16

El camino que sinuosamente conducía a la granja estaba duro a causa del hielo; Ingram tuvo que luchar con el volante porque el coche brincaba por el terreno accidentado, y la larga luz de los faros saltaba como loca al proyectarse contra los muros de la vieja casa. Para regresar a ella, Ingram trazó un amplio círculo, haciendo media docena de paradas y virajes innecesarios; era una estrategia esencial, pero en el viaje se había gastado un tiempo preciso.

Bajó del coche y tembló al recibir su cuerpo el frío viento. La noche se extendía a su alrededor, ancha, oscura y vacía, silenciosa excepto por el viento que gritaba como un ser atrapado en las ramas de los grandes árboles desnudos. Ayudó al médico y a su hija a apearse del automóvil y los condujo hacia el porche. Habían hablado poco durante el largo y errabundo viaje, pero después de que él hubo parado y les hubo vendado los ojos, Ingram pudo percibir que prestaban una intensa atención a Tas percepciones de los otros sentidos: el ruido distante de un avión, el intenso olor a tierra mojada de aquella casa solitaria, la transición del asfalto a los caminos embarrados. Ingram se daba cuenta de que el padre y la hija estaban absorbiendo todas estas sensaciones para poder formarse una idea del lugar al que él les estaba llevando. Ahora, cuando se encontraron en el porche, la mano del médico tocó la jamba de la puerta, moviéndose sus dedos para examinar las porosas piedras de los viejos muros.

—¿Por qué no se relajan ustedes? —les aconsejó Ingram sosegadamente—. No nos merecemos que se preocupen ustedes tanto. Vamos, adelante; cuidado con este peldaño…

Earl estaba más fuerte que cuando Ingram lo había dejado, apoyado en el sofá, con la botella de whisky a su lado, las mejillas brillando con un color innatural y una luz dura y cansada centelleando en sus ojos.

—¿Quién es esa chica? —preguntó, mirando a la hija del médico—. ¿Por qué la has traído?

—Es su hija. Llegaba de una fiesta y he tenido que traerla. ¿Cómo te sientes?

—Bastante bien. Sólo que tengo frío.

Ingram se quitó el abrigo y lo puso sobre las piernas de Earl. Luego extendió una rápida mirada alrededor de la habitación: la mujer de Earl había cumplido bien su cometido. El viejo ya no estaba, como tampoco las fotografías de la repisa. Exceptuando el espacio alrededor del sofá, la habitación se hallaba sumida en las sombras. El médico sabría que estuvo en una vieja casa de campo… y nada más. Ingram guio a la niña hacia una silla y después quitó al médico el vendaje de gasa que le tapaba los ojos. Pestañeó y miró a su alrededor buscando a su hija. Estaba sentada con las manos cruzadas sobre el regazo, y sus labios infantiles formaban una firme y diminuta línea, incongruentemente dulce e inocente en aquella fría y húmeda estancia, con la falda rosa extendida alrededor de las rodillas y una tenue luz brillando en las puntas de sus zapatos plateados.

—Iré tan rápido como pueda, cariño —le dijo su padre—. No te preocupes por nada.

—Yo no estoy preocupada, papá.

—Vamos, doctor —le apremió Earl.

El médico le miró por primera vez, con ojos clínicamente vigilantes. No había compasión en su semblante, y muy poco interés. Miró la botella de whisky y preguntó:

—¿Cuánto ha bebido usted de eso?

—Tres o cuatro tragos. ¿Por qué? ¿Es malo?

—Probablemente no le hará daño. —El médico se inclinó para mirar los ojos de Earl por espacio de unos segundos. Sin volver la cabeza, dijo—: Necesitaré agua hirviendo y una mesa o un par de sillas.

—Iré a buscarlas —dijo Ingram.

El médico sacó unas tijeras de su bolsa y desabrochó la camisa de Earl para quitarle la ropa ensangrentada. Ingram hizo una mueca cuando vio la herida; parecía como un ojo de púrpura estrujado entre capas de carne tumefacta, descolorida.

