Handar-vagna-Freyjum fljo
Flytur sagnir ljoða.
Kennd við Magnús, blessað blóð,
Burfells-Agnes goða.
Pionera entre las mujeres
una poetisa de apellido Magnus.
La bendita sangre de éste corre por sus venas:
¡la buena de Agnes de Búrfell!
Anónimo, h. 1825
—¿Ha estado alguna vez en Illugastaðir, reverendo?
Tóti negó con la cabeza.
—No tengo mucho tiempo para viajar al norte de Breidabólstadur.
El día siguiente había amanecido roto por el abrazo de un tiempo todavía húmedo y nevado, y Margrét había persuadido a Tóti de que retrasara su vuelta a casa hasta que se despejara el cielo. Éste se sentía aliviado. Había tenido sueños atormentados y se había despertado con dolor de cabeza.
Una vez reunidas las ovejas, terminada la matanza y almacenado el heno, los habitantes de Kornsá pasaban los días dentro de la casa dedicados a hilar, calcetar y hacer cuerdas.
Agnes estaba sentada en su cama tratando de localizar los puntos que se le habían ido a Steina en un mitón.
—Illugastaðir está casi en el fin del mundo —dijo inclinando la cabeza como si quisiera señalar con ella el emplazamiento de la granja—. Yo no conocía el camino y todos me habían hablado de lo solitario que sería, muy distinto del resto del valle donde, mires adonde mires, siempre hay gente. Pero yo quería trabajar para Natan.
—¿Cuándo te marchaste?
—En cuanto pude. Para la feria de los mozos, a finales de mayo.
—¿En qué año fue esto? —preguntó Tóti.
—1827. Pasé las navidades y el año nuevo en Geitaskard y luego esperé a que llegara el chorlito dorado y ahuyentara la nieve con sus trinos. Reuní mis pertenencias y emprendí el camino a pie. Por todo el valle había muchos criados cambiando de residencia, pero ninguno iba a Vatnsnes, ni tampoco a Illugastaðir. Cuando me internaba en el norte de la península empezó a haber niebla y temí perderme. Pero podía oír el mar en la distancia y por eso sabía que iba en la dirección correcta. Cuando la niebla se dispersó vi que no estaba lejos de la iglesia de Tjörn. Pedí que me dejaran pasar allí la noche y al día siguiente el pastor me explicó cómo ir a Illugastaðir.
»No tardé mucho en llegar al pegujal desde Tjörn. Aquella mañana fue la primera vez que vi el mar tan grande y ancho. Soplaba un viento del norte que levantaba espuma de las olas que rompían a gran velocidad contra la orilla y cientos de gaviotas gritaban trazando círculos sobre la superficie del agua. Hasta vi los fiordos del oeste sobre el gran oleaje gris. Como sombras de sí mismos.
»Me gustó. El sacerdote de Tjörn me había dicho que buscara una granja junto a una bahía rocosa, y pronto llegué a un lugar así. En la orilla había una barca pequeña, y ropa de cama atada a las estacas de secar pescado ondeando furiosa al viento. En su momento me pareció un buen presagio. Pensé que parecía que me daban la bienvenida.
»No había hecho más que empezar a bajar la pendiente cuando alguien salió del pegujal y empezó a subir a mi encuentro. A medida que se acercaba vi que se trataba de una muchacha joven, de no más de quince inviernos. Me saludaba agitando los brazos y parecía contentísima. Cuando estuve lo bastante cerca para oírla me saludó a gritos y corrió hacia mí. Cuando la tuve delante me pareció aún más joven, reverendo. Tenía nariz chata y labios muy rojos, y el pelo claro y alborotado por el viento. Era demasiado bonita para ser una campesina y recuerdo haberme preguntado si no sería hija de Natan. Iba demasiado bien vestida para ser una criada.
»La muchacha me cogió el saco con mis pertenencias y me besó. Me preguntó si era Agnes Magnúsdóttir y dijo que su nombre era Sigríður, pero todos la llamaban Sigga.
—¿Ésta era la criada de la que Natan te había hablado en Geitaskard?
Agnes asintió.
