Capítulo once

El 19 de abril compareció de nuevo ante el tribunal Bjarni Sigurðsson de Katadalur, hermano de Friðrik, un muchacho de diez años y con aspecto despierto e inteligente. Después de ser interrogado largo rato siguió sin dar información, hasta que por fin dijo que el otoño pasado, cuando su padre no estaba en casa, Friðrik había degollado dos ovejas lecheras y un cordero. Bjarni Sigurðsson recordaba que las ovejas eran de Natan. Su madre, declaró, le había dicho durante mucho tiempo que debía hacer como que no sabía aquello y tampoco contarlo en el juicio. Por mucho que lo intentamos, con dureza y también con suavidad, no logramos sonsacarle más información.

Funcionario anónimo, 1828

Margrét se despertó al oír sollozos. Escudriñó la oscuridad donde estaban las camas de sus hijas. Las dos dormían.

Agnes.

Apoyó la cabeza en la almohada junto a la de su marido y escuchó. Sí, la criminal estaba llorando; un llanto leve y contenido que le puso un nudo en la garganta. ¿Debía ir con ella? Igual era un truco. Margrét deseó poder ver mejor en la oscuridad. Los sollozos se interrumpieron y luego se reanudaron. Lloraba como un niño.

Margrét se levantó despacio y caminó a tientas hasta la puerta y luego por el pasillo hasta que vio el resplandor de las brasas del fuego de la cocina. Sacó una vela de su candelero, avivó la llama de una de las ascuas y prendió la mecha. Antes de abandonar el calor de la cocina se detuvo un momento. Seguía oyendo el llanto lastimero. Se dio cuenta de que estaba asustada pero sin comprender por qué.

La luz de la vela bailó sobre las paredes y vigas de la baðstofa. Todos dormían con la cabeza bajo la manta para ahuyentar el frío de diciembre que había dejado escarcha en las paredes. Margrét rodeó la llama con una mano para protegerla de la corriente y caminó despacio hasta Agnes. Ésta dormía, pero los ojos se le movían nerviosos bajo los párpados y había empujado las mantas a los pies de la cama. Temblaba, con los codos pegados a los costados del cuerpo y los puños cerrados como si estuviera preparándose para pelear a brazo partido.

—¿Agnes?

Ésta gimió. Margrét cogió las mantas con la mano que tenía libre y empezó a taparla con ellas, pero cuando llegó al pecho Agnes le sujetó la muñeca.

Margrét abrió la boca para gritar pero no emitió sonido alguno. El tacto repentino de los fríos dedos de Agnes la había dejado paralizada.

—¿Qué haces? —La voz de Agnes era tan poco amistosa como la manera en que le cogía la muñeca.

La vela chisporroteó.

—Nada. Estabas tiritando.

—Me estabas vigilando.

Margrét tosió y notó sangre en la boca. Se la tragó, porque no quería apoyar la vela.

—No te estaba vigilando. Me has despertado. Estabas llorando.

Agnes la miró un instante y a continuación dejó caer la cabeza. Margrét la miró mientras Agnes examinaba las lágrimas que se enjugaba de las mejillas.

—¿Estaba llorando?

Margrét asintió.

—Me has despertado.

—Estaba soñando. —Agnes fijó la vista en las vigas.

Margrét tosió de nuevo, pero esta vez no le dio tiempo a llevarse la mano a la boca. Las dos mujeres miraron las mantas y vieron un puntito de sangre. La mirada de Agnes pasó de la mancha a Margrét. Dobló las piernas y Margrét se acomodó en el borde de la cama. Dos mujeres a punto de morir —murmuró Agnes.

Margrét supo que en cualquier otra circunstancia se habría sentido insultada, pero allí, sentada frente a Agnes, reconoció la verdad de su afirmación.

—Jón está preocupado por mí —admitió—. No dice nada, pero cuando llevas tanto tiempo casada con un hombre no hay gran necesidad de hablar.

—¿Le has contado lo de la gelatina de liquen?

—Sabe que tienes mano para las hierbas. Se enteró de lo de Róslín y su bebé.

Agnes estaba pensativa.

—¿Y no le importa?

Margrét negó con la cabeza.

—No debes pensar que mi Jón es un mal hombre. —Miró al suelo—. Hace lo posible por llevar una vida cristiana y apacible. Todos lo hacemos. No deseamos mal a nadie, solo que contigo aquí… —Abrió la boca como para añadir algo, pero se detuvo—. Tiene muchas preocupaciones, eso es todo. Pero seguiremos adelante mientras tengamos fuerzas.

—Pero ¿sabe que estás peor de tu enfermedad?

Margrét sintió la losa en los pulmones y se encogió de hombros.

—¿Con qué soñabas? —preguntó después de un momento de silencio.

Agnes se subió las mantas hasta el cuello.

—Katadalur.

—¿La granja de Friðrik?

Agnes asintió.

—¿Una pesadilla?

La mirada de la mujer más joven se deslizó hacia la mancha de sangre en las mantas que las separaban. Parecía estudiarla.

—Viví allí los días antes de la muerte de Natan.

—Pensé que vivías en Illugastaðir. —Margrét tuvo un escalofrío y Agnes cogió su chal, doblado en el cabecero de la cama, y se lo dio a Margrét.

—Me quedé en Illugastaðir hasta que Natan me echó. No tenía a dónde ir, así que me fui con la familia de Friðrik, en Katadalur.

—Decías que no erais amigos.

—No lo éramos. —Agnes miró a Margrét—. ¿Por qué nunca me has preguntado por los asesinatos?

La pregunta cogió a Margrét desprevenida.

—Pensé que eso era algo entre tú y el reverendo.

Agnes negó con la cabeza.

Margrét tenía la boca seca. Miró hacia donde estaba su marido. Roncaba.

