A mediados de octubre, las señales de un crudo invierno se advertían por todo Hunting Valley, la amplia depresión natural que resguardaba el pequeño pueblo de Crossroads. Fuertes vientos habían barrido las brillantes hojas otoñales de arces y plátanos, y los árboles se erguían ahora como oscuros y tétricos centinelas a lo largo de las grandes extensiones de las tierras de labor. Las cosechas habían sido recogidas y los campos estaban desiertos y solitarios; bajo la tenue luz del sol brillaba el hielo en el rastrojo, y negros cuervos picoteaban el suelo a poca distancia de las granjas y los edificios adyacentes.
Earl había visto todo eso mientras descendía en el coche por el valle en dirección a Crossroads, y la vista le resultaba deprimente. Por alguna razón le entristecía el otoño, con aquellas aves revoloteando en el gris del cielo y las hojas de los árboles girando vertiginosas y desvalidas en su descenso hacia el suelo inhóspito.
Una vez inscrito en el hotel, procedió a desempaquetar con rapidez y cuidado deliberados, intentando librarse de su depresión. Puso a un lado las camisas y los calcetines, colgó el abrigo en el armario y colocó en orden sus artículos de aseo en el armarito con espejo situado encima del lavabo. Hecho esto, paseó la vista alrededor del cuarto, haciendo inconscientemente un inventario: cama, dos sillas, paredes y techo blancos y limpios. Era una costumbre del ejército: no se sentía cómodo en un lugar nuevo hasta que llegaba a una especie de conclusión con respecto a él. La habitación le impresionó favorablemente; era limpia y agradable. Podía imaginar a un comerciante allí trabajando en sus cuentas o descansando en la cama después de una larga jornada conduciendo el coche. Cualquier persona podía pasar allí la noche: un hombre de negocios, una pareja en su luna de miel o un simple turista.
El permanente contacto con el lugar le consolaba y le ayudó a desterrar su melancolía. Se encaminó hacia la ventana y dirigió su mirada hacia el banco de Crossroads, un edificio de dos plantas anticuado, de ladrillo, con ventanas enrejadas y grandes puertas con pomos de latón. La habitación había sido escogida porque desde ella se veía el banco. Novak la reservó por teléfono dos semanas antes. El banco era tal como había dicho Novak, pensó Earl; un lugar antiguo en el que no existía ningún recelo y que uno podía abrir con un abrelatas.
La calle que se extendía bajo la ventana estaba animada por el tráfico: camiones, furgonetas y algún que otro coche deportivo que, vistos desde arriba, parecían escarabajos. Le gustaba el aspecto de Crossroads: los edificios de la calle principal sólo tenían dos o tres plantas, casi todos de ladrillo rojo, con ventanas y puertas enmarcadas de blanco. En una ferretería vio un despliegue de bellas escopetas y bastones relucientes con aplicaciones de plata. La ciudad presentaba un aspecto próspero, y la gente parecía adinerada.
Chaquetas de tweed, coches deportivos, chaquetas de polo de cachemir encima de pantalones y botas de montar… Todo poseía una elegancia sencilla y sin afectación. En el cruce, un grupo de adolescentes estaba charlando en la acera, riendo bajo la clara luz del sol. Las chicas parecían descocadas, con sus téjanos y sus colas de caballo, y los muchachos llevaban camisas de franela y chaquetas de tweed. Había un drugstore detrás de ellos y Earl esbozó una ligera sonrisa al mirarlo; era allí donde empezaría todo al día siguiente, pocos minutos después de las ocho de la tarde… Entonces cada uno pasaría a la acción con todos sus movimientos cronometrados al segundo.
Earl salió de su habitación y bajó un tramo de escalera en dirección a un pasillo con dos salidas: una de ellas daba al vestíbulo; la otra llevaba directamente a la calle. Esta disposición era esencial para el plan que habían elaborado, pues a las ocho de la tarde siguiente sería necesario salir del hotel sin pasar por el vestíbulo.
