8

Earl empezó a seguirlos hasta que doblaron hacia la izquierda en la siguiente esquina, y entonces profirió entre dientes una maldición y arrojó el cigarrillo. El negro se habría metido en algún problema, arruinando todo cuanto habían planeado, y ahora estaban todos en un apuro.

Earl sabía que era preciso averiguar lo sucedido, y decidir entonces lo que había de hacerse; no quedaba tiempo para ponerse en contacto con Novak. Pero la responsabilidad no le preocupaba; su furia contra Ingram ocupaba todos los puntos de su mente. Caminaba hacia el cruce de calles, sostenido y alimentado por la cólera. Esbozó una dura sonrisa mientras caminaba entre los transeúntes con las manos profundamente hundidas en los bolsillos de su abrigo.

La oficina del sheriff se hallaba en un edificio de ladrillo rojo, de una sola planta, a una manzana de distancia de la calle principal de Crossroads. Un camino de grava bordeado por parterres conducía hasta la entrada y rodeaba un pequeño jardín frente al edificio. En el silencioso vestíbulo, Earl se quitó el sombrero y se alisó los cabellos. El lugar se parecía más a una respetable oficina que a una cárcel, pensó, mirando en derredor con curiosidad: suelos alfombrados, estampas con escenas de caza en las paredes, una planta de plástico en un pequeño recibidor, junto a las ventanas. En un tablón de anuncios, de corcho, había una nota sobre una reunión de boy-scouts, y un gran cartel en colores anunciaba una tómbola de prendas de vestir de la Sociedad de Mejora Escolar. La vista del lugar le tranquilizó; aquello era la cabal representación de la ley, y el orden de un pueblo, pensó. Los agentes, corteses, reservados y poco despiertos, andaban de un lado para otro buscando ladrones de gallinas o cazadores furtivos. A su izquierda había un despacho separado del vestíbulo por un mostrador de madera. Vio a un soldado de caballería trabajando allí en una atmósfera de archivos, tablones de anuncios y teléfonos, con la viva iluminación brillando en su cara de expresión grave. El soldado estaba sentado de espaldas a la puerta cerrada de otro despacho, mirando fijamente y con semblante preocupado unos papeles que tenía sobre su mesa.

Earl carecía de plan, pero debía averiguar qué había sido de Ingram. El otro despacho pertenecía al sheriff, supuso. Ingram estaba allí dentro, con él; podía oír un murmullo de voces más allá del delgado tabique y reconoció la voz ansiosa y desconfiada del hombre de color.

El soldado levantó la vista de los informes.

—¿En qué puedo servirle?

Earl sonrió y puso sus manos sobre el mostrador.

—Me estaba preguntando a mí mismo si podría usted indicarme el mejor camino para ir a Nueva York.

—Desde luego.

El soldado sacó un mapa doblado del cajón de su mesa y se acercó al mostrador.

—Tome usted la calle principal y siga hasta salir de Crossroads. Aténgase a las señales hasta el puente de Delaware Memorial Bridge.

Extendió el mapa encima del mostrador e indicó la ruta con un lápiz.

—Estamos en este punto de Crossroads. Sólo tiene que seguir esas señales del puente y le llevarán directamente hasta el límite de Jersey. No tiene pérdida.

—Parece bastante sencillo. Muchísimas gracias —dijo Earl sonriendo al soldado—. ¿Es usted el sheriff?

—No; sólo un comisionado.

—Tienen ustedes una ciudad pequeña pero muy bonita. Bonita y tranquila.

—Procuramos conservarla así.

La sonrisa de Earl se hizo insinuante.

—He visto por ahí a muchas personas de color. ¿No les dan a ustedes mucho trabajo?

El soldado no le devolvió la sonrisa.

—La mayoría de ellos nacieron y se criaron aquí mismo. No hay motivo alguno para que nos creen problemas.

—Bien, pero como he visto a un soldado que conducía a uno delante mismo de mí, pensé que era algo corriente.