—¿Quieres venirte conmigo a la cocina? —preguntó—. Como no entre en calor, no voy a llegar viva a mañana.

Agnes se sentó en un taburete que había traído de la lechería y miró a Margrét mientras ésta dispersaba las brasas del fuego y las avivaba con pedazos de estiércol seco. El humo la hizo toser y se frotó los ojos.

—¿Tienes sed?

Agnes asintió y Margrét colgó una olla pequeña del gancho. Luego se sentó en una banqueta junto a la de Agnes y las dos miraron crecer las llamas de la lumbre.

—Mi madre nunca dejaba que el fuego se apagara en su casa —dijo Margrét. Notó que Agnes se volvía hacia ella, pero no le devolvió la mirada—. Creía que mientras hubiera una luz en la casa el demonio no podría entrar. Ni siquiera durante la hora de las brujas.

Agnes callaba. Por fin dijo:

—¿Tú qué crees?

Margrét alargó los brazos hacia las llamas.

—Yo creo que el fuego viene muy bien para mantenerse caliente —dijo.

Agnes asintió. El fuego chisporroteaba y llameaba delante de ellas.

—Cuando trabajaba en Gafl, el fuego se apagó durante el invierno. Fue culpa mía. Estábamos aislados por la nieve y los niños se morían de hambre, y yo estaba tan ocupada intentando que el más pequeño bebiera un poco de suero de un trapo que se me olvidó comprobar la lumbre. Estuvimos tres días sin luz y sin fuego, hasta que aclaró y pudimos pedir ayuda a la granja de al lado. Pensé que nuestros vecinos nos iban a encontrar muertos y azules en nuestras camas.

—Puede pasar —dijo Margrét—. Un cuerpo puede morir de muchas maneras.

Las dos mujeres callaron. La leche empezó a temblar y Margrét se levantó a servirla. Le dio una taza humeante a Agnes y volvió a sentarse.

—Tu familia tiene suerte de tener provisiones suficientes —dijo Agnes.

—Este año hemos contado con un poco de dinero extra —contestó Margrét—. El comisionado Blöndal nos ha dado una pequeña compensación. —Lamentó sus palabras en cuanto las hubo pronunciado, pero Agnes no reaccionó.

—No había pensado en eso —dijo por fin.

—Tampoco ha sido mucho, no creas —añadió Margrét.

—No, yo no valgo demasiado —dijo Agnes con amargura.

Margrét la miró. Dio un sorbo de leche y notó cómo el líquido caliente le llenaba el estómago y empezaba a enviar calor al resto de su cuerpo.

—Últimamente no ha venido el reverendo —dijo Margrét para cambiar de tema.

—No.

Agnes tenía la cara aún hinchada por el sueño y la otra mujer tuvo un impulso repentino de pasarle un brazo por los hombros. «Es porque parece una niña», pensó Margrét, y cerró las manos alrededor de la taza de leche.

—Siento haberte despertado antes —dijo Agnes.

Margrét se encogió de hombros.

—Me despierto mucho por la noche. Cuando mis hijas eran pequeñas me levantaba para comprobar que seguían respirando.

—¿Por eso te has despertado ahora?

Margrét miró fijamente a Agnes.

—Pues no. En absoluto.

—Siento que hayas pasado miedo por ellas —dijo Agnes—. Por estar yo aquí, quiero decir.

—Una madre siempre tiene miedo por sus hijos —dijo Margrét.

—Yo nunca he sido madre.

—No, pero tienes una.

Agnes negó con la cabeza.

—Mi madre me dejó cuando era pequeña. Desde entonces no he tenido otra.

—Eso no importa —dijo Margrét—. Dondequiera que esté piensa en ti.

—No lo creo.

Margrét hizo una pausa.

—Una madre siempre piensa en sus hijos —repitió—. Tu madre, la de Friðrik, la de Sigga. Todas las madres.

—La madre de Sigga está muerta —dijo Agnes secamente—. Y a la de Friðrik van a mandarla a Copenhague.

—¿Por qué?

Agnes miró a Margrét con cautela.

—Þórbjörg sabía algo de lo que planeaba Friðrik. Sabía de las ovejas que había robado. Mintió al tribunal.

—Entiendo —dijo Margrét. Dio otro pequeño sorbo de leche.

—Þórbjörg me salvó la vida —añadió Agnes al cabo de unos instantes—. Me encontró en su puerta después de que Natan me echara. Me habría muerto si no me hubiera dejado entrar y quedarme allí.

Margrét asintió.

—Nadie es tan malvado.

—Cuando Þórbjörg era joven y una sirvienta, prendió fuego a la cama de su ama y mató al perro de su amo con un hacha. Lo dijeron en el juicio.

—Dios bendito.

—No me ayudó mucho —dijo enseguida Agnes—. Dijo que éramos amigas. Les contó que Natan y yo nos habíamos peleado y que yo le había pedido consejo.

—¿Y no fue así?

—Jamás me dijo que incendiara Illugastaðir, como afirmaron. Yo no fui a Katadalur a pedir ayuda a Þórbjörg o a conspirar con Friðrik. Hicieron ver que había ido a Katadalur con un propósito. Planear un asesinato. —Agnes sorbió su leche y se atragantó al toser—. Fui a Katadalur porque Natan no me dejaba quedarme en Illugastaðir y no tenía ningún otro sitio adonde ir.

Margrét se quedó callada. Miró el fuego e imaginó a Agnes de puntillas por Kornsá durante la noche, prendiendo una antorcha en la cocina y pegando fuego a la granja mientras todos dormían. ¿La habría despertado a ella el olor a humo?

—Fue Friðrik quien quemó Illugastaðir, ¿no, Agnes? —Margrét trató de que su voz no delatara su preocupación.

—En el juicio dije que el fuego empezó en la cocina —dijo Agnes con firmeza—. Dije que Natan había puesto unas hierbas a hervir. Que se extendió desde allí.

