15

El ruido del coche despertó a Earl. Había estado durmiendo a intervalos, durante una hora más o menos, despertando sobresaltado y volviendo a caer en sueños inquietantes. No tenía paz, ni dormido ni despierto; apenas hallaba diferencia entre pesadillas y realidad. Era consciente de que su herida sangraba y de que tenía fiebre, pero el calor innatural de su cuerpo no parecía calentarle en absoluto; apenas lograba mover las manos y los pies, que estaban rígidos y duros como si fuesen de madera.

Estuvo soñando con una tarde calurosa en una playa cerca de Nápoles. Toda la compañía había ido a nadar, intentando lavarse y remojar sus barbas en el agua salada. Entonces llegaron aviones desde el continente, volando bajo y ametrallándoles. La compañía se desplegó; algunos hombres trataban de vestirse y otros corrían histéricos y desnudos buscando refugio en los acantilados. Pero Earl sabía que el sueño era absurdo; no hubo aviones aquel día. Rieron y chapotearon en el agua como chiquillos en unas vacaciones de verano. La incursión aérea debió de haberse producido en otra parte…

Soñó también con una tarde fría de Chicago, cuando un muchacho que jugaba frente a su casa le rogó que entrase para ver sus regalos de Navidad. Pero aquello también era extraño, y nunca lo había soñado anteriormente. Sólo le turbaba cuando pensaba en ello.

Entró con el muchacho en una casa grande y cálida. Intercambió un apretón de manos con un padre, una madre, algunas personas sentadas al amor de la lumbre. Él pronunciaba su propio nombre como el revisor del ferrocarril anuncia las paradas. Ellos preguntaban «¿quién?», a grandes y distantes voces, con la sospecha pintada en sus caras. Pero le trataban bien. Iba de uniforme, caminando por una ciudad extraña, durante un permiso. Le dieron una bebida y un puro tan grande como un bate de béisbol. Comía en la cocina con una criada y en el sueño continuaba gritando su nombre una y otra vez a través del vapor que se elevaba del pavo relleno. Finalmente, fuera de la casa, gritó su nombre junto a las ventanas, pero todas las luces se apagaron y no quedó más que la oscuridad, y el viento que llevaba el eco de su nombre en medio del silencio. ¿Por qué estaba tan ansioso porque supieran su nombre? Esto era algo que siempre le había preocupado… Pero nunca soñó con ello anteriormente.

Cuando oyó llegar el coche, se despertó completamente, escuchando alerta y temeroso el ruido del motor. Miró a su alrededor en la fría y desagradable habitación, maldiciendo la debilidad de su cuerpo febril. ¿Dónde estaba la pistola? Sus manos se movían rígidamente sobre el sofá. El hombre de color se la había llevado…, lo había dejado allí…

Se abrió la puerta y vio a Lorraine avanzar hacia él, con el rostro torcido de un modo extraño y sus tacones resonando sobre el duro y frío suelo. En aquel momento se dio cuenta de que estaba soñando… Se incorporó apoyándose en un codo para preguntarle sobre la pistola, pero ella no parecía oír o entender; se arrodilló junto a él llorando, y la presión de su cuerpo le causó un dolor intolerable en el hombro. El hombre de color estaba detrás de ella mirándole ansiosamente.

—¿Por qué la has traído? —le reprochó. El dolor prevalecía en medio de sus fluctuantes pensamientos; su mente se quedó de pronto seca y clara—. ¿Por qué la has traído, maldita sea?

—No pude detenerla.

—Todo irá bien —le tranquilizó Lorraine, rozando con su mejilla la frente de Earl—. Yo voy a cuidar de ti.

—No puede ser —murmuró—. No puede ser, Lory.

La cólera que empezaba a sentir le abandonó y cerró los ojos. Sentía que iba hundiéndose en el sueño; la sensación era de vértigo y de mareo, como si estuviera oscilando en el espacio, sin nada debajo más que viento y oscuridad.

—Aquel niño tenía razón —dijo con voz lenta y clara—. Quería que yo mirase sus juguetes. A su viejo no le importaba. Me dieron pavo para cenar. Fue una velada muy agradable.

—Necesita un médico —decidió Lorraine, volviéndose sobre sus rodillas y mirando a Ingram—. ¿Me oye? Va a morir. Necesita un médico.

—No puede viajar, téngalo por seguro —dijo Ingram.

