11

Condujeron sin parar por espacio de media hora, adentrándose más y más en la oscura campiña, siguiendo los caminos cenagosos y estrechos que discurrían como en un laberinto por los bosques y prados del vasto valle. Earl le decía a Ingram dónde y cuándo debía girar sin añadir explicaciones a sus órdenes. Por lo demás, no le prestaba ninguna atención; había bajado el cristal de la ventanilla y contemplaba los mojones que ocasionalmente revelaban las luces del coche. Recordaba la solitaria alquería que descubrió mientras recorría en el coche aquellos caminos, y trataba de dar con el que conducía hasta ella. Sabía que alguien vivía allí, pues vio salir humo de la chimenea. No se trataba de gente joven; de otro modo, la casa habría estado mejor pintada y con visillos nuevos en las ventanas, y las puertas del granero ajustarían mejor para defender su interior del mal tiempo. Personas ancianas, que probablemente esperaban morir en su antigua parcela de terreno. O quizá un viejo que vivía allí solo…

Era lo que Earl necesitaba aquella noche: un lugar donde reposar. La lluvia borraría las huellas del coche y él tendría un respiro para pensar y trazar sus planes. No le cogerían aquella noche…

Ya no tenía miedo y ni siquiera estaba encolerizado; Novak se las pagaría alguna vez, pero esto era un lujo que ahora no se podía permitir con los medios con que contaba. Todo estaba perdido, y esto lo aceptaba con calma. No habían contado con el sheriff… Ahora su tarea consistía en permanecer vivo, en permanecer libre. Ya había sido herido y perseguido anteriormente, y salió adelante; también esta vez saldría adelante.

Sobrevivir se había convertido en su meta; vivir al minuto, a la hora. Sus necesidades eran básicas y simples: un médico, dinero, otro coche. «Lo obtendré —pensaba, mientras contemplaba la húmeda y oscura campiña—. Saldré de esto. Volveré al lado de Lory». Se sentía sostenido por la sencillez esencial de su problema. En otras derrotas, se había sentido confuso e irritado por la complejidad de sus necesidades y el anonimato de sus enemigos. Nunca sabía lo que quería y quién se oponía a que lo consiguiera. Pero ahora todo era fría y transparentemente claro.

—¡Gira a la izquierda!

Su voz subió de un modo exultante al ver la encrucijada. Allí era donde había encontrado el viejo mastín.

—¿Adónde vamos? —preguntó Ingram, conduciendo dificultosamente el vehículo que saltaba y resbalaba.

—Otro centenar de metros y estaremos en el lugar donde podremos pasar la noche.

Ingram condujo hasta que los faros del coche revelaron la existencia de una podrida puerta de madera que pendía ladeada de unos goznes herrumbrosos. La entrada estaba en parte bloqueada por un alto seto de lilas que crecía a lo largo de la línea del vallado, pero vio un sendero que llegaba sinuoso hasta una vieja alquería de piedra, y una sola luz amarilla que brillaba pálida en una ventana del primer piso.

Ingram abrió la cancela tirando de ella, condujo el coche a través de ella y volvió a apearse para cerrarla de nuevo.

—Tengo que despojarme de esta ropa —balbuceó, mientras se acercaban a la alquería, con el coche abriéndose dificultosamente paso a través del barro que cubría el camino—. Tengo que entrar en calor.

Earl vio que le temblaban los labios. Ninguno de los dos podía pillar un resfriado…

—Sin esta lluvia, no habríamos tenido la oportunidad de escapar. No lo olvides.

—Yo sólo dije que debía entrar en calor.

—Ya te he oído. Ahora escucha: llamarás a la puerta. A quienquiera que te conteste, dile que necesitamos un sitio para pasar la noche. Yo estaré detrás de ti, no lo olvides.

Ingram frenó en el cenagoso patio frente a la alquería. Cuando paró el motor, el sonido de la lluvia pareció intensificarse; la podían oír martilleando metálicamente el techo del vehículo y golpeando con efecto sordo pero más pesado la blanda y empapada tierra.

—No olvides tú otra cosa —advirtió Ingram, mirando a Earl—. Los dos estamos en el mismo fregado. Tengo derecho a decidir cómo salir de él. Ten tú también presente eso.