Margrét estuvo unos instantes sin decir nada.

—Yo oí que había sido Friðrik.

—No —dijo Agnes.

Margrét tosió de nuevo y escupió al fuego. La humedad burbujeó en las ascuas encendidas.

—Si lo que quieres es proteger a tu amigo…

—¡Friðrik no es amigo mío! —la interrumpió Agnes. Sacudió la cabeza y dejó su taza de leche en el suelo—. ¡No es amigo mío!

—Pensaba que los dos pasabais mucho tiempo juntos —explicó Margrét.

Agnes la miró con el ceño fruncido y después volvió a fijar la vista en el fuego.

—No, pero en Illugastaðir… —Agnes suspiró—. Muchas veces Natan no estaba. La soledad… —Le costaba encontrar las palabras—. La soledad te acechaba para morderte detrás de cada esquina. Me conformaba con cualquier compañía.

—Así que Friðrik iba por Illugastaðir.

Agnes asintió.

—No está lejos de Katadalur. Friðrik andaba en amores con Sigga.

—He oído hablar de Sigga. —Margrét se levantó para echar más estiércol al fuego.

—Gusta a la gente. Es bonita.

—Y bastante simple, por lo que he oído.

Agnes miró a Margrét con cautela.

—Sí, bueno. Friðrik no era de esa opinión. Cuando Natan estaba fuera, venía a Illugastaðir con algún recado, o con un mensaje falso de sus padres o del párroco, y después simulaba tener hambre o sed. Sigga le daba un poco de leche o algo de comer y se ponían a reír y a charlar. Para cuando llegó el otoño los encontré más de una vez sentados en la cama de Sigga, zureando como dos palomas.

—La soledad en el invierno es dura —estuvo de acuerdo Margrét.

Agnes asintió.

—En Illugastaðir era peor. No era como aquí, en el valle. Los días no podían ser más monótonos, y yo no tenía amigos ni vecinos. Solo Sigga, y Daníel, —el bracero de Geitaskard que contrató Natan—, y a veces Friðrik.

—La oscuridad puede hacer que un cuerpo se sienta solo —dijo Margrét pensativa—. No es bueno que las personas pasen mucho tiempo solas.

Ofreció más leche a Agnes.

—A Natan nunca le gustó el invierno. Pasó toda su vida sin acostumbrarse a la oscuridad.

—Me pregunto por qué compró Illugastaðir entonces, y no otra granja donde hubiera gente para hacerle compañía.

—Pasaba mucho tiempo fuera —admitió Agnes—. Sobre todo en Geitaskard. Decía que era por trabajo, pero yo creo que era para ver a sus amigos. O para evitarme —añadió—. Habría sido mejor si hubiera pasado más tiempo en casa. Le necesitábamos allí. Pero cada mes parecía pasar más y más tiempo fuera, y cuando volvía no se alegraba de vernos. Ni siquiera parecía contento de ver a su hija, Þóranna. La dejaba con nosotros.

—Me parece que era cruel por su parte negaros una visita, cuando estabais los tres tan solos y aislados del mundo.

Agnes sonrió levemente.

—Quizá su problema no era que tuviéramos visita, sino el hecho de que ésta fuera Friðrik.

—Entiendo.

—En el mejor de los casos, la amistad entre Friðrik y Natan era tensa. Siempre andaban sospechando el uno del otro. Y luego se pelearon. Fue cuando una ballena se quedó varada en la playa de Hindisvík, ese otoño.

—Me acuerdo. Le compramos un poco de aceite a unas gentes del norte del valle. Habían ido a ver qué podían conseguir.

—Para nosotros fue una suerte. Aquel año durante la siega había llovido mucho y nos preocupaba que el heno se pudriera o ardiera y llegar a la primavera con los animales muertos y nosotros en los huesos. Natan estaba en casa cuando se enteró de lo de la ballena y fue a comprar algo de carne a la familia propietaria de esta parte de la costa.

»Estuvo fuera todo el día y no volvió hasta la noche. Cuando le recibí en la puerta le encontré cubierto de barro. Tenía en el pelo, en la cara; no había un centímetro de sus ropas que no tuviera barro. Cuando le pregunté qué había pasado me dijo que estaba cortando su porción de ballena, que ya había comprado y pagado, cuando apareció Friðrik y empezó a coger. Cuando Natan le dijo a Friðrik que buscara un cuchillo y pagara por su parte, Friðrik le empujó al suelo y le atacó. Más tarde, la familia de Stapar, la granja más cerca de Illugastaðir, me contó una versión diferente. Dijeron que Natan le había gritado a Friðrik y le había dado un empujón en la espalda y que Friðrik se había abalanzado contra él y le había tirado al suelo. Después le pegó y lo arrastró por el barro. Pero ese día yo lo único que supe era que Natan había venido a casa embarrado y con un humor de perros.

—Qué desagradable para ti —murmuró Margrét.

Agnes negó con la cabeza.

—Para Sigga fue peor. Cuando estaba poniendo la carne de ballena en salmuera oí a Natan lavarse delante del fuego y a Sigga tratando de tranquilizarle. Natan gritaba que Friðrik estaba loco y que mataría a alguien antes de cumplir veinte años. Friðrik era el enamorado de Sigga, y ésta se tomó mal el comentario. Claro que no se atrevió a decirle nada a Natan, pero cuando nos fuimos a la cama aquella noche la oí llorar.

Margrét no dijo nada. Quería mirar a Agnes, pero pensó que, si lo hacía, dejaría de hablar y las cosas volverían a como eran antes. Eligió sus palabras con cuidado.

—Debes de haberlo pasado mal en Illugastaðir.

