El sheriff Burns se abrochó el largo capote negro al salir de su despachito privado. Morgan, su comisionado, le sonrió y dijo:
—Vaya noche, para volver a casa, ¿verdad? ¡Qué tiempo tan malo!
Burns miró por la ventana. La lluvia estaba azotando aún los sicomoros de detrás de su despacho, aunque parecía como si fuera a cesar un poco. Ajustándose el barbuquejo, miró los radioteléfonos que mantenían Crossroads en contacto directo con la subestación de la policía del estado, a ocho kilómetros de distancia. No se molestó en contestar al comentario de Morgan sobre el estado del tiempo; Burns no consideró que en aquellos momentos el tiempo constituyese un tema muy importante. Carecía de prejuicios contra la charla banal, salvo cuando significaba una pérdida de tiempo. A la mayoría de las personas les gustaba enredarse en conversaciones ociosas, y él no condenaba esa costumbre, pero tampoco llegaba a entenderla, lo cual le producía una ligera contrariedad a causa de su buen humor y tolerancia esenciales. Sin dejar de mirar el radioteléfono, preguntó:
—¿Quién estaba aquí mientras yo hablaba con aquel individuo de color?
—Oh, un tipo que pedía unas direcciones.
—¿Qué aspecto tenía?
—Vamos a ver: bastante alto y corpulento, vigoroso. Pelo negro, cara morena. Una especie de tipo duro.
—¿Llevaba un abrigo negro y un sombrero de fieltro marrón?
—Sí, eso es.
Morgan se dio cuenta de que algo estaba molestando al sheriff. Se armó de paciencia y aguardó, deliberadamente impasible su expresión; como buen recluta, había aprendido a disimular su adoración hacia el héroe. Burns era un hombre distinto, se dio cuenta de ello, aunque a veces le parecía que este juicio era quizá inadecuado. Igual que decir que el Everest era una montaña distinta.
—¿No habló de ninguna otra cosa? —preguntó el sheriff.
Morgan titubeó, tratando de reunir en su mente todos los detalles de la conversación. El sheriff siempre quería detalles; a su modo de ver, nada era irrelevante antes de que se demostrase que lo era. Pero las conclusiones que sacaba de los detalles a menudo desconcertaban a Morgan.
—He tenido la impresión de que no le gustan los negros —dijo Morgan, animado por el gesto pensativo que el sheriff hizo con la cabeza—. Me preguntó si la gente de color que hay aquí nos creaba muchos problemas… con la misma naturalidad con que podía haber preguntado si dos y dos hacían cuatro. ¿Sabe usted lo que quiero decir?
—¿Por casualidad mencionó al hombre de color que se hallaba en mi despacho?
—Pues sí, señor, sí que lo hizo —confirmó, excitado y sorprendido—. Él vio cómo usted lo conducía aquí y preguntó si el negro estaba en algún apuro.
—Ah, ¿sí?
—Bueno… —Morgan hizo un gesto vacilante—. Yo le dije que no había ningún cargo contra él.
—No era necesario que le hiciera esa aclaración, ¿verdad?
—No…, pero me tenía un poco fastidiado —admitió Morgan, dando un golpe en la barra espaciadora de la máquina de escribir, con exasperación—. Ya sé que debí mantener la boca cerrada.
El sheriff se puso los guantes y ordenó:
—Mantenga el oído cerca de ese radioteléfono esta noche. Si algo obliga a los coches de la policía del estado a alejarse de esta zona, quiero saberlo. Inmediatamente. ¿Entendido?
—Sí, señor.
Cuando estaba en la puerta, el sheriff se detuvo y miró a Morgan con una ligera sonrisa.
—No se censure a sí mismo por haberse sentido fastidiado por ese tipo. A mí me está ocurriendo lo mismo.
En la esquina de la calle principal, el sheriff se detuvo y se puso a mirar arriba y abajo de las manzanas de concurridas tiendas, destacándose su figura alta y negra en la acera brillante por la lluvia. Todo parecía apacible y silencioso; la gente que andaba presurosa por las mojadas aceras, las parejas que iban al cine, los comerciantes que hacían sus depósitos semanales de dinero en el banco muy iluminado, el tráfico discurriendo por la ciudad en ordenadas filas. Cruzando la calle al encenderse la luz verde, se detuvo junto al banco y contempló por espacio de unos segundos la destartalada furgoneta azul aparcada en la calle lateral. Parecía un candidato a cementerio de coches, pero el sheriff sabía todo lo referente al potente motor que había debajo del capó. Tommy Bailey, de la gasolinera Atlas, le había hablado de ello a su jefe y la noticia había llegado casualmente a oídos del sheriff. En aquellos momentos, no le dio importancia. A muchas personas les gustaba restaurar coches viejos. No había nada extraño en ello. Pero entonces llegó el hombre de color, un negro de gran ciudad, de manos suaves y un considerable conocimiento acerca de los naipes. Y cuando se lo llevó para tener una pequeña charla con él, apareció el hombre alto y de pelo oscuro, a quien pertenecía aquella furgoneta, y había tratado de sonsacar a Morgan.
