Cuando Ingram regresó al cuarto de estar de la alquería temblaba de pies a cabeza, y tenía las piernas cubiertas d barro hasta las rodillas. Se puso la ropa rápidamente y luego se acurrucó junto al escaso montón de leña carbonizada de la chimenea.
—¿Lo has escondido bien? —le preguntó Earl sin mirarle.
Ingram asintió con la cabeza, demasiado exhausto para hablar; su carne desnuda había sido azotada por el viento, y el frío se le había clavado en ella como agujas heladas.
—Nadie lo encontrará —dijo finalmente en voz baja Las palabras salían con dificultad de sus labios ateridos—. Si dan con él, necesitarán una grúa para sacarlo.
—De modo que ahora nos quedamos pegados aquí, sin poder movernos —dijo Earl, pero sabía que su ira era ilógica; el coche ya no les servía y ahora eran del todo impotentes.
—¿No podías aparcarlo al lado del pozo?
—Yo no estaba preocupado por el coche —dijo Ingram—. Estaba tratando de no quedarme congelado.
El viejo soltó una risita.
—Ya os dije que era una mala noche. ¿Acaso no os lo dije?
—Es usted como el hombre del tiempo —se burló Ingram—. Oye la lluvia en el tejado y sabe que está lloviendo. Tendría usted que ir a la radio.
—¡No me hables de esa manera! —chilló el viejo—. ¿Me oyes?
—Claro que le oigo —replicó Ingram con sarcasmo—. No le haría falta ninguna radio. Podría abrir la ventana y proclamar las noticias gritando desde su asquerosa cama.
—¡Te digo que no me hables de esa manera!
—¡Callaos los dos, maldita sea! —terció Earl.
—Dile que me hable con respeto. No quiero tener a un negro hablándome así en mi propia casa —protestó el anciano, cuyas manos temblaban con impotente furia—. Díselo, ¿me oyes?
Huesoloco entró precipitadamente en el cuarto, con una expresión de alarma en su semblante.
—¿Por qué estás gritando, papá? La cena ya está a punto. Harina de avena, ¿oyes?
El anciano se dejó caer de nuevo sobre la almohada, apartando su cara de Ingram y Earl.
—¿Tienes algo para acompañar la harina de avena?
—¡Sí! —gritó la mujer con su voz cascada—. Tengo un tarro de confitura de albaricoque.
Earl sintió que se le revolvía el estómago: le sobrevino un espasmo de náuseas, y la herida del hombro empezó a torturarle con un dolor acerbo.
—Tenemos que hacer algo —dijo a Ingram—. Tenemos que trazar planes.
Ingram se encogió de hombros.
—Adelante. Traza planes.
Huesoloco les miró, sonriendo intrigada, como si no les hubiera visto anteriormente. Luego desapareció de la habitación, tarareando una melodía.
—Necesitamos dinero y otro coche —dijo Earl, apretándose el estómago con ambas manos.
Ingram le miró, sonriendo con amargura.
—Esta noche ya intentamos obtener algún dinero, ¿lo recuerdas?
—¿Tienes amigos, negro?
—Claro que tengo amigos. Se alegrarían de verme de nuevo. No puedes figurarte lo felices que se sentirían. También tengo tres hermanos. ¿Piensas quizá que debería ir a verles?
—Tenemos que hacer algo. Escúchame —dijo Earl, sintiendo que una gran excitación corría por su cuerpo: Lorraine les ayudaría. Con toda seguridad—. Tengo una amiga en Filadelfia —añadió, moviéndose hacia el borde del sofá—. Ella tiene un coche y puede conseguir dinero. —Miró su reloj. No eran mucho más de las nueve. Lorraine estaría aún en el drugstore—. Ella nos ayudará, negro.
—¡Tú estás soñando! —rechazó Ingram moviendo la cabeza—. No puedes viajar. Y aunque pudieses, los polizontes nos cogerían tan pronto asomáramos la cabeza. Estamos atrapados.
—¡Yo estoy atrapado, pero tú no! —gritó Earl. Las palabras se le deslizaron de la boca en la excitación producida por la esperanza, pero no importaba—. He oído la radio mientras tú estabas escondiendo el coche. Sólo me buscan a mí; a ti nadie te vio. ¿Me oyes? Tú eres libre como el aire.
Ingram le miró pensativo.
—Y tú no me lo habrías dicho, ¿eh?
—¿Es que no acabo de decírtelo?
—Sí, claro. Cuando has pensado en el coche de Filadelfia y en lo bonito que sería que yo fuera a buscarlo.
—No me lo tomes a mal. —Earl se puso trabajosamente en pie y dio unos pasos vacilantes hacia la cama del anciano—. Dígale lo que usted oyó. Dígale que la policía sólo me busca a mí. Dígale la verdad.