—Fue peor después de lo de la ballena. Natan cada vez pasaba menos tiempo en casa. Y cuando lo hacía, estaba horas diciéndonos a Sigga y a mí que no nos pagaba por estar ociosas. Le encontraba defectos a todo lo que hacíamos. La mantequilla estaba demasiado húmeda; la baðstofa estaba sucia; alguien había entrado en su taller y cambiado de sitio sus frascos. Daba igual que ninguna de las dos nos atreviéramos a entrar allí cuando él no estaba. El viento movía alguna de sus cosas o el suelo del corral tenía marcas después de que una de las dos hubiera arrastrado por leña para la casa y pensaba que habíamos estado cavando agujeros buscando su dinero. Ninguna de las dos pensábamos que lo tuviera enterrado hasta que nos dijo aquello.

»Entonces las cosas empeoraron todavía más. A su regreso del sur, Natan se encontró a Friðrik saliendo de Illugastaðir. Al principio guardaron las formas, pero pronto Sigga, Daníel y yo les oímos gritarse el uno al otro desde los dos lados del paso. Natan amenazaba con darle una paliza y con avisar al comisionado de la comarca si Friðrik volvía a poner un pie en su granja. Estuvieron así un rato hasta que Friðrik se marchó a su casa.

»Aquella noche Natan estaba furioso. Arrastró a Sigga fuera y le oí acusarla de traicionar su confianza, de mentirle. Amenazó con echarla y oí a Sigga suplicarle. No tenía a dónde ir. Nadie contrataría a una criada en aquella época del año. Estaba nevando, se moriría de frío. Después, Natan bajó la voz y no pude oír lo que decía. Estuvieron los dos fuera más de una hora, pero cuando por fin entraron Sigga tenía los ojos rojos y se fue directamente a la cama. Entonces Natan me ordenó que le siguiera.

»Fuera estaba oscuro como la brea. Natan me llevó hasta el borde del mar y me dijo que Friðrik le había pedido permiso para casarse con Sigga. Me dijo que sabía que Sigga había estado entendiéndose con Friðrik a sus espaldas, pero que no había imaginado que llegaran a aquello. Pensaba que era un coqueteo sin importancia.

»Cuando le dije a Natan que a mí me parecía un sentimiento inofensivo entre dos personas algo inocentes, se rió y dijo que ninguno de los dos tenía nada de inocente. Luego se metió la mano en el bolsillo y me enseñó tres monedas de plata y me dijo que Friðrik le había ofrecido dinero a cambio de que le diera permiso para casarse con Sigga. Le pregunté por qué había aceptado el dinero si tan en contra estaba del matrimonio, y se rió y dijo que solo un tonto rechaza dinero cuando se lo ofrecen. Entonces me preguntó por qué había permitido que Sigga tonteara con Friðrik cuando sabía que no lo quería en su granja mientras él estaba fuera. Le dije que no me gustaba Friðrik, pero que estaba acostumbrada a granjas llenas de sirvientes y a tener gente alrededor y que los días en Illugastaðir eran los más largos que había conocido.

Agnes dio un último trago de leche y tiró los posos al fuego. El chisporroteo sobresaltó a Margrét.

—Ya no voy a poder dormirme —dijo Agnes.

Margrét asintió.

—No, creo que yo tampoco —vaciló—. No sabía que Friðrik y Sigga estuvieran casados.

Agnes dejó escapar una carcajada breve.

—No llegaron a casarse —dijo—, aunque Friðrik le pidió la mano. Vino al día siguiente. Natan se había ido a Geitaskard. Sigga andaba enfurruñada y deambulando por la casa como una sombra, y cuando la arrinconé en la cocina y le pregunté qué le había dicho Natan la noche anterior, se puso a llorar y se negó a soltar palabra. Entonces le conté lo del dinero de Friðrik, que había pagado a Natan a cambio de su mano en matrimonio y esto la sorprendió tanto que dejó de llorar. Me miró atónita y murmuró que no podía creerse que Natan hubiera aceptado. Le había dicho que no debía casarse con un hombre así. Era demasiado joven y, además, era su criada y lo seguiría siendo hasta que él decidiera dejarla marchar.

»Aquel día Daníel vio llegar a Friðrik y le dijo que más le valía darse la vuelta si quería llegar vivo al verano, pero Friðrik le ignoró y me preguntó dónde estaba Sigga. Yo no tuve valor para entrar con él en la casa y ver lo que pasaba, así que me fui a la playa y esperé. Y al poco salió Friðrik con Sigga de la mano y nos dijo a Daníel y a mí que estaban prometidos en matrimonio.

—¿Qué hiciste? —preguntó Margrét.

Agnes suspiró.

—¿Qué podía hacer? Subí la pendiente y nos serví a todos un vaso de coñac. Friðrik estaba feliz, pero Sigga parecía nerviosa. Después de unos cuantos tragos, Daníel empezó a cantarle canciones a la pareja y yo salí a tomar un poco el aire y caminé hasta el mar.

El fuego crujió. Un terrón de estiércol se partió y despidió chispas hacia las vigas.

Por fin Agnes habló de nuevo.

—¿No vais nunca al mar?

Margrét negó con la cabeza y se arrebujó en su chal.

—Cuando era joven pasé algo de tiempo trabajando cerca. Por Langidalur.

—En Vatnsnes el mar es distinto. A veces el agua del fiordo es como un espejo. Algo que te da ganas de lamer. «Vidrioso como el ojo de un muerto», solía decir Natan. —Agnes se acercó al fuego—. Una vez vi dos icebergs chocar uno contra el otro. El viento los había juntado. Cuando se acercaron vi que los dos habían arrastrado madera de deriva y al cabo de un rato oí un chasquido fortísimo y la madera empezó a arder.

—Suena como algo salido de las sagas —dijo Margrét.

—Fue sobrecogedor —estuvo de acuerdo Agnes—. No pude evitar quedarme mirando. Después de caer la noche seguía viendo pequeñas llamas en el mar.