Earl salió a la acera, entró en el restaurante junto al hotel, tomó asiento al mostrador y pidió jamón, huevos y café a una camarera rolliza y rubicunda. Eran las diez menos cuarto y en el restaurante sólo había otros dos clientes: un camionero que tomaba con mucho apetito su desayuno y un hombre de mediana edad que leía un periódico y tomaba una taza de café. Pronto llegaría Burke, pensó Earl mirando su reloj. Se alojaba en un motel a un par de kilómetros de distancia, y después de aquel contacto se mantendría apartado de Crossroads. El hombre de color, Ingram, no debía llegar hasta la tarde del día siguiente.
Eran las diez cuando entró Burke, con las manos en los bolsillos de su abrigo y la cara amoratada por efecto del frío viento que soplaba en aquellos momentos. Ocupó el taburete al lado de Earl y se empujó un poco el sombrero hacia la frente.
—Vaya tiempo, ¿eh? A las seis de esta mañana parecía como si tuviese que nevar.
—Creo que efectivamente va a nevar —dijo Earl.
—Ya puede usted decirlo.
Burke sonrió a la rolliza y rubicunda camarera y pidió:
—Deme algo sustancioso. Tocino, huevos y unas tostadas, ¿de acuerdo?
Cuando la mujer volvía a la cocina, Burke miró a Earl.
—Me gusta este tiempo —dijo. Olía a whisky y también a una suave loción para después del afeitado—. Es un buen tiempo para trabajar. Le induce a uno a enzarzarse en cualquier cosa.
—Sí, tiene razón —aprobó Earl.
Estuvieron sentados en silencio hasta que los otros dos clientes se abrocharon las chaquetas y salieron a la calle. El restaurante, caliente y confortable, era un buen refugio contra el frío, y el aroma del café y los bollos azucarados se mezclaba agradablemente en el aire. Desde donde se hallaban sentados, veíanse el edificio del banco y la mitad de una manzana de casas de la calle principal de Crossroads.
—Una bonita ciudad pequeña —opinó Burke.
La camarera le sirvió el desayuno y él suspiró con delectación y cogió un cuchillo y un tenedor.
—Esto tiene muy buen aspecto —comentó.
—¿Quiere usted un poco más de café? —preguntó la camarera a Earl.
—No, así está bien.
—Volveré a la cocina, y si necesitan algo más, llámenme.
—De acuerdo.
Burke untó con mantequilla un trozo de tostada y lo removió dentro de una yema de huevo.
—Sí, es una pequeña ciudad muy bonita.
—¿Para qué quería usted verme?
—Oh… —Burke miró en dirección a la cocina, y luego se volvió hacia Earl—. Novak pasó ayer por el banco… Una última comprobación. Y ha habido un cambio. Tienen instalada una mesa petitoria de la Cruz Roja frente a la puerta de acceso al recinto donde trabajan los empleados. ¿Te imaginas? Tendrás que rodear esa mesa.
—¿Ha hecho usted un viaje sólo para decirme eso?
—Un pequeño detalle imprevisto podría perturbarte. ¿Sabes a qué me refiero? Uno espera verlo de una manera y, ¡zas!, de pronto lo encuentra cambiado. Eso podría desorientar a cualquiera.
—Procuraré estar tranquilo —dijo secamente Earl—. Me parece que es Novak el que se aturrulla.
—Él sólo quiere dejar bien atados todos los cabos. No te preocupes por él.
Burke miró por la ventana y algo le hizo sonreír.
—Si quieres preocuparte, preocúpate por ese individuo. Es de la competencia.
Frente a la entrada del banco había un hombre alto, de mediana edad, con el uniforme gris de la policía. A pesar del intenso frío, no llevaba guantes. Lucía un sombrero de soldado de caballería, con el barbuquejo negro bajado y con el ala ancha caída, proyectando sombra sobre sus facciones angulosas.
Era bastante corpulento, pensó Earl; medía más de metro ochenta y tenía los hombros anchos. Ahora, cuando Earl se volvió para mirar hacia la calle, observó que el agente tenía la mirada grave y una fuerte mandíbula. No parecía muy listo, pensó Earl, la expresión de su rostro no delataba a un hombre de reacciones rápidas o que se mantuviera alerta; sólo parecía empeñado en una especie de vigilancia testaruda. Los cabellos estaban encanecidos en las sienes y la piel era morena y áspera, como cuero curtido por la intemperie.
—Ahí lo tienes —dijo Burke—. Es la ley.
—Bueno, ¿y qué?
