Ingram bajó a las ocho, encogido su cuerpo entre los pliegues del abrigo de Earl. Se frotaba las manos y se agachó junto al pequeño fuego que Lorraine había encendido en la chimenea. Sin mirarle, Earl le dijo:
—Deberías beber algo. Vas a morirte de frío.
—Estoy bien; sólo un poco resfriado —dijo Ingram, que apenas tenía tacto en sus manos; estaban duras y secas como huesos descarnados.
El viejo volvía a estar en su lugar acostumbrado, roncando débilmente bajo el montón de mantas mugrientas. Debajo de la cama tenía una Biblia, al lado de un jarro que contenía una medicina que difundía en la estancia un olor agrio y nauseabundo.
Lorraine estaba de pie cerca de la lumbre. Se había lavado con agua fría y ahora le costaba trabajo volver a entrar en calor.
—Tal vez sería mejor que subieras arriba un rato —le dijo Ingram—. Podemos turnarnos. Hace demasiado frío para estar allá arriba todo el día.
—Claro.
—Subiré cuando me haya calentado. Tenemos que…
Se interrumpió y miró la destrozada caja de la radio.
—¡Eh! ¿Qué ha pasado?
—Me torcí el tobillo y tropecé con la mesa —dijo Lorraine mirando el fruncido ceño de Earl—. Oímos las noticias de las seis y media y en aquel momento me disponía a apagar la radio.
—Ha sido una lástima —se lamentó Ingram, hablando despacio—. Pero, al menos oísteis las noticias.
—Las oímos —confirmó Earl sin mirar a Ingram—. Te dije que las escucharía, ¿no?
—Claro que sí.
Ingram se preguntaba qué había puesto a Earl de mal humor; miraba fijamente hacia el suelo, y con una gran tensión marcada en el semblante. Quizá la herida le dolía muchísimo. Lorraine se encaminó hacia la puerta de la cocina, pero se detuvo y se volvió para mirar a Earl.
—Dile lo que hemos oído.
—Sí, dímelo —le apremió Ingram, intrigado por la insistencia que notó en la voz de la joven y la ira inquieta en el rostro de Earl.
—Es tu día de suerte —dijo Earl, encaminándose renqueando hacia la ventana.
—¿Qué quieres decir?
—Los polis no te buscan, eso es lo que quiero decir. Sólo me buscan a mí.
«De modo que es eso lo que le preocupa», pensó Ingram. Buscó con los ojos a Lorraine, pero ésta debió deslizarse por la puerta mientras Earl estaba hablando.
—Pero eso es absurdo. Los polis pueden haberse confundido por algún tiempo. Pero en seguida tienen que haber descubierto la verdadera historia.
—Lo que pasa es que estás de suerte, eso es todo.
Earl se quedó mirando el vasto y oscuro prado que se extendía hasta un grupo de chopos a medio Kilómetro de distancia de la casa. Todo estaba frío y solitario; la tierra misma parecía azotada, desvalida y olvidada. Unos cuervos aleteaban a través del húmedo aire gris hacia los desnudos árboles, graznando vanas advertencias contra el silencio. El sonido aumentaba en el estómago de Earl la morbosa sensación de ingravidez y agarrotaba con náuseas los músculos de su cuello. «Voy a decírselo y acabar de una vez», pensaba. Lorraine tenía razón. ¿Quién demonios era aquel hombre? ¿Qué significaba para ellos? Nada en absoluto. Un individuo de color al que jamás habían visto. Un ser insignificante, que debían quitarse de encima como una mancha de suciedad… Trataba de dar salida a su ira, pero estaba demasiado débil y enfermo…
—¿Estás seguro de que has oído bien las noticias? —preguntó Ingram con aire incrédulo.
—Sí, las he oído bien —murmuró Earl—. El camarero del drugstore desapareció después del atraco.
La mentira que había preparado le dejó un sabor amargo en la lengua.
—Estaba fichado. Supongo que tenía miedo de que los polis se imaginaran que él estaba en el golpe.
—¡Pobre muchacho! Eso se lo imaginarán ahora.
—No malgastes tu compasión con él. Preocúpate por mí, caramba. —Earl se apartó de la ventana, pero no pudo mirar a Ingram a los ojos—. Yo también significo algo, ¿no?
—Sí, claro. Tenemos que sacarte de ésta. Pero ¿qué hay del médico? ¿Acaso la radio no dijo nada sobre él?