Los ojos del viejo tenían un brillo maligno.
—Yo no voy a hacer favores a ninguno de los dos. A él mortificándome, y tú viniéndome con exigencias. ¡Vaya manera de tratar a un hombre!
—¡Dígale lo que usted oyó! ¡Dígaselo, maldita sea!
—Es la verdad. —La voz del anciano temblaba de miedo e indignación seniles. Miró fijamente a Ingram—. En la radio no dijeron nada sobre ti. Sólo le andan buscando a él.
—Supongo que ahora lo creerás —dijo Earl renqueando de un lado a otro por el frío y duro suelo, tratando de dominar su excitación y procurando concentrarse en sus pensamientos—. Hay una carretera vecinal que cruza la general y se dirige hacia Filadelfia. La vi esta mañana.
Se acercó a la cama y sacudió un hombro del anciano.
—¿No es cierto? ¿Cómo se llama esa carretera?
—Carretera de Unionville. Se halla a tres kilómetros de aquí.
—Y la recorre una línea de autobuses, ¿no es cierto?
—Pasan cada media hora por la noche. Transportan trabajadores de una fábrica.
—Vamos a probarlo, negro —dijo Earl con voz exultante—. Tenemos que probarlo, ¿oyes? Te escribiré una nota. Si no está ella en los almacenes, estará en casa. Ella te dejará su coche y dinero. ¿Dónde hay papel y lápiz?
Fue cojeando hasta la repisa de la chimenea y cogió un viejo y amarillento periódico.
—Ahora un lápiz.
Vio una caja de cartón llena de botones, trozos de cordel y carretes de hilo polvoriento. Vaciándola, se echó a reír triunfalmente: en el fondo de la caja había un trozo de lápiz. Abrió el periódico y encontró una página con un anuncio que dejaba amplios márgenes.
—Perfecto —dijo, arrancando con cuidado un cuadrado de papel.
Humedeciendo el lápiz, se sentó y empezó a escribir lenta y laboriosamente, moviéndose sus labios al ritmo de la punta del lápiz.
—Vamos a hacer lo siguiente, negro —dijo, mirando el mensaje con el entrecejo fruncido—. La carretera de Unionville se encuentra al noroeste de aquí. Te diré las veces que tienes que girar. Cogerás el autobús de las diez. Estarás en Filadelfia a las diez y veinte o diez y veinticinco. Te he apuntado la dirección del drugstore y la de nuestro apartamento. Ve primero al drugstore.
Hizo una pausa para subrayar una palabra de la nota.
—Ella tiene el pelo negro y lo lleva largo. La reconocerás, no te preocupes. Es la encargada del bar. Le darás esta nota, ¿entendido? Ella nos sacará las castañas del fuego.
Ingram le miraba con una ligera sonrisa.
—Lo has imaginado todo bien, ¿no es cierto?
—Es nuestra única oportunidad, negro.
—Entonces lo tenemos muy mal, porque yo no me muevo de aquí.
Sabía lo que le esperaba afuera, pues su imaginación había estado trabajando mientras Earl hacía sus planes. La lluvia y el viento, quizá con relámpagos rasgando la oscuridad y convirtiendo la noche entera en una temible claridad… Y gente que le estaría mirando y policías que no le perderían de vista, blandiendo las porras…
—No confías en mí, ¿verdad? —preguntó Earl.
—Vela tú por ti y yo velaré por mí.
—Escúchame, negro. Usa tu cabeza. ¿Por qué habría de enviarte afuera para que te cogieran?
—No lo sé.
—¡No lo sabes! ¡No lo sabes! —exclamó Earl, mofándose amargamente—. Bien; voy a decirte algo, ya que eres tan tonto. Sin ese coche, vas a morir. Métete eso en tu lanuda cabeza. Burke está muerto. Nos enfrentamos a un juicio por atraco a mano armada y homicidio. ¿Quizá no lo sabías?
—Yo no tuve nada que ver con ello. Fui forzado a intervenir en el golpe.
—¿Quieres morir? ¿Es eso lo que quieres, negro?
—¡Yo no disparé contra Burke! —gritó Ingram—. No pueden acusarme de eso.
—¡Maldición! —exclamó Earl, irritado. Luego suspiró y movió la cabeza—. ¿Quieres hacerme un favor, negro? ¿Quieres que hablemos en serio? Olvídate del coche. Siéntate aquí y espera a la policía. Pero recapacita. —La voz de Earl subió de tono, henchida de repentina furia—. ¡Tú eres un asesino! ¡Yo también! La ley nos hace responsables de la muerte de Burke. No hables como un tonto. ¿Es eso pedir mucho?
—Yo no sabía lo que iba a sucederle a él. Yo ni siquiera tenía una pistola.