Earl cambió de posición en su asiento y sacó la pistola del bolsillo de su abrigo.

—¿Ves esto? —dijo, mirando fijamente a Ingram—. Esto significa que no tienes ningún derecho en absoluto. Ahora, adelante; no somos socios en este negocio. No votamos sobre nada. Sólo tienes una oportunidad mientras saltes cuando yo te lo diga. ¿Entendido, negro?

Ingram vio la luz del salpicadero centellear a lo largo del azulado cañón de la pistola.

—Entendido —dijo, levantando la mirada hacia los peligrosos ojos de Earl—. Sí, lo he entendido.

—Empieza a moverte.

Ingram se apeó del vehículo y subió rápidamente los escalones de madera del porche de la alquería. Earl dio la vuelta alrededor del coche sosteniendo la pistola dentro del bolsillo de su abrigo y caminando con cuidado para evitar los hondos y fríos charcos del patio.

No se oyó ningún sonido por espacio de unos segundos después de que Ingram llamara con los nudillos a la puerta, pero luego se percibió rumor de pasos dentro de la casa. La puerta se abrió muy despacio y una raya de luz amarilla fue ensanchándose y cayó a través de los podridos tablones del porche. Una mujer frágil y de cabello canoso, envuelta en un chal negro, asomó la cabeza hacia ellos, con sus ojillos de pájaro brillando tras sus pequeñas gafas. Una mano retenía el chal fuertemente alrededor del cuello, mientras la otra intentaba en vano apartar de su cara unas guedejas de cabello gris agitadas por el frío viento. Llevaba unas botas negras de caucho y unos cuantos sueters viejos y deformados, pero lo demacrado de su cuerpo parecía acentuado más que disimulado por las capas de voluminosa ropa. Dio un paso hacia adelante, escrutando el rostro de Ingram con un aire de excitación y sorpresa.

—Veo que has vuelto, ¿eh? Con el rabo entre las piernas, como te dije que lo harías.

Entonces se echó a reír, moviendo la cabeza de un lado a otro con ridícula coquetería; sus maneras eran burlonas y complacidas a un tiempo, como si estuviese regañando a un niño que por desobedecerla se encontrase ahora en un apuro.

—¿Y quién es tu amigo? ¿Quién es tu guapo amigo?

—Está enfermo. Herido, quiero decir, señora.

—Oh sí, ciertamente. Necesitáis cosas… Oh sí. No fueron amables contigo en las ciudades, ¿verdad? Pero yo te lo había advertido, ¿no te acuerdas?

Earl se dio cuenta de que estaba medio loca.

—Tenemos frío y estamos cansados —dijo, procurando esbozar una sonrisa—. ¿Podemos entrar y calentarnos?

—Papá querrá hablar con vosotros, naturalmente. Debería haceros pasar por la puerta trasera, pero no importa. Está estropeada por el viento, ahora que me acuerdo. Entrad y limpiaros las botas.

La siguieron a un cuarto de estar atravesado por la corriente de aire y en el que un viejo yacía contra la pared en una cama doble. Se incorporó apoyándose en un codo cuando ellos entraron, mirándolos con ojos llenos de suspicacia. Era imposible adivinar su estatura o su peso; la forma de su cuerpo se perdía bajo el montón de sucios cobertores que cubrían su cama. Pero era evidente que se trataba de un anciano; sus blancos cabellos flotaban grotescamente en medio de la corriente de aire y su barba brillaba como musgo plateado en sus hundidas mejillas y garganta.

—Ya ha regresado arrastrándose —anunció la anciana con aire arrogante—. Tal como yo te decía.

—Cierra la puerta detrás de ti, ¿es que no puedes acordarte? —dijo el viejo, irritado—. Nos vamos a resfriar todos por tu culpa, Huesoloco. Anda, ve.

—Está bien —dijo ella, encogiéndose de hombros—. La sujetaré bien con clavos. —Trató de apartar en vano con la mano las greñas de cabellos grises—. Más valdría que la hubiese clavado para siempre.

Pero no se movió; se quedó mirando fijamente las puntas de sus botas sin expresión alguna en el rostro.

—Ve a cerrar la puerta —repitió el hombre sosegadamente—. Ciérrala, ¿me oyes?