La esperanza que le había sustentado se estaba esfumando: estaban atrapados. No podían pasar con Earl un control de carretera. Pronto empezaría el delirio, y no habría modo de hacerle callar. Movió la cabeza lentamente. Earl estaba pálido como un muerto y un sudor oleoso perlaba sus mejillas y su frente. Presentaba un aspecto lastimoso…

Ingram sintió que el temor le cosquilleaba el cuerpo, pero ahora esta sensación le resultaba aburridamente familiar; había vivido con ella tanto tiempo que apenas podía recordar ninguna otra.

—Procure que esté caliente —dijo a Lorraine—. Trate de hacerle beber un poco de whisky.

—¿Adónde va usted?

—Trataré de buscarle un médico.

Miró hacia el viejo, que estaba roncando bajo su montón de mantas.

—Mientras yo esté fuera, llévelo a la cocina.

Ingram señaló con la cabeza hacia las descoloridas fotografías de la repisa.

—Hágalas desaparecer también.

—Lo haré.

Era una mujer inteligente, pensó Ingram; comprendía su problema.

—Y usted escóndase también en la cocina, con los viejos, y procure que no hablen.

—Sí, comprendo.

—Si el médico resulta que conoce este lugar, estamos perdidos. Silbará para que vengan los policías tan pronto como le haya traído. Y los dirigirá hacia nosotros.

Lorraine miró rápidamente a su alrededor.

—Pondré la lámpara al lado de Earl, con una manta alrededor. Así no podrá ver nada de lo que hay en el cuarto.

—Está bien. Y será mejor que le dé a Earl un poco de whisky.

—Vaya, vaya a buscar un médico: es lo que hace falta.

—Sí, es verdad. Cogeré uno, me lo meteré en el bolsillo y lo traeré en seguida.

Lorraine le cogió las mangas de la chaqueta y le sacudió con fuerza.

—Tiene que conseguirlo, ¿comprende? Tiene que conseguirlo.

—Tengo que intentarlo —dijo Ingram con voz cansada. Sabía que no había esperanza para ellos a menos que Earl pudiese viajar—. Tengo que intentarlo.

Ingram tardó veinte minutos en llegar en coche hasta Avondale, el pueblo que atravesaba la carretera federal, a quince kilómetros de Crossroads. Giró hacia una calle lateral y condujo por espacio de varios minutos en medio de la oscuridad alrededor de la aldea dormida, hasta que vio la placa de un médico brillar bajo una luz azul. Entonces paró el motor y aparcó el coche frente a la casa.

La lluvia había cesado y la noche era más fría; pudo ver la capa de hielo sobre el pavimento, brillante como un diamante bajo los faroles. El nombre del médico era Taylor, doctor W. J. Taylor. Letras negras sobre una placa blanca de madera. La casa era también blanca, con un porche y parterres con césped a ambos lados de un camino de hormigón. Era como las demás casas del bloque: ordenada y limpia.

Si la policía no le andaba buscando a él, tenía una oportunidad, pensó Ingram. No había razón para que el médico no fuera con él…

Estudió la situación como si quisiera estudiar el posible juego de su contrincante en el póquer, analizando los factores conocidos y tratando de adivinar los imponderables.

Sus labios se movían ensayando la historia que le contaría al médico, susurrando las palabras en la oscuridad: «… Un amigo mío está herido, doctor. Allá abajo, junto a la carretera. El gato del coche le resbaló mientras estaba cambiando una rueda y le pilló la mano. Yo no quise que se moviera…». No había razón para que esto no funcionase. Los médicos estaban acostumbrados a casos semejantes. Y una mano lesionada se parecía mucho a una herida de bala. El médico se proveería del material de cura necesario…

Se dio cuenta de que el miedo casi le paralizaba. Todo cuanto tenía que hacer era encaminarse hacia el porche y llamar a la puerta. Luego debería continuar actuando, hablando, mintiendo… Pero no podía resolverse a hacerlo. Tocaba la manija de la portezuela del coche, pero en seguida retiraba la mano rápidamente, con los dedos temblando de frío y de temor. «Cinco segundos —pensó desesperadamente—. Contaré hasta cinco». Pero su lengua estaba tan seca, que no podía articular sonido alguno; sentía la lengua como un trapo.

El llavero del coche le llamó la atención: oscilaba lentamente, brillando en la suave luz del salpicadero. Del aro colgaba una estrella. Ingram la tocó con el dedo, y diminutos reflejos danzaron en las cinco puntas relucientes. «Una estrella de plata, una condecoración», pensó. Había visto un par de ellas en Inglaterra durante la guerra. No se las daban a uno por limpiar un cuartel, sino que era preciso ganarlas en combate.

