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Durante un rato que a él le pareció largo, no pudo decidirse a cruzar la calle y entrar en el hotel. Se detuvo en mitad de la acera y miró con el ceño fruncido hacia la puerta giratoria y la endoselada entrada, indiferente a la multitud que a aquella hora de la noche pasaba junto a él, mientras permanecía alto e inmóvil como una peña en medio de la corriente. La gente le bordeaba con cuidado, porque advertíase una especie de tensión en la postura de sus hombros y en la mirada evaluadora que ensombrecía sus facciones duras, aunque regulares.

Lo que al hombre preocupaba era la finalidad de lo que allí le había conducido, no las consecuencias…

Conocía el hotel, un establecimiento de categoría media, próximo al centro de la ciudad; un viejo edificio de piedra ahora iluminado por un rótulo de neón y revestimientos de brillante aluminio alrededor de un dosel negro y plateado. Lorraine se había reunido una vez con él en el vestíbulo, según recordaba, pues el hotel no estaba lejos de donde ella trabajaba. Se tomaron unas cervezas antes de volver a casa.

Encendió un cigarrillo y arrojó la cerilla a la acera, casi sin fijarse en la gente que pasaba por delante de él. Al final, no es que se decidiese en absoluto; simplemente avanzó unos pasos en dirección al hotel impelido por una presión que parecía tan inevitable como carente de propósito. Lanzó un suspiro y pensó: «¿Por qué no? ¿Por qué demonios no debo entrar?».

Se detuvo inmediatamente después de haber atravesado la puerta giratoria y dirigió una mirada escrutadora a su alrededor, en el vestíbulo. Varios grupos de personas se hallaban charlando cerca del quiosco de periódicos y algunos hombres de negocios, de mediana edad, estaban sentados en duros y funcionales sillones hojeando los diarios de la tarde. Desde un salón situado a su derecha, le llegaba el sonido a todo volumen de la música del jukebox y la ruidosa risa de unos hombres que estaban en el bar.

Fue sorteando los grupos de personas y se dirigió pausadamente hacia el mostrador de recepción, al fondo del vestíbulo, con las manos hundidas en los bolsillos de su viejo abrigo, con el leve gesto de preocupación ensombreciéndole todavía el semblante. Una vez allí, se quedó aguardando detrás de una mujer con dos niños que tiraban de su falda, y tuvo que contener su irritación mientras el encargado de las habitaciones explicaba a su interlocutora cómo llegar a un suburbio de la ciudad cogiendo un tranvía.

—Mi hermano se habría reunido con nosotros, pero tenía que trabajar —decía la mujer, en tono de disculpa—. Trabaja en la compañía del gas y pueden hacerle salir en cualquier momento para atender un aviso.

—Estoy seguro de que no tendrá usted ninguna dificultad.

—Muchísimas gracias. Vamos, niños.

El empleado, un joven de cabello rubio, le sonrió:

—Dígame.

—Necesito ver al señor Novak. Frank Novak. ¿Cuál es su habitación?

—¿Le está esperando el señor Novak?

La pregunta le irritó, sacó las manos de los bolsillos y se puso a repiquetear con los dedos sobre el mostrador.

—Claro que me está esperando. Yo no estaría aquí, si no me esperase. ¿En qué habitación se encuentra?

—Voy a llamarle —dijo el empleado, sonriendo impersonalmente—. Es norma de la casa. ¿Quién le digo que pregunta por él?

La ira se le esfumó rápidamente; se sintió vacío y estúpido.

—Claro, ya lo comprendo —dijo, encogiéndose de hombros con indiferencia—. Pero él me conoce. Mi nombre es Slater. Earl Slater, quizá me recuerde como Tex Slater. Es un apodo. Me lo pusieron en el ejército.

—Voy a llamar al señor Novak.

Earl Slater volvió a hundir sus grandes y huesudas manos en los bolsillos. «Estoy haciendo el tonto», pensó. «Me lo pusieron en el ejército». ¿Y qué? ¿Qué tenía eso que ver? Su irritabilidad comenzó a revolverse en su interior, agudizándose como si buscase una salida.

—Habitación diez-seis —anunció el recepcionista—. El señor Novak dice que puede usted subir.

—Está bien, gracias —dijo Earl Slater con una leve sonrisa rígida.

