13 de abril de 1828
Rósa Guðmundsdóttir fue llamada a declarar ante el tribunal. Declinó dar información alguna sobre el caso, pero dijo que Agnes fue a verla en algún momento de aquel invierno y que le habló bien de su amo Natan. El bebé que había estado viviendo en Illugastaðir se encuentra ahora en casa con Rósa, puesto que ella es su madre. Declaró que tiene ya tres años. No pensaba que la niña hubiera sufrido daño alguno por el asesinato, pero afirmó que siempre dice de Natan que está «arriba, en las colinas». Es lo que le contaron a la pequeña después del asesinato. Rósa declaró que no tenía nada especial que decir de Agnes o de Sigríður, puesto que no las conocía bien. Dijo que Natan dejó Vatnsendi en el verano de 1825, después de haber pasado allí dos años con ella y con su marido. Dijo saber que en aquel entonces Natan tenía una cantidad de dinero considerable. Le había dado a ella 50 spesiurs para que se las guardara.
La semana después de que Natan se marchara, Friðrik de Katadalur fue a Vatnsendi y le preguntó a Rósa si podían hablar en privado en los establos. Según Rósa, Friðrik entonces le dijo que la deseaba y le pidió que le dejara pasar la noche allí y visitarla en su cama. Afirmó que había rechazado a Friðrik, se había alejado de él y le había pedido a su marido que no le permitiera quedarse dentro de la casa, aunque más tarde Friðrik volvió a pedirlo. Después de aquello dijo que su marido, Ólaf, le contó que Friðrik había pedido ver la troje para poder buscar el dinero que creía que Rósa le estaba guardando a Natan. Dijo que Natan le había dado permiso para quedarse con el dinero si conseguía que le invitaran a dormir en la casa de Rósa. Friðrik le ofreció al marido de ésta dos o cuatro spesiurs y le dijo que su madre había tenido un sueño en el que el dinero estaba debajo de un barril, en la troje. Rósa dijo que de ninguna manera el dinero guardado de Natan estaba en la troje y que Friðrik podía buscar allí cuanto quisiera. Después de aquello, Ólaf salió y, aunque Rósa y la criada estaban dormidas, Friðrik fue a la troje y sacó todo lo que había en el barril, pero no encontró nada. Dijo que Friðrik había comentado que «su madre debería soñar mejor». Dijo que había encontrado un objeto pesado que no había podido mover y que pensaba volver después de que su madre le hubiera dado información más precisa sobre dónde buscar. Pero no volvió.
Después de esto la opinión era que Friðrik odiaba a Natan porque no era capaz de encontrar el dinero. Rósa dijo que le había dado a Natan el dinero que le había estado guardando durante la primavera después de la visita de Friðrik, pero también que había estado mucho tiempo sin noticias suyas. Asimismo declaró que mientras Natan vivía con ella a menudo enterraba su dinero en el suelo de la granja o fuera de ella. No fue posible conseguir más pruebas o información de ninguna clase de esta mujer, quien además se negó a confirmar que lo que consta aquí sea correcto.
Funcionario anónimo, 1828
Tóti se despertó en la baðstofa en penumbra de Breidabólstadur luchando por respirar. Después de conseguir sentarse, la sangre se le agolpó, febril, en la cabeza, y los brazos le temblaron y cedieron. Intentó toser, pero la lengua se le quedó pegada al cielo de la boca.
Al otro lado de la habitación su padre dormía: sus ronquidos ganaban intensidad, a continuación su respiración se detenía durante unos afligidos segundos, para reanudarse en una ruidosa exhalación.
Aunque se sentía mareado, Tóti hizo un esfuerzo por llevar las piernas al suelo y con cuidado apoyó los pies desnudos en los tablones. «He debido de tener una pensadilla —pensó mientras sentía que el corazón le aleteaba en el pecho—. Voy a por un poco de agua».
El aire de la despensa le resultó delicioso al contacto con su piel sudorosa. «Quizá debería dormir aquí —pensó mientras se deslizaba hasta el suelo—. En la baðstofa hace tanto calor… Es como si alguien hubiera encendido un fuego debajo».
Le despertaron las manos ásperas de su padre levantándolo por las axilas.
—¿Es que quieres pillar un resfriado? Andando por ahí sonámbulo, igual que un chalado.
—¿Madre?
Hubo una pausa.
—No, hijo. Soy yo.
El reverendo Jón retrocedió tambaleándose y consiguió poner de pie a su hijo y apoyarlo contra su costado.
—Y ahora, camina —le ordenó mientras se agachaba a coger su vela—. ¿Sigues dormido?
Tóti negó con la cabeza.
—No, no estoy dormido. Me sentía raro y quería beber agua. Creo que luego me quedé traspuesto.
Cogió el brazo que le ofrecía su padre y juntos volvieron dando traspiés a la baðstofa.
—Y ahora, siéntate en tu cama —dijo el padre.
Retrocedió unos cuantos pasos y miró a Tóti, que parecía tener dificultades para mantenerse en pie. Tenía los ojos más brillantes de lo normal y la vela le iluminaba el pelo empapado en sudor.
—Estás exhausto, hijo. Es de tanto viajar a Kornsá con este tiempo. Te ha trastornado.
