2

Después de abandonar el hotel en el que se alojaba Novak, Earl deambuló sin rumbo por las concurridas calles durante una hora, más o menos, molesto por su soledad e irritado por el ruido de la urbe, pero sin ganas de volver al vacío apartamento. Lorraine aún tardaría un par de horas en llegar y a él no le apetecía estar allí solo mirando la televisión. Quizá esa noche aún regresaría más tarde, pensó; ahora que él tenía alguna noticia para variar, era probable que ella tardase aún una hora más. Lorraine trabajaba como encargada del bar de un drugstore, y siempre sucedía algo que le impedía salir a su hora. Earl se hacía cargo, naturalmente; ella se lo había explicado a menudo. Sin embargo, le irritaba. Sobre todo en una noche en la que él tenía alguna noticia que comunicarle…

Lorraine era muy eficiente en su trabajo, y Earl lo sabía. Desempeñaba una tarea importante. En el mostrador se servía un par de miles de comidas diarias, aparte las Coca-Colas y los cafés. El margen de beneficio era pequeño y tenía que esforzarse para que le salieran las cuentas. Lorraine siempre llevaba a casa cuentas e informes; lo importante, le había explicado en varias ocasiones, era vigilar los precios de los alimentos al por mayor para saber lo que tenía que poner luego en la minuta. Pero su trabajo abarcaba aún más que eso. Supervisaba también a seis camareras, un cocinero, un par de nombres encargados de los bocadillos y a las cajeras. Era una chica estupenda, pensaba Earl; más lista que muchos hombres.

Finalmente, se cansó de errar de un lado para otro y abandonó la avenida para entrar en una calle que le conduciría de regreso a su barrio. Él y Lorraine tenían un apartamento de tres piezas, amueblado, en un viejo edificio de piedra arenisca oscura. Lorraine había transformado completamente aquel piso, pintando las paredes y encerando el suelo, poniendo sus propios muebles e incluso arreglando la instalación del cuarto de baño. A Earl le parecía que ella estaba dilapidando el dinero, malgastándolo en una vivienda que no era suya; algún día se marcharían de allí, le había dicho él, y los dueños saldrían ganando con el duro trabajo y el dinero invertido. Pero debía reconocer que los resultados merecían la pena: con su alto techo y sus antiguas ventanas, la vivienda resultaba bonita y confortable.

Delante de la puerta, Earl vaciló, mirando su reloj: las siete y treinta minutos. Lorraine aún tardaría aproximadamente una hora, pensó, frunciendo el entrecejo al ver las oscuras ventanas de su apartamento.

El viento era ahora más frío y Earl lo oía silbar a través de los negros árboles que rodeaban la manzana de casas. Se levantó el cuello del abrigo y siguió caminando despacio, preguntándose a sí mismo qué haría hasta el momento en que Lorraine volviera a casa. No pensaba en la oferta de Novak; inconscientemente la había rechazado. Aquello podía esperar. Éste era un truco que él solía emplear cuando quería aplazar la toma de una decisión. Simplemente la hacía esperar.

Se encaminó hacia el rojo rótulo de neón del pequeño bar de la esquina. A Lorraine no le agradaba que se entretuviera en aquellos lugares, «pero ¡qué demonio!», pensó Earl. Se trataba de un sitio cómodo y tranquilo, y los clientes habituales eran agradables. A Lorraine no le importaba que tomase un par de tragos, pero no le hacía gracia la idea de que frecuentase los bares durante el día. Ella tenía razón, por supuesto; un muchacho de su edad no debía tener esos hábitos.

Pero había ocasiones en las que uno necesitaba distraerse, buscar un lugar en el que pudiera librarse de sus preocupaciones y sentirse a sus anchas. Como en un club privado, pensaba, en el que conoces a todo el mundo y tienes tu propia silla y tu caja de tacos de billar. Se sentía contento y animado al colgar su largo abrigo en un perchero y acomodarse en uno de los taburetes de la barra.