Quería añadir algo, algo que redundase en su favor, pero no pudo pensar nada que le sirviese; las palabras eran como muletas para él, medios difíciles para un fin limitado. De todas formas, el empleado ya estaba hablando con otra persona, de modo que Earl se apartó del mostrador y se encaminó despacio hacia los ascensores. ¿Cuál era el número de la habitación? Diez-seis

Cuando estuvo frente a la puerta cerrada del ascensor volvió a titubear, frunciendo aún más el entrecejo. Encendió rápidamente otro cigarrillo, y la tensión que había en él cargaba sus movimientos de un significado curioso; era como un animal en campo abierto, mirando nerviosamente de un lado para otro en el vestíbulo, alerta y cauteloso.

Earl Slater contaba treinta y cinco años de edad, pero parecía mucho más joven; su tez era de las que una mujer podría envidiar, clara, ligeramente bronceada. Manejaba su musculoso cuerpo como una máquina en buenas condiciones, con un aire de negligente precisión y eficiencia.

Por todo esto, las personas a menudo no se sentían atraídas por él; quizá les llamase la atención el fuego que brillaba en su mirada o les impresionase la fuerza que reflejaba su cuerpo, pero la fría y ligera cólera que manifestaba su cara, generalmente las mantenía a distancia.

Dejó caer su cigarrillo en un recipiente lleno de arena, en el momento en que se abrió la puerta del ascensor. Entró muy erguido en la vacía cabina y dijo al ascensorista, un negro que vestía un uniforme verde:

—Diez-seis. ¿Es la planta décima?

—Sí, señor —confirmó el muchacho de color, haciendo chasquear los dedos a ritmo lento—. Vamos a subir. —Volviéndose, sonrió a Earl—. ¿Ha oído usted el resultado final del partido de los Eagles?

Earl Slater clavó en él sus ojos, brillantes y sin expresión: era posible que ni le viese.

—El fútbol no me interesa —se limitó a responder.

—Ah, ¿no? —se extrañó el ascensorista, sin dejar de sonreír—. ¿Cuál es entonces su deporte?

—Subir en ascensores silenciosos —respondió Earl, dejando caer entre ambos, como un muro, su suave acento del Sur.

La sonrisa del muchacho de color fue apagándose hasta no quedar más que un ligero rictus en la comisura de su boca.

—Comprendo, señor —dijo, cerrando la puerta y moviendo la palanca de marcha con un perezoso gesto de su muñeca. Fue canturreando en voz baja hasta que la cabina se detuvo en la décima planta. Cuando se abrió la puerta, inclinó la cabeza y dijo—: No hay de qué, caballero, no hay de qué.

Earl le miró fijamente hasta que la puerta se cerró y entonces exhaló un lento suspiro, tratando de reprimir la frustrante cólera que sentía circular por sus venas. «Un tipo puntilloso», pensó. Volviéndose, avanzó por el pasillo en silencio en dirección a la habitación de Novak, olvidándose por el momento de todo lo que no fuese el exasperante descontento de sí mismo. ¿Por qué no había dicho nada? Este pensamiento le martilleaba la mente. ¿Por qué tuvo que permanecer de pie como un pedazo de madera?

El propio Novak abrió la puerta, sonriendo y tendiendo una mano musculosa.

—Entra. Soy Frank Novak. Llegas oportunamente, Slater.

Novak era un hombre bajo, pero de aspecto robusto, de tez morena, cabello oscuro y ojos pequeños de mirada fría.

—Veo que eres un mocetón —añadió, sonriendo a Earl y examinándole con ojos que permanecieron fríos y duros—. Entra. Quiero que conozcas a un amigo, Dave Burke. Dave, estréchale la mano a Earl Slater.

Burke se hallaba de pie en medio de la habitación. Era un hombre alto y barrigudo, de cabellos entre rubios y grises y una tez que se había puesto colorada por la ruptura de diminutos vasos sanguíneos de sus mejillas. Sonrió y saludó algo fríamente.

—¿Qué tal? Siéntate y ponte cómodo. ¿Te apetece beber algo?

—Bueno —accedió Earl—. Algo ligero.

—¿Qué te parece un whisky con agua? ¿Verdad que suena bien?

—Suena formidable —convino Earl.

Burke se echó a reír como si eso tuviese alguna gracia, y se volvió hacia un aparador en el que había varias botellas y unos cuantos vasos.

—¿Le pones hielo?

Earl no vio hielo por allí, de modo que optó por contestar:

—No, gracias; es igual.

Burke volvió a reír y Novak invitó:

—Siéntate, Earl. Coge esa silla. Es mejor que las otras. ¿Quieres un puro?

—No, gracias.