La confiada autoridad que se reflejaba en la actitud del policía le irritaba y encolerizaba. Miraba arriba y abajo con las manos en las caderas…
—No es más que un polizonte de una ciudad provinciana —comentó Earl.
—Tal vez —convino Burke, pero cerraba un poco los ojos al contemplar cómo el policía paseaba arriba y abajo de la manzana de casas—. Apostaría algo a que en esta ciudad no muere ni un gato ni un perro sin que él se entere. Parece un cazador, y eso hace de él un polizonte espabilado.
—Yo he cazado mucho —replicó Earl— y la caza no me ha espabilado.
—¿Te gustaba cazar?
—Algo había que hacer, eso es todo.
—Bueno, eso no es suficiente. A ese tipo le gusta cazar. Obsérvale.
Vieron al policía detenerse bajo la marquesina del cine y luego entrar en el vestíbulo, inclinándose un poco y escrutando el suelo con los ojos.
—¿Qué estará buscando? —preguntó Earl.
—Colillas, probablemente.
Earl sonrió.
—¿Es que no le pagan bastante para poder comprar cigarrillos?
—Hay en este estado una ley que prohíbe fumar en los cines —explicó Burke pacientemente—. Si encuentra colillas, sabrá que alguien está infringiendo la ley.
—Eso no parece muy importante.
—No lo entiendes. Esta noche, probablemente hablará con el empresario. Se adelantará a los problemas, antes de que surjan. Esto es ser espabilado.
Burke suspiró y se miró el dorso de sus manos anchas y fofas.
—Yo fui policía algún tiempo, ¿sabes? Casi ocho años.
—¿Le gustaba?
—Me gustaban la pistola y la insignia. Por eso a los individuos les gusta ser policías, supongo —dijo mirando a Earl con sonrisa irónica—. ¿Sabes una cosa? Cuando estaba libre de servicio solía ir a los bares en espera de que surgiera algún follón. Unos gamberros que se metieran con una camarera o unos borrachos alborotadores en busca de camorra, ¿sabes? —Volvió a suspirar, sin abandonar su leve sonrisa—. Me gustaba ver la cara que ponían cuando me abría la chaqueta y les dejaba ver la pistola.
—Si le gustaba ser policía, ¿por qué no continuó con ello?
—También me gustaban la buena ropa y el buen licor —aclaró Burke secamente—. Podía obtener un traje nuevo sólo haciéndole un favor a un individuo. Era fácil. —Se encogió de hombros—. La primera vez que me cogieron, el teniente me dio una oportunidad. La vez siguiente ya no transigió. —Burke hizo una pelota con su grasienta servilleta de papel y la dejó caer sobre el plato—. Ya lo sabes todo.
—Bueno, ahí viene otra vez su héroe —dijo Earl mirando por la ventana.
El policía estaba cruzando la calle en la esquina, cubriendo el trayecto con largas zancadas, pero su actitud era deliberada y no había indicio alguno de precipitación o urgencia en sus movimientos.
Burke tocó a Earl en el codo.
—Fíjate ahora en eso.
La ventana enmarcaba la escena: el tráfico, el edificio del banco y el alto policía cruzando rápidamente la calle.
—¿En qué debo fijarme?
—En los muchachos de la esquina.
Earl vio a tres muchachos parados en el cruce de las dos calles, con téjanos y cazadoras negras de cuero. Sonreían al mirar a una mujer joven que caminaba por la acera en dirección a ellos. Ella no se había fijado en los chicos, andaba pensando en sus propios asuntos, deteniéndose de vez en cuando ante los escaparates de las tiendas: una joven atractiva, con un traje de chaqueta de tweed y botas de color marrón. Era evidente que estaba embarazada; esto era lo que había despertado el interés de los mozalbetes. Uno de ellos se frotó el estómago significativamente, y sus dos compañeros se echaron a reír.
—Son unos golfillos —dijo Earl.
No le gustaban esas cosas. Burke le puso una mano sobre el brazo, al ver que se levantaba de su asiento.
—No te preocupes, no tienes necesidad de dejarte ver y llamar la atención. De todas formas, llegarías tarde.
El policía había llegado al lado de la joven, le sonrió y se tocó el ala del sombrero en un ligero saludo. Ella sonrió y le dijo algo, todavía sin darse cuenta de la presencia de los chicos que la miraban con impertinencia desde la esquina.
