En Laugar, en Sælingsdale, Guðrún se despertó temprano, nada más salir el sol. Fue a la habitación donde dormían sus hermanos y zarandeó a Ospak. Ospak y sus hermanos se despertaron al instante; y cuando Ospak vio que era su hermana, le preguntó qué quería tan temprano por la mañana. Guðrún dijo que quería saber qué pensaban hacer aquel día. Ospak dijo que sería un día tranquilo «porque ahora mismo no hay demasiado trabajo que hacer».
Guðrún dijo: «Tenéis un temperamento propio de hijas de campesinos: no hacéis nada respecto a nada, sea bueno o malo. A pesar de la vergüenza y el deshonor que os ha causado Kjartan, no perdéis el sueño, ni siquiera cuando pasa por vuestra puerta con un único acompañante. Sería vano, evidentemente, esperar que oséis algún día atacar a Kjartan en su casa cuando no tenéis el valor de hacerle frente cuando viaja con solo uno o dos acompañantes. Os quedáis en casa simulando ser hombres, y siempre estáis estorbando».
Ospak dijo que Guðrún exageraba, pero admitió que era difícil llevarle la contraria. Al momento saltó de la cama y se vistió y lo mismo hicieron todos los hermanos uno detrás del otro; y entonces se dispusieron a preparar una emboscada para Kjartan.
Saga Laxdæla
Natan había salido cuando Friðrik y yo llegamos a Illugastaðir. No estoy segura de qué habría pasado de no haber sido así. Tuvimos que llamar durante varios minutos hasta que Sigga abrió la puerta. Llevaba a la hija de Natan apoyada contra la cadera.
—Me dijo que nos os dejara entrar si volvíais —dijo, pero sí nos dejó.
Acepté el café que nos ofreció.
—¿Dónde está Natan? —pregunté.
Sigga me miró asustada.
—Ha estado de muy mal humor.
—¿Te ha forzado otra vez? —Friðrik estaba inspeccionando la balda junto a la cama de Natan. Sigga miró ansiosa cómo cogería unas cuantas cajas y las agitaba.
—¿Qué buscas?
—Una compensación —murmuró Friðrik. Miró por la ventana, a la nieve—. Apuesto a que yo tenía razón. Apuesto a que lo ha enterrado todo en el jardín.
Miré a Sigga.
—¿Ha dicho algo de mí?
Sigga negó con la cabeza.
Sonreí con tristeza.
—Al menos nada que quieras repetirme a la cara.
Friðrik se sacudió la nieve de los hombros, se sentó al lado de Sigga y la atrajo hacia su regazo.
—Mi pajarito —le dijo—. Mi esposa.
Sigga se resistió a sus caricias y se sentó en la cama.
—No me llames así —dijo.
Friðrik se puso rojo.
—¿Por qué no? Eres mía.
—Natan me ha dicho que ha cambiado de opinión. Que no lo permitirá. —Su voz se quebró con un sollozo—. Nunca.
—¡Maldito Natan!
A pesar de lo sombría que era nuestra reunión, fue difícil no sonreír ante la teatralidad de Friðrik.
—Estoy segura de que a Natan se le pasará —dije.
Sigga se secó los ojos y negó con la cabeza.
—Dice que si me caso con alguien, será con él.
Se me cayó el alma a los pies y reparé en que Friðrik se había puesto pálido.
—¿Qué?
—Es lo que ha dicho —gimoteó Sigga.
—Y tú, ¿qué le has dicho?
Mi voz era débil y temblorosa. Sigga rompió a llorar de nuevo.
—¿No le habrás dicho que sí? —Friðrik le pasó un brazo por los hombros y Sigga escondió la cara en su cuello. Y aulló.
Pasamos los dos días siguientes en Illugastaðir planeando marcharnos. Sigga pensaba que podría volver a Stóra-Borg y yo me ofrecí a llevármela conmigo de vuelta al valle en cuanto mejorara el tiempo. Friðrik me sugirió que fuera a Ásbjarnarstaðir a pedir trabajo hasta que terminara el invierno. Dijo que al granjero de allí no le gustaba Natan; que igual me aceptaba por compasión.