Earl se sentó, con el abrigo sobre las rodillas, pero Burke se lo cogió.

—No dejes que se te arrugue, Earl. Lo colgaré en el armario.

—No importa; ya está muy gastado.

Burke también se rio esta vez, y Earl se dio cuenta de que estaba un poco achispado; no muy borracho, pero alegre, como si todo le hiciese gracia.

La habitación era pequeña y de muebles baratos, pero la vista que se divisaba por las dobles ventanas daba una impresión de espacio, con miles de lucecitas que brillaban a lo lejos en medio de una profunda oscuridad.

Novak estaba sentado en el borde de la cama, con las manos apoyadas en las rodillas, y examinaba a Earl con una ligera sonrisa en los labios.

—Esto no es el palacio de Buckingham, ¿verdad?

—Está muy bien —aprobó Earl, sonrojándose ligeramente; no se sentía cómodo en aquel lugar—. Está bien. Nunca me he alojado en este hotel, pero sí había estado en el bar, abajo.

—¿Y por qué no? —dijo Burke, riendo ligeramente. Dio a Earl un vaso con whisky y agua y añadió—: ¿Por qué no podías ir al bar, eh?

Novak intervino:

—Siéntate, Burke, y descansa un poco; no pienses tanto. —Seguía sonriendo, pero en su voz se percibía como un matiz de enojo—. Vamos a hablar de negocios.

—Claro —dijo Burke. Esta vez no reía; se sentó con cuidado y se pasó una mano por su cara, vulgar y colorada—. Claro que sí.

Novak encendió un cigarro puro, y mientras lo chupaba despacio sonreía a través del humo, mirando a Earl.

—¿Cuántos años tienes?

—Treinta y cinco. ¿Por qué?

—Simple curiosidad. No lo tomes a mal.

Novak se inclinó hacia atrás encima de la cama, y la luz del techo fue a dar en sus ojillos, en los que había un brillo de calculadora astucia.

—Es una edad decisiva. A los treinta y cinco años, un individuo debería saber si va o no a salir adelante.

Sonrió, mirando a Earl, que frunció el entrecejo, intrigado, y luego, como casualmente, sus ojos fueron a posarse en el traje y los zapatos del joven.

—¿Qué tal te va?

—No lo sé —respondió Earl, moviendo las manos y los pies en un gesto de impaciencia e incomodidad—. Nunca lo he pensado. No soy rico —añadió, sonriendo con timidez; pero esta confesión le irritó y sintió que en su pecho subía un confuso movimiento de cólera—. Supongo que me van bien las cosas —dijo, volviendo a mover los pies.

—No trabajas, ¿verdad?

—Bueno, en estos momentos no.

—¿Cuándo trabajaste por última vez?

—Hace un par de meses, creo.

—Fue en el Circle Garage, ¿no?

Earl sonrió, inseguro.

—¿Cómo lo sabe?

—Hemos hecho averiguaciones sobre ti, muchacho —dijo Novak—. Cuando te llamé esta mañana, tú no sabías quién era. Te mencioné un nombre, el de Lefty Bowers, un sujeto con el que estuviste en la cárcel. Eso es todo cuanto sabes: que soy amigo de alguien a quien conociste en la cárcel, ¿no es cierto?

—Creo que sí —respondió Earl, encogiéndose de hombros—. Sí, eso es todo lo que sé.

—No intento resultar misterioso. Sólo quiero que entiendas algunas cosas. En primer lugar, Lefty me dijo que eras un buen muchacho, que sabías tener la boca cerrada y que podías conducir un coche.

—¿Es eso lo que usted necesita? ¿Que alguien conduzca un coche?

Burke se echó a reír y Novak le dirigió una mala mirada.

—Tráeme algo de beber, ¿quieres, Dave?

—Sí, claro —respondió Burke, poniéndose en pie.

—Se trata de algo más que de conducir. Por esto hemos hecho averiguaciones sobre ti. Burke había sido polizonte y uno de sus antiguos compañeros nos ayudó.

—Un tipo al que conocía desde hacía años —explicó Burke—. Un gran tipo.

—Debe de tratarse de algo importante —comentó Earl tratando de sonreír—. Si ustedes se tomaron todas esas molestias, debe de ser algo importante.

—Esperaba que lo comprendieses —dijo Novak sosegadamente—. Es bastante importante, no te preocupes. Pero, además de importante, es seguro.

Ladeó la cabeza y examinó a Earl a través de las volutas de humo que subían de su cigarro.