—Sigga me dijo entusiasmada que llevaba toda la semana esperándome, me preguntó si tenía hambre, si venía desde muy lejos, si no me daban miedo los salteadores de caminos o los proscritos, viajando sola a pie por las montañas. Hablaba tan deprisa que apenas me daba tiempo a contestarle y para cuando quise darme cuenta ya me había conducido dentro y me había enseñado mi cama, que me había preparado aquella misma mañana. La baðstofa era muy pequeña, con solo cuatro catres y apenas espacio. Encima de una de las camas había un ventanuco, pero supuse que era la que se había quedado Sigga. Illugastaðir era más pequeño y sucio de cómo lo había imaginado. Pero me tranquilicé diciéndome que era mejor ser ama de un pegujal que criada en la casa del gobernador. Sigga dijo que me dejaría sola para que colocara mis cosas en la cama y mientras prepararía café. Cuando le dije que no tenía por qué hacer ese gasto, que me bastaba con agua y suero, sonrió y me aseguró que a Natan le gustaba el café y que lo bebían a todas horas. Aquello me pareció un verdadero lujo.
»Esperé a que Sigga hubiera salido de la habitación antes de inspeccionarla. Solo había dos camas hechas, la de Sigga y la mía y me pregunté dónde dormiría Natan, si habría un altillo en alguna parte.
»Cuando volvió Sigga le pregunté dónde estaba Natan. Había esperado encontrarle allí para recibirme. Sigga pareció violenta y se sonrojó antes de decirme que Natan había salido.
»Era domingo, así que pregunté si había ido a la iglesia, pero Sigga negó con la cabeza. Natan no acostumbraba a ir a la iglesia. Dijo que era el único hombre que había conocido que se negaba a leer las oraciones vespertinas y me advirtió de que si tenía un libro de salmos, más me valía esconderlo bajo la almohada, de lo contrario Natan lo usaría para encender el fuego. No, Natan estaba en la montaña cazando zorros, dijo, pero ella me enseñaría la granja.
»No recuerdo cuál fue mi primera impresión del lugar, reverendo. Estaba cansada del viaje y abrumada de ver tanta agua en el horizonte. Pero lo que sí puedo es contarle cómo es Illugastaðir después de haber pasado un año o así atrapada en aquel rincón de Dios.
—Me gustaría oírte describirlo —la animó Tóti.
—Es poco más que la falda de la montaña y la orilla del mar. Una franja alargada de suelo rocoso con uno o dos prados donde se cultiva forraje para el invierno; el resto es hierba silvestre que crece entre las piedras. La playa es de guijarros y en la bahía flotan enormes marañas de algas que parecen cabelleras de ahogados. Por la noche llegan maderos a la deriva como por arte de magia y en las rocas vecinas anidan patos de flojel, junto a las rocas donde viven las colonias de focas. En los días claros en muy hermoso, en otros resulta tan lúgubre como cavar una tumba bajo la lluvia. La niebla marina lo invade todo y la granja más cercana es Stapar, que está a bastante distancia.
»Hay pequeñas lenguas rocosas que se internan un poco en los fiordos y en una de ellas está el taller de Natan. Para llegar a él hay que caminar por unas estrechas pasaderas de roca. Recuerdo haber pensado que era un lugar extraño donde construir un taller, lejos de la casa y rodeado de agua, pero Natan lo quería así. Es más, la ventana de la casita estaba orientada a tierra firme, y no al mar, porque Natan quería poder ver quién se acercaba por la montaña. Tenía unos cuantos enemigos.
»Sigga dijo que no sabía dónde guardaba Natan la llave de su taller, pero que allí tenía la fragua y era donde preparaba sus medicinas, y que seguramente guardaba un montón de dinero. Todo esto me lo contó entre risitas histéricas y recuerdo haber pensado que era tan simple como me había dicho Natan.
»Sigga me contó que Natan solía ir a matar focas y que, si quería, tendría zapatos de piel de foca y que los colchones eran de plumón, como los de todos los comisionados de la comarca de Islandia, y que dormiría como un tronco de lo blandos que eran. Me dijo que ella había crecido en Stóra-Borg, que su madre ya no vivía, que no tenía experiencia en el servicio y nunca había sido ama de llaves, pero que Natan le había hablado muy bien de mí y que confiaba en que yo la enseñaría.
»Me sorprendió que se refiriera a sí misma como ama de llaves. Dije: “¡Ah! Entonces ¿tú eres el ama aquí? ¿Te has quedado con el puesto de Karitas?”. Y ella asintió y me dijo que sí, que antes era solamente criada pero que cuando Karitas dijo que se iba, Natan le había pedido que fuera ama de llaves. A continuación me dio las gracias por ir allí a trabajar de criada suya, me cogió del brazo y me dijo que teníamos que llevarnos bien porque Natan solía pasar fuera mucho tiempo y se sentía sola.
