22 de diciembre de 1829
Pro memoria: a Björn Blöndal, comisionado de la comarca de Húnavatn.
A continuación remito a su excelencia lo siguiente:
1. Copia original de la sentencia del Tribunal Supremo del 25 de junio de este año en el caso y la acusación contra Friðrik Sigurðsson, Agnes Magnúsdóttir y Sigríður Guðmundsdóttir de la comarca de Húnavatn por asesinato, incendio premeditado y robo, entre otros crímenes. La sentencia del Tribunal Supremo llegó aquí el 20 de este mes en correo extraordinario procedente de Reikiavik.
2. Copia compulsada de la carta de su majestad el rey: al gobernador comarcal el 26 de agosto en referencia a Sigríður Guðmundsdóttir, por la gracia y clemencia del rey se conmuta a la susodicha la sentencia de muerte decretada por el Tribunal Supremo de Copenhague. En su lugar y por decreto de su majestad, será trasladada a Copenhague, donde trabajará en una prisión y bajo estricta vigilancia hasta el final de sus días. Se ha decidido igualmente que la sentencia del Tribunal Supremo referida a los convictos Friðrik Sigurðsson y Agnes Magnúsdóttir sea ratificada.
3. Copia compulsada del documento de la Oficina de la Secretaría Real de Dinamarca enviado al gobernador de la comarca el 29 de agosto concerniente a este caso, donde el secretario del real soberano hace pública su opinión de que sería más conveniente ejecutar la sentencia donde se cometió el crimen, o lo más cerca posible, siempre que ello no sea causa de revueltas o eventos impredecibles. El gobernador de la comarca debe dar su total conformidad a esta decisión.
4. La autorización, redactada hoy, para que Guðmundur Ketilsson, granjero de Illugastaðir, ejecute a los reos Friðrik Sigurðsson y Agnes Magnúsdóttir de acuerdo con la sentencia del Tribunal Supremo y que debo pediros, excelencia, gestionéis de la manera adecuada. Su excelencia debe asegurarse de que las sentencias de muerte, de acuerdo con las acusaciones descritas en la ya mencionada carta real de su majestad el rey, se ejecutan de manera legal y sin dilación. Mi muy distinguido señor, en tanto comisionado local de la comarca, a usted corresponde preparar y ejecutar a los convictos de manera adecuada y disponerlo todo atendiendo a la complejidad de la situación. Sin embargo, debo rogarle que preste atención a los detalles siguientes:
a. Si no se ha hecho ya, su excelencia debe disponerlo todo para que dos sacerdotes visiten a los culpables Friðrik Sigurðsson y Agnes Magnúsdóttir, cada día. Los sacerdotes deben ser supervisados y deben leer a los prisioneros los textos religiosos oportunos, deben brindarles consuelo y prepararles para el destino que les aguarda. Los sacerdotes deberían acompañar a los prisioneros al lugar de ejecución.
b. Se ha acordado que su excelencia decida si la ejecución será cerca de Illugastaðir o en un emplazamiento propicio en el llamado Thingi o en la colina de algún lugar (pero no demasiado alto), donde todos puedan verla.
c. En lugar de un patíbulo de madera, su excelencia puede dar instrucciones de que construyan uno de turba con barandilla. Su excelencia deberá ordenar la colocación de un tajo con un surco para la barbilla encima del patíbulo y encargar que sea cubierto con un paño rojo sencillo de algodón o de lana.
d. El verdugo designado deberá, en la casa de su excelencia y con discreción y apremio, ser adiestrado para la misión que le ha sido confiada. Esto se hará con el fin de asegurar que, en la medida de lo posible, en un momento tan importante no pierda la fe ni el control. La decapitación debe hacerse de un solo tajo y sin causar dolor al reo. Guðmundur Ketilsson podrá beber solo una dosis pequeña de licor.
e. Se requiere a su excelencia que convoque a cuantos hombres de las granjas vecinas necesite para construir dos o tres vallas alrededor del patíbulo. Dichos granjeros tienen obligación de obedecer sin esperar pago a cambio.
f. Ninguna persona sin autorización podrá traspasar estas vallas.
g. El reo que sea ejecutado en segundo lugar no podrá asistir a la ejecución del primero y deberá ser retenido en algún lugar desde el que no pueda ver el patíbulo.
h. Después de la ejecución, los cadáveres deberán ser enterrados allí mismo y sin ceremonia, en ataúdes de madera blanca sin tratar. Es absolutamente vital que su muy respetable excelencia esté presente en el lugar de la ejecución para leer en voz alta el veredicto del Tribunal Supremo y de su majestad el rey, para organizar y controlar el proceso de ejecución y para dejar constancia de la misma en el libro oficial. Su excelencia puede registrar las ejecuciones en danés o en islandés, siempre que lo haga con esmero y envíe una traducción a mi oficina. El informe de su excelencia deberá incluir una descripción perfecta y detallada de los hechos y de cómo concluyeron. Además, debe dejar constancia de que se prometió el trabajo de verdugo a Guðmundur Ketilsson y especificar para qué ha decidido éste usar el dinero que percibirá por sus servicios, con qué fin, etcétera. Y, por último, quiero agradecer a su excelencia su carta del 20 de agosto. En respuesta a la misma le comunico que el hacha deber ser devuelta a Copenhague después de la ejecución y que deberá pagarse por ella lo mismo que por otros gastos de este caso.