—No hay ningún cargo contra él —informó secamente el soldado—. Es nuevo en la ciudad y el sheriff sólo quiere conversar con él.

—Ya veo —dijo Earl, todavía sonriendo débilmente—. Bueno, es una buena idea. Tener con ellos una pequeña charla desde el comienzo mismo. Es lógico.

El soldado dobló el mapa con resuelto ademán.

—¿Alguna cosa más, caballero?

—No, no, en absoluto. Muchísimas gracias.

Cuando estuvo en la puerta, encendió un cigarrillo y se subió el cuello del abrigo. La nieve se había convertido en una lluvia densa y continua, que caía sobre las oscuras calles con un sonido semejante a los disparos lejanos de una ametralladora. Sólo quedaba una hora…

Bajando el ala de su sombrero, atravesó la calle y entró en un portal que ofrecía cobijo contra el fuerte viento y la lluvia. Tiró el mojado cigarrillo y hundió las manos en los bolsillos. En medio de la húmeda y fría oscuridad, se puso a esperar a Ingram…

Transcurrieron veinte minutos antes de que el negro bajase presuroso por el sendero de grava, con el cuello subido para resguardarse de la lluvia y balanceando, pendiente de su mano, una vieja maleta.

Earl salió del portal y atravesó con largas y vigorosas zancadas la reluciente calle, acortando la distancia que le separaba del negro. La lluvia amortiguaba el sonido de sus pasos mientras se acercaba a Ingram por detrás.

—No te vuelvas, negro —le dijo en tono cortante—. Continúa andando.

La calle lateral estaba escasamente iluminada, y los peatones ocasionales no les prestaban atención mientras pasaban presurosos, con los ojos fijos en el suelo y hundidas las barbillas en los cuellos subidos de sus abrigos.

—¿Qué quería el sheriff?

Se hallaba a medio paso detrás de Ingram, lo suficientemente cerca como para ver brillar la lluvia en su morena mejilla y la pulsación del nervio junto a la comisura de su boca.

—¿Qué quería? Vamos, dímelo.

—Cuánto tiempo pensaba estar en la ciudad, en qué trabajaba; eso es todo.

La voz de Ingram sonaba aguda por efecto del temor.

—Pero tuve que decirle mi nombre. Tuve que dárselo, ¿oyes? Tuve que darle mi nombre.

—Te esperaré arriba, en mi habitación del hotel.

—No puedo. ¿No lo has oído? Él me conoce.

—Tú haz lo que yo te digo, negro. Ya puedes encomendarte a Dios si no lo haces.

Earl aceleró las zancadas, pasando por delante de Ingram sin preocuparse de su respuesta. Una vez estuvo en la calle principal, se encaminó hacia su hotel, sorteando de vez en cuando los paraguas sostenidos por mujeres que iban dando encontronazos y abriéndose paso como topos por entre la empapada multitud. Sin mirar para ver si Ingram le seguía, entró en su hotel y subió rápidamente a su habitación. Encendió las luces y puso su abrigo mojado sobre el respaldo de una silla. «Si no aparece —pensaba Earl—, si se chiva…». La 38 que le hacía dado Novak reposaba confortablemente en el bolsillo de su americana. «Que lo intente», pensó, sacando la pistola y sopesándola.

Apartó el arma cuando oyó pasos en el rellano. Sonriendo ligeramente abrió la puerta. Ingram estaba allí, mirándole con ojos muy abiertos, asustado, con su pequeño cuerpo ofreciendo un aspecto triste y empapado en el pasillo.

—Entra. ¡Muévete, maldita sea!

Ingram entró rápidamente y puso la maleta en el suelo.

—¡Qué humedad! —dijo, castañeteándole los dientes, y su voz sonaba estridente a sus oídos—. Nunca he visto nada parecido.

Desplazó su peso de un pie al otro, mirando en derredor de la habitación con rápidos y nerviosos ojos.