»Pensé que tenía que ser una equivocación. Pensé que tal vez Natan le había pedido que fuera ama de llaves hasta que yo llegara, o que era una mentirosa. No pensé que Natan fuera a mentirme a mí.
»Así que tomamos café y yo le conté algo a Sigga de mis empleos anteriores. Tuve buen cuidado de mencionar el número de granjas en que había vivido y Sigga pareció bastante impresionada, y no dejaba de decir lo contenta que estaba de tenerme en Illugastaðir para ayudarla y si le enseñaría a tejer un chal con dibujo como el que llevaba puesto, y así, entre una cosa y otra, fui tranquilizándome.
»Pronto nuestra conversación volvió a Natan y Sigga dijo que le esperaba después de cenar. Pero no llegó hasta muy tarde.
—¿Le preguntaste entonces por tu puesto en la casa? —preguntó Tóti.
Agnes negó con la cabeza.
—Cuando llegó ya estaba dormida.
Quizá fue aquella primera mañana en Illugastaðir cuando entendí cómo eran las cosas. O quizá no.
Me despertaron, ya tarde, los chillidos de las gaviotas, y cuando salí de la casa vi a Natan bajando hacia el arroyo. Abajo, en la orilla, su ropa de cama aún aleteaba en la brisa. Entonces pensé: «Así que no ha vuelto hasta esta mañana».
Pero ni siquiera cuando Sigga me dijo luego que Natan había regresado a medianoche con dos pellejos de zorro colgando del hombro se me ocurrió preguntar en qué cama había pasado el resto de la noche.
—Aquella mañana estaba tan contenta de ver a Natan que se me olvidó preguntarle por qué se creía Sigga ama de llaves de Illugastaðir. Hasta más tarde aquel mismo día, cuando le seguía por las rocas hasta su taller, no saqué el tema.
»No quería parecer maleducada, así que me limité a preguntar, como quien no quiere la cosa, si le gustaba tener a Sigga de ama de llaves. Natan se detuvo y levantó las cejas: “No es mi ama de llaves”, dijo.
»Me alivió oírle decir eso, pero le expliqué que a mi llegada Sigga me había dicho que se había quedado con el puesto de Karitas. Natan rió y negó con la cabeza, y me recordó que ya me había advertido de lo joven y simple que era Sigga. Entonces abrió el cerrojo de su taller y entramos. Yo nunca había visto una habitación como aquélla. Había un yunque, un fuelle y todas esas cosas que cabía esperar, pero también grandes montones de flores secas y hierbas distribuidas por las paredes, y frascos llenos de líquidos, algunos turbios y otros claros. Había un cubo grande con lo que parecía ser grasa, y agujas y escalpelos, y un frasco de cristal que contenía un animal pequeño, pálido y arrugado como un estómago hervido.
—Qué horror —murmuró Steina desde el otro lado de la habitación.
Agnes levantó la vista del mitón, como si se hubiera olvidado de que estaba allí la familia.
De pronto se oyó cómo alguien llamaba a la puerta de la casa.
—Lauga —dijo Margrét—. ¿Quieres ir a ver quién es?
Su hija fue a abrir la puerta y enseguida volvió con un hombre mayor que se limpiaba la nieve de los hombros. Era el reverendo Pétur Bjarnason de Undirfell.
—Saludos a todos en nombre de Dios —dijo con voz atronadora mientras se limpiaba las gafas con la camisa. Respiraba con dificultad por la caminata en el hielo y el frío—. He venido a inscribiros a todos en el censo de almas de la parroquia de Undirfell —entonó—. Ah, hola, reverendo Þorvardur. Veo que sigue en el valle. Ah, claro. Blöndal le ha…
—Ésta es Agnes —le interrumpió Tóti.
Agnes dio un paso al frente.
—Soy Agnes Jónsdóttir —dijo—. Y soy una prisionera.
De inmediato Margrét se puso de pie sorprendida y miró a Jón, que estaba sentado en la cama matrimonial con la boca abierta en un gesto de horror.
—¿Qué? No es nuestra… —empezó a decir Lauga, pero Tóti la cortó.
—Agnes Jónsdóttir es mi pupila espiritual. Tal y como le expliqué. —Era consciente de que la familia al completo le miraba con la boca abierta, asombrados de que hubiera llamado a Agnes por aquel nombre.