Tóti le miró.
—¿Padre?
El reverendo le sujetó antes de que cayera al suelo.
Los días empiezan a acortarse. Hay tiempo para todo; demasiado tiempo, así que la familia de Kornsá ha ido a la iglesia para matar esas tristes horas que arañan las mañanas de domingo. Las montañas están cubiertas de nieve y el agua del establo se ha helado durante la noche. Jón mandó a Bjarni a romperla con un martillo y ahora estamos solos los tres, Bjarni, Jón y yo, esperando a que vuelvan los demás.
Me preguntó dónde estará el reverendo. No le he visto en muchos días. Pensé que vendría la noche de mi cumpleaños, puesto que conocía la fecha por el libro parroquial, pero el día llegó y se fue y no me atreví a decir nada a la familia. Los días de noviembre van quedando poco a poco atrás y sigue sin venir, sin enviar una carta o un mensaje que me dé consuelo. Steina me preguntó si pensaba que era el tiempo la razón de su ausencia: hace una semana hubo una tormenta de nieve que estuvo a punto de dejarnos aislados. Quizá está demasiado atareado con sus deberes pastorales, viajando por su parroquia haciendo los censos de almas, escribiendo innumerables nombres para que la historia no los olvide. O quizá se ha cansado ya de mis historias, quizá he dicho alguna cosa y ahora está convencido de que soy culpable, de que debo ser abandonada y castigada. Soy demasiado impía. Le estoy distrayendo de su devoción hacia pensamiento cristiano. Le hago dudar de su fe en un Dios misericordioso. Tal vez Blöndal ha vuelto a llamarle y le ha instado a que deje de escucharme. De cualquier manera, me parecería cruel que me abandonara así, sin avisar, sin decirme si volverá o no. Sin sus visitas los días parecen más largos, aunque la luz huye de esta comarca igual que un perro apaleado. Cada vez tengo menos cosas que hacer y esperarle me tiene en vilo. Cada bota sacudiendo nieve, cada tos en el pasillo me hace pensar que ha vuelto. Pero nunca es él. No son más que los criados, que vuelven de dar de comer a los animales por la noche. No es más que Margrét, escupiendo en su pañuelo.
La espera me pone enferma. ¿Por qué no ahora? ¿Por qué no coger el hacha y hacerlo aquí, en la granja? Podría hacerlo Bjarni o Guðmundur. Cualquiera de los hombres. Dios sabe que probablemente les gustaría aplastarme la cara contra la nieve y cortarme la cabeza sin ceremonia alguna, sin clérigo ni juez. Si van a matarme, ¿por qué no lo hacen ya de una vez?
Debe de ser Blöndal. Quiere torturarme con la espera antes de que me corten el cuello. Quiere que me desmorone; me despoja del único consuelo que me queda en este mundo porque es un monstruo. Me quita a Tóti y me deja viendo pasar el tiempo. Un regalo cruel, concederme tanto tiempo para despedirme de todo. ¿Por qué no me dicen cuándo voy a morir? Podría ser mañana… y el reverendo no estará aquí para ayudarme. ¿Por qué no viene?
La irrevocabilidad me enferma. Es como un puñetazo en el estómago, mi sentencia, frente a la normalidad de los días en la granja. Quizá habría sido mejor que me dejaran en Stóra-Borg. Tal vez habría muerto de hambre. Estaría rebozada en barro, calada hasta los huesos de frío y de desesperanza, y mi cuerpo sabría que estaba condenado y se rendiría. Eso sería mejor que ovillar lana para pasar el rato en un día de nieve, esperando a que alguien me mate.
Quizá el próximo domingo podría pedir permiso para ir con Margrét a la iglesia. ¿Qué es Dios si no una distracción de la ciénaga en que estamos todos atrapados? Todos somos náufragos. Varados en un barrizal de pobreza. ¿Cuándo fue la última vez que fui a la iglesia? No mientras estaba en Illugastaðir. Debió de ser en Geitaskard, con los otros criados. Fuimos a caballo y nos pusimos nuestras ropas buenas detrás del muro de la iglesia, notando el fresco de la brisa de la mañana en las piernas desnudas mientras forcejeábamos con los trajes de domingo, limpios de crines. Echo de menos el calor cargado de demasiados cuerpos en un solo lugar, los estornudos y las toses y los lloriqueos de los bebés. Quiero dejarme llevar por la voz de un sacerdote, disfrutar con su música. Como cuando era pequeña y me contrataban en granjas remotas para limpiar el trasero de mierda a los bebés y hacer la colada con cenizas y grasa; escaparme a la iglesia para ser parte de algo. Puro.
Tal vez las cosas habrían sido de otra manera si Natan me hubiera dejado ir a la iglesia en Tjörn. Allí podría haber hecho amistades. Podría haber conocido a una familia a la que recurrir cuando las cosas se pusieron feas. Otros granjeros para los que trabajar. Pero no me dejaba, así que no tenía amigos, ni una luz que me guiara por aquel paisaje teñido de invierno.