El agente acortó el paso, acomodándolo al de ella, y juntos pasaron por delante de los muchachos, conversando tranquilamente hasta llegar al semáforo. Allí el policía se despidió de la mujer con una sonrisa mientras ella cruzaba la calle y entraba en la siguiente manzana de casas. Sólo cuando se hubo perdido cíe vista la mujer, el policía se volvió a mirar a los chicos, con sus grandes manos apoyadas en las caderas.
Era evidente que no necesitaba decir nada; los muchachos rehuían sus ojos, mirando con aire estúpido arriba y abajo de la calle. Finalmente, todos juntos dieron media vuelta y echaron a correr, marcando con los talones un rápido y nervioso ritmo en la acera.
—¿Por qué no ha hecho nada? —preguntó Earl.
—Lo ha hecho —respondió Burke poniéndose en pie—. Ha impedido que surgiesen problemas. Nada importante, pero que podía haber molestado a la mujer y puesto en evidencia a los muchachos. Cierta agitación en el vecindario, alguna mala impresión en derredor… Eso fue lo que él impidió. Así es como se gana su pasta. —Cogió unos cuantos palillos de una taza de porcelana que había en el mostrador—. No te preocupes por él, muchacho. No se interpondrá en nuestro camino.
—¡Diantre! ¿Quién es el que se preocupa? —protestó Earl.
Aún sentía un frío antagonismo contra el corpulento policía; había en él, pensó, algo que le resultaba familiar, aunque estaba seguro de no haberlo visto en su vida.
—Encárgate de pagar la cuenta —dijo Burke—. Mañana por la noche te devolveré el importe.
Sonrió y dio a Earl una palmadita en el hombro.
—Para entonces espero cobrar algo de pasta…
Diez minutos más tarde, Earl salía en coche de Crossroads por la carretera principal, tomando buena nota de todos los cruces y mojones. Era un experto en esta clase de cosas; su instinto de orientación era muy preciso y tenía una excelente memoria para el terreno. En el ejército había sido capaz de guiar a su pelotón a lo largo de muchos kilómetros sin desviarse más que uno o dos grados de la ruta. Era como un buen perro cazador, con una brújula en su interior para mantener en la nariz el olor de la presa.
Earl pasó dos horas siguiendo la red de polvorientos caminos que discurrían sinuosos a través de las onduladas tierras de labor en torno a Crossroads. A la información general que había recibido de Novak, añadía detalles, fruto de sus propias observaciones: rodeos, atajos y caminos sin salida; todo lo iba anotando y midiendo, conservándolo en la memoria para una posible necesidad. Dos veces regresó a Crossroads y partió de nuevo desde la esquina del edificio del banco, planeando rutas alternativas de escape para ajustarse a cualquier emergencia concebible. Incluso comprobó las calles del pueblo, sabiendo que las necesitaría en caso de que se vieran atrapados por un atasco del tráfico o un embotellamiento en la carretera.
Este trabajo le hacía sentirse importante; parecía estar realizando una misión muy seria.
A las dos se detuvo para repostar en una estación de servicio en la carretera principal, a algunos kilómetros de Crossroads. Le dijo al chico que llenase el depósito, y él se apeó del coche para comprobar qué tiempo hacía. El sol se había ocultado bajo las nubes y el cielo estaba oscuro por el oeste. Empezaba a caer una fría llovizna, y un recio viento agitaba los árboles sin hojas. Pero ahora la tristeza del paisaje no le deprimía. Los oscuros campos y las bandadas de gansos que se elevaban a gran altura en forma de «V», hacia el sur, contra el cielo encapotado, por alguna razón parecían mitigar la soledad que embargaba a Earl.
El empleado de la gasolinera silbó y dijo:
—Muchacho, éste es un buen coche. No impresiona su aspecto, pero marchará, apostaría cualquier cosa.
Earl se volvió y vio que el chico había levantado el capó y estaba contemplando con admiración el motor.
—Yo te dije que sólo quería gasolina —le recordó Earl, con un punto de irritación en sus palabras—. Vuelve a bajar en seguida el capó. Tengo prisa.