De estas cosas nos encontrábamos hablando una tarde cuando vimos a unos viajeros bajando por el paso de montaña. Habíamos estado tan concentrados en nuestros planes de huida que no los habíamos visto aparecer. Estábamos fuera, en el jardín, tomando un poco el aire, puesto que el tiempo había aclarado, y ya era demasiado tarde para escondernos. Nos habrían visto.
—¡Agnes! —cuchicheó Sigga—. Es Natan. Me va a dar una paliza cuando te vea.
El corazón me latía igual que un tambor, pero no me atrevía a admitirlo.
—No viene solo, Sigga. No hará nada mientras tengamos compañía.
Los tres esperamos de pie a la pareja de jinetes. Cuando estuvieron lo bastante cerca, me sorprendió ver a Pétur el Mataovejas montando al lado de Natan.
—Mira, Pétur —dijo éste—. Tengo a tres zorritos rondando por aquí. —Sonrió, pero sus ojos eran fríos. Pensé que igual atacaba a Friðrik, pero en lugar de ello desmontó y vino hacia mí—. ¿Qué hace ésta aquí? —Su sonrisa se esfumó, yo me puse colorada y miré de reojo a Pétur. Éste parecía desconcertado.
—Por favor, déjala volver. Solo hasta que termine el invierno —pidió Sigga.
—Estoy harto de ti, Agnes.
—¿Se puede saber qué te he hecho? —dije simulando serenidad.
—Dijiste que querías irte, ¡pues vete! —dio otro paso más hacia mí—. ¡Márchate!
Sigga parecía nerviosa.
—No tiene a dónde ir, Natan. Va a nevar.
Natan rió.
—Nunca dices la verdad, Agnes. Dices una cosa y bajo su superficie se oculta un significado distinto. Querías irte, ¡pues vete!
Quise decirle a Natan que le quería, que quería que él también me quisiera. Pero no dije nada. No había nada que pudiera decir.
Fue Friðrik quien rompió el silencio.
—No te vas a casar con ella —anunció con los dientes apretados.
Natan rió.
—No empecemos. —Se volvió hacia Pétur—. ¿Ves lo que pasa por vivir con niños pequeños? Te arrastran a sus jueguecitos.
Pétur sonrió sin convencimiento.
—Muy bien. —Natan empezó a guiar su caballo hacia el prado—. Agnes puede quedarse, pero no en la baðstofa. Pétur y yo vamos a dormir aquí esta noche y por la mañana nos volvemos a Geitaskard. Si sigues aquí cuando volvamos, te denunciaré al comisionado por asalto a la propiedad privada. Y tú, Friðrik, márchate antes de que le diga a Pétur que te rebane el cuello.
Rió, pero Pétur se puso a mirar al suelo.
Aquella noche dormí otra vez en el establo. No hacía tanto frío como cuando Natan me echó la primera vez y Sigga me ayudó a hacerme una cama antes de volver dentro. Apestaba a mierda, y el suelo estaba plagado de piojos, pero al final conseguí dormirme.
Cuando me desperté estaba oscuro. Me levanté y fui hasta la puerta, vi que todavía salía luz de la ventana de la casa. Después de descansar tenía la cabeza despejada y me disponía a ir hasta allí para intentar hacer las paces con Natan, cuando escuché pisadas en la nieve detrás del establo.
—¿Sigga?
Las pisadas se interrumpieron y luego oí de nuevo el crujido. Se acercaban. Me refugié en la oscuridad de la cuadra y pegué la espalda a la pared.
Escuché un susurro.
—¿Agnes?
Era Friðrik.
Se deslizó dentro.
—¿Se puede saber qué haces aquí?
Jadeaba. No podía verle en las sombras, pero olí su sudor. Algo tintineó.