—Nada de nada. Supongo que la escena que tú hiciste surtió efecto. Tú fuiste el gran héroe, al salvar de mí al doctor y a su hija. Estuviste muy bien, negro.
—Ya sabes que hice lo que tenía que hacer. Tú lo sabes. Si los hubiésemos retenido aquí, estaríamos rodeados por enjambres de polis. No se limitarían a esperarnos en los controles de carretera. Estarían zumbando alrededor de nuestros oídos como avispas.
—Sí, supongo que sí —dijo Earl con voz cansada, y volvió hacia el sofá—. Pero eso también te ha salvado a ti. El médico te está protegiendo.
Ingram cogió la radio y le dio vueltas en sus manos.
—Es muy curioso, en cierto modo. Robo un banco y rapto a un par de personas y no ocurre nada. Dejo diez minutos el coche mal aparcado frente a mi casa, y una docena de polis se me echan encima. Es curioso. —Sacó un cortaplumas del bolsillo y se sentó, examinando el aparato—. Supongo que sería mejor que nos separásemos al salir de aquí. ¿No lo crees tú así?
—Claro, tú estás seguro —dijo Earl en tono amargo—. Podrías escabullirte.
Sus pensamientos eran confusos e irritados a un tiempo; él había querido que Ingram sugiriese aquello, ¿no? Habían preparado las cosas de forma que aceptase la oportunidad de separarse de ellos. Entonces, ¿por qué le dolía que lo hiciese?
—Bueno, me quedaré con vosotros, si queréis. —Ingram empezó a desatornillar la placa posterior del receptor de radio—. Pero un hombre blanco y un hombre de color viajando juntos llaman la atención. Lo sabes. Tú y tu mujer tendríais una oportunidad mejor sin mí.
—Muy bien, muy bien —cortó Earl—. Nos separaremos.
—Yo puedo ir a pie —propuso Ingram—. Cogeré el autobús en la carretera y seguiré mi camino. Tú y tu mujer no deberíais tener ningún problema saliendo en el coche.
—Está bien, maldita sea; nos separaremos.
—Nos encontraremos en el campeonato mundial de béisbol, ¿verdad? —preguntó Ingram con una débil sonrisa.
—Sí, supongo que sí —respondió Earl, frotándose la frente—. Beberemos cerveza y yo te diré lo que hemos de mirar. —¿Por qué decía eso?, pensaba. ¿Por qué ir acumulando mentiras?—. ¿Qué demonios estás haciendo con la radio? —preguntó de pronto.
Ingram había ordenado algunas piezas formando un claro modelo encima de la mesa.
—Tal vez pueda repararla.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué sabes tú de radios?
—Intentarlo no puede perjudicar, ¿verdad? Estos viejos receptores son buenos y sólidos. Como aquellos antiguos relojes Ingersoll de a dólar. Los dejas caer al suelo y generalmente funcionan mejor que antes.
Miró hacia el interior de la radio y frunció los labios en un mudo silbido.
—No tiene remedio, ¿verdad?
Earl le vigilaba de cerca, mareado y cansado por un nuevo temor: no quería que Ingram supiera que le estaban mintiendo. Que se enterara en el momento en que los polis le echasen el guante. Pero no allí…
—Está demasiado maltrecho, ¿no? —añadió, incapaz de disimular la esperanza que vibraba en su voz.
Ingram le miró.
—Quizá sí, quizá no. —Y volvió a su trabajo—. Si el tubo rectificador está roto, no hay nada que hacer. Pero podría ser que sólo se hubiesen aflojado los fusibles del altavoz. Algo así.
—¿Dónde has aprendido lo referente a los aparatos de radio?
—En el ejército. Estuve en la sección de comunicaciones.
—Comunicaciones, ¿eh? —Earl encendió un cigarrillo—. Cosa fina, ¿verdad?
—Nada de eso. Nos tenían ocupados cuatro horas sí y cuatro horas no durante tres días seguidos. Aunque eso era en ultramar. En el país no era tan malo.
—¿En qué parte estabas de ultramar?
—En Inglaterra. Cerca de una ciudad llamada Weymouth la mayor parte del tiempo. Pero íbamos a Londres regularmente.
Earl le preguntó secamente:
—¿Y llamas a Inglaterra ultramar?
Ingram sonrió.