G. JOHNSOHN,
secretario de su Real Majestad
Copenhague, Dinamarca
A los alguaciles de las comarcas de Svínavatn, Þorkelshóll y Þverá:
Tras recibir la sentencia del Honorabilísimo Tribunal Supremo del 25 de junio, y la gentil misiva real del 26 de agosto, por la presente confirmo que los criminales Friðrik Sigurðsson y Agnes Magnúsdóttir serán ejecutados el martes día 12 de enero en una pequeña colina cercana a la casa Ránhóla, situada entre las granjas Hólabak y Sveinsstaðir.
En conformidad con la descripción proporcionada al gobernador comarcal el 22 de diciembre, debo pedirles que den órdenes a los granjeros de la comarca de Svínavatn que ustedes mismos designen que asistan a la ejecución en el lugar y la fecha convenidos, y a mediodía a más tardar. Esto debe hacerse lo antes posible. De acuerdo con el capítulo siete del Jónsbok, titulado Mannhelgisbalk, y el capítulo dos, titulado Þjófnadarbalk, estos granjeros tienen la obligación de asistir, y si no obedecen sus órdenes, serán penalizados. Se les recomienda que adviertan de esto a aquellos hombres que tengan mayores dificultades para abandonar sus granjas, o para viajar. Por favor recuerden que también ustedes deben estar presentes en este evento.
Si se diera el caso de que no pudieran llevarse a cabo las ejecuciones en ese día debido al tiempo, se seleccionará el siguiente día posible, y todas aquellas personas a las que se ha obligado a asistir deberán hacerlo, tal y como ya se ha establecido. Cada hombre deberá llevar comida y sustento para sí mismo, puesto que es muy posible que el viaje de ida y vuelta se vea retrasado debido al clima de esta época del año.
BJÖRN BLÖNDAL,
comisionado de la comarca
Martes, 7 de enero de 1830
Mi muy respetado y amado amigo y hermano (B. Blöndal):
Por cuanto ha hecho por mí, por nuestras muchas reuniones y por sus enseñanzas y comunicación de esta mañana, le doy las gracias con amor y vehemencia, y le confirmo que esta misma mañana me reuniré con las gentes de Vídidalur y les advertiré de la importancia de ser puntuales el martes próximo. Le he explicado a Sigríður las condiciones de su perdón y reza a Dios y agradece al Rey su magnanimidad. Siento las prisas, que Dios le acompañe a usted y a los suyos, deseando que estén todos bien en el año que empieza y en el futuro, tanto en esta vida como en la siguiente. Esto le dice su leal y afectuoso amigo:
Rvd. P. PÉTURSSON de Midhóp
Con mi Salvador sueño:
en que me guarde confío:
su brazo poderoso me rodea
en la vigilia y en el sueño.
Cristo es mi roca, mi fuerza;
en Cristo vive mi alma;
y Cristo (mi corazón lo sabe)
me guiará en la adversidad.
Así, pues, vivo en nombre de Cristo:
así en su nombre moriré;
no temeré aun cuando el aliento de la vida
huya de la fría sombra de la Muerte.
Tumba, ¿dónde está tu victoria?
Muerte, ¿dónde tu aguijón?
«¡Venid y seréis bienvenidas!».
Canto porque Cristo está conmigo.
Himno funerario islandés
En el sexto día de enero unos fuertes golpes en la puerta de la casa despertaron a Tóti. Abrió un ojo y vio la débil luz en la habitación: había dormido hasta tarde. Seguían llamando a la puerta. De mala gana apoyó los pies abrigados con calcetines en el suelo y se levantó de la cama, envolviéndose con las mantas para protegerse del frío punzante. Le temblaban las piernas y caminó hasta la puerta delantera con una mano apoyada en la pared para no perder el equilibrio.
El visitante era un mensajero de Hvammur que se soplaba las manos y daba patadas al suelo con las botas en el frío aire de la mañana. Saludó con la cabeza y le tendió a Tóti una carta pequeña y plegada. Llevaba el sello rojo de Blöndal, como una gota de sangre que resaltaba en el papel pálido.
—¿Reverendo segundo Þorvardur Jónsson?
—Sí.
El hombre tenía la nariz rosa del frío.
—Siento el retraso. El tiempo ha sido tan malo que no he podido venir antes.