—¿Qué tal? —le saludó el camarero, un hombre grueso y calvo, llamado Mac. Y con el mismo tono preguntó—: ¿Qué ponemos?

Earl pidió una cerveza y un vaso con whisky de centeno.

En el local hacía calor y reinaba el ruido, y la viva luz del techo aparecía suavizada por el azulado humo de tabaco que flotaba en el aire. Había bancos de madera a lo largo de una de las paredes, y en la parte posterior del bar había unos juegos de dardos y un par de mesas. Mac, el camarero, estaba de pie dando la espalda a un gran espejo flanqueado por hileras de botellas de whisky en unos relucientes estantes de aluminio. Earl se miró al espejo, examinando sus pronunciados rasgos y las sombras de debajo de sus ojos proyectadas por las luces colocadas encima de su cabeza.

Earl se sentía contento y animado allí, con su vaso de whisky y su paquete de cigarrillos encima de la barra de madera marrón. En el espejo había algunas inscripciones, y al leerlas una leve sonrisa suavizó la dura línea de la boca de Earl: el crédito ha muerto, lo mataron los malos pagadores. Y otra que casi le hizo reír: cuéntanos tus problemas. Hacemos una lista para dársela al capellán. «Muy bien», pensó Earl, levantando el vaso hacia sus labios. Vaciló un instante —la pausa ritual del bebedor de whisky—, luego vació en su boca el frío líquido con un rápido movimiento de sus dedos. Fue soltando el aliento despacio y con delectación, sintiendo el calor del whisky extenderse por su estómago y henchirse con la promesa de ventura y emociones. Un sorbo de fría cerveza intensificó la sensación y puso una seca y acuciante demanda en su garganta.

—Ponme otro, Mac —pidió, empujando el vaso hacia el camarero con un solo dedo.

—De acuerdo —dijo Mac, cogiendo del estante la botella de whisky de centeno. Escanció la bebida, cobró y volvió a colocar la botella en su sitio—. Parece que el tiempo está refrescando —observó, mirando hacia la ventana.

—También a mí me lo ha parecido. Lo he notado en la calle.

Los hombres del otro extremo de la barra pidieron una ronda y Mac se dirigió hacia ellos. Earl trazó un pequeño círculo sobre el mostrador con su vaso de whisky, preguntándose qué les sucedía a algunos individuos con respecto a los nombres propios. Mac, por ejemplo, pensó. Mac sabía que se llamaba Earl, pero nunca decía «claro que sí, Earl» o «¿qué ponemos, Earl?». Era curioso. Probablemente se debía a que Mac le conocía. Así de sencillo. No había necesidad de decir «claro que sí, Earl», porque se conocían muy bien el uno al otro.

Dirigió su mirada hacia el extremo de la barra y se fijó en un hombre que ya había visto allí anteriormente.

—¿Cómo va eso? —le saludó Earl levantando su vaso y esbozando una sonrisa—. Cuánto tiempo sin vernos, ¿verdad?

—Es cierto.

—He estado muy ocupado —explicó Earl, volviéndose hacia un lado en su taburete—. Pero esta tarde me ha parecido buena ocasión para entrar un rato. Usted ha tenido la misma idea, supongo.

—Sí, desde luego —convino el hombre, saludándole con la cabeza y sonriendo algo inexpresivamente, y luego volvió la cabeza hacia sus amigos.

Uno de ellos era un soldado, según pudo ver, un mozo robusto de rubios cabellos muy cortos y una cara que expresaba salud y vivacidad. Se había quitado la guerrera y aflojado la corbata, y Earl pudo ver que era el tipo que a uno le gustaría encontrar en un pelotón, un mozalbete robusto de ojos claros y rostro despejado sin sombra alguna de bajeza o ruindad. «Parece un alemán», pensó Earl; un hombre capaz de manejar un arma y probablemente también toda clase de utensilios; capaz de arreglar cualquier cosa que se estropease, y que no se quedaría sentado esperando y pidiendo que llegase un técnico del cuartel general para poner en orden las cosas.