—Ya me mostrarás un camino por tierra para llegar hasta allá.
Earl se levantó y se encaminó cojeando hacia la ventana, saboreando una cólera súbita y estimulante; era una emoción sustentadora, algo caliente que disipó, quemándolas, todas las dudas que le habían estado mortificando. El alardear de Ingram de haber estado en el ejército fue el detonador de tal estado de ánimo; así era como todos ellos actuaban cuando olvidaban el sitio que les correspondía. «Engreídos, dándote palmadas en la espalda y ofreciéndote que bebieras de su botella. Arrimándose a ti…». Earl tenía esto por una verdad de validez universal, pero ahora no estaba interesado en verdades universales, pues de pronto fue consciente de una verdad que le atañía directamente: estaba muy justificado que odiase a Ingram. Era una responsabilidad importante por partida doble, puesto que Ingram le había hecho un favor. Eso era lo esencial. «Tú tratas a la gente como se la debe tratar, sin tener en cuenta el modo como la gente te trata a ti. Para eso sí que se necesitan agallas».
Estas ideas bullían en su cabeza, inundándole de un sentimiento de virtud y de confianza. Estaba muy bien que le mintiera a Ingram; era un deber hacerlo. Earl no estaba seguro de cómo había llegado a estas conclusiones, pero su validez no podía negarse; resonaban vigorosamente en todo su cuerpo, sofocando las débiles voces de duda y de culpa.
—¿De modo que fue en ultramar? —dijo sosegadamente, allí de pie, rígido y tenso, dándole la espalda a Ingram—. ¿Cómo iban las cosas en Inglaterra, negro?
—No lo tuvimos demasiado mal —respondió Ingram, inclinándose sobre el receptor y mirando con el entrecejo fruncido uno de los tubos—. Vivíamos en cuarteles y obteníamos pases con facilidad.
—Parece que no estaba mal.
—El ejército es el ejército. En lo bueno como en lo malo. Ya lo sabías.
Earl le observaba cerrando un poco los ojos.
—Supongo que Inglaterra te gustaría. He oído decir que allá os trataban bien.
—La gente era realmente amable —confirmó Ingram riendo—. Les preguntas por una dirección, te cogen del brazo y te acompañan medio camino hasta donde te diriges, diciendo: «No tiene pérdida, amigo; realmente no tiene pérdida». Hablan así, no bromeo.
—Has aprendido muy bien su acento. Alguien debió de enseñártelo.
—Creo que lo oí bastante.
Earl regresó cojeando al sofá, mirando la cabeza inclinada de Ingram.
—Te llevabas bien con la gente, ¿no?
—La mayoría de las personas eran amables con los soldados. Ya sabes cómo es eso. Nos enseñaban retratos de hijos suyos que estaban en Birmania o en algún otro lugar, nos hacían preguntas sobre América…
—Tú debías darles información en abundancia.
Ingram se encogió de hombros y esbozó una sonrisa. Podía percibir la irritación de Earl contra él como las llamaradas de un horno. ¿Qué demonios le pasaba? ¿Qué le tenía tan irritado?
—Bien, negro, ¿qué me dices de la gente? Me gustaría que me hablases de ella. Yo sólo vi barro y alemanes.
—Bueno, era amable y simpática, ya te lo he dicho.
Ahora ya sabía a dónde quería ir a parar Earl, y sintió agitarse en su sangre una instintiva cautela ancestral.
—Yo no llegué a conocer a nadie realmente bien, pero los ingleses siempre eran amables con nosotros.
—¿Así que no llegaste a conocer a ninguno de ellos?
—Bueno, yo conocí a un individuo bastante bien. No por mucho tiempo, pero eso no parecía importar. Era la clase de individuo al que uno llega a comprender bien, si sabes a qué me refiero.
—Yo soy tonto, negro; no sé a qué te refieres.
—Le conocí en un bar una noche, en Londres. Él estaba allí tomándose una cerveza y empezamos a hablar.
—Ibas a los bares con ellos, ¿no?
Ingram le miró fijamente.
—Eso es. También usábamos los mismos retretes. Era por eso por lo que luchábamos. Democracia.
—¿Y qué me dices de él? —preguntó Earl, cerrando un poco los ojos, peligrosamente—. ¿Qué me dices de él, negro?