Tóti le invitó sin gran convencimiento a una taza de café, pero el sirviente miró nervioso hacia el paso del norte.
—Si no le importa, reverendo, voy a seguir camino. Viene más nieve y no quiero que me encuentre viajando.
Tóti empujó la puerta y fue tambaleándose hasta la cocina para avivar el fuego. ¿Dónde estaba su padre? Puso un puchero con agua a hervir en el fogón y arrastró con dificultad un taburete hasta el fuego. Cuando se le pasó el mareo, rompió el sello y abrió la carta.
La leyó tres veces y luego la dejó sobre una rodilla y se puso a contemplar el fuego. No podía ser cierto. No así. No con tantas cosas por decir y hacer y sin ni siquiera tenerle a él a su lado. Se puso en pie bruscamente, las mantas se le deslizaron de los hombros y caminó con paso inseguro hasta la baðstofa. Estaba abriendo el baúl, sacando ropas y vistiéndose y metiendo algunas en una bolsa cuando llegó su padre.
—¡Tóti! ¿Qué ha pasado? ¿Qué haces vistiéndote? Aún no estás recuperado.
Tóti dejó caer la tapa del baúl y sacudió la cabeza.
—Es Agnes. La van a matar dentro de seis días. Acabo de recibir la carta. —Se sentó en la cama e intentó meter un pie con la bota puesta dentro de la otra bota.
—No estás en condiciones de ir.
—Es demasiado pronto, padre. No he cumplido mi deber con ella.
El anciano se sentó al lado de su hijo.
—No estás bien aún —dijo con firmeza—. El frío te matará. Está nevando.
Tóti tenía la cabeza a punto de estallar.
—Tengo que ir a Kornsá. Si salgo ahora, igual me libro de la tormenta.
El reverendo Jón apoyo una mano con fuerza en el hombro de su hijo.
—Tóti, apenas puedes vestirte solo. No pongas tu vida en peligro por esa asesina.
Tóti le miró furioso, los ojos encendidos de ira.
—¿Y qué hay del hijo de Dios? ¿Murió solo por los justos?
—Tú no eres el hijo de Dios. Si vas, acabarás muerto.
—Me voy.
—Te lo prohíbo.
—Es la voluntad de Dios.
El viejo reverendo sacudió la cabeza.
—Es suicidio. Eso va contra la voluntad de Dios.
Tóti se puso de pie a duras penas y miró a su padre.
—Dios me perdonará.
En la iglesia hacía un frío glacial. Tóti corrió hasta el altar y cayó de rodillas. Era consciente de que le temblaban las manos y le ardía la piel bajo las capas de ropa. El techo bailaba sobre su cabeza.
—Buen Señor… —la voz se le quebró—. Apiádate de ella —continuó—. Apiádate de todos nosotros.
Margrét se estaba envolviendo la cabeza en un chal antes de ir a buscar estiércol seco a la troje cuando oyó pisadas sobre la nieve en la puerta delantera. Esperó. La puerta se abrió con un chirrido.
—Santo cielo, ¿eres tú, Guðmundur? —dijo Margrét, y cuando salió a toda prisa de la baðstofa se encontró a Tóti avanzando por el pasillo, la cara blanca como la leche y la frente perlada de sudor—. ¡Por Dios bendito, reverendo! ¡Es usted la viva imagen de la muerte! ¡Cuánto ha adelgazado!
—¿Margrét, está tu marido en casa? —La voz de Tóti estaba llena de apremio.
Margrét asintió y le invitó a pasar.
—Siéntese en la salita —le dijo mientras apartaba la cortina—. No debería andar viajando con este tiempo. Dios bendito, ¡si está temblando! Mejor pase a la cocina para calentarse. ¿Se puede saber qué ha pasado?
—He estado enfermo. —La voz de Tóti era un graznido—. Tenía fiebre, y la garganta y el cuello tan inflamados que creía que iba a asfixiarme. —Se sentó con esfuerzo—. Por eso no he venido hasta hoy. —Hizo una pausa y resolló un poco—. No he podido.
Margrét le miró fijamente.
—Voy a buscar a Jón. —Le hizo un gesto silencioso a Lauga para que se acercara y ayudara al reverendo a quitarse el abrigo cubierto de hielo.
Pasados escasos minutos, Margrét y Jón entraron en la cocina.
—Reverendo —saludó Jón afectuoso y le tendió la mano a Tóti—. Me alegro de verle. Me dice mi esposa que no está bien de salud.
—¿Dónde está Agnes? —le interrumpió Tóti.
Margrét y Jón se miraron.
—Con Kristín y Steina. ¿Quiere que vaya a buscarla?
—No, todavía no —dijo Tóti. Se sacó un guante con gran esfuerzo y se palpó la camisa—. Ten.
Tragó saliva y le dio a Jón la carta del comisionado.