Tal vez Rósa y yo podríamos haber sido amigas si nos hubiéramos conocido de otra manera. Natan siempre decía que nos parecíamos lo mismo que un cisne a un cuervo, pero se equivocaba. Para empezar, las dos le amábamos. Y aunque al reverendo le diga otra cosa, la poesía de Rósa prendía las brasas de mi alma y me encendía desde dentro. Natan nunca dejó de amarla. ¿Cómo podía hacerlo? Su poesía convertía a las personas en lámparas.
Nunca llegamos a entendernos, aunque eso fue tan culpa suya como mía. En cuanto Rósa me conoció, dejó claro que éramos enemigas. Apareció una noche de verano en la baðstofa de Illugastaðir como un fantasma. Se presentó sin más con su niñita en brazos. Iba vestida de negro y aquel color sombrío resaltaba su piel y la hacía resplandecer. Sigga siempre había dicho que Rósa tenía aspecto de ángel. Pero aquella noche pensé que parecía cansada, hastiada del mundo.
Yo sabía más cosas de Rósa que ella de mí. «Es una mujer maravillosa», me dijo una vez Natan, y una pequeña punzada de celos me desgarró la fibra de los pulmones. «Es una estupenda comadrona, una gran poetisa». ¡Era el padre de su hija! Aquella hija suya tenía su misma mirada penetrante a la que no se le escapaba nunca nada. Pero quiso tranquilizarme. «Me asfixiaba —me dijo—. Quería que me quedara a vivir con ella y su marido para siempre. Pero yo necesitaba construirme mi propia vida. Y aquí la tengo. Mi propia granja. Mi independencia».
Me convenció de que le había escrito cartas en que le decía que ya no la deseaba. De que su amor por mí había eclipsado el que había sentido por ella. Le gustaba el hecho de que yo fuera una bastarda, una indigente, una criada. «Has tenido que luchar por todo —decía—. Tú te agarras a la vida con los dientes, Agnes. No eres como Rósa».
Pero entonces aquella noche de verano se presentó en nuestra puerta con su hija y la cara de Natan se iluminó.
Rósa no dijo nada. Su mirada se posó en mí y entornó los ojos. Fue como si me apuntara en la cara con una escopeta.
—Tú debes de ser Agnes Magnúsdóttir. La Rosa de Kiðjaskard. La Rosa de las tierras del valle.
Cuando me dio la mano después de sacarla del mitón estaba gélida.
—Poetisa Rósa. Me alegro de conocerte por fin.
Rósa miró a Sigga y, a continuación, a Natan con las cejas arqueadas.
—Me alegra ver que has formado una bonita familia.
No se me escapó el tono acusador de sus palabras. Cuando me coloqué al lado de Natan sabía lo que estaba haciendo. Ahora es mío.
—Ésta debe de ser Þóranna —dije.
La niña sonrió al oír su nombre.
Rósa la cogió en brazos.
—Sí. Hija de Natan y mía.
—Vamos, chicas. —Natan parecía divertido—. Vamos a llevarnos bien. Sigga, tráenos un poco de café. Rósa, quítate los chales.
—No, gracias. —Rósa dejó a Þóranna en un rincón, lejos de mí—. Solo he venido a traerla.
—¿Qué?
Natan no me había dicho que la hija de Rósa se venía a vivir con nosotros. Le pregunté en voz baja por qué no me lo había contado. Por qué no me había advertido de la visita de Rósa. Ni siquiera sabía que siguieran hablándose.
—Es lo menos que puedo hacer por Rósa —dijo Natan—. Þóranna también estuvo con nosotros el pasado invierno. Es mi hija y es justo que viva con nosotros parte del año.
Las palabras de Rósa fueron afiladas.
—No sabía que le consultaras todo, Natan. No sabía que te tuviera tan dominado. Está claro que no quiere a nuestra hija en su casa.
Natan reía.
—¿En su casa? Rósa, Agnes es mi criada.
—Ah, ¿conque no es más que tu criada? —levantó las cejas—. No quiero que cuide de nuestra hija.
A Natan no debió de gustarle ver a sus amantes pasada y presente enfrentadas.
—Venga, Rósa. Vamos a tomar todos un café.
Su risa era aguda.
—Sí, claro, ¡eso te encantaría! Tener a todas tus putas durmiendo juntas bajo tu techo. No, gracias. —Rósa se soltó del brazo de Natan con violencia y se volvió para marcharse. Pero antes de salir por la puerta me dijo una cosa.
—Por favor, sé buena con Þóranna. Por favor.
Yo asentí y de pronto Rósa se me acercó. Noté su mano leve en el brazo. Brennt barn forðast eldinn —su voz era suave y medida—. El niño escaldado le teme al fuego.
Se fue sin volver la cabeza.
La niñita empezó a llorar llamando a su Mamma y Sigga la consoló. Natan se quedó mirando la puerta como si Rósa fuera a volver.
—¿Qué le has contado de nosotros? —le susurré.
—No le he contado nada a Rósa.
—¿Qué era eso de la Rosa de Kiðjaskard? ¿Qué era eso de todas tus putas?
Se encogió de hombros.
—A Rósa se le da bien poner nombres a las personas. Supongo que le pareces hermosa.
—No me ha sonado a cumplido.
Natan me ignoró.
—Estaré en el taller.
—Sigga nos está haciendo café.
—¡Maldita sea, Agnes! ¡Déjalo estar por una vez!