—Quiero que lo comprendas. Yo soy un tipo serio, un hombre de negocios.

Sacó del bolsillo interior de la chaqueta un sobre del que extrajo unos papeles. Tras echarles un vistazo por espacio de unos segundos, dijo:

—Bien; esto es lo que averiguamos: Earl Slater, nacido en Tejas, hijo de un granjero. Ingresaste en el ejército a los dieciséis años, mintiendo con respecto a tu edad. Entrenado para ser paracaidista, pero trasladado a infantería a causa de un accidente sufrido durante los ejercicios. —Novak le dirigió una mirada—. Hasta ahora, ¿todo es verdad?

—Me rompí una pierna al saltar —aclaró Earl, tratando de aparentar indiferencia, para dominar su confusión y emoción; pero las imágenes que Novak había evocado centellearon a través de su mente como las figuras de un calidoscopio—. Una de las cuerdas se rompió y llegué al suelo demasiado deprisa.

Pudo recordar cómo la tierra subía hacia él y los rastrojos de un campo de trigo pinchaban como agujas. Dijeron que había descendido con la velocidad de un tren expreso. Los tacones de sus botas de paracaidista se hundieron profundamente en la dura tierra por el peso de su cuerpo al caer. Estaba seguro de haber oído romperse el hueso de su espinilla como un trozo de leña seca, pero los médicos le dijeron que eso era sólo fruto de su imaginación.

—Pasaste cinco años en el ejército —prosiguió Novak—. Duro trabajo, ¿eh?

—Creo que sí.

—Dos años después de que te licenciaran, te detuvieron por robar un coche en Galveston. Ocho meses en la cárcel. La vez siguiente te detuvieron por asalto y agresión en Mobile, Alabama, y esa vez…

—Escuche, yo no robé aquel coche —protestó Earl con vehemencia—. Estuve bebiendo con su dueño, y el tipo me dio permiso para utilizarlo. Pero el hijo de puta no quiso declararlo así en el juicio, a causa de su esposa.

Burke se echó a reír, y sus ojos casi desaparecieron en la masa carnosa de su colorada cara. Hasta Novak esbozó una sonrisa.

—Está bien, no robaste el coche. Pero después de los tres meses de cárcel en Mobile, hubo un juicio por homicidio. Te echaron cuatro años esa vez.

—Fue como lo del coche —dijo Earl, con un tono triste y desesperanzado en su voz—. En un bar, un individuo vino hacia mí empuñando una botella. Le agarré bien y fue a dar con su cabeza contra la barra. Pero sus amigos negaron ante el polizonte que él me hubiera amenazado con la botella.

—Bueno, eso fue mala suerte. Supongo que tú también te llevaste tu parte, ¿no?

—Claro —asintió Earl. Su mirada fue de Novak hacia Burke, sintiendo como si una faja de hierro le oprimiese el pecho. Odiaba que alguien hurgase en su pasado, que le clasificase como eso, aquello o lo de más allá a causa de las mentiras que estaban escritas en viejos y polvorientos ficheros—. ¿Y qué? —añadió, colérico—. Ha pasado mucho tiempo, he tenido un empleo. ¿Están ustedes mejor que yo? —Clavó sus ojos en Burke—. Usted fue agente de policía, ¿eh? Bien; ¿qué pasó? ¿Le echaron porque se emborrachaba?

—Cierra el pico, hijito —le aconsejó Burke. Su voz no sonaba airada, pero empezó a frotarse con parsimonia las manos, unas manos grandes, carnosas—. Cierra el pico, ¿de acuerdo?

—Bueno, ¿qué hay de ese asunto importante? —Inquirió Earl, poniéndose en pie—. Los dos están ahí sentados con un remiendo en sus pantalones y en una habitación de cuatro dólares. ¿Creen que me importa un bledo lo que hayan podido averiguar sobre mí?

—Relájate —dijo Novak en tono enérgico—. Lo que hemos averiguado nos hizo pensar que eras idóneo para esta faena. No se trata de nada personal. De modo que no te lo tomes de esa manera.

—Está bien. —Earl aflojó las manos, para dominar sus trémulos dedos—. ¿Qué quieren ustedes de mí?

—Se trata de un trabajo en un banco —explicó Novak—. Te diré algo sobre ello y entonces tú respondes si lo tomas o lo dejas. Si aceptas, te informaré de todo. Si no aceptas —añadió encogiéndose de hombros—, pues eso…, lo dejas.

—¿Un trabajo en un banco? ¿Preparan un golpe en un banco?