La mujer se volvió y salió de la estancia, con las botas de goma chirriando secamente en los fríos tablones del suelo. El hombre suspiró y puso la cabeza sobre la almohada.

—¿Habéis tenido un accidente, muchachos?

—Sí, eso es —asintió Ingram.

—Mala noche para estar afuera. Solamente un rico o un loco sale con un tiempo como éste —dijo con una risita y mirándoles con ojillos suspicaces.

La vieja volvió y abrió la puerta en el lado opuesto de la habitación. Sonrió a Ingram, con sus gafas centelleando bajo la pálida luz.

—Ya te dije que volverías.

—No le hagáis caso —advirtió el hombre cuando ella volvió a salir—. Huesoloco está un poco chiflada. Es mi esposa. Huesoloco es un nombre que yo le puse. El verdadero es Martha, como la mujer de George Washington. Hace algún tiempo, solíamos tener unos cuantos peones de color. Cuando el trabajo del campo fue mal, se fueron a la ciudad. Huesoloco está siempre esperando que vuelvan. ¿Qué clase de accidente habéis tenido?

—¿Sólo viven aquí ustedes dos? —preguntó Earl.

—No hace falta nadie más. Parece como si fuéramos mejor cada año. Cada vez se come menos —dijo nuevamente con una risita, pero sus ojos se posaban alternativamente en ellos como pequeñas espadas vigilantes—. Muy pronto cesaremos del todo de comer. Será un buen truco ¿verdad?

—¿Tiene usted por ahí algo de whisky? —le preguntó Earl.

Se sentía muy débil; las fuerzas parecían escapársele por la herida del hombro. No sangraba mucho, pero esto podía ser malo o bueno, no estaba seguro. Un montoncito de leña ardía en la vieja chimenea de piedra, pero el calor lograba atravesar la densa y fría humedad de la estancia.

—No hay ni whisky, ni ginebra, ni cerveza —dijo el anciano moviendo la cabeza con determinación.

—¿Y café?

—Ya te he dicho que cada vez comemos menos. Lo mismo sucede con la bebida. —Parecía orgulloso de su condición de abstemio; sus ojos centelleaban con sádica fruición—. Un hombre puede prescindir de muchas cosas. Uno aprende esto cuando se hace viejo, como yo. ¿Qué os ha sucedido? Y tú ¿estás enfermo?

—¿Adónde ha ido su esposa?

—Es difícil estar seguro, tratándose de Huesoloco. Hay que vigilarla constantemente, os lo aseguro.

—Ve a echar un vistazo —ordenó Earl a Ingram—. Mira lo que hace.

—Oh, no os preocupéis por ella —dijo el anciano.

—¿Tienen ustedes aquí teléfono?

—No nos hace falta.

—¿Y los vecinos? ¿Es probable que pase alguno por aquí esta noche?

—La casa más cercana está a kilómetro y medio de distancia, camino abajo. No es probable que pase nadie. ¿Qué os preocupa, de todas formas?

Earl miró a su alrededor y vio una radio encima de una mesa al lado de un desvencijado sofá.

—¿Funciona? —le preguntó al viejo.

—No estaría aquí si no funcionase.

Earl cruzó despacio la habitación, cojeando para aminorar el dolor de su costado, y se sentó en el sofá. Encendió el receptor y una luz brilló débilmente detrás del reóstato. Finalmente, los acordes de un baile vencieron la estática e invadieron el frío aire con ritmos incongruentemente animados. Earl se apoyaba con sumo cuidado en el brazo del sofá. El dolor del hombro se dejaba sentir lenta pero firmemente, golpeando sus nervios como con martillazos.

Miró a su alrededor, haciendo un automático inventario de la estancia. Había pocos muebles: solamente la cama, el sofá y un par de sillas de respaldo alto. La repisa de la maciza chimenea de piedra estaba atiborrada de cachivaches: botellas grasientas, periódicos amarillentos, unas cuantas tazas desportilladas, varias fotos descoloridas en marcos de madera. Los tablones del suelo eran de anchura desigual, deformados por el frío y la edad, pero parecían de hierro bajo sus pies. Era una casa para durar doce vidas pensó, mirando las paredes de piedra y las vigas talladas a mano que corrían a lo largo del techo.