Probablemente pertenecía a Earl. Y él se la había dado a la chica para que la usara como talismán en su llavero. El gran héroe… ¿Por qué no le tocaba a él rematar el trabajo? Él era el hombre duro que abofeteaba a la gente que le miraba de soslayo. ¿Por qué no estaba allí? En vez de tomar sorbitos de whisky con su chica, esperándole… «El gran héroe acostado en una cama mientras yo tengo que hacer el trabajo», pensó con amargura. Dio un golpe desdeñosamente a la estrella de plata con la punta del dedo. «Muy bien, héroe —pensó, abriendo la portezuela—. Muy bien…».

Pulsó el timbre y esperó a que alguien respondiese, desplazando el peso de su cuerpo de un pie a otro, apretando con la mano la culata de la pistola. Una luz brilló detrás del anticuado montante, y un entarimado crujió en el pasillo de la casa.

La puerta se abrió y un hombre delgado, de cabellos canosos, miró hacia Ingram.

—¿Dígame? —preguntó apretándose el cinturón de su batín. El viento le despeinó los cabellos, y su voz tenía un tono de soñolienta irritación—. ¿Qué hay?

—Mi amigo se ha herido —dijo Ingram, hablando rápida y nerviosamente—. Necesita un médico.

—¿Dónde está?

—En la carretera, doctor. Tuvimos una avería y él estaba trabajando con el gato. Resbaló y le pilló la mano.

—¿Quiere decir que está atrapado debajo del coche?

—No, pero está mal herido.

—¿Por qué no lo ha traído con usted?

—Bueno… —La mano de Ingram temblaba sin que pudiera evitarlo—. No quise moverlo de donde estaba.

—Comprendo. Pase usted.

El médico condujo a Ingram a un despacho junto al pasillo y encendió las luces del techo.

Era un recibidor pequeño y confortable, con unas cuantas sillas, una mesa con revistas encima y una hilera de grabados de caza en una de las paredes. Una puerta daba acceso a un despacho más pequeño en el que Ingram vio una mesa escritorio y unas vitrinas con gasas, algodón e instrumentos quirúrgicos.

—¿Dónde está su amigo? —preguntó el médico, calándose unas gafas de montura de concha.

—En la carretera, como le he dicho.

—Sí, sí —apremió el médico, en tono irritado.

Con las gafas, sus facciones adquirieron un aspecto duro e impresionante.

—Pero ¿en qué lugar de la carretera?

—Bueno, a unos seis kilómetros de aquí, me parece.

—¿En qué dirección? ¿Norte o sur?

—Sur —se apresuró a responder Ingram.

—Esto está por la gasolinera de Texaco. ¿Por qué no me ha telefoneado desde allí?

—Bueno, no caí en ello, supongo. Estaba muy excitado.

—Comprendo —dijo el médico, moviendo lentamente la cabeza—. Bien, tendré que ponerme algo de ropa. No tardaré. Siéntese y póngase cómodo.

Cuando abrió la puerta que daba al pasillo, un entarimado crujió por encima de sus cabezas y una voz de mujer llamó suavemente y con ansiedad:

—¿Walt? ¿Quién es, Walt? ¿Tienes que salir?

—Sí, querida. Vuelve a la cama.

—¿Ha habido un accidente en alguna parte?

Ingram vio brillar el sudor en la frente del médico, y percibió la tensión en su rostro. Aquel hombre no era ningún jugador de póquer; sospechaba algo y no sabía disimularlo. Ingram se detuvo frente a él y cerró la puerta. Inmediatamente después, sacó la pistola de su bolsillo.

—Tómelo con calma —dijo ásperamente—. Permanezca tranquilo y callado.

El médico miraba la boca de la pistola, respirando lenta y profundamente.

—Aparte eso. Está cometiendo un grave error.

—Dígale a su mujer que ha habido un accidente. Dígale que no tiene por qué preocuparse, doctor. Se lo advierto en serio.

Ingram abrió la puerta y con un movimiento de cabeza señaló el pasillo:

—Dígaselo.

—¿Walt? —la voz de la mujer sonaba clara ahora; había subido a lo alto de la escalera. Ingram se dio cuenta de ello—. ¿Quién está ahí abajo contigo?

Mirando fijamente la boca del arma, el médico explicó:

—Ha habido un accidente en la carretera federal. Me necesitan en seguida.

—Abrígate bien, Walt. El tiempo ha empeorado.