—¿Has venido andando desde Katadalur?
Friðrik tosió y escupió.
—Sí.
—Como te vea Natan, te mata.
—Voy a esperar a que se haya dormido.
—¿Para hacer qué? Si se despierta y os descubre a ti y a Sigga pelando la pava en la cama de al lado, para cuando amanezca ya estarás ahorcado y descuartizado.
Le oí gruñir.
—No he venido a eso.
Algo en su tono de voz me hizo vacilar.
—Friðrik. ¿A qué has venido?
—Voy a solucionar esto de una vez por todas. He venido a por lo que es mío.
A nuestra espalda, una vaca emitió un leve gemido. Oí ruido de pezuñas arañando el suelo de tierra.
—¿Friðrik?
—Admítelo, Agnes. Tú también lo estás deseando.
Entonces la luna asomó desde detrás de su escudo de nubes y vi lo que Friðrik tenía en la mano. Eran un martillo y un cuchillo.
¿Qué recuerdo? No le creí. Volví a mi cama en el suelo del establo, súbitamente exhausta. No quería tener nada que ver con Friðrik.
¿Qué ocurrió?
Me desperté de un sueño inquieto y salí. La luz de la ventana de la casa estaba apagada. Friðrik había desaparecido.
Fui a buscarle. De repente tenía miedo. El cielo nocturno estaba despejado y la luz de la luna iluminaba el pegujal. Estrellas como agujas. La nieve que chirriaba bajo mis zapatos. Busqué el pestillo, pero la puerta se abrió con un crujido.
Sigga estaba acurrucada contra la pared del pasillo abrazada a la hijita de Rósa. Ambas gimoteaban.
—¿Sigga?
Le llevó un momento responder.
—La baðstofa —susurró. Apenas podía oírla.
Recorrí el largo pasillo. No sé por qué tuve la precaución de coger una lámpara de la cocina. Tenía el corazón en la garganta.
¿Qué ocurrió?
Estaba temblando, las manos no me obedecían y se me cayó la lámpara. Al olor repentino a mecha apagada le siguió un ruido salido de un rincón. Un tablón que rechinaba y alguien que jadeaba, deprisa y sonoramente, y después más ruidos, ahogados, como los de un niño dando puñetazos a una almohada. Un gemido, el sonido de algo húmedo y luego una voz que susurró:
—¿Agnes?
El corazón me dio un vuelco. Pensé que era Natan.
Pero era Friðrik.
—Agnes —decía—. Agnes, ¿dónde estás?
Hablaba con un hilo de voz.
—Estoy aquí —dije. Me agaché y busqué a tientas la lámpara en la oscuridad—. Se me ha caído la lámpara.
Oí a Friðrik dar un paso en la dirección de la que provenía mi voz.
—Agnes, no sé si está muerto. —Su voz se quebró al pronunciar la última palabra—. No sé si está muerto.
El corazón se me paró. No podía mover los dedos. Intentaba moverlos por los tablones ásperos tratando de encontrar la lámpara, pero los nudillos se habían agarrotado y se negaban a doblarse. «No le ha matado. No es más que un muchacho. No le ha matado».
No sé cómo encontré la lámpara. Al cogerla me arañé la mano con las astillas del suelo.
—¿Agnes?
—¡Estoy aquí! —respondí al instante. Mi tono de voz me sorprendió. No delataba lo asustada que estaba—. Tengo que encender la lámpara.
—Pues date prisa —dijo Friðrik.
Recorrí a tientas el pasillo, donde había una única vela encendida en un candelero. Prendí con ella la lámpara y volví a la baðstofa. Me temblaban las manos y la parpadeante luz de la lámpara bailaba inquieta en las paredes del pasillo en dirección a la entrada oscura de la baðstofa. Cuando llegué, el miedo me oprimía la garganta. No quería entrar. Pero tenía que ver lo que había hecho Friðrik.