Las dos mujeres miraron el fuego durante unos instantes. Las llamas empezaban a apagarse en un resplandor rojo que les iluminaba las caras. Fuera, un leve gemido anunció la llegada de nuevas ventiscas.

Después de que Friðrik se declarara a Sigga, había nevado lo bastante como para enterrar a un salteador de caminos. Friðrik no podía volver a casa a caballo, por lo que le puse a compartir cama con Daníel. El coñac les ayudó a deslizarse en el sueño igual que un calzador.

Yo, en cambio, estaba desvelada. Pensamientos sobre Natan y Sigga me invadían e interrumpían mis sueños. Sabía por qué odiaba Natan a Friðrik. No era porque el muchacho le hubiera tomado afecto a su dinero y a sus objetos de valor, aunque en parte era así. No, era por Sigga. Decidí que Natan quería a Sigga tanto como a mí.

Al final debí de quedarme dormida un rato. Cuando me desperté, la baðstofa estaba vacía y había dejado de nevar. Todo fuera era blanco excepto por el verde aceitoso del océano. Llegaba un ruido procedente del prado de enfrente y cuando salí a ver qué era, me encontré a Friðrik pateando una oveja muerta. Su violencia me revolvió el estómago.

—¿Qué haces? —Mi voz sonó alta y clara en el aire quieto. Friðrik no me oyó. Siguió dando patadas mientras gruñía. Las botas levantaron una rociada de nieve ensangrentada—. ¡Friðrik! —le llamé de nuevo—. ¿Qué haces?

Se detuvo y se volvió. Le vi frotarse la cara con la manga y empezó a levantar los pies para caminar hacia mí por los montículos de nieve espesa. Cuando le tuve cerca me di cuenta de que estaba en pleno ataque de cólera.

—Hola, Agnes —me dijo con respiración agitada.

—¿Por qué pateas ese animal?

Estaba jadeando. El aliento le salía de la boca en nubecillas de niebla.

—Ya estaba muerta.

—Pero ¿por qué le das patadas?

—¿Y qué más da? —Friðrik guiñó los ojos y miró el cielo encapotado—. Va a nevar otra vez, creo. Mejor que no me pille aquí. —Se sorbió la nariz y se la limpió con un guante, dejando una mancha brillante en la lana.

—Natan te va a matar. —Señalé la mancha de sangre y la tierra alrededor de la oveja—. Has echado a perder la carne. Y también la lana.

Friðrik rió. Quise abofetearle por patear la oveja, pero no tenía autoridad sobre él y él lo sabía.

—Ya estaba muerta, Agnes. Murió esta mañana. —Se limpió un copo de nieve casi derretida de la mejilla y levantó la bota por encima del montículo de nieve para pasar a mi lado—. No te preocupes. Todavía se puede comer.

—La has pisoteado.

Entornó los ojos.

—Te vas a morir de frío —me dijo ya dándome la espalda.

Miré las nubes de nieve descender sobre la montaña y dejé que el aire helado me aguijoneara las costillas hasta que me estremecí de frío.

Ver a Friðrik hacer pedazos la oveja con las botas me había despertado un sentimiento inquietante. La imagen había sido portentosa: sus ágiles extremidades, oscuras en contraste con la nieve, colisionando con el cadáver inerte hasta levantar una fina bruma de sangre.

Empezó a nevar. Me di la vuelta para seguir a Friðrik hacia la casa y vi un cuervo posarse en la oveja. Graznó lastimero y a continuación hundió el pico en las entrañas del animal. Copos de nieve se posaron en sus plumas negras.

Interrumpí a Friðrik y a Sigga, que estaban sentados en la cama de ella cuchicheando. Sigga tenía aspecto de haber llorado.

—Faltan dos ovejas —dije.

—Bueno, una de ellas está muerta. Tú la has visto —Friðrik bostezó.

—No la que has pateado. Otras dos.

Friðrik sonrió con crueldad y enseguida supe lo que había pasado.

—Las has matado. —Sigga dejó escapar un sollozo y Friðrik se puso de pie. Vino hasta mí y se inclinó. Podía oler su sudor.

—Agnes, te interesará saber que Sigga y yo hemos estado hablando esta mañana. —La voz le restallaba de furia—. Natan se ha estado aprovechando de ella.

Esperé a estar calmada antes de hablar.

—Ya lo sabía.

Sigga rompió a llorar.

—¡Lo siento mucho, Agnes! ¡No sabes las ganas que tenía de contártelo!

Friðrik hizo una pausa.

—¿Lo sabías?

—Pensaba que ella estaba de acuerdo —dije con voz crispada.

—¡Ha estado violándola! —Empezó a caminar por la habitación. Me fijé en que en la mano tenía el camisón de seda verde de Sigga, un regalo de Natan—. Le voy a matar.

Puse los ojos en blanco.

—Adelante. Como si a estas alturas fuera a servir de algo. —Me volví hacia Sigga—. ¿Te forzó?

—¡Pues claro que la forzó! —Friðrik volvió a sentarse al lado de Sigga y dio un puñetazo al colchón. Sigga se sobresaltó.

—No lo sé —susurró.

Recordé la noche en que oí a Natan moverse dentro de ella. La noche después de las olas de muerte. La respiración acelerada. Un gemido rápido y leve. No había habido resistencia.

—Eso va contra Dios —dijo Friðrik.

No pude evitar reír.

—No creo que nada de esto tenga que ver con Dios.

Sigga parecía aterrada.

—Agnes, ¿estás muy decepcionada conmigo?

—¿Por qué iba a estar decepcionada? —Mi voz era tersa como la superficie del océano.

Friðrik miró el camisón con cara de furia.

—Es un desgraciado. Le voy a matar.

—No quiero que Natan muera. —La afectación de la voz de Sigga me dio ganas de abofetearla.

Reí.

—Friðrik no va a matar a nadie.