—Sí, querida. Vuelve a la cama.

—¿Quieres que te haga una taza de café?

—No, no tengo tiempo. Buenas noches, querida.

El doctor hizo un esfuerzo por tragar saliva, mientras sonaban unos pasos por encima de sus cabezas.

Ingram cerró la puerta del despacho.

—Mi amigo está herido de bala. Usted va a sacársela. No le pasará nada si se limita a hacer lo que le digo. Andando.

El médico miró fijamente a Ingram un instante, endureciéndose su boca en una línea de energía y determinación.

—¿Eso es lo que quiere?, bien, supongamos que le diga que se vaya al infierno. Utilice esa pistola y despertará a toda la ciudad. ¿No se da cuenta?

—No lo sé, doctor. Estoy demasiado asustado para pensar a derechas. Es la verdad. Dígame que me vaya al infierno, y es posible que eche a correr despavorido. No tengo la menor idea.

—Yo no voy con usted.

—Volveré a traerle sano y salvo. Lo prometo, doctor.

—No hay tiempo para regatear. Le digo que no, lisa y llanamente. Puede usted disparar o largarse.

Ingram resistió un loco impulso de echarse a reír. El hombre que se hallaba con una pistola en la mano era el que dominaba la situación; esto constituía prácticamente una institución americana. Todo el mundo lo sabía. El pistolero no tenía que halagar ni suplicar a la gente para que le obedeciese; se limitaba a mover la pistola en el aire y los que tenía delante saltaban. Ingram se preguntaba a sí mismo cuántos pistoleros se habrían encontrado con que este mito les estallaba en el rostro.

—Muy bien doctor. Ahora vuélvase.

—¿Para qué? ¿No tiene usted agallas para matarme de frente?

—Tengo que matarle, doctor; de modo que vuélvase. De lo contrario recibirá el balazo en el estómago. Tengo que hacerlo. No me deja usted otra alternativa.

Ingram hablaba sosegadamente, pero la convicción que se percibía en su voz hizo que el médico le mirase sobresaltado.

—Aguarde un momento —dijo rápidamente—. No ganará usted nada con matarme.

Ingram se daba cuenta de que estaba dispuesto a apretar el gatillo y la conciencia de ello le produjo escalofríos. La pistola dominaba tanto al que la empuñaba como al que era apuntado con ella.

—No dispare —dijo el médico, disolviéndose toda su obstinada confianza en sí mismo—. Iré con usted.

—Eso está bien —aprobó Ingram, respirando lentamente.

—Dígame lo que sepa del estado de su amigo. ¿Cuándo fue herido y dónde recibió la bala?

—Tiene la bala alojada en el hombro. Ocurrió hace cuatro horas, quizá cinco.

—Alrededor de las ocho —precisó el médico mirando fijamente a Ingram con repentina y tensa comprensión—. ¿Él banco de Crossroads?

—Eso es.

—Pues bien; su amigo tiene en su cuerpo una 38 de una Police Special —dijo el médico, muy pálido—. ¿Le ha sangrado mucho la herida?

—No lo he mirado. Pero parece débil, como si delirase.

—El shock, naturalmente —dictaminó el médico, mirando con incertidumbre hacia las vitrinas del pequeño despacho—. No tengo plasma, pero puedo llevar solución salina y dextrosa. Va a necesitarlo. ¿Y qué más?

Repasó lo que iba a necesitar contando con los dedos y hablando en voz baja, apresuradamente.

—Novocaína, penicilina, antitoxina contra el tétanos… y… vamos a ver… demerol, por supuesto, y secunesina para calmarle. De todo esto tengo. ¿Cuánto tardaremos en llegar hasta él?

—Muy poco.

—Está bien —concluyó el médico tras una breve pausa—. Voy a empaquetar todo lo que necesito…

Cuando hubo metido en una bolsa medicamentos e instrumentos, miró la bata que llevaba puesta.

—No puedo ir así. Mi ropa está arriba.

—¿No tiene ningún abrigo aquí abajo?

—Sí… En el perchero del vestíbulo.

—Es suficiente —decidió Ingram—. Le traeré otra vez aquí tan pronto como pueda. Se lo prometo, doctor. Sólo una cosa: ponga en la bolsa un rollo de gasa. Tendré que vendarle con ella los ojos cuando salgamos de la ciudad. No le va a pasar nada. Lo juro. Pero no quiero que guíe usted a los polis hasta nosotros. Lo comprende, ¿verdad?