—¿Qué es esto? —preguntó Jón.
—Es de Blöndal. Anuncia la fecha de la ejecución de Agnes.
Lauga se sobresaltó.
—¿Cuándo es? —preguntó Jón con voz calmada.
—El doce de enero. Y hoy es seis. Entonces, ¿no sabíais nada?
Jón negó con la cabeza.
—No. El tiempo ha sido tan malo que es complicado salir.
Tóti asintió sombrío.
—Bueno, pues ya lo sabéis.
Lauga miró al pastor y luego a su padre.
—¿Se lo vais a decir?
Margrét alargó la mano sobre de la mesa y cogió la de Tóti. Levantó la vista para mirarle.
—Está usted ardiendo. Voy a buscarla —dijo—. Querrá oírlo de sus labios.
El reverendo me está hablando, pero no oigo lo que me dice, es como si estuviéramos todos debajo del agua, desde arriba me llega una luz parpadeante y veo las manos del reverendo delante de mí, me coge las muñecas y me las suelta, parece un hombre a punto de ahogarse y tratando de asirse a algo que le ayude a subir a la superficie. Parece un esqueleto. ¿De dónde sale toda esta agua? Me parece que no puedo respirar.
«Agnes —me está diciendo—. Agnes, estaré allí contigo».
«Agnes», dice el reverendo.
Qué amable es, intenta abrazarme, acercar mi cuerpo al suyo, pero no quiero tenerle cerca. Abre y cierra la boca como un pez, los huesos de su cara parecen cuchillos bajo la piel, pero no puedo ayudarle, no sé qué es lo que quiere. Los que no están siendo arrastrados a la muerte no pueden comprender que el corazón se te endurece y afila hasta convertirse en un nido de rocas con un huevo huero y solitario en el interior. Estoy yerma; nada crecerá ya nunca de mí. Soy el pez muerto puesto a secar en el aire frío. Soy el pájaro muerto en la orilla. Estoy seca, no sé si sangraré cuando me arrastren al encuentro del hacha. No, sigo caliente, la sangre aún aúlla en mis venas igual que el viento, y sacude el nido vacío y pregunta dónde han ido todas las aves, ¿dónde han ido?
—Agnes. ¿Agnes? Estoy contigo. —Tóti miró a Agnes con preocupación. La mujer tenía la vista fija en el suelo, respiraba pesadamente y se mecía, haciendo crujir el taburete. El llanto le oprimía la garganta, pero era consciente de la presencia de Margrét, Jón, Steina y Lauga a su espalda, y de los criados, esperando en la puerta que daba a la cocina, mirando.
—Creo que necesita más agua —dijo Steina.
—No —dijo Jón. Se volvió hacia donde esperaban los criados—. ¡Bjarni!, ve a buscar coñac, haz el favor.
Trajeron la botella y Margrét la acercó a los labios de Agnes.
—Eso es —dijo cuando Agnes se atragantó con el líquido y derramó la mayor parte en el chal—. Te sentirás mejor.
—¿Cuántos días? —dijo Agnes ronca.
Tóti reparó en que se estaba clavando las uñas en la carne del brazo.
—Seis —dijo con suavidad. Alargó los brazos y le cogió las manos a Agnes—. Pero estoy aquí, no te voy a dejar.
—¿Reverendo Tóti?
—¿Sí, Agnes?
—A lo mejor les puedo suplicar, a lo mejor si voy a ver a Blöndal, cambiará de opinión y nos dejará apelar. ¿Podría hablar con él de mi parte, reverendo? Si va a hablar con él y se lo explica, creo que le escucharía. Reverendo, no pueden…
Tóti apoyó una mano temblorosa en el hombro de Agnes.
—Estoy aquí contigo, Agnes. Estoy aquí.
—¡No! —Agnes le apartó—. ¡No! ¡Tiene que hablar con ellos! ¡Tiene que hacerles escuchar!
Tóti oyó a Margrét chasquear la lengua.
—No es justo —murmuraba—. No fue culpa suya.
—¿Qué? —Tóti se volvió hacia ella—. ¿Ha hablado contigo?
A su espalda alguien lloraba, una de las hijas.
Margrét asintió mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Una noche. Nos quedamos despiertas hasta tarde. No es justo —repitió—. Dios mío, ¿no podemos hacer nada, Tóti? ¿No podemos ayudarla?
Antes de que Tóti pudiera responder, Margrét sollozó y salió arrastrando los pies de la habitación, tapándose los ojos con las manos. Jón la siguió.
Agnes temblaba y se miraba las manos.
—No puedo moverlas —dijo en voz baja. Miró a Tóti con los ojos muy abiertos—. No puedo moverlas.
Tóti volvió a coger las manos rígidas de Agnes con las suyas. No sabía cuál de los dos temblaba más.
—Estoy aquí contigo, Agnes —era todo lo que era capaz de decir.