—Era de Escocia —explicó Ingram, mirando todavía fijamente la ira que se reflejaba en el semblante de Earl—. Tenía unos sesenta años. Le gustaba la música. Me preguntó si querría acompañarle a un concierto al día siguiente, y yo acepté. Así que fuimos. Al otro día, nos llevó a mí y a un amigo mío a visitar varios lugares de Londres. A unos barrios donde había hilera tras hilera de casitas de ladrillo con jardines. Luego nos llevó a Piccadilly, y después al East End, donde la gente era tan pobre que nunca terminaba sus raciones de whisky y ginebra. Todas las pequeñas tabernas tenían whisky y ginebra. Él sabía mucho de historia. Nos contó que un inglés llamado Disraeli dijo una vez: «Las cosas buenas de la vida son para los pocos… para muy pocos». Al escocés no le gustaba esa idea. Nos dejó en la estación de Paddington y nosotros cogimos el tren de regreso a nuestro cuartel. —Ingram dejó caer sobre la mesa su cortaplumas y concluyó—: Ésta es la historia de la gente de Inglaterra.
—Bueno, ¿y por qué ese hombre se fijó en ti? ¿Era marica?
—Yo, desde luego, no lo soy.
—¿Y qué me dices de las chicas? ¿Y del trabajo en las chozas, negro?
Ingram apartó la vista de la cara de Earl. No podía hacer frente a la absurda cólera que percibía en ella. «¿Por qué? —pensaba con amargura—. ¿Por qué tendría yo que disculparme por lo que hizo mi cuerpo diez años atrás?».
—Sólo te diré una cosa —aclaró, sintiendo de pronto desprecio hacia sí mismo y hacia Earl—. En Inglaterra, nunca cogí nada que no me fuese ofrecido. Ofrecido en una fuente.
—Tuviste una guerra estupenda. Tú no estuviste en el ejército, sino en el cielo.
—Me dieron un uniforme de soldado y me metieron en un barco. ¿Qué esperabas que hiciese? ¿Saltar por la borda y nadar hasta las líneas enemigas con el fusil en la boca?
Earl se levantó de nuevo y se dirigió renqueando hacia la ventana, amargado y consumido por su creciente irritación.
—Tenías que haber ido conmigo, negro. Habrías visto la guerra de cerca. Cuatro años después de abandonar los Estados Unidos, yo era sargento de pelotón. Sólo una docena de individuos del grupo sobrevivimos. A los demás los mataron en África, en Francia o en Alemania. Ganaron muchas condecoraciones, que nos mandaron a nosotros, al frente.
—Supongo que tú estabas en el Primero.
—Has oído hablar de él, ¿verdad?
—Claro. Fue uno de los grupos que se cubrieron verdaderamente de gloria.
—Tienes razón.
Empezó a renquear arriba y abajo de la habitación, pavoneándose con beligerante orgullo.
—Para formar ese grupo tomaron a los mejores muchachos del mundo, luego mataron a la mitad de ellos y así alcanzamos renombre los supervivientes. ¿Sabes una cosa? Todos los oficiales que nos mandaban al abandonar los Estados Unidos cayeron en acción. Todos.
Earl se encaminó hacia el sofá, sintiéndose de pronto confuso y cansado. Su estado de ánimo fue cambiando, suavizándose; el frío nudo de ira que sentía en su pecho parecía fundirse.
—Uno de nuestros tenientes era sólo un crío —añadió, moviendo la cabeza lentamente—. Un individuo llamado Murdock. Jugaba al fútbol en Santa Clara; era un atleta estupendo. Lo tenía todo. Bien parecido, siempre con una ancha sonrisa en la cara. Nunca se sentía desanimado por nada. Era un optimista, como supongo que le llamarías tú. Animaba a todo el mundo. Fue herido en Francia. Una bala le atravesó el casco, en la retaguardia, lejos del frente. Cuando le levantamos del suelo, un par de muchachos empezaron a proferir maldiciones. Daba verdaderamente rabia verle caer de aquella manera.
Earl se había olvidado de Ingram; se había olvidado del intenso frío de la habitación y del olor a medicinas; se había olvidado de que moriría si la policía llegaba a cogerle; todo había sido barrido de su mente por los recuerdos orgullosos y dolorosos del ejército. Fue la mejor época de su vida. No cabía la menor duda. A pesar del barro y de todas las dificultades, era la mejor época que jamás había conocido.