—¿Vas a buscar a Rósa?
Se marchó sin contestar.
Una noche de fiebre Tóti vio a Agnes aparecer en la puerta de la baðstofa.
—La han dejado venir aquí —le dijo a su padre, que estaba inclinado sobre su cama y en silencio, envolviendo en mantas a su hijo que no dejaba de temblar—. Pasa —le dijo. Luchó hasta sacar los brazos de las mantas y la buscó en el aire cargado de la habitación—. Ven. ¿Te das cuenta ahora de que nuestras vidas están entrelazadas? Dios lo ha querido así.
Entonces ella se arrodillaba junto a su cama y le hablaba en susurros. Tóti notó sus largos cabellos oscuros contra la oreja y se estremeció de añoranza.
—Qué calor hace aquí —dijo, y Agnes se inclinaba para besarle el sudor de la piel, pero tenía la lengua áspera y sus manos le rodearon el cuello, las puntas de los dedos se le clavaban en la piel—. ¡Agnes, Agnes!
La apartó de sí y se quedó sin aliento por el esfuerzo. Unas manos fuertes cogieron las suyas y volvieron a meterlas bajo las mantas.
—No te resistas —le decía Agnes—. Estate quieto.
Tóti gimió. Las llamas le lamían la piel y de su boca salía humo. Tosió y su pecho se hinchó y hundió bajo el peso de Agnes cuando ésta se colocó encima de él y blandió el cuchillo.
—No me lo creo —protestó Steina mientras barría la baðstofa con tal energía que el polvo abandonó los tablones y se quedó flotando en el aire.
—¡Steina! Lo estás dejando todo más sucio que antes.
Steina siguió barriendo con furia.
—Es una historia cruel y no me sorprendería que Róslín se la hubiera inventado.
—Pero no es la única que la ha oído. —Lauga estornudó—. Ves, lo estás dejando peor.
—Pues hazlo tú, entonces. —Steina le alargó la escoba a su hermana con brusquedad y se sentó en la cama.
—¿Se puede saber por qué discutís? —Margrét entró en la habitación y miró el suelo horrorizada—. ¿Quién ha hecho esto?
—Steina —dijo Lauga con tono de reproche.
—¡No es culpa mía que el tejado se esté cayendo a pedazos! Mira, está por todas partes. —Steina se levantó—. Y ha empezado a entrar humedad. Hay una gotera en el rincón.
Se estremeció.
—Ya estás con tus berrinches —dijo Margrét con desdén. Se volvió hacia Lauga—. ¿Qué es lo que la ha disgustado?
Lauga puso los ojos en blanco.
—He oído una historia sobre Agnes. Steina no se la cree.
—¿Ah sí? —Margrét tosió y agitó una mano para quitarse el polvo de delante de la cara—. ¿Y qué historia es ésa?
—Gente que se acuerda de ella cuando era niña, y algunos dicen que hubo un hombre de paso que profetizó que un hacha caería sobre su cabeza.
Margrét arrugó la nariz.
—¿Te lo ha contado Róslín?
Lauga puso cara de enfadada.
—No solo Róslín. Dicen que cuando Agnes era joven su tarea era vigilar el tún y que un día se encontró a un viajero que había acampado en la hierba. Su caballo estaba arruinando el forraje y cuando Agnes le dijo que se fuera, la maldijo y le gritó que moriría decapitada.
Margrét soltó una risotada y le sobrevino un ataque de tos. Lauga dejó la escoba y con suavidad condujo a su madre hasta la cama. Steina se quedó donde estaba y las miró con obstinación.
—Tranquila, Mamma. Enseguida se te pasa. —Lauga le frotó la espalda a su madre y ahogó un sollozo cuando vio un coágulo de sangre salirle de la boca.
—Mamma, ¡estás sangrando! —Steina se precipitó hacia delante y tropezó con la escoba.
Lauga la apartó de un empujón.
—¡Déjala respirar!
Miraron ansiosas a Margrét mientras ésta seguía tosiendo con violencia.
—¿Habéis probado a darle gelatina de liquen?
Agnes estaba en la puerta mirando a Lauga.
—Me encuentro perfectamente —dijo Margrét.
Agnes la ignoró.
—¿Lo habéis probado?
—No necesitamos tus pociones —le dijo Lauga, tajante.
Agnes negó con la cabeza.
—Yo creo que sí.
Margrét dejó de toser y la miró fijamente.
—¿Qué quieres decir? —susurró Lauga.
Agnes respiró hondo.
—Hervid un poco de musgo cortado en agua durante un rato. Mucho rato. Cuando el caldo se enfríe formará una gelatina gris. El sabor no es agradable, pero puede hacer que dejen de sangrar los pulmones.
Hubo un momento de silencio mientras Margrét y Lauga miraban fijamente a Agnes.
Steina volvió a sentarse en la cama.
—¿Eso te lo enseñó Natan Ketilsson? —preguntó con suavidad.
—Dicen que ayuda —repitió Agnes—. Te la puedo preparar.
Margrét se limpió despacio la boca con una esquina de su delantal y asintió.
—Sí.
Agnes vaciló, después se dio la vuelta y echó a andar deprisa por el pasillo. Lauga se giró hacia su madre:
—Mamma. No estoy segura de que debas tomarte nada de lo que te…
—Basta, Lauga —la interrumpió Margrét—. Basta.