—Entendido. —El reverendo Pétur se sentó en un taburete bajo la lámpara parpadeante y de debajo del abrigo sacó un pesado libro—. ¿Y cómo está la familia de Kornsá? ¿Ha terminado la matanza?
Margrét miró a Tóti con extrañeza y después volvió a sentarse despacio.
—Pues sí. Ya solo falta extender el estiércol sobre el tún y nos pondremos a tejer prendas de lana para comerciar.
El viejo pastor asintió.
—Una familia trabajadora. Alguacil Jón, ¿quiere empezar usted, por favor?
El clérigo conversó con cada uno de los miembros de la familia por separado, examinando sus destrezas lectoras y su capacidad de recitar el catecismo. También les hizo preguntas sobre el carácter de las personas con las que vivían. Después de los criados, el reverendo llamó a Agnes. Tóti trató de escuchar la conversación, pero Kristín, aliviada por haber terminado el examen de lectura, se había puesto a reír con Bjarni y Tóti no consiguió oír nada. El pastor no estuvo demasiado tiempo con Agnes, sino que enseguida asintió con la cabeza en señal de aprobación.
—Gracias a todos por su tiempo. Tal vez les vea pronto en la iglesia —dijo el reverendo Pétur.
—¿No se queda a tomar un café? —preguntó Lauga con una bonita reverencia.
—Gracias, querida, pero todavía me falta el resto del valle y el tiempo va a peor. —Se colocó el sombrero en la cabeza y se guardó con cuidado el libro dentro del grueso abrigo.
—Le acompaño a la puerta —dijo Tóti antes de que Lauga pudiera ofrecerse.
En el pasillo, Tóti le preguntó al pastor qué había escrito de Agnes.
—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó el hombre, curioso.
—Está a mi cargo —dijo Tóti—. Es responsabilidad mía saber cómo se porta. Lo bien que lee. Su bienestar me atañe.
—Muy bien. —El clérigo sacó el libro parroquial de su abrigo y buscó las últimas páginas escritas—. Puede leerlo usted mismo.
Tóti acercó el libro a la vela de un candelero en la pared y parpadeó en la escasa luz hasta descifrar las palabras: «Agnes Jónsdóttir. Persona condenada. Sakapersona. 34 años de edad».
—Lee muy bien —dijo el clérigo mientras esperaba a que Tóti terminara.
—¿Qué es lo que ha escrito sobre su carácter? —Apenas distinguía las palabras, sus ojos buceando en la oscuridad.
—Ah, ahí dice blendin, reverendo. Imprevisible.
—¿Y cómo ha llegado a esa conclusión?
—Es la opinión del comisionado de la comarca. Y de su esposa.
—¿Y cuál es su opinión de Agnes, reverendo?
El anciano se metió el libro dentro del abrigo y se encogió de hombros.
—Bien hablada. Con estudios, diría yo. Lo que es sorprendente, teniendo en cuenta que es ilegítima. Bien educada. Pero cuando hablé con el comisionado me dijo que su comportamiento era… impredecible. Habló de ataques de histeria.
—Agnes está condenada a muerte —dijo Tóti.
—Lo sé —replicó el clérigo y abrió la puerta—. Buen día, reverendo Þorvardur. Le deseo lo mejor.
—Y yo a usted —murmuró Tóti mientras la puerta se le cerraba en las narices.
Agnes Jónsdóttir. Nunca pensé que tener un nombre pudiera ser tan fácil. Hija de Jón Bjarnasson de Brekkukot, no del sirviente Magnús Magnússon. Que todo el mundo sepa de quién soy bastarda en realidad.
Agnes Jónsdóttir. Suena a la mujer que debería haber sido. Un ama de casa en un pegujal con vistas al valle, con un marido a su lado y un hatajo de chiquillos para ayudarme a llamar a las ovejas al atardecer. A los que enseñar y asustar con historias de espíritus. A los que querer. Hasta podría haber sido la hermana de Sigurlaug y Steinvör Jónsdóttir. La hija de Margrét. Nacida bajo la bendición de un matrimonio. Nacida en una familia que no acabaría desgarrada por la pobreza.
Agnes Jónsdóttir no habría sido tan tonta como para enamorarse de un hombre que se pasaba la vida sajando venas, bocas, piernas. Un hombre al que pagaban por sacar sangre. Habría sido abuela. Habría tenido un sinfín de rostros alrededor de su cama en la hora de la muerte. Habría tenido asegurado un lugar en el cielo. Habría creído en el cielo.