De modo que… ¿qué sumaba todo aquello? Dos forasteros…: un tahúr de gran ciudad y un hombre que se había pasado el día husmeando por la zona dentro de un viejo cacharro capaz de correr con la rapidez del relámpago. Un hombre que aseguraba querer trabajar en el campo, pero que no parecía entender nada del asunto. No había decidido si probar a criar ovejas o toros o una manada de vacas lecheras… Eso es lo que dijo, como si tal elección no implicase un centenar de problemas diferentes en cuanto a tierras y dinero…
El sheriff miró su reloj: las ocho menos veinte. Por un momento vaciló, mirando el coche, y después su mirada se extendió hacia la calle mojada. Aún no se veía el resultado de todo aquello. Esto era lo que le preocupaba: la palabra todavía.
En el cálido vestíbulo del hogar del sheriff, una casa acogedora en las afueras de Crossroads, se percibía el olor de una buena cena. Colgó el sombrero y el capote, se alisó el pelo y entró en el cuarto de estar para calentarse las manos en la chimenea. Todo lo que había en aquella habitación formaba parte de la vida que él había vivido antes de fallecer su esposa: los retratos de familia encima de la repisa, los tapetes de ganchillo que cubrían los respaldos de las grandes sillas, los estantes de libros al lado del hogar. Le gustaban las cosas tal como fueron en aquellos días más felices, y ofreció resistencia a los esporádicos intentos de su hija de modificar el aspecto de aquella estancia.
Mientras llenaba una pipa negra, llamó:
—¿Nancy? ¿Estás en casa?
—Sí, papá. Estoy en la cocina.
—Eso parece prometedor. —Anduvo por el vestíbulo, desabrochándose la guerrera—. ¿Qué hay para cenar?
—Rosbif, patatas, etcétera, etcétera. ¿Quieres tomar algo de beber? Aún falta un poco para la cena.
Nancy estaba junto al fogón, con un delantal encima de la falda oscura que había llevado para ir a la oficina. Era una joven alta y rubia, en cuyas facciones algo recordaba la fuerza y la energía de su padre.
Él no quería nada para beber porque quizá tendría que volver a salir, pero dijo:
—Claro, querida. ¿Quieres que ponga la mesa?
—No, papá, ya lo haré yo.
Cuando ella se volvió, él le puso una mano sobre el brazo.
—¿Has tenido mucho trabajo? —preguntó, examinando las puras y familiares líneas de su rostro con una sonrisa—. ¿Has trabajado mucho en interés de Slade y Nelson, procuradores?
—Como de costumbre; nada que se saliera de lo corriente.
El sheriff le dio unos cariñosos golpecitos en el hombro.
—Bien; es una buena noche para sentarse cómodamente y relajarse.
Nancy le dirigió una breve mirada.
—Tienes mucha razón.
Luego pasó junto a él y fue a la despensa a buscar unos vasos y la botella de whisky.
El sheriff se sentó a la mesa de la cocina y se tomó el tiempo necesario para aplicar lumbre al tabaco de su pipa. La lluvia azotaba los lados de la casa, chorreando por los oscuros cristales de la ventana en ondas lentas, uniformes. «Una buena noche para sentarse cómodamente y relajarse». Un comentario inocuo, pero que molestó a Nancy. Pero ¿cómo iba a saberlo él?
La joven preparó la bebida para su padre: whisky con un poco de agua, y lo puso a su lado encima de la mesa.
—Y tú, ¿qué tomas?
—No tengo ganas de comer nada.
—Eso quiere decir, entonces, que voy a beber solo. La mayoría de las chicas bonitas no se lo permitirían a un hombre.
Nancy apartó de su frente un mechón de cabellos rubios.
—Y a ti ¿qué tal te ha ido el día?
—Lo mismo que a ti, supongo: pura rutina.
El sheriff no habría podido decir si ella estaba o no interesada; removía la salsa y su voz se ajustaba al ritmo mecánico del movimiento rotatorio de su mano.