El reverendo sigue sin venir. El invierno en cambio sí ha venido. Un viento que arroja ráfagas de nieve contra el pegujal ha echado al otoño y el aire es delgado como el papel. Cada respiración se queda flotando delante de mí como un fantasma y de la montaña bajan jirones de niebla que se arremolinan sobre el suelo helado. También viene la oscuridad, que se ha instalado aquí como un hematoma en la carne de la tierra, pero el reverendo no.
¿Por qué no viene?
Si viniera esta noche, ¿le contaría que Natan y yo éramos como marido y mujer? Entonces podría hablarle de lo que empezó a cambiar entre nosotros. Aunque es posible que lo haya adivinado ya.
Llegó la sal. Se levantó el viento oscuro y la arena negra empezó a escocer. El descenso. La fría pendiente hacia aguas aún más frías. Llegó la sal.
¿Qué le diría a Tóti?
Reverendo, Natan empezó a ausentarse de Illugastaðir a finales del verano y cuando volvía lo hacía convertido, cada vez más, en un extraño. Me sorprendía sola en la lechería, me quitaba el cepillo de fregar de la mano y me atraía hacia sí para preguntarme si le había dado calor a Daníel en su cama mientras él había estado fuera, arañando un sustento a base de ahuyentar la muerte de las entrañas de sus paisanos. ¡Si hasta me acusó de estar enamorada de Friðrik! Aquel zote siempre con los puños cerrados y apestando a lana sin lavar. Las acusaciones de Natan me parecían cómicas. ¿No veía lo mucho que le echaba de menos? ¿Lo distinto que le encontraba de todos los hombres que había conocido?
Imagino a Tóti ruborizándose. Le imagino enjugándose las palmas sudorosas contra la tela de sus pantalones. Asintiendo despacio. La luz de la lámpara en la baðstofa parpadeando sobre su cara mientras me mira con los ojos de par en par.
Reverendo, le diría, le dije a Natan que Daníel no significaba nada para mí. Que Friðrik estaba enamorado de Sigga. Le dije que seguiría a su lado durante todo el tiempo que quisiera, que sería su esposa si así lo deseaba.
Fueron esos cambios de humor suyos los que se lo llevaron. Le encontraba en el taller vigilando caldos, espumando hervidos de raíces. Me ofrecía a ayudarle, tal y como hacía cuando llegué allí. Empezó a alejarme de él. No me necesitaba, me decía. ¿Se refería a mi ayuda o a mí? Me señalaba la puerta.
—Vete, no te quiero aquí. Estoy ocupado.
A veces me iba al cobertizo y golpeaba las cabezas de bacalao secas con un fémur de vaca. Solo por desahogarme con algo. «Se está desenamorando de ti», me decía a mí misma. Y empecé a preguntarme si me había querido alguna vez.
Pero aún había horas en que me encontraba sola en la orilla, cogiendo plumón. Me llevaba junto a los nidos, sus manos en mi pelo, su mirada tan desesperada como la de un hombre a punto de ahogarse. Me necesitaba tanto como necesitaba el aire. Lo notaba en su mirada, en la forma en que se aferraba a mi cuerpo como si fuera una boya en el agua.
Reverendo Tóti, acerque su banqueta. Entonces le contaré cómo era en realidad.
Odiaba ser su criada. Una noche era su amante, con el ritmo acelerado de su respiración acompasado al mío. Y luego, al siguiente, era Agnes la sirvienta. ¡Ni siquiera el ama de llaves! Y sus frías órdenes empezaron a parecerme reprimendas.
«Llama a las ovejas que están pastando. Ordeña la vaca. Ordeña las ovejas. Trae agua. Recoge las cenizas y espárcelas por la tierra. Da de comer a Þóranna. Haz que deje de llorar. ¡Haz que deje de llorar! Esta olla sigue sucia. Dile a Sigga que te enseñe a fregar bien los vasos».
¿Comprende lo que le digo, reverendo? ¿O para usted el amor es algo constante? ¿Ha amado alguna vez a una mujer? ¿A una persona a la que quiere tanto como odia el poder que tiene sobre usted?
Odiaba la manera en que mis pensamientos se volvían contra Natan durante el día hasta que me ponían enferma. Odiaba las náuseas que me producía pensar en la posibilidad de que no me quisiera. Odiaba tropezarme siempre con esas rocas de camino a su taller, una y otra vez, para llevarle cosas que luego no necesitaba.
Fue Daníel quien me hizo ver cómo era realmente.
El bracero me esperó un día en que Natan no estaba en casa. Salí del taller, cerré con llave y vi a Daníel de pie en la orilla, con la guadaña en una mano y el sombrero en la otra.
—¿Qué hacías ahí dentro? —me preguntó.
—Nada que te incumba.
—No podemos entrar ahí —dijo—. ¿Dónde has encontrado la llave?
—Me la dio Natan. Confía en mí.
—Sí, claro —dijo Daníel—. Olvidaba que las criadas tenéis tratamiento especial.
—¿Y qué quieres decir con eso?
Daníel rió.