Burke sonrió, pero no se rio. Examinó a Earl detenidamente, con unos ojos que brillaban dentro de unas bolsas de carne fofa.

—Es un banco pequeño —aclaró secamente.

—Hasta aquí, ¿te interesa?

—No lo sé. Es… Bueno, no lo sé.

—Quieres algunos detalles, claro.

Novak se puso en pie y dio unos pasos delante de Earl, sosteniendo en su manaza el cigarro como un puntero.

—Es un banco pequeño, como dice Burke. Uno grande no interesa. En primer lugar, se necesitan muchos individuos. —Se encogió de hombros—. Muchos individuos, mucho tener que hablar, lo sé por experiencia. En segundo lugar, los grandes bancos están en las grandes ciudades. Eso significa tráfico. Un coche se detiene delante de ti, un coche de bomberos te cierra el paso, ocurre un accidente, ¡bang! Estás muerto. Además, los grandes bancos toman sus precauciones. Tienen guardias escondidos, vigilando, y hay alarmas que el cajero puede hacer sonar tocando con la punta del pie un pedal. Cuentan con los polizontes locales, el FBI, las agencias de detectives Brink’s y Pinkerton, todos preparados para responder a esas alarmas. He hecho mis averiguaciones. Atracar un banco grande significa hombres, coches, un escondrijo, armas, explosivos… De modo que los beneficios, si los hay, se diluyen entre los gastos generales. ¿Me sigues?

Earl asintió con la cabeza, lentamente.

—Sí, creo que sí.

—Con un encantador banquito provinciano, la mayoría de los problemas desaparecen. Eso es lo que andamos buscando, un encantador banquito que tenga un guardia gordo y un par de cajeras de mediana edad. El botín debería ser bueno, de unos dos centenares de los grandes. Somos cuatro en la empresa, cuatro a repartir. ¿Cómo estás de aritmética, Earl?

Novak se puso el puro en la boca.

—¿Sabes dividir doscientos mil entre cuatro?

—¿Cincuenta de los grandes por cabeza?

Novak le dio un golpecito en la espalda.

—Exacto.

—Parece mucho dinero para un banco pequeño —observó Earl.

—Lo hay, no te preocupes. Es una localidad rica, con mucha gente distinguida. Y tiene actividad comercial e industrial: supermercados, una fábrica de conservas, un par de docenas de establecimientos de venta al por mayor. El banco permanece abierto los viernes de seis a ocho de la tarde. La mayoría de las fábricas pagan a sus trabajadores el sábado, de modo que el banco está cargado con el dinero de las nóminas y los depósitos de fin de semana de los grandes almacenes y tiendas.

Novak hizo una pausa para comprobar el efecto que hacían sus palabras.

—Cuando el banco cierra —añadió—, hay aproximadamente doscientos mil pavos en efectivo en las cajas. Una media docena de empleados se queda durante una hora o más poniendo en orden los libros. Un viejo guardia muerto de sueño es todo lo que existe entre nosotros y la pasta. Así pues, ¿qué dices? ¿Quieres participar o no?

Earl se movió en su asiento.

—Pues… no lo sé.

—Me he pasado semanas examinando el terreno —dijo Novak—. He trazado un plan sobre cómo entrar en el banco, coger el dinero y salir tan libres y tan campantes. No hay ningún problema. Es un asunto seguro.

Hizo una pausa y miró a Earl frunciendo el entrecejo.

—¿Qué dices?

—Ahora te toca hablar a ti —intervino Burke.

—Bueno… Es una decisión muy importante para tomarla precipitadamente.

—Tómate tu tiempo —accedió Novak—. Burke, sírvele más de beber.

—Nunca me había encontrado en una situación como ésta —confesó Earl, intentando sonreír.

—Bien; he aquí una ocasión para poder prosperar —comentó Burke—. Dame tu vaso.

—Gracias.

Se alegraba de que hubieran dejado de apremiarle; siempre odió tomar decisiones, que generaban tensión en su interior y le hacían sentirse confuso, irritado y desgraciado. El ejército tenía una cosa bonita, pensó, y era que a alguien se le pagaba para que se encargase de pensar. Pero ahora le tocaba a él trazar los planes y dar las órdenes. Aquella mañana le pareció sencillo: Novak tenía un trabajo para él, eso era todo. Podía tratarse de algo que no fuera conforme, pero ¿y qué? No siempre tiene uno la oportunidad de escoger. «Acepta»: ésa fue su primera reacción optimista. «Aprovecha cualquier oportunidad para salir del atolladero en que te encuentras…».