Es casi imposible creer que en Illugastaðir fui feliz, pero debo de haberlo sido, en algún momento. Fui feliz el primer día, que Natan y yo pasamos toda la tarde en el taller. Me enseñó los dos pellejos de zorro. Estaban puestos a secar dentro porque aquella mañana el aire del mar había sido demasiado húmedo para colgarlos con el pescado.
Me cogió las manos y me hizo pasarlas por la piel blanca de zorro.
—¿Te das cuenta? Este verano voy a sacar por ellas una bonita suma en Reikiavik.
Me explicó cómo cazaba los zorros en la montaña.
—El truco es encontrar y atrapar una cría —me dijo—. Entonces tienes que hacer que llore llamando a sus padres, de lo contrario es casi imposible sacarlos de su madriguera. Son criaturas astutas. Taimadas. Te detectan por el olor.
—¿Y cómo se hace llorar a una cría de zorro?
—Le parto las piernas delanteras. Así no puede escapar. Los padres la oyen aullar, salen corriendo del cubil y es fácil cogerlos. No abandonan a los suyos.
—¿Qué haces con la cría después de matar a sus padres?
—Algunos cazadores las dejan morir. No se pueden vender, la piel es demasiado pequeña.
—¿Qué haces tú?
—Les aplasto el cráneo con una roca.
—Es lo único decente que se puede hacer.
—Sí. Dejarlas con vida es una crueldad.
Me enseñó sus libros. Pensó que me gustarían.
—A Sigga no le interesan las palabras —dijo—. Lee muy mal. Es como intentar hacer hablar a una vaca.
Pasé los dedos por las hojas de papel y traté de leer las palabras nuevas que éstas ofrecían.
—Enfermedades cutáneas. —Natan corrigió mi torpe pronunciación—. Cochlearia officinalis.
—Repítelo.
—Cetraria islandica. Angelica archangelica. Achilla millefolium. Rumex digynus.
Era un lenguaje que yo no comprendía, así que acallé sus risas con besos y noté su lengua presionar levemente la mía. ¿Qué significaban todas aquellas palabras? ¿Eran nombres de cosas que había en el taller? ¿En los frascos y botellas y tarros de arcilla? Natan me besó el cuello y mis pensamientos se perdieron en la creciente oleada de deseo. Me subió a la mesa y forcejeamos con nuestras ropas hasta que me penetró antes de que supiera dónde estaba, antes de que estuviera preparada. Me sobresalté. Notaba las hojas de los libros debajo de mí e imaginé que las palabras abandonaban la página y se hundían en mi piel. Tenía las piernas cerradas con fuerza alrededor del cuerpo de Natan y el aire frío del mar me arañaba la garganta.
Y luego más tarde, de pie, desnuda, las caderas contra el borde de la mesa. Los libros de Natan delante de mí con las páginas arrugadas, las huellas turbulentas de nuestro amor.
—Mira toda esta enfermedad, Natan. Estos libros sobre la enfermedad y el horror.
—Agnes.
Dijo mi nombre con suavidad y reteniendo la ese en la lengua, como saboreándola.
—Natan. Hay tanta enfermedad en el mundo… Hay tantas cosas que pueden acabar con una persona. ¿Cómo podemos algunos seguir vivos?
Sigga debía de estar al tanto de lo nuestro. Aquellas primeras noches en Illugastaðir esperábamos a que se hubiera dormido. Oía las pisadas cuidadosas de Natan sobre los tablones del suelo de la baðstofa y notaba el suave tirón de las mantas. Me esforzaba mucho por no hacer ruido. Anudábamos nuestros cuerpos como si no fuéramos a separarnos nunca, pero el primer rayo de luz de la mañana que entraba por la ventana cortaba nuestros encuentros igual que un cuchillo.
Natan siempre volvía a su cama antes de que Sigga se despertara.
Agnes parecía perdida en sus pensamientos. Cuando Tóti le puso una mano en el hombro dio un respingo y entonces pareció darse cuenta de que había vuelto a la habitación.
—Siento haberte asustado —dijo Tóti.
—Ah no —dijo Agnes con la respiración un poco entrecortada—. Estaba contando los puntos.
—¿Seguimos? —preguntó Tóti.
—¿Por dónde iba?
—Me estabas hablando de tu primer día en Illugastaðir.
