Poco después de las nueve de la mañana siguiente, John Ingram entró despacio en el vestíbulo del hotel en el que se alojaba Novak. Era un hombrecillo delgado, de unos treinta y cinco años, con un abrigo de color gris perla, zapatos negros relucientes y un sombrero gris de ala corta que llevaba ladeado sobre la frente. Había un ritmo de bailarín en sus pasos ligeros y seguros y en los movimientos fáciles y balanceados de su cuerpo. Andaba como si estuviera escuchando una banda militar: la cabeza hacia atrás, rectos los hombros y taconeando rítmicamente al pisar el suelo del vestíbulo del hotel.
Ingram era un negro de ojos color pardo oscuro, vivos pero algo cautelosos, y piel de un tono café con leche. Su pequeña cara tenía cierta expresión zorruna, y un lindo bigotito acentuaba su aspecto de habitante de una gran ciudad, pero en conjunto su personalidad no revelaba sagacidad ni arrogancia; parecía más alegre que inteligente, como si se hubiera disfrazado para un baile de máscaras y él mismo se diera cuenta de que su atuendo constituía una manifiesta contradicción con su verdadera condición en la vida.
Cruzó con paso ligero el vestíbulo y entró en un ascensor vacío. El ascensorista, un hombre también de color, le miró con curiosidad pero no dijo nada. Cuando entró una mujer blanca, gorda y de mediana edad, Ingram se apartó hacia la parte posterior de la cabina y se quitó obsequiosamente el sombrero.
La mujer hizo como si no se diera cuenta de este gesto. Miró a través de Ingram y ordenó al ascensorista: «Séptimo, por favor», con voz fría e indiferente.
Ingram, con ancha y obsequiosa sonrisa, dijo:
—Quisiera ir al piso diez, por favor, muchacho.
Sus maneras eran una parodia de falsa conciliación; una risita defensiva hacía vibrar y rizar la lisa superficie de su voz y la inflexión de la frase subía y bajaba como en una especie de canturreo de disculpa.
El ascensorista le miró fijamente, con un brillo de advertencia en sus ojos.
—¿Vamos al décimo?
—Sí, al décimo, por favor.
Ingram ladeó la cabeza, sonriendo untuosamente a la mujer blanca, la cual tenía los ojos clavados en un espacio de la pared del ascensor del que se había desprendido la pintura. Parecía sentirse incómoda; tenía coloradas las mejillas y sus labios estaban apretados formando una línea fina que denotaba exasperación. Cuando se abrió la puerta del séptimo piso, se apresuró a salir, y el contoneo de sus anchas caderas sugirió un punto muerto de reacción emocional entre la confusión y la indignación.
El ascensorista cerró la puerta y volvió los ojos hacia Ingram, sin hacer movimiento alguno para poner en marcha el ascensor.
—Veamos, ¿a quién conoce usted en el piso diez? —preguntó con voz tranquila.
—A unos amigos de mi padre —dijo Ingram, haciéndole un lento y misterioso guiño—. Unos viejos amigos. Papi era todo un carácter. Pertenecía a todos los mejores clubs: Shell-Share-The-Road Club, William’s-After-Shave Club… Era prácticamente un miembro privilegiado. De modo que, muchacho, vamos para arriba.
El otro sonrió y luego se echó a reír, haciendo arrancar el ascensor.
—Tú también eres todo un carácter, me parece. Pero aquí tienes que andar con cuidado. Aquella señora estaba preocupada. Éste no es un sitio para actuar como un negrito en una plantación de azúcar y dejar confusas a las personas.
Cuando el ascensor se detuvo en el piso décimo, Ingram le dio un golpecito en el hombro y dijo:
—No te burles de la ley, muchacho, ¡intégrate!
En el desierto pasillo, Ingram se encaminó con paso rápido hacia la habitación de Novak, pero después de haber dado media docena de zancadas, retardó la marcha en un esfuerzo para poner en forma sus nervios; su aire de atenta confianza se estaba esfumando, desapareciendo en el corrosivo temor que recorría su cuerpo. Se sacó el pañuelo del bolsillo de la camisa y se secó las gotas de sudor que perlaban su frente. «Tienes que relajarte —pensó, un tanto desesperadamente—; ríe y habla, mantén el oído alerta. Procura averiguar todo lo que sabe ese hombre…».