—Parece una locura, ¿eh?

—Sí, sí, mucha humedad —confirmó Earl, que se sentó en el borde de la cama y miró fijamente a Ingram—. Hace humedad porque está lloviendo, negro. ¿Verdad que lo entiendes?

—Lo entiendo. Hablas con mucha claridad.

—Está bien. Vamos a dejar el tiempo que hace. ¿Cómo te viste envuelto en el asunto?

—Jugaba una partida de cartas que terminó en pelea. Entró el sheriff y se me llevó. —Ingram se humedeció los labios, recordando la fuerte presión de la mano del sheriff sobre su brazo—. Quería saber qué clase de trabajo andaba buscando, dónde iba a vivir y cosas así —añadió titubeando—. Me ha tratado muy bien —aclaró, provocado por el vigilante silencio de Earl—. Me dio el nombre del que contrataba gente para la granja de cultivo de champiñones, y me dijo dónde podía encontrar una habitación. Con una mujer apellidada Baker, creo recordar.

—Bien, ¿no es eso bonito? —dijo Earl secamente—. ¿Qué más quería saber de ti?

—Me preguntó dónde había aprendido a jugar a las cartas y yo le dije que un poco de aquí, otro poco de allá.

—¿Por qué estaba tan interesado en eso?

—Había alguien que hacía trampa en el juego. Tuve que ponerle en evidencia para salvar mi propio pellejo.

—¡Demonio! —explotó Earl—. Se suponía que llegarías a la ciudad y te estarías callado y modosito. En vez de ello, te exhibes como en un desfile circense. Intervienes en una pelea y te haces arrestar. ¿Es ésa la idea que tú tienes de estarse callado y modosito?

Ingram sonrió nerviosamente, sabiendo que no podía explicarle nada de ello al tejano. Aquel hombre abrigaba prejuicios contra él.

—Simplemente sucedió. No pude evitarlo.

—Muy bien. Saca las cosas de tu maleta —dijo Earl consultando su reloj—. Son las siete y media. Dentro de media hora empezaremos a movernos.

—Escucha, ¡yo no puedo hacerlo! —gritó Ingram—. ¿No lo comprendes? Él tiene mi nombre.

—¿Por qué no le diste un nombre falso?

—Estaba demasiado asustado. Si le hubiese mentido, él lo habría notado. Él es así. De haber sospechado, quizá me habría registrado la maleta y encontrado todo eso…

—Lo tienes difícil, negro —dijo Earl, moviendo la cabeza pensativo—. Realmente difícil. Te enzarzas en una pelea, te dejas arrestar por los polizontes, pero no tienes suficiente caletre para darles un nombre falso. Realmente lo tienes difícil.

Ingram esbozó una sonrisa nerviosa.

—Tenéis que buscar a otro.

—Ya no hay tiempo, negro.

—Bueno, podríamos aplazar el golpe un par de semanas.

—Estamos preparados para hacerlo esta noche, negro.

Earl hablaba con una voz llana, vacía, carente en absoluto de emoción o inflexión.

—En estos momentos, Burke y Novak ya estarán en camino. Es demasiado tarde para cambiar algo. Saca las cosas de la maleta.

—¡Tú no me escuchas! —protestó Ingram, frenético—. Ellos tienen mi nombre, ¿es que no lo entiendes? Lo enviarán a toda la policía del país. Correrán peligro mis amigos, mi familia, y yo estaré perdido. Más valdría que me apuntases a la cabeza con una pistola y apretases el gatillo. Tenéis que buscar a otro.

Earl se puso en pie y sacó del bolsillo su 38. La sopesó lentamente en la mano, observando la reacción de Ingram con una fría sonrisa.

—Novak nos encargó un trabajo —concluyó—. De modo que vamos a hacerlo, negro. Tal como habíamos planeado.

Earl hablaba sosegadamente, pero su voz empezaba a temblar de emoción.