No me desmorono. Pienso en las cosas pequeñas. Me concentro en la sensación del lino contra mi piel.
Respiro todo lo profundo y silenciosamente que puedo.
Aquí vienen el cielo ensombrecido y un viento frío que te atraviesa, como si no estuvieras ahí, te atraviesa como si no le importara si estás viva o muerta, porque cuando te hayas ido el viento seguirá allí, lamiendo la hierba hasta pegarla en el suelo, sin importarle si la tierra está helada o ha empezado el deshielo, porque volverá a helarse y a fundirse y pronto tus huesos, ahora calientes por la sangre y espesos de jugoso tuétano, estarán secos y quebradizos y se descascarillarán y se congelarán y se fundirán con el peso de la tierra sobre ti, y la hierba de la superficie chupará hasta la última gota de tu cuerpo y vendrá el viento y la echará abajo y te arrojará contra las rocas o te arañará con sus uñas y te llevará hasta el mar en un grito salvaje de nieve.
El reverendo estuvo despierto con Agnes hasta bien entrada la noche, hasta que por fin se quedó dormida. Margrét le observaba preocupada desde un rincón de la baðstofa. También él se había quedado dormido, sentado con la espalda apoyada en el poste de la cama y tiritando violentamente debajo de la manta con que Margrét le había tapado. Ésta consideró la posibilidad de despertarle y ayudarle a acostarse en la cama libre, pero decidió no hacerlo. Pensó que no sería fácil moverle de donde estaba.
Por fin dejó de tejer. Aquello le recordaba a cuando murió Hjördis. Casi no había pensado en la mujer muerta desde la llegada de Agnes. Pero aquello, la lúgubre espera de la muerte, la lámpara encendida hasta tarde, llorar hasta la extenuación. Todo ello se lo recordaba. Miró al resto de la familia, que dormía. Se dio cuenta de que Lauga no estaba en su cama.
Margrét se levantó de la silla para ir a buscar a su hija y de inmediato fue presa de un ataque de tos que la hizo caer de rodillas. Se convulsionó inclinada sobre los tablones del suelo hasta que salió de sus pulmones un espeso coágulo de sangre. El ataque de tos la debilitó y tuvo que quedarse a cuatro patas y respirando con fuerza hasta que se sintió lo bastante fuerte para incorporarse.
Le llevó varios minutos encontrar a Lauga. No estaba junto al calor de la chimenea en la cocina, ni tampoco en la lechería. Margrét arrastró los pies hacia la oscuridad de la troje sosteniendo una vela en alto.
—¿Lauga?
Del rincón donde estaban todos los barriles llegó un leve ruido.
—Lauga, ¿eres tú?
La luz de la vela proyectó sombras en las paredes antes de iluminar una silueta detrás de un saco de harina lleno hasta la mitad.
—¿Mamma?
—¿Qué haces aquí, Lauga?
Margrét dio un paso adelante y acercó la vela al rostro de su hija.
Lauga parpadeó por la luz y se apresuró a ponerse de pie. Tenía los ojos rojos.
—No hacía nada.
—¿Estás disgustada?
Lauga pestañeó y se frotó los ojos en un gesto rápido.
—No, Mamma.
Margrét observó a su hija.
—Te he estado buscando —dijo.
—Quería estar sola un minuto.
Se miraron un momento en la luz ajironada de la vela agonizante.
—Pues a la cama —sugirió por fin Margrét. Le dio la vela a Lauga y salió en silencio de la habitación detrás de ella.
No había ningún monedero. Friðrik nunca encontró el dinero que quería. «Agnes, Agnes, ¿dónde lo tenía enterrado? ¿Está en el baúl?». Pero era demasiado tarde, yo tenía los dedos completamente resbaladizos por la grasa de ballena que había restregado por la madera mezclada con la sangre del suelo y la lámpara ya se había estrellado contra el suelo y Sigga ya había chillado al oír el cristal romperse.
Intentan hacerme comer, pero, Tóti, no puedo. Como me des de comer te muerdo, morderé la mano que me da de comer, que se niega a quererme, que me abandona. ¿Dónde está mi piedra? ¡No lo entiendes! No tengo nada que decirte, ¿dónde están los cuervos? Jóas los ha echado a todos, no hablan jamás conmigo, no es justo. ¡Con todo lo que hago yo por ellos! Mastico piedras, me hago añicos los dientes, pero siguen sin hablar conmigo. Solo el viento. Solo el viento habla, pero dice cosas sin sentido, chilla como la viuda del mundo y no espera respuesta.