—Claro, claro, yo no sabía… —El muchacho tenía unos dieciocho o diecinueve años, la cara franca y la expresión confiada, pero la cólera que percibió en la voz de Earl hizo subir el color a sus mejillas—. Yo sólo iba a comprobar el aceite y el agua. Forma parte de nuestro servicio regular.
—No te preocupes por el servicio regular.
Earl se dio cuenta de que se estaba comportando de un modo estúpido, marcando aquel incidente en la memoria del muchacho. Era un detalle pequeño, pero podía acarrear consecuencias graves; Novak le había dicho explícitamente que no repostase cerca de Crossroads.
—Siento mucho haber sido brusco contigo —dijo, intentando sonreír—, pero tengo prisa.
—Supongo que debí habérselo preguntado. Pero es un coche bonito. —El chico recobró la sonrisa—. Compresor, carburadores especiales… Apostaría a que corre mucho.
—Tengo recorridos muchos kilómetros —dijo Earl. Tomó el cambio y dio al muchacho una propina—. Ahorrar tiempo significa ahorrar dinero.
El chico sonrió y dio una ligera palmada a la chapa del coche.
—Creo que este coche no tendrá dificultad en tomar parte en esos deportes extranjeros.
—Sí, va muy bien —confirmó Earl.
Despidióse del muchacho saludándole con la mano y emprendió el regreso a Crossroads. No era algo demasiado grave, pensó. Muchos comerciantes llevaban buenos automóviles. Y su explicación había sido rápida y convincente. «Ahorrar tiempo significa ahorrar dinero». El muchacho habría comprendido, y esto no le daría pie para ir chismorreando por ahí…
Earl pasó por el lado del banco de Crossroads y miró su reloj. Las dos y media, pero no tenía hambre. Decidió tomar la ruta de escape antes de parar a almorzar. Saliendo despacio del bordillo de la acera, trató de imaginar cómo sería al día siguiente: de noche, para empezar, el negro y Burke sentados detrás de él y el coche a toda velocidad. Bajó por la calle lateral bordeada de negros árboles y viró a la izquierda en el segundo cruce. Después de pasar junto a media docena de manzanas de casas, llegó a una zona de edificios destartalados, con patios llenos de barro y negros caminando por las aceras. Otro kilómetro y se encontró en el campo, viajando por una carretera de dura superficie que discurría entre prados y chopos. Allí pondría el coche a toda marcha, en aquella extensión de nueve kilómetros. Pisó el acelerador y la aguja osciló suavemente hacia ochenta, luego hacia noventa y cinco y siguió hacia ciento quince, gimiendo el motor ligeramente con el tremendo aumento de fuerza. Earl reía mientras la fría lluvia humedecía su cara a través de la ventanilla abierta y los negros árboles desfilaban a gran velocidad.
Al otro día por la noche pasaría por aquel mismo lugar casi al doble de esa velocidad, añadiendo, con cada segundo que pudiera ahorrar, un precioso margen de seguridad a su escapada. Esto formaba parte del plan de Novak: el potente automóvil y la recta carretera, combinación que los llevaría con rapidez más allá de cualquier bloqueo que pudieran formar los policías del estado.
Earl aminoró la marcha cuando llegó a un enorme granero ennegrecido por la lluvia, a la derecha de la carretera. Allí les estaría esperando Novak en el sedán. El cambio de coches sería cuestión de segundos. La furgoneta entraría en el granero vacío y quedaría escondida en el interior de un viejo silo; tal vez tardarían días en descubrirla. Pasarían al sedán, el negro al volante, con chaqueta de chófer y gorra de visera, Earl y Burke con abrigos y sombreros que Novak había comprado en Filadelfia. Enfilarían la carretera principal unos dos minutos después de abandonar el banco de Crossroads. En cuestión de unos cuantos minutos más, estarían a salvo, deslizándose suavemente en dirección a Baltimore, varios kilómetros más allá del área del bloqueo de carreteras.
Earl pasó por delante del granero y giró hacia un camino que llevaba fuera de la carretera, adentrándose sinuosamente en la campiña. Se relajó y encendió un cigarrillo, disfrutando de la fuerza suave del coche bajo sus manos instintivamente eficaces. Al cabo de un rato, llegó a un campo abandonado en el que los pastos habían crecido desmesuradamente, llenos de cardos. Los postes de las vallas colgaban podridos e inservibles sobre trozos herrumbrosos de alambre de púas.