Estirando los hombros, volvió a colocar el pañuelo en el bolsillo y se ajustó su traje azul de buena calidad. Al acercarse a la puerta de Novak, configuró una discreta y leve sonrisa: ésa era la armadura de una conciliadora cortesía que, generalmente, le protegía de desaires y condescendencias. La postura era también un arma: podía exagerarla en caso necesario, ensanchando la sonrisa y acentuando los obsequiosos movimientos de la cabeza, hasta que sus maneras se convertían en una risible caricatura de humildad temerosa. Esto trastornaba a los blancos por alguna razón; generalmente provocaba en ellos reacciones tontas y pretenciosas, convirtiéndoles en partícipes inconscientes del irónico comportamiento de Ingram. Lo cual le procuraba alguna satisfacción; no mucha, pero sí alguna.
Sombrero en mano, llamó con los nudillos discretamente a la puerta de Novak. Cuando oyó pasos dentro de la habitación, el temor empezó a circular por su cuerpo en pequeñas y frías sacudidas. «Tranquilo, tranquilo», pensaba, preparando la sonrisa en sus labios.
El saludo de Novak no le dijo nada en absoluto. Se estrecharon las manos, Novak le hizo pasar y le presentó a un hombre grueso y de cara colorada llamado Burke, que parecía un luchador de peso pesado retirado a causa de la bebida.
—Encantado de conocerte, Johnny —dijo Burke, tendiéndole una mano gruesa y carnosa.
Ingram sintió que su tensión iba desapareciendo; las cosas parecían ir bien, con naturalidad.
—Siéntate y ponte cómodo —le invitó Novak, encendiendo un cigarro puro. Llevaba una camisa deportiva de seda blanca y el espeso vello negro de su pecho aparecía como una tiznadura bajo el transparente tejido—. ¿Cómo van las cosas?
—Bien, señor Novak.
Ingram estaba sentado en el borde de una silla, sonriendo con cautela. Burke cogió su sombrero y anunció:
—Bueno, yo bajo a buscar el periódico. Hasta luego, Johnny.
Ingram se levantó rápidamente.
—Así lo espero, señor Burke.
—Yo también —dijo Burke, dirigiendo a Novak una leve sonrisa.
Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, Novak fue a sentarse en el borde de la cama y se recostó un poco, rodeando con las manos una de sus rodillas y sosteniendo el cigarro en la comisura de sus labios. Miró fijamente a Ingram por espacio de unos segundos, sin expresión alguna en su cara ancha y morena.
—Bien, ya sabe usted por qué estoy aquí —empezó Ingram, haciendo con las manos un pequeño movimiento de impotencia—. Podríamos hablar de negocios, ¿verdad, señor Novak?
—Necesitas dinero. Vale seis mil dólares. Es mucho dinero, Johnny.
—Pero usted sabe que lo necesito. Le daré a usted el interés que me pida, señor Novak. —Ingram sacó de su bolsillo el pañuelo y se secó la barbilla y la frente—. Usted sabe que lo necesito. Y no puedo hacer desembolsos regulares para el préstamo, éste es el problema. No consideran a un jugador como si tuviera un empleo fijo.
—Pero yo no estoy en el negocio de los empréstitos, Johnny.
—Ya lo sé, señor Novak —dijo Ingram sonriendo ligeramente—. Pero nos conocemos hace tiempo y usted sabe que soy de fiar. Ponga las condiciones y cualquier cosa que usted diga estará bien. El veinte por ciento, el treinta, me da lo mismo.
Se dio cuenta de que su voz se volvía chillona, elevándose como la de una chica asustada. Con un esfuerzo, consiguió dominarse.
—Bueno, ¿qué responde usted, señor Novak? ¿Puede usted sacarme del apuro?
—¿Para qué necesitas el dinero?