En aquel entonces se había agarrado a ello como cualquier otro, porque le daba vergüenza admitir lo que sentía realmente. Incluso el combate era para él diferente que para los otros muchachos. Le daba una sensación salvaje y vertiginosa que no se parecía en absoluto al miedo; por eso en ocasiones había gritado como un loco. Sólo para soltar lo que llevaba dentro…
Habían pasado juntos cinco largos años, años marcados con las tumbas que se extendían hasta África. Eran un grupo, un equipo, algo que tú dabas y tomabas al mismo tiempo, algo más grande que simplemente ciento cincuenta soldados de infantería. Luego el equipo se rompió y los muchachos se esparcieron por todo el país. Y nunca llegó una postal o una llamada telefónica de ninguno de ellos; nunca hubo modo de mantener vivos los recuerdos. Era como si todo aquello jamás hubiese existido.
Una vez, en Davenport, Iowa, Earl encontró a un hombre del grupo, Hilstutter, un tipo duro, buen soldado. Hilstutter no había cambiado; un poco más gordo, eso era todo. Estuvieron hablando de pie, en la acera, asintiendo Hilstutter con la cabeza a lo que él le decía, y pronunciando frases como éstas: «Sí, fue una mala noche», o «Me pregunto qué se habrá hecho de Fulano de Tal». Asintiendo con la cabeza mientras Earl seguía hablando con entusiasmo, recordando algunos de los grandes momentos pasados en el ejército. Y en un momento dado Hilstutter dijo: «No has cambiado, sargento. Tienes un aspecto estupendo». Y después le estrechó la mano y miró el reloj. Dijo que tenía que marcharse, que debía ir a su casa, con su mujer…
Y eso fue todo. Earl le siguió con la mirada, observando a aquel hombre bajito y regordete alejarse por la acera, como uno más de los miles de individuos que uno puede ver en una ciudad populosa. Después de pasar cinco años juntos como soldados, eso era todo lo que aquello significaba para Hilstutter: un hola, un apretón de manos, un adiós.
«El grupo real había muerto», pensó Earl tristemente. Los muertos habían dejado constancia del grupo…, los muertos silenciosos del antiguo Primero. Era curioso; los muertos eran los que mantenían vivos los recuerdos. Los otros no contaban. Esparcidos por todo el país, regando céspedes, engordando y volviéndose calvos, olvidándose de aquella maldita guerra tan pronto como los licenciaron.
Ingram estaba con las manos quietas; contemplaba el dolor y la confusión en el rostro de Earl, preguntándose cosas acerca de aquel hombre. Finalmente preguntó:
—¿Cómo obtuviste la estrella de plata?
Earl le miró con curiosidad.
—¿Cómo lo sabías?
Ingram buscó en el bolsillo de su abrigo y sacó las llaves del coche de Lorraine. La estrella de plata brillaba intensamente sobre la palma morena de su mano.
—Imaginé que era tuya.
—Pues acertaste —dijo Earl, asintiendo ligeramente con la cabeza.
Estuvo callado unos segundos, y sus labios dibujaron una sonrisa carente de alegría. Luego se encogió de hombros y buscó en el bolsillo el paquete de cigarrillos.
—Fuimos atrapados en el sótano de una alquería alemana aquella noche. Seis de nosotros. Pensamos que era un buen sitio para escondernos, pero los alemanes volvieron con tanques y nos cortaron la salida. Trasladaron a aquella casa el cuartel general de su compañía. Podíamos oír cómo hablaban por encima de nuestras cabezas, preparaban la comida, disponían su estancia. Yo no sabía qué hacer. Hablamos sobre ello y decidimos esperar a que amaneciese; entonces nos deslizaríamos afuera por una ventana del sótano y nos arrastraríamos por entre los alemanes hasta llegar a nuestras propias líneas.
Earl encendió su cigarrillo, recordando el olor de hortalizas del sótano de la alquería, el suelo cenagoso y resbaladizo y el sonido atronador de las voces alemanas por encima de su cabeza. Se echó a reír.
—Lo hicimos: salimos por la ventana, atravesamos el patio y entramos en un huerto. Cada uno iba por su lado, ocultándose y saliendo a intervalos de medio minuto. Era sólo un problema de campo. Pero sólo cinco de nosotros lo conseguimos. Faltaba un muchacho, un patán grandullón que sólo hacía una semana que estaba en el grupo. Ni siquiera sabía yo cómo se llamaba. Monroe o Morgan o algo así. Siempre se estaba limpiando la nariz y golpeando el suelo con los pies.