—Primero voy a inyectarle —explicó el médico, poniendo la bolsa encima de la silla que Ingram había colocado al lado del sofá—. Después le administraré un tranquilizante. A continuación limpiaré el área superficial y ya veremos lo que se puede hacer.

—¿Qué aspecto tiene? ¿Malo?

—No lo sé. Podré hacer un diagnóstico cuando le haya tomado la tensión. ¿Ha escupido sangre?

—No.

—Quizá haya estado de suerte. La bala entró en el músculo pectoral, pero evidentemente no tocó el pulmón.

Había preparado una aguja hipodérmica mientras hablaba, midiendo el líquido con gran atención.

—Muy bien. Ahora deme el brazo.

—¿Cuánto tiempo va a llevar esto?

—De media hora a una hora, depende de lo que yo encuentre. —Vaciló y levantó los ojos hacia Ingram—. Voy a hacer lo que pueda, pero no estoy en condiciones de prometer nada. Debería disponer de un quirófano estéril e instrumentos también esterilizados. En una herida hay el peligro de shock e infección, además del efecto disruptivo de la bala y el daño causado a la carne y al hueso, capilares y arterias. Lo intentaré; es cuanto puedo prometer.

Earl se puso un cigarrillo en la boca y examinó al médico con una leve sonrisa.

—¿Cómo se juzga usted a sí mismo como «asierrahuesos»?

—Lo hago bien.

—Entonces, no se preocupe. Soy fuerte y resistente. Una vez tomé una ciudad en Alemania con una bala en mi pierna. Me estaban preparando una taza de café cuando apareció el resto del pelotón. De modo que ya puede empezar a cortar.

El doctor aflojó la banda de goma que había atado al brazo de Earl.

—La tensión está bien. Casi podríamos decir que es fantástica.

—Ya se lo he dicho, doctor —comentó Earl sonriendo.

El médico trabajaba con rápida y eficiente precisión, poniendo en el brazo de Earl tubos para alimentación intravenosa y limpiando la superficie de la herida.

—La bala se desvió hacia abajo —murmuró—. Probablemente rozó una costilla sin dañarla. Vuélvase un poco. Eso es.

Examinó el costado de Earl con las puntas de los dedos, vigilante, con curiosidad profesional.

—Aquí está. Será más fácil cortar que seguir la trayectoria de la bala.

—¿Y si bebo algo?

—Bueno —dijo el médico encogiéndose de hombros y haciendo a Ingram un gesto con la cabeza—. Dele whisky con un poco de agua. Si le sienta bien, podrá servirle de ayuda.

Ingram desplazaba el peso de su cuerpo de uno a otro pie mientras el médico sacaba un escalpelo de la cacerola con agua hirviendo que él había ido a buscar a la cocina. La cara de Earl estaba empapada de sudor y tenía tensos los músculos del cuello, pero no emitía sonido alguno; sólo iba tomando pequeños sorbos de whisky y miraba sin expresión las facciones graves del médico.

Una vez extraída la bala, el médico volvió a la herida del pecho, aplicando polvos y apósitos, que sujetó con anchas tiras de esparadrapo.

—¿Cómo se siente?

—Un poco cansado.

—¿Algún dolor?

—No; me siento bien.

—¿Cuándo podrá viajar, doctor? —inquirió Ingram.

—Si estuviese en un hospital, le darían de alta dentro de una semana. Necesita descanso.

—Tonterías —rechazó Earl—. Fui herido dos veces en la guerra y apenas tuve que guardar cama.

—Entonces era usted mucho más joven.

—¡No me diga! ¡Si sólo tengo treinta y cinco años!

—O sea, diez más de los veinticinco.

—Nada, nada. ¡Fíjese en los boxeadores! Supongamos que usted necesita contratar a alguien para que propine una buena paliza a un enemigo suyo. ¿Buscaría usted a un mequetrefe de veinte años?

—Supongo que recurriría a un hombre hecho y derecho —admitió el médico, encogiéndose de hombros—. Pero no si tuviese una bala en el hombro.

Trabajó rápidamente durante otros tres o cuatro minutos, suturando y vendando la incisión que había practicado en el costado de Earl.