—Un montón de deudas y facturas que dos indios corpulentos no podrían abarcar con las manos —explicó Ingram. La mentira salió fácilmente, acompañada de una tímida risita; aquel negro tonto e imprudente decidió que ése era el mejor método que debía emplear—. Nunca pude entenderme con los impuestos y los talonarios de cheques y todas esas cosas. Y cuando murió mi madre, me encontré con un montón de deudas. La gente me está hostigando un poco y quisiera quitarme de encima los acreedores. Usted sabe que soy de fiar, señor Novak. Tengo muchas cosas que usted podría tomar como garantía: una cámara fotográfica, un buen aparato de alta fidelidad, y…
Novak meneó la cabeza.
—Yo no quiero esas cosas, Johnny; no soy ningún prestamista.
—¿Quiere usted aceptar un pagaré, entonces? ¿Lo quiere, señor Novak?
—Depende. Ante todo, vamos a poner las cosas en claro, ¿no?
Novak se levantó y empezó a prepararse una bebida en el aparador. Johnny torció su cuerpo en la silla para mirarle con ojos muy abiertos, asustado.
—¿Qué quiere usted decir, señor Novak? —preguntó con voz ronca—. Le digo la verdad, se lo juro.
—Puedes ahorrarte las palabras. —El tono de Novak era irritado. Volvió a sentarse y miró fijamente a Ingram en medio de un profundo silencio—. Estás en un apuro —dijo al fin—. De modo que… vayamos al grano.
—Le juro por Dios…
—Tienes un problema con Tenzell —le interrumpió Novak, y su voz cayó fríamente a través de la débil protesta de Ingram—. Diste un talón sin fecha a Billy Turk por seis mil dólares. Y él se lo vendió a Tenzell con un descuento del veinticinco por ciento. Ahora Tenzell quiere el dinero, ¿verdad? Ahora…, esta noche.
Ingram se humedeció los labios.
—¿Quién se lo ha dicho, señor Novak? ¿Lo sabe toda la ciudad?
—No te importe saber quién me lo ha dicho. Es cierto, ¿verdad?
—Sí, es cierto —reconoció Ingram, moviendo tristemente la cabeza—. No debí intentar engañarle a usted. Estoy en un gran apuro, señor Novak. Si no consigo esa pasta, no sé lo que me va a suceder.
Novak esbozó una ligera sonrisa.
—Yo te lo puedo decir, Johnny. Algunos de los muchachos de Tenzell te van a dar una terrible paliza. O más de una o de dos… Es lo mejor que te puede suceder; creo que lo sabes. Si Tenzell llega a enfurecerse, estás perdido. Kaputt.
Ahora que se había descifrado el enigma, Ingram se sintió invadido por una profunda lasitud.
—¿Puede usted ayudarme a salir de esto, señor Novak? Ya le pagaré. Usted lo sabe.
Novak se levantó y se encaminó lentamente hacia las ventanas, con el cigarro entre los dientes y haciendo girar el vaso entre sus grandes manos.
—Tal vez. Pero es mucho dinero.
—Lo sé… Haré con usted el trato que usted quiera.
Novak miró por la ventana hacia la clara luz del sol, que bañaba los lados de los edificios de la ciudad y se extendía por las calles. En el cielo azul, un avión cuatrimotor brillaba como una diminuta cruz de plata.
—Va a ser una operación con compensación —dijo, volviéndose a mirar a Ingram—. ¿Entendido? Yo te prestaré la pasta. Pero necesito alguna ayuda de tu parte. ¿Te parece bien?
—Claro, que sí —accedió Ingram, sonriendo ansioso—. Le estoy muy agradecido, señor Novak. Haré cualquier cosa si me saca usted de este atolladero. Usted lo sabe.
—Muy bien. —Novak volvió a sentarse en el borde de la cama—. Estoy planeando un trabajo, Johnny. Un trabajo en un banco. Y necesito un individuo de color para que el trabajo funcione. Ése eres tú, Johnny.
Ingram trataba de sonreír, pero no podía; se sentía sin peso y vacío, consumidas sus entrañas por el miedo.
—Usted bromea, señor Novak. Usted está bromeando conmigo.
Los ojos de Johnny tenían una mirada fría.