—¿Me comprendes? Vas a hacer aquello para lo cual viniste aquí. De otro modo, te haré un agujero entre los ojos. Lo crees, ¿verdad, negro?

—Apostaría a que no te importaría —dijo Ingram suavemente—. No te desagradaría, ¿verdad?

—Yo no te quería en este trabajo, ¿recuerdas? Yo sabía que procurarías escabullirte si se te presentaba una ocasión. Pero no te irás… porque te estoy apuntando a la cabeza con una pistola. Ahora abre esa maleta y guarda tus lloriqueos para tus amigos.

—Bien, tal vez sea esto lo mejor —dijo Ingram lanzando un profundo suspiro—. De nada sirve tratar de entristecer a extraños con mis problemas.

Miró las duras facciones de Earl.

—Ríe, payaso, ríe —añadió—. Éste es mi lema. También es tu filosofía, supongo.

—No te molestes en mostrarte ingenioso. Abre la maleta.

Ingram volvió a suspirar y puso sobre la cama la bolsa de viaje. Levantó la tapa y sacó una bandeja plegable y ocho vasos de cartón. Earl dispuso los vasos en fila las sobre la bandeja, luego abrió un cajón y sacó un termo y media docena de bocadillos envueltos en papel de celofán, que había comprado aquella mañana en una ciudad a veinte kilómetros de allí. Mientras llenaba de café los vasos, Ingram se puso una gorra de camarero y una chaqueta almidonada que había sacado de la maleta. Se ajustó la gorra algo ladeada y se abotonó hasta el cuello la blanca chaqueta.

—A su servicio, señor —dijo juntando ruidosamente los tacones y haciendo a Earl una obsequiosa inclinación.

—Estás muy bien —aprobó secamente Earl—. Tienes el tipo perfecto para ir disfrazado de mono.

—Gracias, es usted muy amable —murmuró Ingram, alisando la parte delantera de la chaqueta.

El cambio que observaba en las maneras del negro enfureció a Earl, pero también le hacía sentirse torpe e incómodo. El negro se estaba burlando de él, lo sabía, pero ¿por qué razón? Era algo que no podía imaginar: ¿qué había de divertido en todo aquel asunto?

—Este café huele muy bien —observó Ingram, chasqueando los labios con cómica delectación—. ¿Tenemos suficiente para reservarnos una taza?

Earl vio entonces que Ingram sonreía con esfuerzo; sus labios temblaban de miedo, de frío o por alguna otra causa. Le volvió la espalda, irritado y confuso al mirarle.

—Si quieres, tómalo; a ver si entras en calor de una vez.

Se encaminó hacia el balcón y apartó las cortinas con un dedo. Había mucha gente en el banco vivamente iluminado, y unas cuantas personas que habían ido de compras se apresuraban yendo y viniendo por las aceras. La lluvia casi había cesado, pero a él le pareció como si el tiempo hubiese refrescado, y empezó a preguntarse acerca del hielo que se formaba en la dura superficie de los caminos y carreteras. Bien; el hielo estaría allí para cualquiera que le siguiera…

Miró hacia la calle, en dirección a la tienda. El rótulo rojo de neón encima de la puerta proyectaba un círculo de luz carmesí sobre la oscura acera. Sólo faltaban otros veinticinco minutos…

Sonó un paso detrás de él y se volvió rápidamente, sacando la pistola de su bolsillo.

—¡Vaya, hombre! —protestó Ingram con voz suave, aterrada, al tocarle Earl en el costado con la pistola, casi haciéndole caer de la mano el vaso de café caliente.

—Cálmate —le tranquilizó Earl, mirando la cara asustada de Ingram—. ¿Oyes? Tómatelo con calma.

—Y tú también —replicó Ingram, moviendo despacio la cabeza—. Yo sólo te traía un poco de café.

—No te preocupes por mí —murmuró Earl, volviendo hacia la ventana—. Quédate aquí y mantén abiertos los ojos. Cuando veas a Burke, disponte a moverte…