Los otros tres hombres estaban pendientes de él, pagando las bebidas y riéndole cuanto decía. Probablemente era un sobrino o un hermano menor, pensó Earl; quizá estaba de permiso, exhibiendo su insignia de cabo.

Earl volvió a la barra y se puso a jugar con su segundo vaso. Lo malo del ejército, pensó, era que a los individuos se les preparaba para un solo trabajo. Eso estaba muy bien en circunstancias normales, pero en el combate no podías esperar a un hombre del cuartel general. Tú tenías que ser tu propio mecánico, tu propio cartógrafo, tu propio sargento de suministros.

Una noche, hacía de ello mucho tiempo, tuvo una buena idea: decidió escribir una nota a su antiguo oficial enumerando todas las cosas que a él le parecían equivocadas en el ejército. No precisamente una hoja de reclamaciones, pero serias advertencias que podrían salvar la vida de un muchacho en un combate. Su antiguo oficial vería que habían llegado a un punto en el que podían hacer algo bueno; tal fue la idea de Earl. Pasó toda la noche trabajando en ello, recordaba, sentado en una pequeña habitación amueblada y llenando página tras página de observaciones que él quería que su antiguo oficial conociese. Si los hombres con experiencia no hablaban, pensó, ¿cómo cabía esperar que mejorasen las cosas? Pero transcurrido algún tiempo empezó a comprender que llevaba un camino equivocado; sabía lo que quería decir, pero no era capaz de expresarlo correctamente. Al fin y al cabo, no pasaba de ser una lista de reclamaciones; unas cuantas quejas para el capellán castrense.

Miró la inscripción del espejo: cuéntanos tus problemas. Hacemos una lista para dársela al capellán. Earl esbozó una sonrisa, pero se sentía deprimido y cansado; por alguna razón se había evaporado su ánimo henchido de confianza y buen humor. ¿Qué se habría hecho de aquella lista?, se preguntaba. Debió de guardarla algún tiempo entre sus cosas, y luego se perdería o acabaría en la papelera.

Con el rabillo del ojo vio que el joven soldado y sus amigos estaban jugando, simulando una lucha. Permanecían de pie uno delante del otro, expectantes, con las manos colgando relajadamente a ambos costados. Los otros dos hombres se habían llevado sus bebidas de la barra, apartándose de ellos.

—Ahora lanza un puñetazo a mi cabeza —dijo el joven soldado, sonriendo, balanceando el peso de su cuerpo sobre los pies firmemente clavados en el suelo—. Vamos ya; ¡adelante!

El hombre que estaba frente a él también sonreía. Era unos centímetros más alto que el soldado y quince kilos más pesado; un hombre de aspecto vivaracho y unas manos grandes y huesudas que colgaban de las mangas de una chaqueta de cabritilla.

—Ten cuidado. No quisiera hacerte daño por equivocación.

—No te preocupes por eso. Pasamos semanas enteras con esto en el campamento. No importa cuán corpulento sea un individuo, en realidad. Sólo es cuestión de agilidad. Adelante y muévete. Voy a enseñarte cómo funciona.

—¿Con cuál de las dos manos? —preguntó el hombre corpulento.

—No importa —respondió el soldado, agachándose un poco y haciendo oscilar los brazos—. Adelante, Jerry.

—Está bien —accedió el hombre, titubeando.

Earl se había vuelto en su taburete para mirarlos, con una mano jugando con el vaso de whisky y una sonrisa escéptica en los labios.

El hombre corpulento lanzó un torpe directo hacia la cabeza del soldado, pero no alcanzó su objetivo; su adversario lo bloqueó con su antebrazo, luego retorció el brazo de su contrincante y le obligó a arrodillarse.

—¿Lo ves? —dijo el soldado, jadeando ligeramente y manteniendo al hombre en el suelo—. ¿Ves cómo funciona?