—Ah sí. Natan se alegró de verme y se aseguró de que estaba instalada y me contó historias sobre las gentes y las granjas del lugar. Durante aquellas primeras semanas no ocurrió nada digno de mención. Trabajé todos los días con Sigga de sol a sol y las noches las pasábamos juntos contando historias o riendo de una cosa u otra. En general mi estancia en Illugastaðir, durante aquellos primeros meses, fue feliz. Sigga me contó que no era habitual que Natan pasara tanto tiempo en la granja y pensé que era mi compañía lo que le retenía. Pasaba los días en su taller y prefería dedicarse a jugar y reparar herramientas que ocuparse de la granja. Prefería contratar a hombres para que atendieran la hierba, los caballos, que hacerlo él mismo. No porque fuera holgazán. Me enseñó cómo sacaba sangre y me habló de todas las enfermedades que puede padecer una persona. Creo que se alegraba de tener a alguien a quien le interesara su trabajo; Sigga era bonita y hacía bien la colada, manejaba bien el cuchillo y limpiaba los peces que pescábamos, pero no se interesaba por lo que Natan llamaba las cosas del intelecto. Se me permitía leer tanto como quisiera y descubrir algo del estudio de la ciencia. ¿Sabía usted, reverendo, que las personas con granos en las piernas y encías sangrantes deben comer repollo?
Tóti sonrió.
—No. No lo sabía.
—Al principio pensé que se estaba burlando de mí, pero después vi con mis propios ojos que algo tan sencillo como una infusión hecha de hojas o una cataplasma de manteca y sulfuro, o resina extraída de plantas, o incluso un repollo puede curar a una persona.
»Pensé que mudarme a Illugastaðir había sido una verdadera suerte. Natan me hizo zapatos nuevos de piel de foca y me dio un chal, y había tantos huevos de pato como le cupieran a uno en el estómago. Cuando dejaba la granja, siempre volvía con regalos para Sigga y para mí. Por eso pensé que Sigga era su hija la primera vez que la vi. Natan la tenía bien vestida y cuando llegué yo me dio también regalos. Encaje, seda y un pañuelito que, según me dijo, venía de Francia, nada menos. Se me antojaba una existencia lujosa, a pesar del aislamiento, a pesar de lo estrecho y pequeño del espacio. No teníamos muchas visitas. Pero yo tenía a Natan, y Sigga tampoco era insoportable. —Agnes bajó la voz—. ¿La ha visto, reverendo? ¿Han admitido lo de su apelación?
Tóti movió la cabeza despacio.
—Aún no lo sé.
Agnes estaba pensativa.
—Seguramente ha cambiado. Seguramente se ha vuelto de lo más pía. Pero en Illugastaðir sabía ponerse provocativa cuando se lo proponía. Siempre estaba haciendo conjeturas sobre la gente y Natan le preguntaba quién creía que debía casarse con quién y cómo serían los hijos y esas cosas. Para él era un pasatiempo inofensivo; le divertía la simplicidad de Sigga. A mí ni siquiera me importaba cuando decía que era el ama de llaves o me ordenaba hacer las tareas que debería haber hecho ella, como vaciar el orinal, limpiar la cuadra o secar el pescado que cogía Natan. Tal y como Natan decía, no era más que una niña que pensaba como una niña.
»Friðrik Sigurðsson visitó Illugastaðir poco después de mi llegada. Yo no le conocía, pero Sigga me había hablado de él y me había dicho que él y Natan eran más o menos conocidos. Se ponía rosa como un cordero desollado cada vez que hablaba de él. Pero a mí Friðrik me inquietaba. Había algo desequilibrado en él. Y también en Natan. Los dos tenían arranques de melancolía y la atmósfera de una habitación podía pasar de alegre a sombría. Y además era contagioso. Con ellos la más mínima injusticia dirigida hacia tu persona te hería como una espina en el costado. A mí Friðrik me parecía un muchacho temerario, deseoso de demostrar que era un hombre. Se ofendía con facilidad. Supongo que pensaba que el mundo estaba contra él y eso le enfurecía. No me gustaba eso de él, la manera en que siempre buscaba un motivo para enfadarse. Le gustaba pelear. Le gustaba hacerse daño en los nudillos.
»Natan era distinto. No necesitaba demostrar nada a nadie. Pero era supersticioso. Y lo que yo admiraba de él, su manera de ver el mundo y su afán de conocimiento y su amabilidad con quienes le gustaban, tenía un lado vulnerable y oscuro. Ello era razón para disfrutar aún más de los cielos soleados, para soportar mejor las borrascas cuando llegaban.
Agnes calló y Tóti hizo una mueca mientras se frotaba el cuello con una mano.