—Claro —admitió el médico con amargura.

Ingram le hizo salir al pasillo, permaneciendo unos dos pasos detrás de él con la pistola apoyada en la cadera. El médico se estaba poniendo el abrigo, cuando Ingram oyó que un coche se detenía delante de la casa. Se extinguieron los ecos del motor, se volvió y miró la cara pálida del médico.

—¿Qué es eso? —preguntó en voz baja.

La portezuela del coche se cerró de golpe y sonaron unos pasos ágiles que se aproximaban a la casa. Ingram sintió que los nervios en tensión le dolían cruelmente.

—¿Qué es eso? —volvió a susurrar.

—No lo sé.

—Vuelva al despacho —ordenó Ingram empujando al médico, cerrando la puerta y apoyando la espalda contra ella; luego apuntó con la pistola al estómago de su prisionero.

—Será mejor para usted que se ponga de mi parte. ¿Quién es?

—No lo sé, se lo aseguro. Puede ser un hombre que tenga a su mujer enferma o cualquier otra persona.

—¿Por qué no tocan el timbre?

El médico estaba muy pálido; profundas sombras se habían oscurecido bajo sus ojos y sus labios habían empezado a temblar.

—No lo sé. No lo sé.

Ingram aplicó el oído a la puerta. Oyó voces quedas y risas ahogadas. Luego, el sonido metálico de un pestillo y unos tacones altos en el pasillo.

—¿Papá? —Era la voz de una joven, suave y algo ronca por la excitación—. ¿Papá? ¿Aún no te has acostado?

—Sólo tiene dieciséis años —dijo el médico, susurrando las palabras frenéticamente y mirando a Ingram con impotente angustia—. Dieciséis años, ¿lo oye?

La cara de Ingram estaba encendida.

—Yo no puedo hacer nada —dijo, moviendo la cabeza—. ¿Qué quiere que yo le haga?

—¿Papá? ¿Puedo entrar un momento? Hemos tenido una cena.

—Mañana será otro día, cariño. Creo que valdría más que te acostases. Tengo algo…, algún trabajo que terminar.

El pomo de la puerta giró lentamente.

—Sólo quiero decirte una cosa, papá.

—¡No! ¡Vete a la cama!

—Es demasiado tarde, doctor —dijo Ingram en tono desabrido—. Guarde silencio.

Manteniendo la pistola a un lado, abrió la puerta y dijo «entre» a la niña que estaba en el pasillo. La muchacha dirigió a su padre una sonrisa insegura mientras Ingram cerraba la puerta y se apoyaba contra ella.

—Yo no sabía que hubiese alguien contigo, papá. Como no lo dijiste…

—Lo siento —dijo Ingram, mostrando la pistola—. Ahora no grite, ni hable siquiera. Sólo quédese ahí y guarde silencio.

—¡Papá! —exclamó la niña con un gemido—. ¿Quién es?

—Está bien, Carol —dijo el padre con voz tensa, innatural, rodeando con el brazo los hombros de su hija—. Su amigo está herido. Tengo que ir a asistirle.

—Tendremos que ir todos —le corrigió Ingram—. Lo comprende, ¿verdad, doctor?

—¡Usted no puede llevarla también a ella!

—Tengo que hacerlo.

—¿Qué clase de hombre es usted? Suponiendo que sea un hombre… —La voz del médico temblaba con impotente furia—. Usted es una especie de animal, ¿verdad?

—¡No lo sé, no lo sé! —se lamentó Ingram, no menos impotente—. Pero tengo que hacerlo, doctor.

El miedo que veía en los ojos de la muchacha y la ira en el rostro de su padre le azotaban como un látigo.

—Debo ayudar a mi amigo. Antes de ahora, jamás había hecho algo malo en mi vida. Estoy en un apuro. No parezco un ser humano a los ojos de usted, pero juro ante Dios que ni usted ni su hija sufrirán daño alguno. Usted ayudará a mi amigo y yo les volveré a traer aquí. Lo juro, lo juro. No tienen nada que temer.

—Yo no tengo miedo, papá —dijo la muchacha con una vocecita suave—. De veras que no lo tengo. No te preocupes, por favor.

Era bajita y delgada; una niña con un vestido rosa de fiesta y unos zapatos plateados, de tacones altos. Miraba a Ingram con ojos serenos, sensibles.

—No nos hará ningún daño. Yo le creo, papá.

—No les pasará nada —insistió Ingram con súbita vehemencia—. Lo he jurado, ¿no? Ahora, vámonos…