—A ver, ¿dónde están mis zapatos de piel de foca? ¿Y mis ropas nuevas?
Natan era generoso cuando le apetecía.
—No llevas aquí tanto tiempo —le señalé a Daníel—. Estoy segura de que cuando vuelva Natan tendrás un regalo.
—Yo no quiero nada de Natan.
—¿No? Te acabas de quejar de que a nosotras nos da tratamiento especial.
—De quien quiero algo es de ti.
Entonces su tono de voz cambió, se suavizó.
—Agnes, supongo que sabes que me gustas.
Reí.
—¿Que te gusto? Pero si le dijiste a todo el mundo en Geitaskard que estábamos prometidos.
—Tenía esperanzas, Agnes. Las tengo. No vas a ser de Natan para siempre, Agnes.
Aquellas palabras me dejaron helada. De repente me sentí muy mareada.
—¿Qué has dicho?
—No creas que no lo sabemos. Sigga, yo, Friðrik. Todos lo sabemos. Y todos en Geitaskard. Sabían que por las noches te escabullías a la troje —sonrió satisfecho.
—Si pasaras menos tiempo esparciendo rumores y más esparciendo semillas, nos iría a todos mejor. Vete a hacer lo que tengas que hacer, Daníel.
Se le torció el gesto en una mueca de enfado.
—¿Te crees mejor que nosotros porque has encontrado a otro pegujalero que te deja compartir su cama?
—No seas ordinario.
—No te engañes. Solo porque juegues a las casitas no quiere decir que seas una mujer casada, Agnes.
—Soy su ama de llaves, nada más.
Daníel rió.
—Querrás decir su amante.
Entonces me puse furiosa. Le quité la guadaña de la mano y la empujé contra su pecho.
—¿Y tú qué eres, Daníel? ¿Un bracero que habla mal de su amo? ¿Que insulta a la mujer que le gustaría que fuera suya? Me das asco.
¿Le contaría esto al reverendo si estuviera aquí? Quizá ya ha hecho sus propias deducciones. Quizá por eso no viene.
Podría hablarle de otro día, el día de las olas de muerte. Sigga me había mandado fuera a coger piedras con que reparar la pared de la chimenea y entonces escuché el golpe de un remo contra el agua. Era aún de día, de esos días en que el mundo entero contiene el aliento. El mar estaba picado.
Daníel y Natan habían salido a pescar, pero aún era por la mañana y por tanto temprano para que estuvieran de vuelta. Vi a Daníel remando y a Natan sentado muy quieto y erguido en la barca. Cuando se acercaron vi que Natan tenía el rostro sombrío y se aferraba al bote de madera como si fuera a vomitar.
En cuanto llegaron a la orilla, Natan saltó de la barca y vadeó el agua a grandes zancadas. Arañó la orilla con las botas, levantando una rociada de guijarros a su alrededor.
Para entonces yo llevaba tiempo suficiente viviendo con Natan para saber que nada podía aplacar esos arranques de cólera que se apoderaban de él, así que cuando le vi caminar furioso por la playa con las ropas chorreando no dije nada. Cuando pasó a mi lado no me miró, sino que continuó hacia la granja.
Una vez Daníel hubo subido la barca a la orilla, fui hasta él para preguntarle qué había pasado. ¿Se habían peleado? ¿Se les había escapado la red?
Daníel parecía divertido por al arranque de malhumor de su amo. Empezó a sacar redes de la barca y me las dio para que las llevara de vuelta a Illugastaðir.
—Natan cree que hemos chocado contra olas de muerte —dijo. Tenía sal en la barba. Dijo que nunca habría pensado que Natan fuera un supersticioso hijo de perra.
Estaban recogiendo las redes cuando tres grandes olas salidas de ninguna parte sacudieron la barca. Daníel dijo que habían tenido suerte de no volcar. Se había apresurado a sujetar la red y por suerte había evitado que cayera toda por la borda, pero cuando levantó la vista Natan estaba pálido como un fantasma. Cuando Daníel le preguntó qué pasaba, Natan le miró como si estuviera loco. «Eso eran olas de muerte, Daníel».
Daníel le dijo a Natan que las olas de muerte eran una patraña y que nunca habría supuesto que un hombre de estudios pudiera creer en algo así. Entonces, dijo, Natan había saltado, le había agarrado de la manga y le había dicho que no se reiría tanto cuando estuviera enterrado en el fondo del mar.
Daníel dijo que se había soltado del brazo de Natan y se había ofrecido a achicar el agua que las olas habían dejado en la barca, pero que Natan le había dicho: «Madito seas, Daníel. ¿Crees que me voy a quedar aquí esperando a que venga otra ola y me ahogue? Nos volvemos».
Daníel pensó que Natan podía muy bien intentar ahogarle en un ataque de ira solo por demostrar que su superstición estaba justificada, así que remó hasta la orilla.
Después de que Daníel me contara todo esto, decidí hablar con Natan, aunque Daníel me había recomendado que le dejara solo. Dijo que a Natan se le había metido en la cabeza que estaba condenado, y que deberíamos dejarle que recuperara la sensatez. Pero yo le seguí hasta la casa y le encontré chillando a Sigga. Ésta intentaba quitarle las ropas mojadas y la camisa pegada al cuerpo.