—Pues claro que sí. —Éste se puso de nuevo en pie y cerró los puños con fuerza.

—De eso nada —dije—. Y además, ¿qué importa? Te vas a casar con ella de todas maneras.

Friðrik dijo con desdén:

—No espero que una mujer como tú lo entienda.

Se me secó la boca.

—Sigga dice que Natan también ha estado haciendo lo que quiere contigo. ¡Solo que tenemos la impresión de que tú disfrutas más de ello que Sigga!

Di un paso en dirección a Sigga y vi que daba un respingo.

—No te voy a pegar —le dije.

Aunque podía haberlo hecho. Quería hacerlo.

Entró Daníel y Friðrik se calló. Yo temblaba de furia. Odiaba a Friðrik. Odiaba su piel cubierta de granos, enrojecida por el frío. Odiaba sus ojos azules con su reborde pastoso de pestañas rubias. Odiaba su voz aguda, su olor a mierda de caballo, sus constantes visitas.

—Vete a casa, Friðrik —Daníel fue el primero en hablar.

—Se acerca una tormenta de nieve.

—Pues vete a ver si te la encuentras.

De pronto me sentí agradecida de tener a Daníel allí.

—No pienso ir a ninguna parte —dijo Friðrik. Volvió a sentarse al lado de Sigga y le pasó un brazo alrededor de los hombros en un gesto protector.

—Es verdad, ¿no? —me preguntó Daníel en un susurro—. Lo de que Natan comparte cama con las dos —negó con la cabeza—. Es una abominación.

—Friðrik ha matado algunas ovejas.

—¿Qué? ¿Aquí?

—Creo que anoche se llevó al menos dos a Katadalur. O quizá esta mañana, y que las mató allí.

—¡Natan le va a asesinar!

—No si Friðrik le mata antes a él —dije—. Está furioso.

Daníel se pasó las manos por el pelo y miró a la pareja sentada en la cama.

—Es un necio y un matón —dijo con un suspiro—. Hablaré con él cuando esté más tranquilo.

Natan volvió a Illugastaðir tres días más tarde. Cuando llegó a casa, Friðrik ya se había marchado. No quiero ni imaginar lo que habría pasado de no ser así. Como cabía esperar, a Natan no le hizo gracia la noticia del compromiso de Sigga y Friðrik. Se lo conté yo. Sigga se escabulló a la troje en cuanto oyó que Natan llegaba al patio.

—No puedo dejaros solos sin que ocurra alguna calamidad.

—No es ninguna calamidad, Natan. Has aceptado el dinero que te daba Friðrik por ella; deberías haber sabido que esto iba a pasar.

—Supongo que tú estás feliz con todo esto —refunfuñó.

—¿Yo? ¿Qué tiene de bueno esto para mí?

—Llevas todo el otoño haciendo de casamentera.

Sujeté las bridas mientras Natan desensillaba el caballo.

—De eso nada.

—Supongo que lo habréis estado celebrando.

—No. Incluso Sigga parece un poco desconcertada con lo que ha pasado.

Natan se volvió para mirarme y enarcó una ceja.

—¿Ah, sí?

Asentí.

—Friðrik está dando saltos de alegría, pero Sigga no parece tan encantada.

Entonces Natan sonrió y negó con la cabeza.

—Vaya par de idiotas, los dos. —Me cogió las bridas y el sudadero con delicadeza y los dejó sobre la nieve. Su expresión era seria—. Agnes, mi Agnes, te debo una disculpa. No debería haberte pegado.

No dije nada, pero tampoco me resistí cuando me cogió la mano.

—He estado hablando con Worm y dice que me ve alterado. Que viajo demasiado en este tiempo tan húmedo. Esos sueños… —No terminó la frase—. Nos hemos portado mal los unos con los otros. No he sido yo mismo.

Me soltó la mano y cogió la brida y la silla.

—Toma —me dijo—. Guárdalas y nos vemos dentro.

Me volví para marcharme, pero me retuvo.

—Agnes —dijo con dulzura—, me alegro de verte.

Aquella noche nos estremecimos con el mismo deseo de antaño. Y cuando nos despertamos en la oscuridad invernal mi cuerpo se encendió de felicidad al ver que dormía a mi lado. Si Sigga o Daníel se despertaron y nos vieron acostados juntos, no dijeron nada. Quité las mantas de la cama de Natan y las puse a los pies de la mía.

Margrét volvió de la lechería con otro cazo con leche. Fuera el viento soplaba con tal fuerza que se oía un gemido hueco.

Agnes se inclinó hacia el fuego y removió las brasas.

—¿Echo turba o estiércol? —preguntó.

Margrét señaló el estiércol.

—Echa eso. Si vamos a quedarnos aquí un rato, por lo menos que estemos calientes.

—¿Por dónde iba?

—Me habías contado que Friðrik se había declarado a Sigga. —Margrét vertió con cuidado más leche en la olla. El líquido silbó en contacto con el metal caliente.

—A Sigga le daba terror ver a Natan después de haber aceptado la propuesta de matrimonio de Friðrik. Natan la encontró en la troje. Más tarde, Sigga me contó que Natan le había dicho que había hecho una tontería dejando que sus reservas respecto a Friðrik le cegaran. Le había dado a éste su bendición y si Sigga quería casarse con un niño que no tenía ni dinero ni un nombre de que enorgullecerse, era muy libre. A mí me dijo que no tenía intención de prohibir a dos cachorros que jugaran juntos.

»Pensé que igual se había dado cuenta de que si Sigga se casaba con Friðrik, no tendría que volver a verle la cara a éste. No tendría que preocuparse por su dinero, escondido en algún rincón del lugar.