—Es formidable —comentó otro de los presentes, y el soldado enrojeció de placer.

—Bien; sólo se trata de agilidad, ya os lo dije.

Soltó a su contrincante y éste se puso en pie, sonriendo y frotándose el brazo.

—Es un buen truco, y se merece celebrarlo con un trago cualquier día de éstos.

Earl terminó su segunda bebida y se secó la boca con el dorso de la mano.

—Eso no es nada —dijo, sonriendo al soldado—. Créeme, lo conozco.

No había tenido intención de intervenir, pero una soledad frustrante y colérica le forzó a hablar, y ahora sus palabras pendían extrañamente en medio de un profundo silencio, y el soldado, tras dirigir una intrigada mirada a sus amigos, miró hacia el otro extremo de la barra, en dirección a Earl, con cierta tensión reflejada en su semblante.

—Parece que sabes mucho de eso, ¿no? Quizá te gustaría demostrarme todo cuanto sabes.

—Vamos, tomaos vuestras bebidas —intervino el camarero, conciliador.

—¿Qué se ha creído ése? —protestó el soldado—; ¡venir a decir que esto no es nada!

Earl esbozó una sonrisa. Sólo se propuso tomar parte en la conversación, pero le había salido mal.

—Yo no quería ofenderte, muchacho, pero el truco que has empleado demuestra que sólo piensas en la defensa y dejas al otro la iniciativa. En cambio, si aplicas la táctica del pelotón, verás como les pones en un apuro. ¿Sabes lo que quiero decir?

El soldado soltó una risita.

—¿Lo sabes tú, acaso?

—Claro, claro que sí —se apresuró a decir Earl, ansioso por aprovechar la oportunidad de explicarse y arreglar las cosas—. Es una táctica defensiva, eso es lo que quiero decir. Estás esperando recibir el golpe. El otro pasa al ataque. ¿Me sigues?

—Vamos, bebed —insistió el camarero— y dejad este asunto.

—Tú estás hablando de otra cosa —replicó el soldado, sin dejar de mirar a Earl—. Cosas del Pentágono, alta estrategia. Pero yo soy un simple cabo.

—Bueno, quizá te haya dado la impresión de que soy un sabelotodo —se excusó Earl—, pero no era esa mi intención, muchacho.

—Si piensas que esta llave de judo no es nada, puedo enseñártela de otra manera —prosiguió el soldado. Ahora se estaba pasando un poco de la raya, envalentonado por el respetuoso silencio de sus compañeros—. Ven aquí un segundo, vamos, que no voy a hacerte daño.

—No, tengo que marcharme —rechazó Earl, riendo.

—No tengas tanta prisa —dijo el soldado sonriendo y tendiéndole los brazos—. Ven hacia papá. Papá no va a pegarte.

El estado de ánimo de Earl cambió de pronto. Miró fijamente al mozalbete por espacio de unos segundos y sintió que una cólera sorda bullía dentro de él. ¿Por qué no les enseñaban a aquellos muchachos el modo de comportarse?, pensó. Otra cosa que el ejército debería saber. Jóvenes que no valían para nada y que con dos semanas de judo andaban haciéndose el duro por los bares, dándose importancia porque podían exhibirse con un simple truco ante sus amigos. Comandos de salón…

—Escúchame, muchacho —dijo, bajando del taburete, despacio—. Escúchame con atención. Puedo contarte algo por tu propio bien, si me escuchas. El puñetazo que te asestó tu compañero no derribaría el sombrero de una abuelita de ochenta años. ¿No te das cuenta?

—Bueno, pues aséstame tú uno —le desafió el soldado, pero una parte de la dureza que reflejaba su cara desapareció.

Advirtió fuerza en los movimientos de Earl y vio algo en sus ojos que le hizo sentir seca y tensa la garganta.

—Calmaos, muchachos —les recomendaba el camarero—. ¿Qué necesidad tenéis de agitaros de ese modo?