Te perderás. No hay hogar último, no hay entierro, solo un esparcir constante, un viaje frustrado que te lleva a todas partes sin ofrecerte un camino a casa, porque no tienes casa, solo esta isla fría y tu oscuro ser diseminado en una fina capa sobre su superficie, hasta que recoges al aullido del viento e imitas su soledad, no te vas a casa, te vas para siempre, el silencio te reclama para sí, sus oscuras aguas devorarán tu vida y harán con ella estrellas que quizá te recuerden, pero si lo hacen no lo dirán, no lo dirán, y si nadie dice tu nombre te olvidarán. Me han olvidado.
La noche antes de la ejecución, la familia de Kornsá se congregó en la baðstofa. Steina, con la cara churretosa por las lágrimas, había reunido todas las lámparas que había encontrado, las había encendido y las había repartido por la habitación para ahuyentar las sombras que acechaban desde los rincones. Los sirvientes estaban sentados en sus camas con la espalda contra la pared, mirando inexpresivos a Tóti y a Agnes, muy juntos en la cama de ésta. Se cogían de las manos y el reverendo le hablaba en susurros. Agnes miraba al suelo y tiritaba.
Llegó Jón de dar de comer a los animales y se acomodó en su cama al lado de Margrét, para a continuación inclinarse despacio y empezar a desatarse los cordones de las botas. Margrét se quitó la labor del regazo y se puso de pie para ayudarle a quitarse el chaquetón y se quedó así un rato, sosteniendo el raído abrigo lejos de ella.
—¿Mamma? —Steina se levantó de donde estaba sentada con Lauga, quien miraba impasible la mecha danzarina de la vela que tenía al lado—. Mamma, dámelo a mí.
Margrét apretó los labios y en silencio le dio a Steina el chaquetón mojado. Después, muy despacio, se arrodilló y, ahogando una tos, se acercó a su cama. Su hija la miró buscar debajo del camastro.
—¿Steina?
Steina se agachó y ayudó a Margrét a sacar un baúl pintado.
—Ponlo ahí en la cama, al lado de Jón.
Con cierta dificultad, Steina levantó el baúl de madera y lo dejó sobre las mantas. Se levantó una nube de polvo. Miró a Margrét mientras abría la cerradura de hierro. Dentro del baúl había ropas.
Margrét miró de reojo a Agnes, que temblaba con el cuerpo pegado al del reverendo, y sacó un hermoso chal de lana. Sin decir una palabra fue hasta su cama y, con un gesto de cabeza a Tóti, se inclinó y se lo puso a Agnes alrededor de los hombros.
Tóti miró la cara de Margrét en la escasa luz y le dirigió una sonrisa tensa, con la cara pálida.
El resto de la familia miró a Margrét mientras ésta seguía rebuscando en el baúl con los labios muy apretados. Sacó una falda oscura con remates bordados y la dejó con cuidado sobre las mantas a su lado. A continuación hizo lo mismo con una camisa de algodón blanca, un corpiño bordado y, por fin, un delantal de rayas. Con las dos manos, alisó las arrugas de los pliegues de la tela.
—¿Qué haces, Mamma? —preguntó Steina.
—Es lo menos que podemos hacer —contestó Margrét. Pasó la vista por la habitación, como si esperara que alguien pusiera alguna objeción y, acto seguido, cerró la tapa del baúl y le hizo una señal a Steina para que volviera a meterlo bajo la cama.
Durante un momento Margrét se quedó quieta mirando a Lauga, sentada en su cama al otro lado de la habitación. Luego, con unos pocos pasos, cruzó la baðstofa y le tendió una mano.
—Tu broche —dijo.
Lauga la miró con la boca abierta. Tras un instante de vacilación, se levantó de la cama y se agachó. Despacio, le dio a su madre el pasador y volvió a sentarse, pestañeando para no llorar. Margrét se volvió, puso el broche de plata sobre el corpiño extendido en la cama y cogió su labor.
El mundo ha dejado de nevar y también de moverse; las nubes cuelgan del cielo como cuerpos muertos. Lo único que se mueve son los cuervos y la familia de Kornsá, pero no distingo a unos de los otros: van todos de negro y se desplazan en círculos a mi alrededor, esperando su comida. ¿Dónde ha ido el tiempo? Se marchó con el verano. Yo estoy más allá del tiempo. ¿Dónde está el reverendo? Esperando junto al río en Gönguskörd. Buscando un esqueleto entre el musgo, entre la lava, entre las cenizas.
Margrét me busca, me coge de la mano, me aprieta los dedos tan fuerte que me duele, me duele.
—No eres un monstruo —dice.
Tiene la cara roja y se muerde el labio, se lo muerde con fuerza. Sus dedos, entrelazados con los míos, son calientes y grasientos.
—Me van a matar.
¿Quién ha dicho eso? ¿He sido yo?
—Nosotros te recordaremos, Agnes.
Me aprieta los dedos con más fuerza hasta que casi lloro de dolor y empiezo a llorar. No quiero ser recordada, ¡quiero seguir aquí!
—¡Margrét!
