7

A las cinco de la tarde del día siguiente, John Ingram estaba jugando al póquer en la pequeña y ruidosa sala de un bar de Crossroads. Había llegado en autobús cosa de una hora antes, con un abrigo viejo y una raída bolsa de viaje. El bar se encontraba en la calle principal del extremo sur de la ciudad, donde había una serie de tiendas que sólo abastecían a negros.

Cuando bajó del autobús, Ingram charló con varios hombres que hablaban a la puerta del bar, tratando de informarse acerca de la zona y preguntándoles sobre las posibilidades de encontrar trabajo. El dar información les había hecho sentir importantes y todos hablaban a la vez, dando en voz alta respuestas frecuentemente contradictorias.

Ingram escuchaba cortésmente sus explicaciones y opiniones, riendo y moviendo la cabeza cuando alguno salpicaba lo que decía con rasgos de humor e ironía. Eran labradores en su mayor parte, amables y corteses, hombres bien intencionados, y sabía Ingram que tomarían a mal cualquier exhibición de maneras de gran ciudad por parte de él; sabía que el negro arrogante era siempre una fuente de problemas para otros negros. Además, solía tratarse de un pelmazo que siempre andaba buscando defectos, rápido en criticar a otras personas de color por mostrarse corteses y ocuparse de sus propios asuntos…

Mientras charlaba con ellos, Ingram vio a Earl Slater, el tejano, que andaba en el otro lado de la calle. Se miraron fijamente un instante, con rostros impenetrables e inexpresivos, pero a pesar de que ya estaba oscureciendo, Ingram pudo percibir la súbita tensión en los pasos deliberados de Earl y comprendió que la causa se debía a su presencia allí. Se dio cuenta de que sólo el hecho de verle le sacaba de sus casillas. Este pensamiento le hizo ruborizarse. Tardaría mucho tiempo en olvidar la escena de la habitación de Novak en el hotel, en olvidar el peso de aquella mano sobre su rostro…

Uno de los trabajadores de color sugirió entrar a beber algo. Ingram pasó media hora tomándose una cerveza, y entonces alguien que estaba a la mesa de póquer, en la parte de atrás, llamó pidiendo un jugador. Ingram era la única persona disponible; trató de zafarse de ello, pero tanto insistieron con palabras lisonjeras, que comprendió que su negativa llamaría la atención.

Y ahora, al cabo de quince minutos de juego, se daba cuenta de que se hacían trampas.

No iba a arriesgar dinero en un juego con trampas que le aburría; él podía ganar con los ojos cerrados al hombre que le estaba estafando, y las apuestas no eran lo suficientemente altas como para que importase ganar o perder. Estaban jugando sólo cuartos de dólar, anotando sus apuestas en un papel para que no hubiese dinero a la vista en el caso de que entrase el sheriff a mirar. Pero los juegos con trampas generalmente terminaban en riñas, Ingram lo sabía, y no podía permitirse tomar parte en ninguna clase de disputa.

El tramposo estaba sentado a la derecha de Ingram: un hombre alto, de piel amarilla, llamado Adam. Tenía unos dientes prominentes, una cabeza como un proyectil de artillería y maneras ruidosas y provocativas; reía y hablaba continuamente, implorando suerte para las cartas y gimoteando con fingida y burlona angustia cuando la suerte recaía en otros jugadores. El truco que había estado utilizando era simple pero arriesgado: en un juego fino habría sido descubierto en el primer par de manos.

Adam empleaba pintura para marcar las cartas altas: en su oreja izquierda tenía oculto un delgado tubo de pintura, y después de tocarla con la punta del dedo, podía colocar diminutos puntos identificadores en el dorso de las cartas de figuras y de ases. Sabía lo que tenía que ganar en cada mano y sabía sacar gran provecho de su información, ganando apuesta tras apuesta y riendo estrepitosamente ante su buena fortuna. «Sería mejor que se lo tomase con calma», pensaba Ingram desesperadamente.

A Ingram tanto le daba ganar como perder; se limitaba a hacer sus apuestas y a poner su mano, suspirando por hallar la manera de poder abandonar aquel juego sin llamar la atención.

—Ahora te toca a ti repartir —le dijo sosegadamente el hombre sentado frente a él—. Veamos algo además de los números, para variar, ¿eh?

El hombre se llamaba Rufe y los otros jugadores se dirigían a él con respeto; era solemne y cauto en su juego, pero había un destello de inteligencia alerta en sus ojos de pesados párpados.

—Intentaré hacerlo bien —dijo Ingram.

Ingram se daba cuenta de que en la mesa estaba cambiando el estado de ánimo; esto le resultaba tan evidente como el ruido procedente de la barra y las capas de azulado humo que se arremolinaba en el aire. Los perdedores estaban confusos e irritados por su mala fortuna. Le miraban suspicaces, con la viva luz del techo proyectando sombras profundas en sus caras solemnes, morenas.

Ingram distribuía rápidamente las cartas, sin mirarlas.