Al ver a Sigga alterada por los insultos, le dije que se fuera, y me puse a desnudar a Natan, pero me empujó y le ordenó a Sigga que volviera. «Te olvidas de cuál es tu sitio, Agnes», me dijo.
Más tarde aquel día, seguí a Natan a su taller con una lámpara sin encender que pensé que podría necesitar. Los días se habían ido acortando muy deprisa en las últimas semanas y la luz daba sus últimos coletazos. El océano parecía inquieto.
Cuando Natan fue a abrir la puerta del taller vio que no estaba cerrada. Exigió saber si alguien había estado allí sin su permiso y le dije que sabía que yo me había ocupado del fuego mientras él estaba fuera pescando. Probablemente había olvidado echar la llave de la puerta, pero empezó a acusarme de hurgar en sus cosas, de intentar encontrar su dinero, de aprovecharme de él.
¡Aprovecharme de él! Mi lengua pudo más que yo y le dije que él era el que me había atraído con mentiras a su granja solitaria. Me había dicho que sería su ama de llaves, cuando en realidad Sigga lo era. Le pregunté si le había estado pagando más a ella que a mí y por qué había decidido engañarme cuando sabía que me habría ido con él de cualquier forma.
Natan empezó a comprobar sus cosas. Me dolió que pensara que podía haberle cogido algo. ¿Para qué quería yo sus monedas, o medicinas, o cualquier otra cosa que escondiera allí?
Me quedé en el taller. No podía obligarme a marcharme. Cuando comprobó que no faltaba nada, sacó unas pieles de foca para curtir y se negó a dirigirme una palabra más. Pero atardecía y fuera el cielo estaba plano y gris, aquélla no era luz para trabajar. Yo me quedé enfurruñada junto al fuego, mirándole, esperando que se volviera hacia mí, que me tomara en sus brazos, que me pidiera perdón.
Quizá Natan se olvidó de que yo estaba allí, o le daba igual, pero pasado un rato dejó el cuchillo en el suelo y se limpió las manos con un trapo. Después salió del taller y se quedó en la linde de las rocas mirando el mar. Le seguí.
Le rodeé la cintura con los brazos para consolarle y le dije que lo sentía.
Natan no se deshizo de mi abrazo, pero noté cómo su cuerpo se ponía rígido en contacto con el mío. Enterré la cara en los pliegues sucios de su camisa y le besé la espalda.
—No —dijo. Seguía con la cara vuelta hacia el mar. Yo cerré más los brazos alrededor de su estómago y me pegué contra él—. Para, Agnes. —Me cogió las manos y me empujó. Se le movían los músculos cada vez que cerraba y abría la mandíbula.
Se levantó un fuerte viento. Le arrancó a Natan el sombrero de la cabeza y se lo llevó al mar.
Le pregunté qué le pasaba. Le pregunté si alguien le había amenazado y se rió. Su mirada era impenetrable. El pelo, libre ya del sombrero, aleteaba alrededor de su cabeza en una maraña oscura.
Dijo que veía presagios de muerte por todas partes.
En el silencio que siguió respiré hondo.
—Natan, no te vas a morir.
—Entonces, explícame lo de las olas de muerte. —Su voz era grave, tensa—. Explícame las premoniciones. Los sueños que he tenido últimamente.
—Natan, tú eres el primero en reírte de esos sueños. —Intentaba mantenerme serena—. Se los cuentas a todo el mundo.
—¿Me ves reír, Agnes?
Dio un paso hacia mí y me agarró por los hombros, acercando tanto su cara a la mía que nuestras frentes se tocaron.
—Cada noche —dijo entre dientes— sueño con la muerte. La veo por todas partes. Veo sangre por todas partes.
—Has estado desollando animales…
Natan me sujetó más fuerte por los hombros.
—La veo en el suelo, formando charcos oscuros y espesos. —Se pasó la lengua por los labios—. Noto su sabor, Agnes. Me despierto con el sabor de la sangre en la boca.
—Te muerdes la lengua en sueños…
Me miró con antipatía.
—Te vi hablando de mí con Daníel junto a la barca.
—Suéltame, Natan.
Me ignoró.
—¡Suéltame! —Me retorcí hasta liberarme—. Deberías oírte. Hablas como una vieja, siempre con cuentos de sueños y premoniciones.
Hacía frío. Una nube grande y turbulenta había llegado desde el mar y había extinguido la luz del cielo, a excepción de finísimos jirones. Pero incluso en la casi oscuridad distinguí el brillo de los ojos de Natan. Su mirada me inquietó.
—Agnes —dijo—. He estado soñando contigo.
No dije nada y de repente deseé volver a la casa y encender las lámparas. Era consciente del océano, a apenas dos pasos de nuestros pies.
—Sueño que estoy en la cama y veo sangre que se desliza por las paredes. Gotea sobre mi cabeza y las gotas me queman la piel.
Dio un paso hacia mí.
—Estoy atado a la cama y la sangre sube a mi alrededor hasta cubrirme. Entonces, de repente, desaparece. Ya puedo moverme, y me siento y miro a mi alrededor, pero la habitación está vacía.
Me apretó la mano y noté su uña afilada clavarse en la carne de mi palma.