Earl se apoyó con cuidado en el respaldo del sofá y encendió un cigarrillo, aparentando negligencia. Miró a Ingram en silencio unos segundos, considerando su temor con minuciosidad astuta, instintiva. Luego preguntó con naturalidad:
—¿Has estado alguna vez en la cárcel?
—No —se apresuró a negar con la cabeza.
—Yo estaba en la cárcel la noche en que quemaron a un hombre. Es algo que tú deberías conocer. Entonces estarás preparado.
Ingram apartó la mirada de los ojos brillantes, escrutadores de Earl.
—No me hace falta ninguna conferencia sobre ello. Ya puedo suponer cómo es.
Earl se echó a reír.
—Eso es lo que dice siempre la gente de afuera. Pero se equivoca. Tiene ideas curiosas por efecto del cine, supongo. Ya sabes. Presos que golpean vasos de hojalata, negros que cantan espirituales; todo el mundo solemne y asustado. —Earl movió la cabeza—. No es así. ¿Sabes cómo es? Es como la noche que hacen cine: un acontecimiento. Todo el mundo está emocionado, esperando que empiece. Allí apuestas medio dólar y puedes ganar un sombrero lleno de dinero. Mi compañero de celda ganó dieciocho pavos. Era un tío con mucha suerte.
Earl se estiró lentamente y desplazó su cuerpo hacia el borde del sofá, examinando el temor nervioso en los ojos de Ingram con interés clínico.
—Pero es diferente para el tío al que fríen en la silla eléctrica —prosiguió suavemente—. Él está seguro de que no va a ocurrir. Hasta el final. Cuando los guardianes le afeitan la cabeza, él les pregunta si han oído algún rumor en el despacho del alcaide. Entonces llega el capellán. Eso hace que todo parezca muy bonito —añadió Earl, observando los trémulos labios de Ingram—. El capellán te dice que todos tus problemas se acabarán cuando hayan soltado la electricidad. Dios te está esperando; te aguarda con una ancha sonrisa en su cara. Te encaminas hacia las grandes pandillas y Dios es el jefe que te enseñará todos los trucos y hará que te sientas en tu casa. Tú te lo crees, claro. Ni siquiera piensas en lo que se acerca, tan ansioso estás por subir a las grandes pandillas y llegar a ser socio de Dios. Ese capellán es tu mejor amigo, negro. Sube hasta la silla contigo, diciéndote cuán grande es subir hasta los mandamases. Casi sube a la silla para mostrarte cuán fácil es… Casi, pero no del todo.
Earl tiró el cigarrillo a la chimenea, y la llama de la colilla al encenderse hizo que Ingram se sobresaltase.
—Te atan con correas y te ponen un casco metálico en la cabeza —continuó Earl con calma—. Tú pegas un salto, porque tu cráneo está pelado como un huevo. Entonces todos se te quedan mirando: los guardianes, el capellán, el alcaide, los tíos del periódico, preguntándose cómo te lo vas a tomar. A veces incluso hacen apuestas sobre ello. Uno luchará contra las correas, intentando soltarse. Otros se limitarán a lloriquear.
—¡Cállate! —gritó Ingram.
Las palabras de Earl suscitaban en su mente antiguos y desagradables temores de ser golpeado y herido, de sufrir las mofas de hombres despiadados.
—Entonces, tú solamente esperas. Atado con correas a la silla, esperas. No sabes cuándo va a llegar. Miras a los guardianes y al capellán, vigilando sus ojos, a punto de gritar si alguien da una señal. Pero tú no puedes ver esa señal. Ellos no te preguntan si estás preparado, si es oportuno soltar la descarga. Si al alcaide no le gustas, puede dejar que sudes un rato, hasta que empieces a sollozar y a chillar, esperando el rayo que va a partirte en dos la cabeza. —Earl se acomodó en el sofá—. Así es como va a ser, negro, así es como va a ser.
—¿Cómo sabré que puedo confiar en ti? —murmuró finalmente Ingram—. Sobre lo de la radio, quiero decir.
—Ya te lo he dicho antes: ¿por qué tendría que mentirte? ¿Qué beneficio voy a sacar si te mando afuera para que te cojan?
Al ver que Ingram no respondía, Earl se levantó y sacó la pistola de su bolsillo. Comprobó el seguro, luego se acercó renqueando a la chimenea y tendió a Ingram el arma, cogiéndola por el cañón.
—Vamos, tómala —dijo tranquilamente—. Yo sí confío en ti, negro; tengo que hacerlo. Si estamos unidos, tenemos una probabilidad. Así pues, ¿qué dices? ¿Quieres cogerla? ¿O prefieres achicharrarte en la silla?
Ingram vaciló, mirando a Earl fijamente a los ojos. Finalmente, se humedeció los trémulos labios y extendió una mano para coger la pistola.