Finalmente, se pasó el dorso de la mano por la frente y dijo:

—Bueno, ya está. Va usted cargado con penicilina y una solución de cera de abejas. Esto le sostendrá durante veinticuatro horas. Entonces necesitará más. Y necesitará que se le cambien estos vendajes. He hecho cuanto he podido por usted.

—Lo hace usted bien —reconoció Earl—. Ya lo dijo. Trabaja usted de maravilla.

—Y usted es fuerte y resistente. —El médico volvió a poner sus cosas en la bolsa. Se desperezó y miró a su hija—. Muy bien, cariño; vámonos ya.

—Tengo que vendarle los ojos, doctor —le recordó Ingram—. Entonces podremos partir.

—Aguarda un momento —dijo Earl amablemente—. Ellos no van a ninguna parte, negro.

—¿Qué quieres decir? Les prometí que les llevaría de nuevo a su casa.

—Tan pronto como él tenga un teléfono a mano, llamará a los polis. ¿No habías pensado en eso?

—¿Qué puede decirles? Sólo que ha estado viajando por algún lugar del campo. Él y la chica llevaron los ojos vendados todo el camino. Y volverán a su casa de la misma manera.

—No —dijo Earl moviendo la cabeza lentamente—. Ellos se quedarán aquí hasta que nosotros salgamos. Y no se hable más.

Se sentía lleno de confianza, dispuesto a dirigir el espectáculo. Era como el ejército, pensó, donde todo iba como una seda si un tío tomaba las decisiones y el resto las llevaba a cabo.

El médico miraba a Earl sin temor ni cólera, con un músculo obstinadamente tenso a lo largo de la línea de su mandíbula.

—¡Ahora sale usted con ésas! —dijo lentamente—. Nos vamos a casa. Yo le he remendado lo mejor que he podido. Ahora me voy a casa y me llevo a mi hija conmigo. Métase eso en la mollera.

Earl volvió a mover la cabeza.

—Ustedes se quedan, doctor. Hasta que nos marchemos nosotros.

—Ellos se han portado bien con nosotros —terció Ingram con vehemencia—. Él te ha salvado la vida, y tú lo sabes. Hicimos un trato y él ha cumplido su parte. Ahora me toca a mí cumplir la mía.

Earl se echó a reír. Se sentía bien, ligero y con energía. La pistola se hallaba cerca de su mano; eso era lo que le nacía reír. Ingram la había dejado en el abrigo que le echó sobre las rodillas.

—Tú estás fuera de juego, negro. Ya te dije que yo iba a dirigir esta función, ¿no te lo dije?

Se incorporó en el sofá y sacó la pistola del bolsillo del abrigo.

—Eres muy descuidado con las armas, negro. En cualquier ejército te habrían formado consejo de guerra por esto.

—¿Qué demonios te pasa? —protestó Ingram, irritado—. Deja de hablar del ejército. Aquí no estamos en los malditos cuarteles.

La niña era ahora presa de la incertidumbre, y profirió un leve grito de terror.

—¿Papá? Papá, ¿qué vas a hacer?

El médico la rodeó fuertemente los hombros con su brazo.

—Iremos a casa, pequeña. Te lo prometo.

—Eso no puede ser, doctor —replicó Earl, meciendo indolentemente la pistola en su mano.

Se sentía importante; la combinación de medicamentos y alcohol le infundía una ilusoria confianza que fluía por sus venas.

—Tengo que retenerles aquí. Es usted un tipo listo. Usted comprende.

—Ahora escuche —dijo el médico con voz tensa—. Si no estamos en casa pronto, mi esposa llamará a la policía del estado. ¿Es eso lo que usted quiere?

—Bueno, no podemos permitir que lo haga —reconoció Earl, pensativo. Asintió con la cabeza, mirando al médico—. Usted tiene las ideas muy claras, ¿verdad?

—Trato de ser razonable. No ganará nada con retenernos aquí.

—Sí, tiene razón. El retenerlos a los dos no es nada bueno. Así que nos quedaremos sólo con la chica. Eso es mejor, ¿no, negro?