La humedad cortaba como un cuchillo hasta llegar a los huesos, pero a pesar del frío reinaba en la habitación un penetrante olor a podredumbre, como el hedor que sale de un montón de verdura corrompida. Y había algo más, de ello se dio cuenta Earl: olor a medicinas, un olor acre que aún resultaba más desagradable a través del frío húmedo de la habitación.

—¿En qué clase de apuro os encontráis? —preguntó astutamente el anciano.

—No se preocupe por nosotros. Haga lo que se le diga y no sufrirá ningún daño.

—No puedo responder de Huesoloco. Ella no presta mucha atención a nadie —dijo mirando a Earl con ojos brillantes, excitados—. ¿Qué vais a hacer? ¿Matar a alguien?

—No —negó secamente Earl.

—Entonces, ¿vais a robar algo? ¿Asaltar unos almacenes?

Los ojos escrutadores del anciano le inquietaban; había en aquel hombre algo torvo y enfermizo, como el vaho sudoroso de una multitud linchadora. Earl se daba cuenta de que el apuro en que ellos se encontraban le tenía agitado, hasta el punto de arrancar de su frágil cuerpo de viejo una excitación que parecía conferirle una gran energía.

—Tú estás herido, ¿verdad? —preguntó, dirigiendo a Earl una mirada penetrante—. Me parece que te han pegado un tiro.

—Es verdad. Y tengo seis balas en mi pistola. Piense en ellas, abuelo.

—No tenéis ningún motivo para hacernos daño. Somos viejos, amigo.

Ingram regresó al cuarto y anunció:

—La mujer está preparando algo de comida.

—Sería mejor que fueses a ocultar el coche.

—Nadie va a pasar por aquí con este tiempo.

Earl miró al anciano y le preguntó:

—¿Hay algún sitio por ahí detrás donde lo pueda esconder?

—El pajar está suficientemente seco, pero alguien podría verlo allí.

—Usted ha dicho que nunca pasaba nadie.

—Bueno; eso era antes de que llegarais vosotros, amigo —aclaró, emitiendo una risita y dirigiendo luego una astuta mirada hacia Ingram, como en espera de su aprobación—. Vosotros, muchachos, podríais hacer popular este sitio. De todas formas, en el campo tenemos algunos cazadores de mapaches durante la noche y cazadores de zorros durante el día. Son un espectáculo. Todos ellos vestidos con chaquetas rojas y relucientes botas negras. Las mujeres también. A veces un zorro se refugia en un pajar o en un cobertizo de madera y entonces el cazador intenta hacerle salir de nuevo. Así es como podrían encontrar tu coche, muchacho. Yo, en tu lugar, no lo metería en ningún pajar.

—¿Dónde lo pondría usted, abuelo? —preguntó Earl, que se daba cuenta de que el viejo no quería que los cogieran en seguida; deseaba prolongar la emoción, permanecer acostado en la cama y observar lo asustados y sudorosos que estaban.

—Hay una pequeña carretera que va desde la parte trasera de la casa hasta el bosque —dijo el anciano—. Hace algunos años solían extraer mica de allí, y una de las viejas canteras sería un buen lugar para el coche. Nadie lo encontraría nunca.

—¿Puede éste conducir el coche por ese camino?

—Oh, claro que sí. Es un camino muy bueno. —El anciano guiñó el ojo con aire de conspirador—. Y mañana estarán borradas todas las huellas. También he pensado en eso, ¿sabéis?

—Muy bien. Muévete, negro —ordenó Earl.

—¡Caramba! ¿No oyes la lluvia? Esperemos que pare esa inundación.

—Ya la oigo —dijo tranquilamente Earl. En medio del silencio, el sonido de la lluvia era como un látigo manejado con rabia contra los lados y el tejado de la casa. Miró fijamente a Ingram y preguntó—: ¿Cuánto dinero tienes, negro?

—No lo sé. Cuarenta, cuarenta y cinco dólares.

—Ponlo encima de esa silla.

—¿Qué te pasa? ¿Piensas que hay algo que comprar por aquí?