Pareció algo lógico e inevitable. Pero ahora no estaba seguro de nada en absoluto…

—¿Y bien? —dijo Novak—. ¿Cuál es el veredicto?

—Pues no lo sé.

Earl buscó en sus bolsillos por si encontraba cigarrillos, mientras Novak le observaba con expresión irritada.

—¿Qué es lo que te preocupa?

—Aún no conozco lo suficiente acerca del asunto.

Earl chupó nerviosamente el cigarrillo. Con una sensación de alivio, recordó que Burke habló de repartir el dinero entre cuatro.

—¿Quién es el otro individuo? Usted dijo que seríamos cuatro. Tengo que saber algo acerca del otro.

—Si quieres entrar en el negocio, mañana le conocerás. Es un buen tipo. Encaja en el trabajo como un guante.

—Como un guante negro de cabritilla —puntualizó Burke, sonriendo.

Earl sintió que le estaba acorralando.

—¿Sabe mantener cerrada la boca? Quiero decir si es un tipo en quien se pueda confiar. No quiero andar mezclado con patanes.

Comprendió que se estaba comportando como un tonto y que daba la impresión de estar asustado. Eso hizo que se le subieran los colores a la cara.

—Puedo ir hasta el fin en lo que sea, pero quiero saber quién me respalda. Es como en el ejército: tienes que estar seguro de cada uno de los hombres del pelotón.

Novak habló en tono sosegado:

—Ya te he explicado que es un buen tipo, y si yo digo que lo es, pues lo es. A ti sólo te queda hacer que sí o que no con la cabeza. Entras o no entras. ¿Entendido?

—Bien, pero es que no puedo decidirme así, de repente. —Earl apagó el cigarrillo, aliviado por haber aplazado su decisión; ahora quería marcharse, alejarse de aquella insistencia, de aquella presión—. Mañana le llamo. Así está bien, ¿no?

—No, no está bien —rechazó Burke, poniéndose en pie y volviendo a frotarse las manazas, lentamente—. Queremos saber lo que piensas ahora. Y no después de que hayas hablado de ello con tu chica y con el cura de la parroquia.

Earl le miró un instante fijamente. No era consciente de estar tomando ninguna decisión, pero de pronto comprendió que iba a hacerlo: decirle a Novak que se fuese a hacer puñetas y derribar de un puñetazo al gordinflón de Burke. Pero antes de que pudiera moverse, Novak le puso una mano sobre el hombro y dijo tranquilamente:

—Otro día no importa, Earl. Está bien. Llámame por la mañana, pero sin falta.

—Muy bien —aceptó Earl—. Claro que sí.

Se esfumó en él la cólera que sentía y asintió con la cabeza, despacio.

—Le llamaré, no se preocupe.

Sintióse agradecido a Novak por aquella concesión, que le hacía sentirse importante.

—Muchísimas gracias.

Cuando se hubo ido, Novak y Burke se miraron por espacio de unos segundos, manteniendo un curioso silencio. Finalmente, Burke sonrió y se preparó una bebida.

—Precisamente lo que necesitamos: un tontorrón lleno de temperamento para dar un poco de tono a la faena.

—Creo que aceptará —dijo Novak. Cogió su vaso y, con el entrecejo fruncido, contempló las burbujas de la superficie del líquido—. Es tonto, pero lo hará. Una vez haya entrado, ya no saldrá.

—No lo sé. Me preocupa un poco. Fui policía el tiempo suficiente para conocer a esa clase de tipos. Son como bombas de relojería. —Se encogió de hombros y se sentó en una silla—. Desaparecen delante de tus narices y nunca sabes quién te ha pegado. Fui policía el tiempo suficiente para ver que eso sucede un montón de veces.

—No fuiste policía el tiempo suficiente para cobrar tu pensión —le cortó Novak secamente.

—Muy bien; me pusieron en conserva, si es eso lo que quieres decir. Tal vez te haga sentir mejor el recordármelo.

—Me siento perfectamente.

Novak se encaminó a la ventana. Por unos segundos estuvo mirando la oscura línea del cielo y la plateada luz de la luna que salía por detrás de la alta mole de un edificio de oficinas.

—Apuesto lo que quieras a que no te llama —aventuró Burke—. Dos contra uno a que no vendrá.

Novak meneó la cabeza.

—Te ganaría con demasiada facilidad. Ese muchacho ya está pescado, completamente pescado.