Al principio pensé que me había engañado. Cuando sostuve la lámpara para iluminar la cama de Natan, vi sus mantas y su cara dormida. Todo parecía normal. Entonces Friðrik dijo:
—Agnes, trae aquí la lámpara.
Y cuando la luz recorrió la cama vi que Pétur tenía la cabeza reventada. La sangre oscurecía la almohada. Algo brillaba en la pared y, cuando miré, vi varias gotas de sangre deslizándose despacio por las tablas.
—Dios mío —dije—. Dios mío. Dios mío.
Miré el martillo que sostenía Friðrik y vi que tenía algo pegado. Era pelo. Entonces caí al suelo y vomité.
Friðrik me ayudó a ponerme de pie. Seguía con el martillo en la mano, preparado para usarlo.
—¿Le has hecho algo a Natan? —le pregunté.
Friðrik me dijo que acercara la lámpara a la cama. Natan también sangraba. Uno de los lados de su cara tenía un aspecto extraño, como si le hubieran aplastado el pómulo, y lo que pensé que era sangre de Pétur formaba un charco en la cavidad de su cuello.
De mi pechó salió un grito y me abandonaron las fuerzas. Tiré de nuevo la lámpara y caí al suelo en la oscuridad que nos engulló.
Friðrik debió de traer la vela del pasillo. Vi su rostro brillar cuando entró en la habitación. Entonces ambos oímos una voz.
—¿Qué ha sido eso?
Friðrik vino deprisa y tiró de mí para levantarme. Los dos temblábamos. Oímos de nuevo el sonido. Un gemido.
—¿Natan?
Le quité la vela a Friðrik, me precipité hacia la cama y la sostuve cerca de la cara de Natan. Vi sus párpados temblar en el resplandor de la llama y trató de moverse.
—¿Qué le has hecho?
Friðrik estaba pálido como un cadáver y con las pupilas tan dilatadas que parecían negras.
—El martillo… —farfulló.
Natan gimió de nuevo y esta vez Friðrik se inclinó junto a él y escuchó.
Natan dijo:
—Worm.
—¿Worm Beck?
—Igual está soñando.
Nos quedamos quietos observando a Natan por si daba más señales de estar vivo. El silencio era ensordecedor. Entonces Natan abrió despacio un ojo y me miró a la cara.
—¿Agnes? —murmuró.
—Estoy aquí. —Me recorrió una oleada de alivio—. Estoy aquí, Natan.
El ojo de Natan fue de mí a Friðrik. Entonces giró la cabeza y vio el cráneo hundido de Pétur. Me di cuenta de que sabía lo que había pasado.
—No —dijo con voz ronca—. No, no, no.
Friðrik dio un paso atrás para alejarse de mí, pero yo no pensaba dejarle marchar.
—¡Mira lo que has hecho! —cuchicheé—. Mira lo que has conseguido.
—¡Yo no quería, te lo juro, Natan! —Friðrik empezó a jadear y a mirar fijamente el martillo ensangrentado a nuestros pies.
Natan gritó de nuevo. Intentaba levantarse de la cama, pero chilló cuando quiso apoyarse en el brazo. Friðrik se lo había destrozado.
—¡Querías matarle! —grité mirando a Friðrik—. ¿Qué vas a hacer ahora?
Hubo un golpe seco y cuando bajamos la vista nos encontramos a Natan en el suelo. Había conseguido arrastrarse fuera de la cama con el brazo bueno, pero no podía seguir.
—Ayúdame a levantarle —le dije a Friðrik, y dejé la vela en el suelo, pero el chico se negó a tocar a Natan. Me agaché e intenté sentarle, de manera que pudiera apoyar la cabeza contra la viga, pero pesaba demasiado y cuando vi lo hinchado que tenía el cráneo y la sangre que le corría por la espalda me quedé sin fuerzas, mis extremidades se convirtieron en agua. Coloqué su cabeza en mi regazo y supe que no sobreviviría a aquella noche.