—Haz como te digo, negro. Pon el dinero sobre la silla —dijo Earl sacando del bolsillo la pistola y colocándola al borde del sofá, sin dejar de empuñarla. El esfuerzo hizo que aumentase el sudor en su cara, pero la pistola estaba fuertemente sujeta por la mano. De pronto, su voz se alzó trémula, con ira salvaje—. Ahora quítate la ropa: chaqueta, camisa, pantalones. ¿Me oyes, negro?

—¿Te has vuelto loco?

—Me estoy asegurando de que no te vas a escapar. No puedo adivinar lo que sucede dentro de esa lanuda cabeza tuya, de modo que no voy a correr ningún riesgo. Podrías decidir que éste es un buen momento para huir. —Los ojos de Earl brillaban con destellos de amargo humor—. Yo soy el lastre en este asunto. Estoy herido, no puedo viajar. Tú, en cambio…

—¡Estás loco! —dijo frenéticamente Ingram—. Tenemos que permanecer juntos. No tenemos ninguna oportunidad más que estando juntos.

—Tú tienes dinero, tú tienes el coche. Podrías llegar hasta la carretera y seguir tu camino. Podrías abandonarme aquí con una bala en el hombro.

—¡Eso está en tu cabeza! —gritó Ingram—. Es idea tuya, no mía.

Los ojos de Earl se cerraron un poco por efecto de la tensión.

—Empieza a desnudarte, negro. Podrás escapar, si quieres, pero no llegarás muy lejos con tu traje de nacimiento. No podrás parar para repostar gasolina, no podrás comprar un bocado para comer. Si no vuelves, te congelarás. Así pues, tendrás que regresar. No por mí, sino para salvar tu pellejo.

—Yo no pienso de ese modo, lo juro —protestó Ingram, que despreciaba el miedo que sentía, pero no podía dominarlo; su voz temblaba como la de un niño asustado—. Afuera hace un frío que pela. Si salgo, me moriré.

—Empieza a desnudarte —insistió ásperamente Earl, y entonces el viejo se echó a reír.

—¡No dejes que te engatuse! —gritaba, mirando a Ingram con ojos encendidos, expectantes.

—¡Cállate! —le conminó Earl—. ¡Cállate! ¿Me oyes?

Ingram sacó el dinero de su bolsillo y lo dejó caer sobre la silla. No era cuestión de seguir discutiendo; Earl estaba lo suficientemente loco como para pegarle un tiro. Entonces se quedaría completamente solo, herido y desvalido, pero eso él no podía entenderlo en aquel momento. Ingram se quitó la empapada chaqueta, y luego la camisa y los pantalones, amontonándolos encima del dinero. El frío le penetraba hasta los huesos, causando en ellos un vivo dolor, y veía cómo se le ponía la carne de gallina en sus desnudos brazos y piernas. Empezaban a castañetearle los dientes, y cuando cogió las llaves del coche le quemaban los dedos como trozos de hielo.

El viejo reía entre dientes, retorciéndose bajo su gran montón de cobertores y mantas llenos de mugre.

—Solamente un loco o un rico se atrevería a salir en una noche como ésta —repitió.

La música de la radio era cálida, radiante e íntima, incongruentemente alegre en medio de la tristeza y la amargura que reinaban en la habitación; increíble y absurda como unos colibríes revoloteando en una tormenta invernal. Ingram se sonrojó de vergüenza mientras el viejo se reía y le miraba con curiosidad brutal y clínica. Earl apartó los ojos para no ver el delgado cuerpo de Ingram, con un movimiento abrupto y colérico de su cabeza.

—Muy bien, ahora vete —le despidió, en tono duro—. No te quedes ahí parado.

No levantó los ojos hasta que sintió la ráfaga de aire frío barrer el interior del cuarto y oyó cerrarse la puerta con un evidente esfuerzo contra la noche tormentosa. Entonces miró la pila de ropa mojada que estaba encima de la silla y respiró lenta y pesadamente. El dolor se hacía sentir ahora intensamente, pero no parecía tener nada que ver con la herida del hombro. No tardaría mucho en desembarazarse del coche, pensó.

La música de baile se interrumpió de repente y una voz impersonal anunció: «Interrumpimos este programa para comunicarles un breve boletín de la policía del estado. En un infructuoso intento de asaltar el Banco Nacional de Crossroads, un hombre resultó muerto y otro herido, poco después de las ocho de esta noche».