¿Por qué estaba allí? ¿Por qué había tenido que meterse en aquello? Estaba desesperadamente asustado a causa de lo que le aguardaba por la noche. Si le atrapaban, la policía podría hacer con él cuanto quisiera, darle una paliza que le dejase sin sentido, enviarle a la cárcel para qué se pudriese en ella, atarle con correas en la silla eléctrica para hacerle morir. Cualquier cosa de ésas; todo se lo tendría merecido.

Quedó sumido en un profundo desaliento. El aire a su alrededor olía cálidamente a humo de cigarrillos y a cerveza y había hombres de pie junto a la corta barra de madera, con sus alegres voces elevándose de vez en cuando por encima de la estridente música del enorme jukebox. Aquello era un refugio contra la inhóspita oscuridad; afuera había empezado a nevar y veía Ingram caer los suaves copos a través de las ventanas en medio de un frágil silencio, centelleando con un blanco esplendor y revoloteando a la luz amarilla de las farolas de la calle. Pero aquella vista le hacía sentir pequeño, solitario y desvalido; entonces empezó a darse cuenta de que Rufe le miraba fijamente en silencio, y los músculos de su estómago comenzaron a dolerle, presas de un frío temor.

—Hay algo curioso en esta baraja —observó Rufe pausadamente—. No estoy acusando a nadie; solamente digo lo que pienso.

—No son mis cartas —replicó Ingram—. Ustedes jugaban con ellas antes de que yo tomase parte en el juego.

Hubo un murmullo de apoyo procedente de hombres que se habían agolpado alrededor de la mesa.

—Fijaos cómo se apresura a defenderse —dijo Adam—. Y nadie le ha acusado de nada.

—Vamos a mirar las cartas —propuso Rufe tranquilamente.

Ingram sabía que las cosas se volvían contra él; cuando se descubriesen las marcas, habría una explosión en la mesa, pero para entonces Adam ya se habría desembarazado del tubo de pintura que escondía detrás de la oreja. Le resultaría fácil en medio de la excitación; podría dejarlo caer al suelo y entonces hacer que lo buscasen. Cuando se encontrase el tubo, él insistiría en que pertenecía a Ingram.

—Ahora, escúchenme un momento —dijo Ingram—. Yo no hago trampas. Pero sé algo acerca de juegos de azar.

Miró desesperadamente hacia los otros jugadores, comprendiendo angustiado que su intento de guardar la compostura era débil; su frente estaba bañada en sudor y la tensión en su interior le hacía temblar de pies a cabeza.

—¡Yo les mostraré quién hace trampa! —gritó poniéndose en pie. Denme esas cartas.

—¡No le escuchéis! —exclamó Adam—. Está tratando de escabullirse.

—Pongan todos ustedes las manos encima de la mesa —dijo Ingram—. ¡Vamos! Sólo al individuo que ha hecho trampa no le gustará esto. Pongan las palmas y no las retiren.

Rufe estaba, mirando a Ingram con interés. Finalmente, asintió con la cabeza y dijo:

—Yo estoy dispuesto a hacerlo.

Sólo Adam puso objeciones:

—Éste está loco. ¿A qué viene todo este cuento?

Rufe le miró en silencio. Al cabo dijo fríamente:

—Yo estoy dispuesto a darle una oportunidad. Y tú, ¿por qué no?

—Os va a enredar, eso es todo —respondió Adam, pero después de recibir otra mirada de Rufe, puso las manos tímidamente, como si tuviera miedo de que la mesa pudiera ponerse al rojo vivo en el momento de tocarla.

—Muy bien —apuntó Ingram—. Ahora les mostraré lo que pasa.

Su cuerpo le temblaba de emoción, pero barajaba las cartas con una autoridad y rapidez que arrancó una risita de admiración de los hombres que rodeaban la mesa. Lanzó cuatro naipes hacia Rufe.

—¿Merece la pena abrir con esto?

Rufe puso las cartas boca arriba: cuatro ases brillaron bajo la desnuda bombilla situada encima de sus cabezas.

—Y aquí vienen los muchachos de la K —añadió, sacando los reyes—. Y detrás de ellos las damas y las jotas. Son cartas realmente informativas. Léanlas por cada uno de los dos lados si saben ustedes dónde mirar. ¿Ven ustedes ese puntito rojo en el ángulo del as? Se ve bien, no pueden equivocarse.

Mientras los otros jugadores se inclinaban hacia adelante para examinar las cartas, Adam levantó una mano como casualmente, pero Ingram estaba esperando que lo hiciese. Agarró la muñeca de Adam y le obligó a dejar otra vez la mano encima de la mesa.

—¿Detrás de qué oreja la has puesto? —preguntó sosegadamente.

—¿Qué es esto? —inquirió Rufe, levantando los ojos de pesados párpados hacia Adam—. ¿Qué es esto?

—¡Lo leí en un libro! —chilló Adam con voz trémula—. Un libro de trucos, ¿sabéis? Para gastar una broma a los amigos. Me enviaron un tubito de pintura para ponerlo detrás de la oreja. Es solamente una broma. —Se humedeció los labios—. Ésta es la parte más divertida, ¿no? Para que no pensarais que os estuviera estafando realmente. ¿Verdad que esto es lo más gracioso?

—¡Hijo de perra! —le increpó Rufe, moviendo la cabeza, como reflexionando.