Meneó la cabeza.
—Ya conoces a esa clase de individuos, ¿no? Inútil. Pero tenía que retroceder e ir a buscarle. Le encontré a pocos metros de la casa, acurrucado en el suelo, demasiado asustado para moverse. Helado de frío. Prácticamente tuve que llevármelo arrastrándole. Pero esta vez no tuvimos suerte. Un guardián nos oyó y se puso a gritar. Entonces todos empezaron a pegar tiros y a buscarnos por todas partes con linternas; ya sabes cómo se exaltan los alemanes cuando los coges por sorpresa. Son los mejores soldados del mundo cuando todo sucede con arreglo a una norma, pero cuando las cosas se apartan de la regla, actúan como mujeres enloquecidas. De todas formas, yo conseguí hacer entrar a este Morgan en el huerto y empecé a disparar. Los árboles nos cubrían bastante bien. Morgan o Monroe, o como diablos fuese su nombre, hizo una rápida carrera para ir de un árbol a otro, y resultó herido. Yo seguía desplazándome de un árbol a otro árbol, y los alemanes nunca cargaban. Debían figurarse que éramos muchos. Recogí a Morgan, supongo que éste era su nombre, y me lo llevé a nuestras líneas. Y eso fue todo.
Earl dio una larga chupada a su cigarrillo, que luego tiró a la chimenea.
—Así pues, me dieron la medalla.
Se levantó. Se sentía incómodo.
—Con eso y poco más tienes para pagarte una taza de café. Ya sabes cómo son estas cosas.
Ingram sonrió y examinó la estrella de plata.
—A mí me dieron una medalla al buen comportamiento. Es algo, ¿no?
—Las medallas generalmente no son sino chatarra.
—No lo creo así.
—¡Al demonio con ello, de todos modos! Tú hiciste lo que te ordenaban, ¿no? Tú mismo lo has dicho. Tú no les pediste que te enviasen a Inglaterra, yo no les pedí que me mandasen a África, Francia y Alemania. Nos enviaron, eso es todo. Tú hiciste tu trabajo; es cuanto cualquiera puede hacer. ¿Qué razón hay para preocuparse?
Apretó el hombro de Ingram al pasar renqueando junto a él.
—Olvídalo, negro. Tienes tanto derecho a estar orgulloso de ti mismo como un hombre que lleva colgando de su cuello la medalla del honor.
—Bueno, supongo que es un modo de considerar el asunto.
Sonrió con una especie de placer absurdo; el contacto de la mano de Earl sobre su hombro le había emocionado.
—Quizá tengas razón en eso.
—Claro que tengo razón.
De pie detrás de Ingram, Earl miraba curiosamente su mano, frunciendo el entrecejo. Luego miró a Ingram, irritado consigo mismo.
—¿Cómo te va con la radio? Estuviste en comunicaciones. ¿Crees que puede arreglarse?
—Es inútil —dijo Ingram, sin dejar de sonreír—. Está completamente destrozada.
—Ya podía habértelo dicho.
Ingram suspiró y se volvió para mirar a Earl.
—¿Sabes? No te comprendo.
—Bueno, ¿y qué? ¿Qué importa eso?
—Tú podrías ser el último hombre que yo viese en este mundo —dijo Ingram—. Y eso importa. Eres como el serial de una revista que quizá ya no tenga ocasión de terminar de leer.
—Así pues, ¿qué es lo que no comprendes?
Earl cojeaba de un lado a otro delante de la chimenea, mirando a Ingram con ojos tensos, irritados.
—¿Acaso soy un bicho raro? ¿Tengo dos cabezas o algo por el estilo?
—¿Por qué no has hecho algo de provecho? Eso es lo que no puedo imaginar. Tienes madera. ¿Cómo es que nunca la has utilizado?
—¿Qué sabes tú de mí? No me conoces en absoluto, negro.
—Tengo ojos y oídos —dijo Ingram sonriendo—. No eres el chico más listo del mundo, naturalmente, pero eso no tiene demasiada importancia.
—Voy tirando. Siempre he salido adelante.
—No tienes por qué fingir conmigo. Probablemente no podrías engañarme, si quisieras hacerlo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Hemos estado juntos en algo, eso es todo. He tenido la oportunidad de conocerte bastante bien.