El anciano se incorporó apoyándose en el codo, respirando pesadamente por la emoción, y Earl se acercó más a la radio.

«… Hasta el momento, el bandido muerto no ha sido identificado por la policía. El sheriff Thomas Burns, del distrito de Crossroads, sorprendió a los atracadores cuando salían del banco. Les dio el alto, pero ellos abrieron fuego. En un tiroteo que tuvo lugar en la calle principal del pueblo, uno de los ladrones fue muerto a tiros y su cómplice, gravemente herido. El herido escapó en una furgoneta Pontiac azul matrícula “QX 1897” de California —repetimos, “QX 1897” California— dirigiéndose hacia el sudoeste desde Crossroads. Está herido y parece que va armado. Mide más de metro ochenta de estatura, y pesa entre setenta y cinco y ochenta kilos. Tiene pelo negro y ojos azul oscuro. La última vez que fue visto llevaba abrigo negro y sombrero de fieltro marrón, de ala estrecha. La policía del estado ha dispuesto controles en las carreteras y ruega a los automovilistas faciliten cualquier dato que pueda conducir a la captura del individuo descrito. Según el señor Charles Martin, presidente del Banco de Crossroads, se ha recuperado íntegro el botín del atraco. Permanezcan sintonizando esta estación para…».

Earl apagó irritado aquella voz impersonal y miró con amargura la pistola que pendía de su mano. No se hacía ninguna mención de Ingram. Sólo de él. Herido, peligroso, con necesidad de un médico. Eso era él; muy bien. Como un animal en una jaula. «No os acerquéis a él; es peligroso y muerde». Pero nada sobre Ingram. Tal como Novak dijo que ocurriría. Nadie reparaba en la gente de color.

—¿De modo que mataron a uno de tus compañeros? —dijo el viejo—. Y tampoco obtuvisteis el dinero. Parece una lamentable pérdida, ¿no?

Earl no contestó. Continuaba pensando en lo que le dijo Novak. La gente de color podía entrar y salir de los sitios como el humo. Ésas fueron las palabras de Novak… Nadie la veía. Un hombre de color llevando una bandeja o vistiendo un mono podía ir a cualquier parte. Los blancos pasaban días enteros sin ver a los que les llevaban el café o limpiaban sus zapatos o, con la escoba, echaban al arroyo las colillas de sus cigarrillos. Ésa era la parte importante de su plan. Ingram entrando en el banco como un jirón de humo…

«Un gran plan», pensaba con una mezcla de confusión y de ira. Ingram estaba al margen. Novak estaba al margen. Incluso Burke estaba al margen. Muerto y apartado del asunto para bien. Sólo le querían atrapar a él, al animal herido. Era a él a quien estaban persiguiendo.

El viejo sonreía con conocimiento complacido, secreto.

—¿Qué pinta el negro en todo esto? ¿Cómo es que no le han mencionado en la radio?

Earl le miró fijamente en silencio.

—Es curioso, ¿verdad? —dijo el anciano—. Ellos sólo hablan de ti. ¿Supones que el negro sabe que no se preocupan de él?

Earl se levantó despacio y se acercó renqueando a la cama del viejo.

—Éste va a ser nuestro secreto, abuelo. ¿Comprende?

—Oh, claro, no tenía intención de decirle nada. Pero es curioso, ¿no?

—No. No es curioso. Sólo es algo que hay que olvidar. Usted quiere disfrutar del tiempo que le queda para vivir, ¿verdad, abuelo? ¿O está usted cansado de yacer bajo esas mugrientas mantas?

—No, no estoy cansado de ello —se apresuró a decir el anciano.

La mirada que leyó en los ojos revelaba que cada minuto y cada hora de su vida eran para él tan valiosos como el dinero para un avaro. Saboreaba el tiempo con codicia, exultando de orgullo cuando abría los ojos y hallaba que su corazón latía débil pero constantemente dentro de su frágil pecho. Pero allí estaba un hombre que podía arrebatarle todo su tesoro con un solo movimiento de su mano.

—Claro, claro. Es nuestro secreto, muchacho. Nunca le diría nada.

—Pues téngalo bien presente.