»Los días de Navidad pasaron deprisa y poco hicimos por celebrarlos. Natan mandó a Daníel de vuelta a Geitaskard y yo pensé que todo volvería a ser como en los viejos tiempos, cuando solo estábamos Sigga y yo. Quería limpiar el pegujal y preparar raya para la misa de san Torlak, pero Sigga había perdido interés en hablar conmigo desde su compromiso con Friðrik. Se había vuelto melancólica, descuidada con el trabajo, y se pasaba horas mirando por la ventana. Se sobresaltaba cuando le dirigías la palabra. Evitaba mirarte a los ojos. Natan le había dicho que podía invitar a Friðrik a Illugastaðir a beber algo en celebración de la Navidad, pero no había venido. Quizá Sigga no se fiaba de la repentina buena voluntad que mostraba Natan hacía Friðrik. Creo que quería mantener a los dos hombres alejados.

Una noche, ya tarde, decidí contárselo.

—Natan, sabes que sé que has dormido con Sigga.

Se había quedado traspuesto, pero al oírme abrió los ojos.

—Lo sé, Natan. Y te perdono.

Me miró y de repente se echó a reír.

—¿Me perdonas?

Busqué su mano en la oscuridad.

—No te lo cuento para que discutamos. Pero quiero que sepas que lo sé.

Sus dedos estaban sobre los míos como un peso muerto. Estaba pensando.

—Ya sé que nos viste —dijo.

Sus palabras fueron como un puñetazo en el estómago. Abrí la boca para gritar sin que saliera ningún sonido. Me levanté de la cama y volví con una lámpara. No podía hablarle sin verle la cara. No me fiaba de sus palabras en la oscuridad.

La luz de la lámpara ardió sobre su piel desnuda. Me observó con frialdad, apartando la vista solo para mirar hacia la cama de Sigga, para comprobar si estaba despierta.

—Natan.

Mi voz sonaba vieja. Bajé la vista y me miré, desnuda, y por primera vez supe cómo me veía Natan.

—Has estado jugando conmigo.

Natan se protegió los ojos con una mano.

—Apaga la lámpara, Agnes.

Me agarré al poste de la cama para serenarme.

—Eres cruel.

—No quiero hablar de esto.

—Nunca tuviste intención de darme el puesto de ama de llaves, ¿verdad?

—Apaga la lámpara y vamos a dormir. Tienes ojos de loca.

—¿Dormir? —Le miré fijamente hasta que pude hablar sin llorar—. ¿Cómo sabías que yo lo sabía?

Al oír esto sonrió. No dijo nada.

—¿Me quieres?

—Estás diciendo ridiculeces.

—Contéstame.

Señaló la lámpara.

—¡Apágala!

—Natan —le estaba suplicando. Mi voz lastimera me horrorizó.

—¿Te habría pedido que vinieras si no te quisiera aquí?

—Sí. Para que te hiciera de criada.

—Tú eres más que una sirvienta, Agnes.

—¿Ah, sí?

—Apaga la lámpara.

—¡No! —La aparté para que no pudiera cogerla—. ¡No puedes tratarme así!

Sus ojos centellearon.

—Eres una pesada, Agnes.

—¿Que soy una pesada? Te dejo hacer lo que te viene en gana. ¿Te digo algo cada vez que desapareces? ¿Te digo algo cuando te subes encima de Sigga en la cama de al lado cuando crees que estoy dormida? ¡Tiene quince años! Eres un perro asqueroso.

Se incorporó hasta apoyarse en los codos.

—¿Qué te hace pensar que espero a que te hayas dormido?

La expresión de la cara de Natan no era de burla, sino de diversión y desprecio. El peso de la desesperación y la pérdida me oprimió y me sentí de forma repentina e irremediable hueca por el dolor.

—Te odio. —Las palabras se me antojaron estúpidas e infantiles.

—¿Y crees que te quiero? —Natan sacudió la cabeza—. ¿A ti, Agnes? —Entrecerró los ojos y se puso de pie, su aliento caliente en mi cara—. No eres más que una mujer barata. Me equivoqué contigo.

—¡Si soy barata es culpa tuya!

—Sí, claro. Tú eres casta y pura, y la culpa es de los demás.

—No, ¡la culpa es tuya!

—Perdóname, pero pensaba que querías esto. —Me agarró y me acercó a él con brusquedad—. Pensaba que querías salir del valle. Pero solo quieres lo que no puedes tener.

—¡Te quería a ti! Quería salir del valle porque quería estar contigo. —Me sentía enferma de furia—. No soporto este sitio.

—¡Pues vete! —Dio un paso atrás y me cogió de la muñeca—. ¡Sal de aquí! ¡No has hecho más que causarnos problemas! —Empezó a arrastrarme fuera de la baðstofa. Me fijé en que Sigga estaba sentada en su cama mirándonos. Þóranna había empezado a llorar.

—¡Suéltame!

—Te estoy dando lo que quieres. ¿No me odias? ¿No te quieres ir? Muy bien, pues ahí tienes la puerta.

Aunque menudo, Natan era fuerte. Me arrastró por el pasillo y al llegar a la puerta me empujó. Tropecé con el umbral y aterricé en la nieve, desnuda. Para cuando conseguí ponerme de rodillas, me había cerrado la puerta en las narices.

Fuera estaba oscuro y nevaba mucho, pero yo estaba tan exaltada por la ira y el dolor que no sentía nada. Quería aporrear la puerta hasta echarla abajo o ir a la ventana y gritarle que me dejara entrar, pero también quería castigarle. Me tapé la desnudez con los brazos y me pregunté a dónde podía ir. El frío me punzaba la piel. Pensé en matarme, en ir a la orilla y obligarme a entrar en el agua gélida. El frío me mataría, no necesitaría ahogarme. Imaginé a Natan encontrándome muerta, arrastrada a la orilla con las algas.

Fui a la cuadra.

Tenía demasiado frío para dormir, así que me acuclillé junto a la vaca y apreté mi piel desnuda contra su cuerpo caliente y cogí un sudadero para taparme. Los dedos de los pies los hundí en una boñiga para que no me dolieran.