—No sabes nada de mí. ¡Métete eso en la mollera! —dijo Earl, levantando airado la voz—. Deja de preocuparte por mí.
—Tú a mí me conoces, ¿no? ¿Por qué no puede ser también verdad el caso contrario?
—¿Qué demonios sé yo de ti?
—Sabes que puedes confiar en mí. ¿De cuántas personas puedes decir lo mismo?
—No tenía elección. —Earl apartó la vista de Ingram—. Estaba obligado a fiarme de ti.
—Desde luego. Y resultó bien. ¿Sabes? Quizá no sería una mala idea que una ley ordenase a las personas fiarse unas de otras. Probablemente todo el mundo se sorprendería de lo bien que resultaban las cosas.
—Estás chiflado.
—De acuerdo, lo estoy. Pero ¿cómo es que tú nunca conseguiste un buen trabajo? Con tus antecedentes del ejército y todo eso, pudiste haber hecho carrera.
—Pues no lo sé —reconoció Earl, impaciente—. Nadie sabe el porqué de estas cosas.
Volvió a pasear renqueando delante de la chimenea, lleno de pronto de una angustiada desesperación.
—Nunca funcionó nada, eso es todo. Y yo seguía dando golpes en el aire. Sólo eso. Fíjate en la vida de los vagabundos. Verás a personas que vagan de un lado a otro con ojos como bolas de cristal. ¿Qué les sucedió? ¿Crees que lo saben?
Earl hizo una pausa y golpeó la mesa con el puño.
—¡Que me ahorquen si lo saben! Te hablarán de un padre o de una madre, o de una chica tal vez, pero no podrán decirte nada acerca de ellos mismos. No saben qué sucedió, sencillamente no lo saben. Por esto los relatos y películas tratan siempre de héroes. La vida de un haragán no tiene sentido. Se trata sólo… —Movió la cabeza con ira vacía, inútil—. Se trata sólo de basura.
—Pero tú no eres ningún desecho de la humanidad —objetó Ingram—. Tú eres un hombre fuerte y sano. Tú podías haber sido un obrero de la construcción, un camionero o un negociante en madera o algo así. O quizá entrar en una organización de veteranos de guerra… Con tu historial habrían podido utilizarte como buen ejemplo.
—¡Vamos, corta, corta! —apremió Earl, cansado—. Yo no valía, eso es todo. Y me constaba. Lo más duro era esto: que yo lo sabía.
—Muchísimas personas piensan eso de sí mismas. Entra en un bar donde estén tocando blues y las encontrarás a montones. Por esto los blues se cantan en primer lugar. No son para los héroes y los individuos importantes; son para personas que están tristes.
—No, tú no lo entiendes.
Earl estaba intentando ansiosamente organizar sus sentimientos en palabras. Sabía que ahora era importante mostrarse sincero, y aquélla era una oportunidad de poner la cosa en claro. Anteriormente jamás había hecho ese esfuerzo; cierto temor culpable se lo había impedido siempre.
—¡Ahora escucha! Yo estaba seguro de que no valía. —Hablaba despacio y en voz baja—. No quiero decir que anduviese emborrachándome o algo así; nada de eso. Lo que yo hacía quizá tuviera algún valor, pero era yo el que no valía nada.
Earl empezó a jurar en voz baja, irritado por la futilidad de sus palabras.
—No sé. —Movió la cabeza. Buscar lo que quería decir era como tratar de coger con guantes un alfiler; una tarea difícil y frustrante—. ¿Comprendes? —dijo desesperadamente—. La madera de que estoy hecho no es buena. Esto es lo que estoy tratando de que entiendas. Es como si estuviera hecho de chatarra inútil. Ésta es la sensación que nunca puedo quitarme de encima. ¿Te das cuenta?
—Es absurdo. ¿Por qué piensas eso?
—No lo entiendes. Tú no me escuchas —se lamentó Earl, sentándose en el borde del sofá y mirando ansiosamente a Ingram—. Coge un coche montado con piezas baratas, gastadas, con el depósito lleno de gasolina aguada y con el aceite sucio. ¿Qué le sucederá? Se estropeará, caerá hecho pedazos. Podrás remendarlo chapuceramente y mantenerlo lavado y pulido, pero nunca saldrá de él nada bueno. Así es como soy yo. Siempre lo he sabido.
Earl respiraba lenta y pesadamente.