—¿Le pasa algo? —le preguntó Agnes.
El reverendo se aclaró la garganta.
—Solo que el aire está un poco cargado aquí dentro —dijo—. Sigue. En un rato iré a buscar un poco de agua.
—Está pálido.
—Es solo un enfriamiento, de andar de acá para allá con este tiempo.
—Igual debería volver esta noche a Breidabólstadur.
Tóti negó con la cabeza, sonriendo.
—He estado peor —dijo—. No quería interrumpirte. Por favor, sigue.
Agnes le miró con atención y luego asintió.
—De acuerdo. La primera vez que vi a Friðrik Sigurðsson estaba acarreando agua del arroyo. Oí un grito y vi a un hombre joven y pelirrojo y a su caballo trotando por el camino de la montaña. Había también una mujer. Al oír el ruido, Natan se asomó por la ventana de su taller y al instante salió y cerró la puerta detrás de él. En Illugastaðir teníamos pocas visitas, y a Natan parecía gustarle que fuera así.
»Natan me presentó al chico diciendo que se llamaba Friðrik y éste me contó que era hijo del granjero Sigurður de Katadalur, una granja situada montaña arriba. Dijo que había estado fuera durante el invierno y me presentó a su acompañante. Þórunn, una criada con pésima dentadura que sonreía sin parar. Me di cuenta de que Sigga se puso nerviosa al ver a Þórunn. Si le digo la verdad, reverendo, a mí no me gustó ninguno de los dos la primera vez que los vi. Friðrik me pareció un fanfarrón y un presumido. Hablaba sin ton ni son de cómo iba a hacer rico a su padre, de que se había peleado con tres hombres en Vesturhóp y a todos les había dejado un ojo morado, como poco. Todos esos embustes eran propios de un muchacho de su edad. No sé por qué Natan se molestaba en escuchar sus fanfarronadas, ese tipo de cosas no solían gustarle, aunque tampoco es que él fuera tímido a la hora de jactarse de su buena suerte. Pero supuse que era un mentor para Friðrik, como me dijo que estaba intentando ser para Sigga.
»Aquel día Natan invitó a Friðrik y a Þórunn a entrar. A mí, mis nuevos vecinos no me interesaban especialmente, pero deduje que la familia de Friðrik debía de ser bastante pobre. Engulló el pescado como un muerto de hambre. Me pareció extraño que Natan se hubiera hecho amigo de alguien así.
»Cuando Friðrik se marchó, con Þórunn siguiéndole como un perrillo faldero, Natan desapareció. Cuando volví a verle y le pregunté dónde había estado, sonrió y dijo que había ido a comprobar sus pertenencias. Le pregunté por qué y me dijo que Friðrik tenía las manos largas y solo le visitaba para intentar descubrir dónde guardaba el dinero.
»Le pregunté a Natan por qué, si podía saberse, dejaba a Friðrik poner un pie en la casa si era así, y él se rió y dijo que de todas maneras nunca guardaba el dinero en la granja y que, además, le resultaba divertido. La suya no era una amistad de verdad, sino una rivalidad extraña nacida del aburrimiento. Friðrik pensaba que Natan era rico y quería quitarle lo que pudiera y Natan le animaba para su propia diversión. Yo no hacía más que decirle a Natan que era peligroso provocar así a un hombre, pero él se reía y decía que Friðrik tenía poco de hombre, que no era más que un niño irresponsable. Pero a mí me preocupaba. Le advertí que Friðrik tenía dos veces su tamaño y que podría con él si se daba el caso. A Natan aquello no le gustó. Fue entonces cuando tuvimos nuestra primera pelea.
—¿Qué dijo Natan?
—Pues… me cogió del brazo, me sacó fuera y me dijo que no volviera a hablarle así delante de Sigga. Yo dije que no había dicho más que la verdad y que no había sido mi intención avergonzarle, y que Sigga tenía la mejor opinión de él, lo mismo que yo. Esto le apaciguó un poco, pero me asustó lo deprisa que pasaba de un humor a otro. Más tarde supe que era cambiante como el océano, y que Dios cogiera confesado a quien viera la expresión de su cara mudar y oscurecerse. Un día podía llamarte su amigo y al siguiente amenazar con arrojarte a la noche solo porque se te había caído un cubo de agua al suelo. Tal y como dicen, por cada montaña hay un valle.
—Quizá si lo hubieras sabido, no habrías aceptado ser su criada —sugirió Tóti.
