecho subía y bajaba con gran rapidez.

—Yo estuve una vez enamorado de una joven muy bella —dijo, sin que nada en su voz denotase la irrelevancia de este comentario.

—¿Qué? —interrumpió el sheriff, mirándole fijamente.

—Hace ya mucho tiempo. Pero su belleza era realmente impresionante.

—Ah, ¿sí? —dijo la muchacha, pareciendo interesarse—. ¿Cómo era? Quiero decir si era rubia, morena…

—No me acuerdo —confesó Kelly—. La he borrado completamente de mi memoria. Hubo otro individuo bien parecido y con dinero, y ella me apartó como se quita una mota de polvo.

—¿Qué edad tenía? —preguntó Carol, dubitativa.

—Veinte años —respondió Kelly—, y era muy voluble e inmadura para su edad.

—No habla usted en serio.

—Sí, Carol. —El tono de Kelly era sosegado—. Hablo muy en serio. No recuerdo cómo era la muchacha, porque no quiero recordarlo. Parte de mi mente rechaza su imagen, y así ella no me preocupa. Olvidamos las cosas, Carol, sin saber que nos hemos olvidado de ellas; ésta es nuestra válvula de seguridad, un dispositivo protector que todos empleamos sin darnos cuenta.

—Pero yo no le oculto nada a usted; de veras que no se lo oculto.

El médico le dio un golpecito en el hombro.

—Claro que no, cariño.

Luego miró a Kelly.

—Ya sé adónde quiere usted ir a parar… Y, créame, yo he intentado ser sincero.

—Ustedes le deben la vida a ese negro. Él les prometió traerles de nuevo a su casa y lo hizo. Incluso arriesgándose a recibir un balazo en la cabeza.

—Lo sé, lo sé —dijo el doctor—. Él salvó la vida de Carol y yo no puedo olvidarlo. Pero he procurado por todos los medios que eso no influya en mí.

—Estoy seguro de ello. Pero piense en la posibilidad de que, inconscientemente estén ustedes tratando de pagarle la deuda por haberles salvado la vida. Ustedes no quieren hacer nada que pueda poner en peligro la seguridad del negro.

—Sólo voy a decirle una cosa. —El tono del médico era resuelto—. Si llegan a capturarle, procuraré que tenga el mejor abogado del estado para que le defienda. Ese hombre se comportó con valor y con honradez, a pesar de lo que pueda haber hecho.

—Muy bien. Haga usted lo que pueda por él. Pero entretanto pienso esto: aquellos hombres saldrán de su escondite en el momento en que oscurezca. Van armados y están desesperados. Alguien les saldrá al paso. Piense por un segundo en esa persona: un oficial de policía con niños esperándole en casa, un comerciante o una ama de casa, tal vez una niña. Quienquiera que sea, puede resultar muerto. Y entonces usted no podrá ayudar al negro. Sólo puede ayudarle ahora, antes de que incurra en algún nuevo error.

—Yo no le he ocultado a usted nada —dijo el doctor con un matiz de obstinación en su voz.

—De todas formas, pasemos ahora a un par de puntos. Olvídese del coche, de los caminos, del estado del tiempo. Concéntrese únicamente en el cuarto de estar de aquella casa.

—No hay nada más que pueda decirles. Tablas de madera en el suelo, de distinta anchura. Vigas talladas a mano. Hay centenares de casas como ésa en el campo. Viejas casas de antes de la revolución, de paredes de piedra de más de medio metro de espesor y chimeneas en las que cabe de pie una persona. Eso es lo que atrajo a esta zona a muchas personas ricas, deseosas de restaurar esas reliquias. No vi nada especial. Yo estaba asistiendo a un hombre herido y me preguntaba si iban a matar a mi hija ante mis propios ojos. Tal vez no me fijé en algo que pudiera ayudarles a encontrar aquel lugar. Pero ustedes comprenderán que en aquellos momentos no me hallaba en condiciones de hacer un inventario.

—Y yo estaba con los ojos vendados —recordó Carol—. No veía nada.

—Sí, claro —admitió Kelly, mirando sus notas—. Pero los dos dijeron que había olor a comida en la casa. Algo que les recordaba el plato alemán de col ácida y fermentada. Cada vez que llegamos a este punto, ustedes emplearon la palabra «recordar». ¿Quieren decir que era algo que parecía col ácida y fermentada pero que no era precisamente esa comida? ¿Cree que podría precisar este punto con mayor exactitud?

El médico reflexionó, frunciendo el entrecejo.

—Parecía esa clase de comida, ¿verdad, Carol?

—No lo sé. Supongo que dije sauerkraut porque tú lo mencionaste. Pero no parecía comida.

Carol frunció ligeramente el entrecejo, sin mirar a ninguno de los dos, y Kelly percibía que la joven estaba buscando algún recuerdo profundamente escondido en su mente.

—¿Qué era, Carol? —la animó Kelly en tono amable—. Si no era comida, ¿de qué podía tratarse?

—Recordaba… Bueno, al laboratorio de química de la escuela. Algo fuerte y desagradable.

—Creo que tienes razón —dijo el doctor lentamente.

—¿Era alguna clase de ácido? —preguntó el sheriff.

—No… Estoy tratando de recordar.

Permanecieron callados un momento, y Kelly contenía la respiración.

—Papá, ¿no era como un emplasto de mostaza? Es lo único que se me ocurre.

—¿Un emplasto de mostaza?

—Tal vez hubiese algún enfermo en la casa —aventuró Kelly.

El médico empezó a pasear por la estancia, e hizo chasquear rápidamente los dedos.

—No era mostaza ni ácido… Aguarden un segundo. —Se quedó mirando al sheriff—. Era bálsamo del Perú. ¿Recuerda esa sustancia?

—Desde luego.

—Eso era, bálsamo del Perú. No sé hasta qué punto puede ayudarles esto, pero ahora estoy seguro de que era bálsamo del Perú.

—¿Qué es? —preguntó Kelly.

—Una vieja medicina, un curalotodo. —La emoción había puesto color en la cara pálida y cansada del facultativo—. Como usted recordará, sheriff, años atrás no había en el campo ninguna casa que no tuviese un tarro de eso a mano. Lo utilizaban para quemaduras, dolores y toda clase de trastornos. Carol mencionó un emplasto de mostaza y esto orientó mi mente hacia aquel remedio.

—Podemos seguir esa pista —decidió el sheriff—. De momento no nos permite saber gran cosa.

—Haremos una comprobación de los médicos y las farmacias —propuso Kelly, levantándose y mirando su reloj—. Doctor, ¿puedo hacer uso de su teléfono?

—Naturalmente. Está en el vestíbulo.

Kelly dudó un momento, mirando a la niña a los ojos, que reflejaban inquietud.

—No te preocupes —la tranquilizó, rozándole la mejilla con el dorso de la mano—. Créeme, le has hecho un favor. Algún día lo comprenderás.

—Quisiera comprenderlo ahora —dijo Carol lentamente.

El médico le apretó ligeramente el hombro, mientras Kelly se dirigía al vestíbulo en busca del teléfono.