—Esta mañana he tenido que ocuparme de un individuo que conducía a excesiva velocidad, un comerciante imbécil que no llegó a tiempo a coger el avión. Debía estar en Wilmington a las diez, pero primero tenía que hacer tres llamadas desde Crossroads.
Nancy fue a la despensa y el sheriff iba sorbiendo despacio su whisky, deleitándose con el calorcillo que iba esparciéndose por su cuerpo.
Cuando su hija regresó, él trató de pensar en algo más de que poder hablar, pero esto siempre le resultaba difícil; no le gustaban las conversaciones banales, y sus chistes ocasionales nunca parecían hacerle gracia a ella. Por lo demás, sus pensamientos giraban alrededor de sus propios problemas. Los dos forasteros… Se preguntaba qué estarían haciendo. Le había dado al negro las señas de la pensión de la señora Baker. En aquellos momentos debería estar allá. Si es que realmente quería una habitación.
—Bueno, ¿qué le sucedió al hombre que tenía tanta prisa?
—Ah, ése. Bien, tuve que ponerle una multa. Sus posibles ocupaciones no valen la vida de un niño. —Terminó su bebida y añadió—: Discúlpame un segundo, querida. Tengo que hacer una llamada.
Fue al vestíbulo y marcó el número de la pensión de la señora Baker. Cuando ella respondió, él dijo:
—Soy el sheriff Burns, señora Baker. Espero no haberla molestado; quizá estaba usted cenando…
Ella se reía.
—Aunque así fuera no me importaría. ¿De qué se trata, sheriff?
—Hace un rato envié un hombre a la casa de usted. Me estaba preguntando si ya se habría presentado.
—No, todavía no. ¿Cómo se llama?
—John Ingram.
—Le esperaré. Le guardaré algo caliente. Y le estoy muy agradecida, sheriff, por recomendar mi casa.
—No hay de qué. Buenas noches, señora Baker.
Cuando colgó el receptor, el sheriff se dio cuenta de que su vaga inquietud se estaba concretando en una sospecha firme. Conocía bien su ciudad y tenía confianza en las sensaciones que le comunicaba: cuando algo parecía ir mal, él se volvía cauteloso. Su imagen de la ciudad estaba formada por impresiones conscientes e inconscientes, táctiles, emocionales, intuitivas. El lugar desencadenaba en su ánimo señales de «correcto e incorrecto», y cuando algo iba mal, él podía relajarse hasta haber descubierto de qué se trataba. Pero cuando todo parecía ir bien, la ciudad se le antojaba entera y perfecta: el olor de hojas secas quemarse o el humo de las fábricas, los sonidos del tráfico y las actividades de perros, gatos y niños, todo ello se fundía en un conjunto tranquilizador de armonía y sentido.
Ahora algo no encajaba; el modelo aparecía borroso y en su mente fluían pequeñas señales de tormenta.
—Querida, tengo que volver a la oficina un momento —dijo, mientras se abrochaba la guerrera.
—¿Ahora mismo? ¿Antes de cenar?
—Me temo que sí, hijita.
Vio en los ojos de Nancy un rápido movimiento de contrariedad, y ello le intrigó y le hizo daño. ¿Por qué no pudo nunca entender a aquella hija suya? Le había parecido que estaba molesta por algo y que sólo deseaba quedarse sola cuanto antes. Pero no. Ella deseaba cenar con él y se había tomado muchas molestias para hacer un pequeño extraordinario. En vez de chuletas o una tortilla, había rosbif con toda su guarnición. Ello significaba que a la hora de su almuerzo había ido a comprar; probablemente se había llegado en su coche hasta la tienda de Pierce a fin de adquirir la carne para el rosbif…
—Es posible que no tarde mucho —dijo, un tanto confuso—. ¿Podrías esperar una media hora?
—No importa. También podría ser que yo me hubiese adelantado.
Cualquier chico de la ciudad acudía a él con sus problemas, pensó con cierta amargura; confiaban en él, escuchaban con atención sus consejos o sus sugerencias. Los adultos también. Hombres con preocupaciones comerciales o familiares hablaban con él sabiendo que sus juicios estaban generalmente atemperados con humor y sentido común. No era un hombre cultivado, pero poseía el don de ver directamente hasta el núcleo de una situación sin dejarse distraer por detalles emocionales sin importancia.
Todo el mundo en la ciudad se apoyaba en él… todo el mundo menos aquella hija suya.