Paró el coche y se apeó en un camino cenagoso, mirando a su alrededor con una leve sonrisa en el semblante. Le gustaba aquel aspecto rudo y abandonado de la zona; allí había mucho que hacer, un trabajo duro. A su alrededor reinaba un grave y profundo silencio, interrumpido sólo por la lluvia y, ocasionalmente, por el grito de unos pájaros en un grupo de árboles que se elevaban como una mancha negra en el horizonte. Se tapó la garganta con la bufanda y fue bajando por el camino, gozando con el aire fresco y húmedo que le daba en la cara. Se percató de que estaba oscureciendo, aunque eran poco más de las tres. Unos pocos espacios plateados brillaban entre el gris del cielo, y parecía como si los pájaros se dispusieran a recogerse para pasar la noche en sus nidos.
Pero a Earl no le importaba la fría y solitaria aproximación del atardecer; se sentía relajado y animado. Pensaba en Lorraine. Se le ocurrió la idea de que su problema se debía a que tenían que vivir en la ciudad, encerrados en una pequeña jaula sin otra cosa que mirar más que muchas otras pequeñas jaulas. Dependiendo de docenas de personas extrañas para sus necesidades de alimentos, bebida y ropa: tenderos, chicos de reparto, fontaneros, gente sin la cual se encontraría uno desvalido.
En lo alto de un promontorio, extendió la vista por encima de un prado que se extendía ondulante como un mar vago y etéreo bajo bancos de niebla suaves y nacarados. Había una casa de piedra en el prado, casi escondida por grandes y negros arces y robles. De no haber sido por el leve penacho de humo que salía de la chimenea, el lugar habría parecido desierto; no había perros por allí, y las puertas del viejo granero se movían por efecto de las ráfagas de viento.
Earl encendió un cigarrillo y arrojó la cerilla a la fría agua que discurría por la zanja al lado de la carretera. Entonces se detuvo y contempló la casa. Sintió que sus fragmentados pensamientos se fundían en una confiada y única idea: después del golpe del banco, él y Lorraine podrían alejarse de la ciudad y buscar un viejo lugar con alguna buena tierra a su alrededor. Él labraría el campo. En alguna parte había leído que el gobierno distribuía toda clase de libros y folletos sobre la erosión del suelo, la rotación de las cosechas y cosas así. Él podía leer todo aquello, pensaba. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, no era tan tonto. Sabía manejar un hacha y entendía de herramientas. Y lo que Lorraine sabía de alimentos resultaría muy oportuno. Podría cosechar fruta y verduras de un huerto y hacer conservas para el invierno.
Vivirían solos, libres como el aire, sin depender de nadie. Podrían pasar sus veladas con una bebida o dos frente a un fuego de leña, riendo al ver la nieve y soplar el viento junto a sus ventanas. Ya no tendría que preocuparse por el señor Poole y el bar. No habría ninguna preocupación en absoluto.
Cuando volvía al coche, un viejo mastín pasó por debajo de la valla y trotó inquisitivamente detrás de él. Earl se detuvo y acarició su cabeza, sonriendo al ver cómo meneaba la cola cariñosamente. El perro estaba allí completamente solo, pensó Earl. Tal vez habría recorrido aquella jornada treinta kilómetros persiguiendo conejos y ardillas como un loco. El perro le siguió ansiosamente hasta el coche y Earl se acordó de que tenía medio bocadillo de salchichón en la guantera. Se echó a reír y dijo: «Tengo una cosa para ti, muchacho», y la cola del perro se movió por la emoción que había en su voz. Dio de comer al perro y luego le sacudió cariñosamente la gran cabeza con ambas manos.
—Está bueno, ¿eh? Tan bueno como un conejo, si tienes hambre.
Cuando se hubiesen trasladado al campo, tendrían perros, pensó Earl. Perros cazadores, listos y trabajadores, no perros mimados y caseros echados a los pies de Lorraine todo el tiempo.
—Bueno, ya está bien —dijo, dando una última fuerte sacudida a la cabeza del perro—. Ahora es mejor que vuelvas a tu casa y te den de cenar.