—Hablas como un loco.

—¿Y qué le digo yo a mi mujer? —se lamentó el médico—. ¿Se le ocurre algo?

—Que se ha quedado a pasar la noche en casa de una amiga.

—Su madre descubriría que estoy mintiendo.

—Dígale entonces la verdad. Eso es razonable, ¿no? Convénzala para que disimule, como si no pasara nada. Que telefonee a la escuela y diga que está enferma o algo así. La retendremos aquí hasta que estemos listos para marcharnos. Ésa será la única forma de que no vaya corriendo a denunciarnos, ¿verdad, doctor?

—Mi esposa no ha estado bien —explicó el médico—. No puedo decirle la verdad. El disgusto podría matarla.

—Ese problema es suyo —dijo Earl con aspereza. La ira iba forjándose en su interior, pugnando por salir—. Ella es su mujer, no la mía. Dígale lo que se le antoje, pero evite que hable. De lo contrario, no volverá usted a ver a esa linda muchachita.

—Es usted una asquerosa basura llena de podredumbre —dijo el médico con voz suave pero salvajemente amarga—. No es usted más que porquería, no tiene un gramo de decencia en su miserable cuerpo. Es usted fuerte, desde luego; la tensión sanguínea normal cuatro horas después de haber recibido un disparo lo demuestra. Es la misma reacción que encontramos en los animales. Sus agallas le vienen de la pistola que tiene en la mano. Sin ella, es usted una cosa que se va arrastrando en el barro.

—¡Cállese! Diga usted algo más y le hago un agujero en la cabeza. ¿Cree que estoy bromeando?

Hizo un esfuerzo para ponerse en pie, bamboleándose como un luchador malherido; una terrible debilidad se estaba difundiendo por su cuerpo.

—Usted cree que bromeo, ¿eh? ¿Quiere morir delante de esa niña?

—No… le creo.

Los labios del médico estaban rígidos y secos. Se apartó un paso de Earl estrechando a su hija fuertemente en sus brazos.

—Procure relajarse. Está usted enfermo.

Ingram se puso rápidamente delante del médico.

—Si quieres disparar contra alguien, muchacho blanco, dispara contra mí —dijo con voz suave, trémula—. Adelante. Eres el gran héroe con todas las medallas. Aquí tienes la oportunidad de ganar otra. Dispara contra mí y después contra el doctor que te ha salvado la vida, y luego a la chiquilla. Te darán una gran medalla. Pero entonces estarás completamente solo, muchacho blanco. Métete esto en la cabeza.

—Apártate. Apártate, te digo.

—Voy a llevar a estas personas a su casa. Se lo he prometido. Camine hacia la puerta, doctor. Si dispara contra alguien, va a ser contra mí.

—¡Negro! —gritó Earl frenéticamente—. ¿De parte de quién estás tú?

—Les llevo a su casa. Eso es lo primero.

—¡Bien, maldita sea! —exclamó Earl, tambaleándose un poco—. Debía esperar esto.

La pistola oscilaba floja a su costado, con la boca apuntando hacia el suelo.

—Tú has ganado.

Estas palabras sonaron densas y al propio tiempo débiles en sus oídos. Se sentó en el sofá, moviendo su cuerpo con gran preocupación, sintiéndose invadido por una especie de mareo.

—Muy bien, llévalos a su casa —concedió, respirando pesadamente—. Llévalos a su hogar, ¿oyes? Lleva a todo el mundo a su hogar. Todo el que tiene un hogar debería ir a su hogar.

Ingram se acercó a él rápidamente y cogió la pistola que pendía floja de su mano.

—Volveré —dijo, tocando a Earl en el hombro—. No te preocupes.

Se humedeció los labios, intentando pensar en algo más que pudiera decir; toda su cólera se había esfumado.

—Volveré —repitió—. Procura descansar un poco.

Earl se recostó en el sofá, respirando por la abierta boca. Miró a Ingram con ojos enfermos, velados, y asintió débilmente con la cabeza.

—Te esperaré, negro. No puedo hacer otra cosa.