—Friðrik —decía Natan una y otra vez—. Te voy a pagar, te voy a pagar. Te voy a pagar.
—Quiere hablar contigo, Friðrik —dije, pero éste había apartado la cara y rehusaba mirarnos—. ¡Date la vuelta! —le grité—. ¡Lo mínimo que puedes hacer es hablar con el hombre que has matado!
Natan dejó de murmurar. Noté que su cuerpo se ponía rígido y me miró, moviendo un poco la cabeza.
—Agnes…
—Sí, soy yo, Agnes. Estoy aquí, Natan. Estoy aquí.
Abrió mucho la boca. Pensé que iba a decir algo, pero todo lo que salió fue un gorjeo. Miré a Friðrik y allí estaba, con la cara blanca de tan pálida, el pelo caído sobre los ojos y manchado de rojo donde la sangre le había salpicado. Tenía los ojos abiertos de par en par y asustados.
—¿Por qué hace eso? —preguntó.
Natan se atragantaba y vomitaba sangre que le manchaba la barbilla y a mí la falda.
—¿Por qué hace eso? —gritó Friðrik—. ¡Haz que pare!
Alargué la mano y cogí el cuchillo del suelo.
—Pues venga, termina lo que has empezado.
Friðrik negó con la cabeza. Cuando me miró horrorizado tenía la cara cenicienta.
—¡Vamos! —dije—. ¿Vas a dejar que se muera poco a poco?
Friðrik seguía negando con la cabeza. Dio un respingo cuando un hilo de sangre brotó de la herida de la cabeza de Natan.
—No —dijo—. No puedo. No puedo.
Natan me miró. Tenía los dientes rojos por la sangre. Movía los labios en silencio y entendí lo que intentaba decirme.
El cuchillo entró con facilidad. Rasgó la camisa de Natan con un corte limpio que sonó igual que un beso torpe. No podía haber parado aunque hubiera querido. Hundí el puño hasta que noté un calor repentino e intenso alrededor de la muñeca y me di cuenta de que su sangre me cubría la mano. El calor contrastaba con el frío de la noche. Solté la empuñadura y aparté a Natan para mirar el cuchillo. Sobresalía de su vientre y la camisa oscura y húmeda estaba fruncida alrededor de la hoja. Por un momento nos miramos el uno al otro. La luz de la vela capturó el final de su frente, sus pestañas, y de repente me sentí rebosante de gratitud. Su mirada era límpida. Como de perdón.
—Agnes. —Friðrik estaba a mi espalda con las manos en la cabeza y había dejado el martillo en el suelo—. Agnes, le has matado.
Quería llorar. Quería arrodillarme sobre el cuerpo de Natan y sollozar. Pero no había tiempo.
Odiaba a Friðrik. Se había desmoronado, encogido en el suelo, y lloraba, aspirando aire a grandes bocanadas en un ataque de pánico que no parecía ir a cesar nunca. Por fin se puso en pie, con la respiración entrecortada, y sacó el cuchillo del vientre de Natan.
—¿Qué haces? —le pregunté. No tenía energías suficientes para gritar.
—Este cuchillo es mío —dijo Friðrik.
Lo limpió y se dirigió a la puerta.
—¡Espera! —le llamé.
Friðrik se volvió y se encogió de hombros.
—¡Te van a ahorcar por esto! —le dije casi sin voz.
Friðrik se detuvo. Vi cómo cerraba los dedos alrededor de la empuñadura pegajosa del cuchillo.
—Si a mí me ahorcan —dijo despacio sorbiéndose los mocos—, a ti te quemarán viva.
Bajé la cabeza y vi la sangre en mis manos. En mi cuello, empapando mi vestido. Vi la llama de la vela parpadear por una corriente invisible y me pregunté qué aspecto tendría la habitación en la luz gris del día.
Fue entonces cuando me acordé de la grasa de ballena que había comprado Natan en Hindisvík.