—Lo sabía. A veces me miraba las manos y pensaba en ello. Me veía la piel y las venas y los cabellos y me daba cuenta de que nada de ello valía nada.
Miró a Ingram en medio de un silencio únicamente interrumpido por los débiles ronquidos del viejo en el rincón. La frialdad y el mal olor de aquella gran habitación desnuda parecía obligarles a estar más cerca uno de otro, apretándose para formar una unidad. La tensión y el temor de Earl habían disminuido; de pronto se sintió cómodo con Ingram, comprendiéndole y dependiendo de él para su comprensión. Consideró que ambos estaban en el mismo montón de basura. No solamente en una dificultad…; era más que eso. Estaban vivos y solos, pensó, pero algo le ayudó a darse cuenta de que estos términos venían a ser más o menos la misma cosa: lo uno procedía inevitablemente de lo otro. No había ningún terror en este conocimiento; el verdadero terror era no saber que todo el mundo se enfrentaba al mismo problema, que todo el mundo estaba solo. No solamente uno…
—Ya lo ves, negro —concluyó Earl, y vaciló un instante—. ¿Te importa que te llame negro?
—Es un nombre tan bueno como cualquier otro.
—Bien.
Earl le miraba la mano tiznada, examinaba las uñas bordeadas de suciedad y el pelo crespo sobre la piel morena.
—Yo siempre supe que no valía. Porque conocía mis orígenes. Conocía a mi viejo.
Había dolor en la confesión, pero no vergüenza; sólo era la dura comprobación de un hecho amargo.
—Es una carga que hay que llevar —dijo Ingram—. Pero ¡qué demonio!, tú y tu viejo sois dos personas diferentes. Él es él y tú eres tú.
—Lo sé —admitió Earl, pensativo—. Sólo me lo imaginaba. Y tú me has dicho que yo era tonto.
—Tonto no —corrigió Ingram, moviendo la cabeza—. Únicamente no eres inteligente. Hay una gran diferencia. Vamos a echar un trago por esto, ¿no te parece?
Mientras buscaba el vaso de Earl, Huesoloco salió de la cocina hablando en voz baja y en tono alegre:
—Ya llegan los cazadores de zorros. Acabo de ver uno de sus perros en el prado. ¡Oh, parece un cuadro bonito!
Dio la vuelta sobre sí misma, lentamente, y con ambas manos se compuso con coquetería los cabellos.
—Los caballeros con sus chaquetas rojas y las señoras saltando por encima de las vallas con tanta tranquilidad y tanta gracia… —dijo con risa estridente—. A veces las señoras también se caen con sus bellos faldones redondos. ¡Dios mío, qué gracia!
El anciano se movió bajo sus mantas.
—Me has despertado —murmuró, malhumorado.
—Es mejor que vaya a decirle a Lorraine que baje —decidió Ingram—. Hemos estado aquí charlando más de una hora.
Huesoloco se quedó mirando las piezas que Ingram había sacado del aparato de radio.
—No te servirá de nada que la arregles —dijo, moviendo la cabeza con energía—. Volverá a romperla.
—¿Quién? —preguntó Ingram.
—La mujer. Tiene mal genio y es destructiva, cualidades que no se encuentran en las verdaderas señoras. Las señoras son dulces y gentiles.
—¿De qué está hablando? —preguntó Ingram a Earl.
—Está chiflada. Fue un accidente. Lory tropezó contra la mesa.
—¡Ja, ja! —rio alegremente Huesoloco—. Eso es lo que cuenta ella. Pero cogió la radio y la arrojó al suelo. Y yo sé por qué.
Ingram miró la agrietada caja de plástico de la radio. Estaba demasiado estropeada para ser el resultado de una simple caída de una mesa… La más sutil de las dudas se insinuó en su mente.
—¿Por qué la rompió? —preguntó lentamente.
—No le gusta la música —se apresuró a decir Huesoloco—. No es una mujer dulce y gentil. ¡Qué desgracia para un hombre bueno!
Ingram suspiró y miró tímidamente a Earl; la sospecha que casi había llegado a abrigar, le hizo sentirse cohibido.
—¡Qué cosas tiene esa mujer! —comentó.
Pero Earl no le miraba; estaba observando por la ventana los jirones de blanca niebla que flotaban sobre los húmedos campos.
—Vale más que subas —dijo lentamente—. Vigila a esos cazadores de zorros.
—Está bien, Earl.