—Déjale que dé un puñetazo —dijo el soldado, haciendo oscilar los brazos y agachándose un poco—. ¡Vamos, dejadle!

«Buen muchacho —pensó Earl—; es incapaz de asustar a nadie». De pronto, experimentó un cálido sentimiento protector; el chico merecía que se le enseñase… Luego, sonriendo, le aconsejó:

—Cuando luches de veras, olvídate de lo que has aprendido en los libros. Tenlo siempre presente.

Bajó el hombro izquierdo y dirigió un gancho a la cabeza del muchacho. Pero paró el puñetazo instantáneamente, al moverse el soldado para bloquearlo. Por un momento, Earl se contuvo, al ver el súbito temor en la cara del muchacho. Earl no tenía la intención de pegarle, pero la cólera que sentía le cegó de pronto y, cogiendo desprevenido a su adversario, Te asestó el puñetazo en el estómago con la fuerza de una coz.

El soldado cayó al suelo, retorciéndose de dolor. Agitaba los pies espasmódicamente, y abría y cerraba la boca como si le faltase el aire para respirar.

—¡Santo cielo! —exclamó uno de los hombres con voz ronca.

—No está herido —le tranquilizó Earl, humedeciéndose los labios—. Sólo se ha quedado sin resuello.

Sintió que la vergüenza le invadía. Los tres hombres le miraban fijamente, como si estuvieran contemplando algo sucio.

—Mirad, ya está bien —dijo, mientras el soldado hacía un esfuerzo por sentarse en el suelo—. Vamos, cógete a mi mano, muchacho, y camina un poco. Eso te ayudará.

Pero el hombre de la chaqueta de cabritilla le apartó.

—No te preocupes, ya le has ayudado bastante.

—Yo no tenía intención de hacerle daño.

—De acuerdo, de acuerdo. ¿Por qué no vuelves a tu sitio y terminas de beber lo de tu vaso?

—Yo sólo quería enseñarle algo por su propio bien.

—Acaba tu bebida y olvídate de ello.

Los tres hombres ayudaron al muchacho a sentarse en un banco. Puso la cabeza entre sus manos y lloró en silencio. Después dijo con voz queda y temblorosa:

—Decidle que no se vaya, ¿oís? ¿Verdad que se lo diréis? Dentro de un segundo estaré bien del todo, y entonces seré yo quien le dé una lección.

—Claro —le calmó uno de sus amigos, frotándole suavemente los hombros con la palma de la mano—. Te cogió con un golpe bajo. No te preocupes, muchacho.

Earl volvió lentamente a su taburete, sintiendo en todo su cuerpo el ardor de la vergüenza. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué le pegó de aquel modo? Recogió el cambio sin poder evitar el temblor de los dedos y se puso su viejo abrigo negro.

—Sólo trataba de enseñarle algo —se excusó, dirigiéndose al camarero.

Mac le miró fijamente.

—Ya se lo has enseñado.

—Yo sólo quería enseñarle a defenderse, eso es todo —repitió Earl—. Era algo que él tenía que saber, eso es.

—Claro. —Mac asintió lentamente con la cabeza—. Tiene diecinueve años. Un gran héroe en sus días de permiso. Se lo enseñaste muy bien, Earl.

—Está bien —dijo Earl muy compungido—. Dile… dile que lo siento, ¿eh? Díselo, ¿verdad que lo harás?

—Claro que sí, Earl, se lo diré.

Cuando Earl estuvo en la calle, empezó a caminar de prisa en medio de la oscuridad, sintiendo el viento muy frío en sus encendidas mejillas. Cuando hubo llegado a la mitad de la manzana de casas, se paró y volvió la cabeza hacia el rótulo rojo de neón que pendía encima del bar. Lo contempló por espacio de unos segundos, con los brazos colgando flácidamente a sus costados, luego se pasó el dorso de la mano por la boca y emprendió el camino hacia su casa.