—Estoy aquí, Agnes. No pasa nada, niña mía. Mi niña.
Estoy llorando y mi boca se abre y se llena con algo, me está ahogando y lo escupo. En el suelo hay una piedra y miro a Margrét y veo que no se ha dado cuenta. «Tenía esa piedra en la boca», digo, y arruga la cara pero no me entiende. No hay tiempo de explicárselo, le ha dado mis manos a Steina, como si yo fuera una prenda, o un trozo de pan con el que estuvieran comulgando, y los dedos de Steina están fríos. Me suelta las manos y me pasa los brazos por el cuello. Me solloza con fuerza al oído, pero me aferro a ella porque su cuerpo está caliente y ya no me acuerdo de la última vez que alguien me abrazó así, la última vez que le importé a alguien lo bastante como para acercar su mejilla a la mía.
«Lo siento mucho —me escucho decir—. Lo siento mucho». Pero no sé qué es lo que siento. Todos hablan en burbujas de aire y me está costando un mundo no llorar, me duele la espalda de no llorar, pero sí lloro, tengo lágrimas en la cara, no sé, quizá son de Steina. Todo está mojado. Es el océano.
«¿Me van a ahogar?», pregunto, y alguien niega con la cabeza. Es Lauga: «Agnes», dice, y yo digo: «Es la primera vez que me llamas por mi nombre» y ya está, se derrumba como si la hubiera apuñalado en el estómago.
—Creo que deberíamos irnos —dice Tóti, y quiero volverme hacia él pero no puedo, porque estamos todos debajo del agua y no sé nadar—. Vamos —dice, y una mano me coge del brazo y alguien me levanta por los aires. El cielo se acerca y por un momento estoy a punto de estrellarme contra las nubes, pero entonces me doy cuenta, me han subido a un caballo y me conducen a mi tumba como si fuera un cadáver, me enterrarán como a una mujer muerta, me meterán en un bolsillo como si fuera una piedra. Hay cuervos en el cielo pero ¿qué pájaro es capaz de nadar debajo del agua? ¿Qué pájaro es capaz de cantar sin nadie abajo que le escuche?
Natan lo sabrá. Tengo que acordarme de preguntárselo.
La nieve cubría todo el valle como lino, como un sudario a la espera del cuerpo muerto del cielo que caería desde lo alto.
«Se acabó», pensó Tóti. Azuzó su caballo y lo acercó al de Agnes. Sujetó las riendas con una mano y se sacó el guante de la otra, que apoyó en la pierna de Agnes. Al hacerlo notó un hedor caliente a orina. Agnes le miró con los ojos muy abiertos. Los dientes le castañeteaban violentamente.
—Lo siento —dijo sin hablar, solo moviendo los labios.
Tóti le apretó la pierna. Intentó sostenerle la mirada, pero los ojos de Agnes recorrían el valle como dos flechas.
—Agnes —murmuró—. Agnes, mírame.
Agnes le miró y a Tóti le pareció que el azul claro de sus ojos se había vuelto casi blanco.
—Estoy aquí —dijo, y volvió a apretarle la pierna.
A su lado, el alguacil Jón montaba con la boca cerrada en señal de determinación. A Tóti le sorprendió comprobar que varios hombres se habían unido a ellos, todos vestidos de negro y con bufandas atadas alrededor de la boca para ahuyentar el aire glacial. Montaban en holgado pelotón, con los caballos mordisqueando las bridas y expulsando nubes de vapor compacto.
—¡Reverendo!
Alguien a su espalda le llamaba. Cuando Tóti se volvió vio a un hombre corpulento con pelo largo y rubio acercarse desde atrás. Cuando estuvo a su lado, el hombre buscó en su abrigo y sacó una petaca pequeña. Se la ofreció a Tóti sin decir palabra. Tóti asintió. Se inclinó hacia un lado, cogió la mano de Agnes y puso en ella la petaca.
—Bebe, Agnes.
Ésta miró la petaca y luego a Tóti, quien dijo que sí con la cabeza. Después de quitarle el tapón de corcho, se la llevó a la boca temblorosa con las dos manos y dio un sorbo que le hizo atragantarse y toser. Tóti la tranquilizó con palabras amables.
—Da otro trago, Agnes —insistió—. Te ayudará.
El siguiente tragó le resultó más fácil y Tóti se fijó en que los dientes ya no le castañeteaban tanto.
—Bébetelo todo, Agnes —dijo el hombre de pelo rubio—. Lo he traído para ti.
Agnes se giró en su silla para mirar al hombre que había hablado. Se apartó los cabellos largos y oscuros de la cara para mirarle mejor.
—Gracias —murmuró.
Al cabo de algún tiempo los jinetes cruzaron las montañas de salida del valle y vieron los primeros mogotes de Vatnsdalshólar. Los cerros de extrañas formas parecían sobrenaturales en la luz azul y Tóti se estremeció al verlos.