Pero el perro no quería que él se marchase; se arrimaba a las piernas de Earl e intentó subir al coche cuando él abrió la portezuela. Finalmente, cogió un puñado de barro y levantó el brazo en un gesto de amenaza. «¡Que te pego!, ¡que te pego!», gritó y el perro se alejó de él, con el rabo entre las piernas. Huyó con toda rapidez, volviéndose de vez en cuando para mirar a Earl con ojos tristes. «Está asustado —pensó Earl, contemplando cómo el can se alejaba por el camino cenagoso—. Alguien tiene que haberle pegado o atado o haberle hecho pasar hambre. Así es como se les educa».
Earl se sacudió de las manos las migas del bocadillo y subió al coche. Se sentía irritado sin saber por qué; probablemente se debía únicamente a que tenía hambre, pensó.
Media hora más tarde se hallaba de regreso en Crossroads. Entró en el restaurante junto a su hotel y pidió café y un bocadillo de rosbif. El lugar era caliente y confortable, con las intensas luces del techo contrastando con la escasa claridad que, a causa de la lluvia, reinaba al otro lado de las ventanas.
Estaba sirviendo la misma camarera rubicunda. Sonrió al ver el abrigo de Earl empapado y le dijo:
—Se ha mojado, ¿verdad?
—No he podido evitarlo —respondió él.
—El café le sentará bien. ¿Cómo quiere el rosbif? ¿Poco hecho?
—Sí, eso es; poco hecho.
Earl encendió un cigarrillo y miró por los cristales mojados a causa de la lluvia en dirección al banco. Las luces estaban encendidas y vio a una mujer trabajando en la caja, frente a las puertas. Sería como al otro día por la noche, pensó: cajeros y escribientes haciendo sus cuentas para el fin de semana, sin preocuparse por nada que no fuese un centavo que faltase aquí o allá.
Earl se hallaba interesado en observar el estado de sus propios nervios. Había tenido miedo de que la espera fuese la peor parte de aquel trabajo; mientras estaba pendiente del tiempo, solía volverse inquieto e impacientarse. Pero se sentía bien, relajado y cómodo, saboreando el café caliente y la cálida y apacible tranquilidad del restaurante. Al día siguiente no se movería de la habitación del hotel, manteniendo los ojos fijos en el banco y esperando que hiciese su aparición el hombre de color. Entonces habría terminado la espera.
Oyó que se abría la puerta detrás de él y sintió una ráfaga de aire en la nuca. Al volverse vio que acababa de entrar el alto sheriff, sacudiéndose el agua de su sombrero de ala ancha. Los cabellos del policía eran cortos y negros, plateados en las sienes, y su chaqueta gris olía limpiamente a frío y a lluvia. Al aproximarse al mostrador, Earl sintió el impacto de aquel hombre. Había en él una sólida seguridad, una confianza sin esfuerzo que ya había observado en algunos oficiales: la autoridad era un hábito en aquellos hombres, un derecho que se otorgaban a sí mismos y que ejercitaban sin el más ligero asomo de duda. No esperaban ser obedecidos; sabían que lo serían…
La camarera sonrió y dijo:
—Hola, sheriff, ¿de dónde viene toda esta lluvia? —Le sirvió una taza de café—. ¿Quiere un trozo de tarta o alguna otra cosa?
—No, solamente café, Millie.
La camarera continuó hablando del tiempo mientras el sheriff iba tomando el café caliente a pequeños sorbos. No cabía interpretar su silencio como indiferencia, pero dio a Earl la impresión de que no le entusiasmaban las conversaciones banales.
Earl le observaba con el rabillo del ojo. El sheriff estaba sentado, firme como una roca, con los codos sobre el mostrador, la taza de café escondida en sus grandes manos, escuchando las teorías de la camarera sobre el tiempo, con una expresión de cortés atención en su alargado rostro. La viva luz procedente de arriba hacía brillar el negro cordoncillo de las mangas de su chaqueta, y se quebraba en el metal de la culata del cuarenta y cinco que llevaba en la cadera. Era más alto de lo que Earl había pensado, corpulento, con cuerpo y manos robustos que parecían hechos para cualquier clase de trabajo o de problema. «El amo del pueblo —pensó Earl con cierta amargura— que no habla y está lleno de secretos». Volviéndose ligeramente, estudiaba el perfil impenetrable del policía y veía la manera cómo la piel morena se extendía a través de su cara, como el cuero de un escudo. Se sentía confuso e irritado mientras miraba al sheriff. «No me asusta», pensó, tratando de reavivar en sí su anterior confianza. Pero no lo conseguía…
El hecho de que el hombre no le mirase siquiera resultaba exasperante; y él sentía una extraña e ilógica necesidad de llamarle la atención. Podía saludarle con la cabeza o decirle hola, pensaba. Eso no le mataría… Pero, a pesar de este sentimiento, tenía también la maliciosa idea de que el sheriff era consciente de su presencia, al fin y al cabo, y de que estaba sacando ciertas silenciosas conclusiones con respecto a él.