—Yo no bromeo con nadie, Johnny. Y Tenzell tampoco. Piénsalo.
—Pero yo jamás he hecho una cosa así, señor Novak. Yo… yo no tengo agallas para eso.
—No hacen falta agallas. Cuento con otros muchachos que sí las tienen. Es tu piel lo que estoy comprando, nada más.
—Señor Novak, usted se equivoca —protestó Ingram moviendo la cabeza desesperadamente—. No soy un jugador de cartas, sólo un ciudadano corriente. Usted no puede pedirme que haga un trabajo así.
—¿Es esa tu respuesta?
—¡Espere, por favor, espere! Estoy asustado…, estoy asustado, señor Novak.
—¿De Tenzell? ¿De mí?
—Déjeme que lo piense un momento. Por favor, señor Novak.
—Claro, tómate tu tiempo. Es un trabajo importante y seguro, si te interesan los detalles. Y recibirás una parte del botín. Piénsalo bien. Es mejor que andar por ahí temiendo recibir una paliza.
Ingram sonrió nerviosamente y encendió un cigarrillo, aspirando profundamente el humo hacia el interior de sus pulmones.
—Sí, desde luego…
Si su madre viviera, sería distinto, pensaba desesperadamente; no más fácil, pero sí distinto. Durante mucho tiempo, cuidar de ella fue todo cuanto le importaba. Había tomado todas sus decisiones teniéndola a ella en mente; haciendo que estuviese cómoda, jugando a cartas con ella, procurando que hubiese abundancia de comida en la casa y se pagasen todas las facturas. Aquéllas fueron sus primeras consideraciones. Quiso que gozase de comodidad y tranquilidad en sus últimos años, libre para mantener sus antiguas amistades, para ir a la iglesia y vivir la clase de vida respetable que a ella tanto le gustaba. El asunto de Tenzell sería diferente si ella viviese todavía. No dejaría que le pasara nada, aunque tuviera que robar el dinero. Si ella viviese, aceptaría la oferta de Novak sin pensarlo un segundo. El sólo quería el bien y la paz para su madre. Pero ahora se trataba solamente de él, y así era más fácil tener miedo. Sin embargo, ¿por qué había de tenerlo? «¿De qué estoy asustado?». Las preguntas corrían rápidas como ratas a través de su mente. Podía huir de Tenzell, huir de la ciudad. Pero acabarían cogiéndole. No iban a matarle de un balazo, eso era lo que le aterraba hasta ponerle enfermo: irrumpirían en su habitación una noche oscura o le pillarían en una callejuela, y no hay que decir lo que le harían…, cómo disfrutarían riéndose de él. Le espantaba pensar que pudieran darle una paliza: era un temor antiguo, que le había acompañado toda su vida.
Se abrió la puerta y entró Burke con el periódico de la mañana bajo el brazo. Dirigió una mirada interrogadora a Novak y éste dijo:
—Bien, ¿qué hay de eso, Johnny? ¿Te decides de una vez? Estamos perdiendo el tiempo. ¿Quieres o no que te quite a Tenzell de encima?
Ingram trató de sonreír, pero el esfuerzo sólo consiguió estirarle la piel encima de sus pómulos.
—Estoy a su disposición, señor Novak.
—Ah, ¿sí? —fingió sorprenderse Burke—. ¿Qué ha sucedido, Johnny?
—Johnny acepta trabajar con nosotros —anunció Novak—. Éste era el trato, que fuésemos cuatro. Ahora, vamos a trabajar.
—Bien, bebamos algo para celebrarlo —propuso Burke—. ¿Qué tomas tú, Johnny?
—Prepárale algo ligero —dijo Novak—. Tenemos algo que hacer.
—Claro, claro.
Cuando Burke se volvió para encaminarse hacia el aparador a preparar las bebidas, sonó el teléfono. Novak cogió el auricular.
—Diga. Ah, sí. Sube, Tex. Te estamos esperando.
—¿Tex? —se extrañó Ingram enarcando las cejas y sonriendo ligeramente—. Parece como si me estuviera moviendo en la alta sociedad.
—Es un chico estupendo, ya lo verás. No te preocupes.