Agnes había metido la barbilla dentro de las bufandas que llevaba alrededor del cuello y tenía el pelo caído sobre la cara. Tóti se preguntó si no se habría quedado dormida por el coñac. Pero justo cuando se hacía esta pregunta los caballos se detuvieron y Agnes levantó la cabeza en un gesto brusco. Miró hacia la entrada del valle y empezó a temblar.
—¿Hemos llegado? —le susurró a Tóti. El reverendo desmontó y le dio sus riendas a otro jinete. Sacudió la cabeza para ahuyentar las náuseas y caminó por la nieve, el rechinar de sus pisadas resonando en el aire escarchado. Buscó a Agnes.
—Déjame que te ayude a desmontar.
Jón y otro hombre ayudaron a bajar a Agnes de la silla. Ésta, cuando puso los pies en el suelo, se tambaleó y cayó.
—¡Agnes! Ven, dame la mano.
Agnes miró a Tóti con lágrimas en los ojos.
—No puedo mover las piernas —dijo con voz ronca—. No puedo moverlas.
Tóti se agachó y le pasó un brazo por los hombros. Cuando intentó levantarla le cedieron las rodillas y los dos cayeron entre las dunas de nieve.
—¡Reverendo! —Jón se apresuró a ayudarles.
—¡No! —la voz salió en forma de grito. Tóti miró al corro de hombres que los rodeaban. Agnes le agarraba con fuerza el brazo—. No —dijo—. Por favor, dejadme que la coja yo. Necesito cogerla yo.
Los hombres se apartaron y Tóti se colocó de rodillas y, despacio, empezó a incorporarse. Se tambaleó, luego recuperó el equilibrio cerrando los ojos y respirando hondo hasta que la cabeza dejó de darle vueltas. «No desfallezcas», se dijo. Se agachó y le ofreció la mano a Agnes.
—Cógeme la mano —le dijo—. Cógela.
Agnes abrió los ojos y obedeció, clavándole las uñas en la piel.
—No me suelte —gimió—. No me suelte, por favor.
—No te voy a soltar, Agnes. Estoy aquí.
Tóti apretó los dientes y la levantó de la nieve, pasándole un brazo alrededor del cuello para tirar mejor de ella.
—Ya estás —dijo con voz queda mientras la sujetaba fuerte por la cintura. Ignoró el olor a mierda—. Ya te tengo.
A su alrededor los granjeros de la comarca echaron a andar hacia tres mogotes que formaban un apretado conjunto. Alrededor del que estaba situado en el medio ya había reunidos más de cuarenta hombres, todos vestidos de negro. Parecían aves de presa acechando a su víctima, pensó Tóti.
—¿Tenemos que ir con ellos? —preguntó Agnes con la voz quebrada.
—No, Agnes. —Tóti le apartó el pelo de la cara con la mano que tenía libre—. No, solo tenemos que seguir un poco más y luego esperar. Friðrik va a salir primero.
Agnes asintió y se aferró a Tóti mientras éste avanzaba despacio y a trompicones por la nieve hasta una pequeña elevación del terreno, sujetándola lo mejor que podía. Jadeando, la dejó con suavidad sobre el suelo cubierto de nieve y se dejó caer a su lado. Jón se agachó junto a ellos y recogió la petaca que se le había caído de la mano enguantada. Tóti le miró dar un trago rápido y hacer una mueca.
Los minutos transcurrieron aletargados. Tóti trató de ignorar las punzadas de un frío extenuante que se iba apoderando, sigiloso, de sus huesos. Le había cogido las manos a Agnes y ésta le había recostado la cabeza en el hombro.
—¿Por qué no rezamos, Agnes?
La mujer abrió los ojos y miró hacia la lontananza.
—Alguien está cantando.
Tóti volvió la cara hacia el lugar de donde provenía el sonido. Reconoció el himno funerario Como una flor. Agnes escuchaba con atención, tiritando en el suelo.
—Vamos a escuchar juntos, entonces —susurró Tóti. La rodeó con un brazo mientras los versos se elevaban sobre el prado cubierto de nieve y caían sobre ellos como una bruma.
A la izquierda de Tóti, Jón estaba arrodillado con las manos juntas y murmurando el padrenuestro: «Señor, perdónanos nuestras ofensas». Tóti apretó la mano de Agnes con más fuerza y ésta dio un pequeño respingo.
—Tóti —dijo con voz llena de pánico—. Tóti, me parece que no estoy preparada. No creo que puedan hacerlo ahora. ¿Puedes decirles que esperen? Tienen que esperar.
Tóti acercó a Agnes hacia sí y le apretó la mano.
—No te voy a soltar, Agnes. Dios está en todas partes. No te voy a soltar nunca.
Agnes miró el cielo mudo. El ruido repentino del primer hachazo resonó en todo el valle.