—Pero entonces te veo. Voy hacia ti. Y cuando me acerco descubro que estás clavada a la pared por el pelo.
Cuando dijo esto, una fuerte ráfaga de viento me quitó la cofia y mi pelo quedó suelto. Como no lo llevaba trenzado, el viento de inmediato soltó los largos mechones. Natan alargó enseguida una mano y agarró uno de ellos, que usó para obligarme a acercarme.
—¡Natan, me haces daño!
Pero no me escuchaba.
—¿Qué es eso? —susurró.
De repente el viento trajo un fuerte hedor a podrido, oscuro y fétido.
—Son las algas. O una foca muerta. Suéltame el pelo.
—¡Chis!
Estaba harta de sus arranques.
—Nadie te persigue, Natan. No eres tan importante.
Logré soltar el pelo de su mano y me volví para dirigirme a la casa, pero Natan me cogió de la manga de la blusa, me hizo girarme y me pegó en plena cara.
Me quedé atónita y enseguida me llevé la mano a la mejilla, pero Natan me cogió los dedos y los sujetó con fuerza con los suyos, obligándome a acuclillarme a su lado. Incluso con el frío del viento notaba la sangre agolparse donde me había golpeado.
—No vuelvas a hablarme así nunca. —La boca de Natan estaba pegada a mi oído y su voz era grave y dura—. No debería haberte pedido que vinieras aquí.
Me retuvo un momento más retorciéndome los dedos hasta que grité de dolor y luego me soltó y me apartó de un empujón.
Fui dando traspiés por las rocas y colina arriba hasta la casa en la luz escasa, tropezándome con la falda, el viento hiriéndome los oídos. Estaba llorando, pero incluso por encima del sonido del viento y de mi respiración entrecortada oí a Natan gritarme desde el montículo junto al mar:
—¡Recuerda cuál es tu sitio, Agnes!
Aquella noche esperé a que Natan volviera a la casa y dejé una lámpara encendida con la esperanza de que nos reconciliáramos. Pero las horas pasaron de puntillas igual que los culpables, la medianoche llegó y se fue, y Natan seguía sin entrar. Sigga y Daníel hacía tiempo que se habían desvestido y dormían en sus camas, pero yo me quedé despierta observando la llama de la lámpara bailar en la mecha. El corazón me latía con fuerza. Era consciente de estar esperando a que pasara algo.
Varias veces escuché pisadas fuera de la casa, pero cuando abrí la puerta solo encontré oscuridad y el sonido de las olas rompiendo en la orilla. Había una niebla espesa y no podía distinguir si Natan tenía una luz encendida en su taller. Regresé a mi fría cama y seguí esperando.
Debí de dormirme. Me desperté entre sombras; la lámpara se había extinguido, pero supe que Natan no se había acostado aún. Entonces reconocí sus pisadas en el pasillo; el tintineo del pestillo de la puerta debía de haberme despertado. Contuve la respiración y deseé sentir sus manos cálidas retirando las mantas de mi cama. Sentir su cuerpo acomodarse junto al mío y su voz suave en mi oído murmurando palabras de disculpa.
Pero Natan no vino a mi cama. Con los ojos entrecerrados le vi sentarse en un taburete y quitarse las botas. Se desprendió de los pantalones y, despacio, se sacó la camisa por la cabeza. Sus ropas quedaron desperdigadas por el suelo. Se puso de pie y por un momento me pareció verle moverse en dirección a mi cama. Pero entonces dio dos pasos con cuidado hacia la ventana y en la escasa luz le vi retirar la ropa de la cama de Sigga.
Supe entonces a qué se refería Rósa cuando nos llamó sus rameras. Tenía el cuerpo rígido por el esfuerzo de no gritar, de no delatarme, cuando oí a Natan susurrar y a Sigga responderle con voz ahogada. Me mordí la carne de la mano mientras un velo de náuseas me envolvía el estómago. El corazón se me paró. Me ahogué en su ausencia de latidos.
Le oí gruñir mientras se movía dentro de ella. Cerré los ojos y contuve la respiración porque sabía que si dejaba salir el aire, lo haría en un gemido, y me hundí las uñas en el brazo hasta que lo noté pringoso y supe que estaba sangrando.
Esperé hasta que Natan se levantó de la cama de Sigga y se fue a la suya. Esperé hasta que la respiración de Sigga se volvió tranquila y acompasada. Esperé hasta que supe que estaban dormidos antes de sentarme y fijar la mirada en las mantas, delante de mí. La garganta se me había cerrado por el dolor y por algo más, algo duro y tentador y tan oscuro como el alquitrán. Me prohibí llorar. La ira se apoderó de mí hasta que las manos y la espalda se me pusieron rígidas. Podía haber cogido mis cosas sin hacer ruido y marcharme antes de que amaneciera, pero ¿a dónde habría ido? Solo conocía el valle de Vatnsdalur; conocía sus costras rocosas, sus montañas de cabeza blanca, su lago habitado por cisnes y la arrugada piel de la turba junto al río. Pero Illugastaðir era distinto. No tenía amigos, no comprendía el paisaje. Las remotas lenguas de roca eran lo único que estropeaba el beso perfecto entre mar y cielo; no había nadie ni nada más. No había a dónde ir.