Quizá se había dado cuenta de que se pasó el día entrando y saliendo de Crossroads en coche, yendo de aquí para allá sin ningún propósito evidente. O tal vez hubiese visto a Burke sentado con él por la mañana, los dos con la mirada fija en el banco…
Se preguntaba qué debía hacer. No sería inteligente llamar la atención del sheriff, pero también podría ser estúpido quedarse allí sentado y dejar que siguiera especulando sobre él. El problema ponía sus nervios en tensión. ¿Por qué no había previsto Novak una situación así? Él era el cerebro de la operación. Pero por debajo de la confusión y la preocupación de Earl había una necesidad casi inconsciente de ser algo a los ojos del sheriff. La estólida indiferencia del hombre le molestaba más que cualquier otra cosa.
Aprovechó un momento en que la camarera le miraba, para decirle:
—Haga el favor de ponerme otro café.
Cuando ella volvía a llenarle la taza, él sonrió y dijo:
—Hay unos campos muy bonitos por los alrededores.
—Bueno, eso es cuando hace buen tiempo.
—He salido a mirar unas tierras de labor y me he quedado empapado. Desde un coche no puedes hacerte una verdadera idea de una propiedad.
—¿Le interesa a usted la agricultura?
Earl se echó a reír y dijo:
—Bueno, pues no lo sé. Pero últimamente he cobrado algún dinerillo y me imaginé que podría invertirlo en algo sólido. De todas formas, estoy cansado de vivir en una gran ciudad.
—No le censuro por ello. Yo a veces voy a Filadelfia de compras, pero con unas horas ya tengo suficiente.
—Es lo que me pasa a mí. —Earl sonreía a ella, pero miraba de reojo al sheriff. Esto pondría fin a sus especulaciones, pensó—. De modo que he pensado hacer un cambio. Uno siempre puede ir a la ciudad un rato, si quiere.
—¿En qué le agradaría emplear las tierras?
—Bueno, quizá en la cría de ganado. Ovejas o toros. Quizá un rebaño de vacas lecheras, si puedo encontrar precisamente lo que quiero.
—Tendría usted que hablar con Dan Worthington; es el corredor de fincas más importante de por aquí.
—Lo haré, pero primero me gustaría tener mi propia impresión sobre las cosas.
—Eso parece una buena idea. La mayoría de las personas se lanzan a actuar demasiado deprisa, si me permite que se lo diga.
Earl se alegró del comentario de la mujer; eso daría al sheriff la imagen de un individuo serio y sensato, que no se dejaba engañar.
El sheriff puso sobre el mostrador una moneda de diez centavos de dólar y se levantó.
—Hasta luego, Millie.
Sin mirar a Earl, se ajustó el barbuquejo y abandonó el restaurante. Earl le siguió con la mirada, con el cigarrillo a medio camino de sus labios.
—Es el amo de por aquí, ¿verdad?
La camarera sonrió y movió la cabeza.
—Nadie piensa nunca así del sheriff Burns. Él es sólo… —Hizo una pausa y se encogió de hombros, un poco confusa al advertir un destello de ira en los ojos de Earl—. Bien, cualquier persona que esté en un apuro piensa en él antes que en nadie.
—Un tipo simpático, ¿eh?
El calor que percibía en la voz de la camarera le irritaba. Mirando hacia las claras luces amarillas del banco, empezó a tamborilear incesantemente con los dedos sobre el mostrador. De pronto, se alegró de que se dispusieran a dar el golpe en la apacible pequeña ciudad de aquel sheriff.