En algún momento de la noche alguien entró en la cuadra.

—¿Natan? —Mi voz era débil y lastimera.

Era Sigga. Me traía mis ropas y mis zapatos. Tenía los ojos hinchados de llorar.

—No te deja entrar —dijo.

Me vestí despacio, con los dedos rígidos por el frío.

—¿Y si me muero aquí fuera?

Se volvió para marcharse, pero la sujeté por el hombro.

—Hazle entrar en razón, Sigga. Esta vez se ha vuelto loco de verdad.

Me miró y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Estoy tan harta de vivir aquí… —susurró.

A la mañana siguiente me desperté y por unos instantes no supe dónde estaba. Entonces recordé la noche anterior y la ira me tensó el estómago y me dio fuerzas renovadas. Me apoyé contra la vaca para calentarme la nariz y los dedos y pensé en lo que debía hacer. Quería marcharme antes de que saliera Natan a dar de comer a los animales.

Tóti se despertó en la baðstofa en sombras de Breidabólstadur y vio a su padre a los pies de su cama, recostado contra la pared. Tenía la cabeza entrecana inclinada sobre el pecho. Dormía.

—¿Pabbi? —Su voz era apenas un susurro. El esfuerzo le hirió la garganta.

Trató de mover el pie para despertar a su padre, pero le pesaban las extremidades como nunca en su vida.

—¿Pabbi? —lo intentó de nuevo.

El reverendo Jón se movió y de repente abrió los ojos.

—¡Hijo! —Se limpió la barba y se inclinó hacia delante—. Estás despierto. Gracias a Dios.

Tóti intentó levantar un brazo y se dio cuenta de que lo tenía sujeto al costado. Estaba envuelto en mantas.

—Has tenido fiebre, otra vez —le explicó su padre—. Tenías que sudar. —Puso una mano callosa en la frente de Tóti.

—Tengo que ir a Kornsá —murmuró éste. Tenía la lengua seca—. Agnes.

Su padre negó con la cabeza.

—Tanto preocuparte por ella es lo que te ha puesto así.

Tóti parecía angustiado.

—No sé en qué mes estamos.

—Diciembre. —Intentó sentarse, pero el reverendo Jón le empujó la cabeza con suavidad hasta apoyarla en la almohada—. No vas a ocuparte de ella hasta que Dios te devuelva la salud.

—No tiene a nadie —protestó Tóti e intentó incorporarse de nuevo. Los músculos apenas le respondían.

—Y por una buena razón —de repente la voz de su padre retumbaba en la habitación. Obligó a su hijo a acostarse, con el rostro color gris en la penumbra de la baðstofa sin luz—. No se merece todo el tiempo que le dedicas.

Margrét calló un momento. La leche se le había enfriado en la taza.

—¿Te arrojó a la nieve?

Agnes asintió mientras miraba con atención a la mujer mayor.

Ésta sacudió la cabeza.

—Podrías haber muerto congelada.

—No sabía lo que hacía. —Agnes se arrebujó más en su chal—. Natan quería tener a Sigga para él solo. Ahora, por fin había comprendido que ella prefería a Friðrik.

Margrét se sorbió la nariz y empujó una brasa encendida de vuelta al fogón con un atizador.

—Lo que tú digas. —Miró de reojo a Agnes, que tenía los ojos fijos en el fuego—. Sigue —dijo con voz queda.

Agnes suspiró y descruzó los brazos.

—Me fui a la casa de la familia de Friðrik, en Katadalur. No había ido nunca, pero sabía dónde estaba, al otro lado de la montaña, y el día era lo bastante claro como para que pudiera caminar hasta allí sin caer víctima de un temporal. Aun así, tardé horas, y para cuando entré en la boca del valle donde estaba Katadalur el agotamiento me había trastornado. La madre de Friðrik me encontró de rodillas a la puerta de su casa.

»Katadalur es un lugar espantoso. Hundido y chato, con un techo que parece a punto de desplomarse y un interior tan pobre como el exterior. El humo de los fuegos de estiércol en las paredes de la cocina y de la baðstofa no podía ser más lúgubre. Cuando entré había un grupo de chiquillos, todos hermanos de Friðrik, apelotonados en una sola cama intentando entrar en calor. Friðrik estaba sentado junto a su padre y su tío en otra cama, afilando cuchillos.

»Lo primero que me dijo Friðrik fue: “¿Qué ha hecho ahora?”. Me preguntó si Natan había decidido casarse con Sigga.

»Yo dije que no con la cabeza y le expliqué que me había echado. Le conté que había pasado la noche en la cuadra. Friðrik no mostró compasión alguna. Me preguntó qué había hecho para merecerme aquello y le conté que había discutido con Natan por decirle que no me parecía bien cómo trataba a Sigga.

»Entonces fue cuando la madre de Friðrik me interrumpió. Había estado escuchándonos en silencio, cuando de repente agarró a Friðrik del brazo y dijo: “Quiere dejarte sin esposa”.

»Me pareció ver a Friðrik mirar de reojo el cuchillo sobre las mantas de la cama y tuve miedo.

»Sugerí que Friðrik fuera a hablar con el párroco de Tjörn, que quizá podrían acudir a un alguacil comarcal. Pero Þórbjörg, la madre de Friðrik, volvió a interrumpirme. Se puso de pie, cogió a Friðrik por los hombros y le miró a los ojos. Dijo: “Sigga no será tuya mientras Natan siga con vida”. Luego todos se sentaron y mientras yo dormía debieron decidir matarle.

Margrét no se movió. El fuego se había apagado. Solo una fina costra de ascua titilaba entre las cenizas. El viento no había dejado de aullar. Margrét exhaló despacio.

—Quizá deberíamos volver a la cama.

Agnes se volvió hacia ella.

—¿No quieres oír el resto?