Era un fracaso que le dolía mucho desde la muerte de su esposa, ocurrida una docena de años antes. Cuando Nancy era una niña, él sufría a causa de su incapacidad para comprenderla del todo; algunas veces, la niña deseaba acurrucarse en sus brazos durante horas, pero en otras ocasiones él ni siquiera podía obtener una sonrisa de sus labios. En vida de su esposa, aquello nunca pareció demasiado serio. Su mujer siempre solía decirle, con voz tranquilizadora: «Es una niña realmente viva; no es ningún juguete. Déjala que sea como es, déjala que crezca. Abre los brazos y déjala que se vaya; ya volverá, no te preocupes».
Pero una vez que su esposa se hubo ido, él sintió mucho más agudamente su propia incapacidad. Había estado deseando de todo corazón que Nancy se casara, pensando que con ello quizá se arreglarían las cosas. Había soñado partidas de caza con su yerno imaginario, cenas familiares los domingos y nietos a los que enseñar todas las cosas que él sabía acerca de los bosques y campos que rodeaban Crossroads. No era ningún sueño egoísta; lo quería para ella, no para él mismo. La clase adecuada de hombre fundiría todos los estados de ánimo contradictorios de ella en la propia fuerza y necesidades de él, y los hijos serían un reto para su rápida inteligencia y pondrían en marcha los resortes de ternura que él sabía existían latentes bajo la fría superficie de su personalidad.
Si pudieran hablar de sus cosas, pensaba él. Sentarse a tomar una taza de café y sentirse libres y relajados el uno ante el otro. No quería dirigir la vida de Nancy, pero anhelaba formar parte de la misma. Cuando ella quiso ir a trabajar a Nueva York hacía un par de años, él la dejó ir y la despidió con una sonrisa, aun sabiendo que la casa sería como una tumba sin ella. Pero abrió los brazos y la dejó ir, tal como prometió a su esposa que lo haría. Ella parecía feliz en Nueva York. En sus cartas se percibía una gran emoción. Nuevo trabajo, nuevas amistades, toda clase de diversiones. La había visitado varias veces, vistiendo un buen traje y decidido a no hacer el patán ante los amigos de ella. Compartía un apartamento con una muchacha simpática de ojos claros, que se ocupaba en algo relacionado con ropa femenina en unos almacenes. Las paredes aparecían cubiertas de cuadros extraños y carteles de corridas de toros. Estaban sentadas en unos pequeños taburetes de unos veinte centímetros de alto y comían platos hechos con yogur y vino.
Él adoptó un aire de aprobación en favor de ella. Sus amigos parloteaban como cotorras, pero él no esperaba que ella compartiera su preferencia por hombres que pudieran cazar juntos durante una semana sin cambiar en todo el tiempo más que unas pocas docenas de palabras. Un joven le preguntó a cuántos bandidos había matado, pero él era demasiado viejo para caer en tales trampas e hizo un buen papel. No dio a Nancy motivo para avergonzarse de él; en caso contrario, él no habría podido resistirlo. No por él mismo, sino por su hija.
Y luego, sin previa advertencia, Nancy regresó a Crossroads. Él sabía que algo iba mal, que algo le había ocurrido a su hija, pero no había medio de salvar el extraño y profundo abismo que los separaba; ambos lo habían intentado, pero en vano, y los intentos se perdieron finalmente en un mar de banalidades.
«Fue una pérdida lamentable», pensaba él ahora, sintiéndose lastimado por la frialdad y el silencio de su hija. A los ojos de él, Nancy era una niña encantadora, pero poseía las caderas y los pechos de una mujer, y sus miembros eran esbeltos, graciosos y fuertes; estaba más que preparada para el dolor y la alegría de un hogar y de unos hijos, pero atendía la casa para un padre que ni siquiera era capaz de adivinar los pensamientos que cruzaban por su cabeza. A pesar de su madurez, la joven era aún la niña que a él le había desconcertado con su reserva y sus secretos; guardaba sus problemas para sí misma porque no era capaz de pedir ayuda a su padre. Y esto era culpa de él, no de ella.
Era una situación complicada y enojosa, pensó con tristeza.
—Procuraré volver lo más pronto posible —dijo, tocando a su hija en el hombro—. Lo siento, querida. La cena huele estupendamente.
—Te dejaré tu parte encima del fogón.
—Muy bien. Gracias.
Vaciló un instante, sonriendo, luego se volvió y se encaminó hacia el vestíbulo. La lluvia había cesado, pero se puso el capote. El tiempo era muy variable en aquella época del año. Se ajustó el barbuquejo, comprobó su pistola por mera costumbre, y salió.