Luego se arrojó a través de la mesa, agarró con las manos a Adam por el cuello y lo derribó al suelo. La mesa se volcó con gran estrépito. Todo el mundo se puso a gritar consejos y exhortaciones a los dos hombres mientras rodaban por el suelo cubierto de colillas. El camarero bajó las persianas de las ventanas que daban a la calle y alguien puso en marcha la máquina de música para ahogar el ruido de la pelea.

Ingram quedó atrapado sin remedio. Dos veces intentó abrirse paso, pero no pudo apartar la masa de cuerpos que le empujaban contra la pared. No tenía una idea clara de cuánto rato estuvo clavado allí; se hallaba confuso y amedrentado y sintió que le abandonaban todas sus fuerzas.

El ruido cesó bruscamente. Un hombre blanco que vestía un uniforme gris se abrió paso entre los parroquianos y su presencia interrumpió la excitación reinante. Se apartaron sonriendo servilmente y él dirigió su mirada en derredor, con una expresión de exasperada impaciencia en su duro semblante.

—Levantaos vosotros dos —ordenó, mirando a Adam y a Rufe—. ¿Qué sucede aquí?

Varios hombres empezaron a hablar a la vez, torpe y evasivamente; eran como colegiales sorprendidos por un maestro comportándose mal, pensó Ingram. El sheriff escuchaba impávido sus mal hilvanadas explicaciones sin ningún cambio especial en la expresión de su rostro. Luego miró pensativo a Adam.

—No te conviene para tu salud andar continuamente de bar en bar, Adam. Me parece que te convendría salir de aquí y no volver en un buen rato. Y tú, Rufe, la próxima vez que quieras pegar a alguien, piénsalo dos veces y no lo hagas. ¿Me comprendes?

El sheriff se volvió entonces y miró a Ingram.

—Quiero hablar contigo —le dijo—. ¿Te importa acompañarme a mi oficina?

—Yo no hice nada —protestó Ingram, humedeciéndose los labios.

Pero sabía que protestar no le serviría de nada; el sheriff estaba más interesado en él que en Adam o en Rufe, de esto se había dado cuenta perfectamente.

—Yo solamente andaba ocupado en mis propios asuntos —explicó, acompañándose con un gesto de la mano—. Yo no hice nada.

—Yo sólo quiero hablar contigo. Anda ven.

Ingram lanzó un suspiro y cogió su saco de viaje; no podía hacer otra cosa. Afuera, en medio de la nieve y la oscuridad, avanzaron juntos por la calle, la mano del sheriff apoyada ligeramente en el hombro de Ingram. La nieve se estaba derritiendo al tocar el suelo, y las calles y las aceras aparecían iluminadas por la luz de los escaparates. Los transeúntes pasaban presurosos por su lado y saludaban con la cabeza al sheriff, el cual correspondía tocando con la punta de los dedos la ancha ala de su sombrero.

—Sheriff, yo no hice nada —repitió Ingram, mientras esperaban en el cruce que cambiase la luz del tráfico—. Aquel hombre hacía trampas y yo solamente lo descubrí, eso es todo.

—No es de eso de lo que quiero hablar contigo —dijo el sheriff—. Vamos.

Las tiendas por delante de las cuales pasaban estaban llenas de gente; era viernes por la noche, pensó Ingram con pánico. Sólo dos horas después debía empezar el golpe…

Entonces Ingram vio algo que le produjo un choque a través de su cuerpo y disparó la alarma en su interior.

El tejano había reaparecido en la acera, delante de ellos, saliendo de un hotel y parándose en la corriente de peatones para encender el pitillo que pendía de sus labios. Soltó una larga bocanada de humo mientras se volvía y empezaba a caminar despacio por la acera, examinando ociosamente los objetos llenos de colorido que se exponían en los escaparates.

Ingram se dio cuenta de que no los había visto, y quiso ocultarse subiéndose el cuello del abrigo. Tal vez así consiguiera pasarle inadvertido.

Pero no fue así.

Earl se detuvo sin razón alguna aparente y miró a Ingram a la cara. Por un instante, no pareció reconocerle, pero luego su boca fue abriéndose lentamente, y una expresión casi cómica de confusión e ira se extendió sobre su rostro. El cigarrillo que estaba llevándose a la boca se detuvo en el aire, a pocos centímetros de sus labios, y todo su cuerpo se puso tenso y rígido. Se paró frente a ellos como una figura tallada en piedra, paseando su mirada rápidamente de Ingram al sheriff.

«¡Qué loco!», pensó Ingram desesperadamente. ¿Por qué no seguía su camino, fingiendo que no les había visto…?

El sheriff, por su parte, miraba fijamente ante sí, avanzando con pasos medidos, deliberados, como si no se hubiera dado cuenta de la mirada escrutadora de Earl; pero Ingram sintió que los dedos del hombre presionaban fuertemente alrededor de su brazo, como tenazas de hierro.

Cuando pasaron, Earl se volvió a mirarlos, con el cuerpo inmóvil en medio del animado tráfico y sin darse cuenta de que tenía un cigarrillo encendido entre sus labios secos.