Agnes pensó un momento y a continuación negó con la cabeza.
—Quería irme de Vatnsdalur —dijo con voz queda.
—Háblame de cómo es Sigga —sugirió Tóti con amabilidad.
—Pues aquella noche, después de la visita de Friðrik, Sigga empezó a hablar de matrimonio. Le pregunté si Friðrik Sigurðsson no le parecía un hombre de lo más atractivo, con las excelentes perspectivas que tenía. Por supuesto, me estaba burlando de ella. Friðrik es pecoso, pelirrojo y con más manchas que una salchicha, y en su familia son tan pobres que poco les falta para comer suelas de zapatos. Pero cuando le hice la pregunta a Sigga, las mejillas se le pusieron del color de la sangre fresca y me preguntó si pensaba que Friðrik estaba prometido a Þórunn. Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía esperanzas puestas en él.
»Seguí tomándole el pelo. “Pero ¿tú sabes el trabajo que cuesta casarse?”, le pregunté. Sigga me dijo: “El trabajo no puede ser más duro que éste”, y yo me reí y le dije que no me refería a las labores de la granja, sino a todo lo que una criada como ella tendría que hacer solo por el privilegio de renunciar a su vida. Le recordé que el pastor tenía que dar su permiso, que el alguacil de la comarca tenía que dar su permiso, que también el comisionado de la comarca debía estar de acuerdo y que luego había que mantener contento a Natan, porque todos consultan con el amo antes de dar la aprobación final.
»“Necesitas más que un hombre para poder dar el sí, quiero”, le dije. Sigga se tomó muy mal esta noticia. Se puso pálida cuando le dije que Natan tenía que aprobar cualquier compromiso y no volvió a hablar del tema, ni siquiera cuando intenté animarla contándole lo que me había dicho Natan, sobre el juego que se traía entre manos con Friðrik.
»“¿De verdad crees que Friðrik es un ladrón?”, me preguntó, y yo le dije que no, que estaba segura de que era un tipo de lo más honrado.
»Natan se rió a base de bien cuando le conté la reacción de Sigga a la noticia de que él tendría que aprobar cualquier matrimonio que tuviera en mente. Dijo que era bueno que lo supiese. Yo le dije que a Sigga le hacía tilín Friðrik y que me preocupaba que Natan pensara que era un ladrón. Natan dijo que eso es lo que pasa cuando pones a dos criaturas juntas en un redil, y durante un tiempo no volvimos a hablar del asunto.
»Todo esto ocurrió en época de parición de las ovejas. El tiempo era despejado y Natan aprovechó la ocasión de hacer dinero viajando al norte, para visitar a las gentes y vender sus medicinas. Resultó que estaba fuera cuando empezó la parición en Illugastaðir. Cuando Sigga y yo salimos a dar de comer a la vaca vimos que una de las ovejas estaba dando a luz. Ninguna de las dos era lo bastante fuerte para sacudir a los borregos que nacieran inmóviles, y nos preocupaba que Natan volviera al cabo de pocas semanas y se encontrara con menos ovejas de las que esperaba. Le dije a Sigga que corriera a una granja vecina y pidiera que nos prestaran a un bracero, a pesar de que Natan nos había dicho que no dejáramos entrar a nadie en su granja. Sigga trajo a Friðrik.
»Al principio me preocupaba dejarle entrar, en vista de la advertencia de Natan, pero necesitábamos ayuda, y para cuando llegó había más ovejas de parto. Friðrik era un digno hijo de granjero. Nos ayudó a sacar a los corderos y a sacudirlos para ayudarlos a respirar. Cuando descubrimos que una de las ovejas tenía las ubres demasiado gruesas para amamantar a sus crías, Friðrik fabricó una especie de ubre con trozos de cosas que encontró por la granja y así pudimos alimentar nosotras a los corderos. Después de aquello le tomé más simpatía, pero seguía sin dejarle dormir en la casa. Le preparé una cama en el establo.
»Friðrik se quedó con nosotras una semana, durante la parición. Me aseguré de que no tocaba nada en la casa, porque me había dado cuenta de que estaba obsesionado con el precio de todas las cosas. Calculaba lo que podían costar los corderos recién nacidos, sus madres, la vaca que teníamos, la tierra, incluso la cinta de seda que llevaba Sigga en el pelo. Yo lo achaqué al hecho de haber crecido pobre. Pero aun así no le quitaba la vista de encima, sobre todo después de encontrármelo cavando hoyos junto a la puerta delantera del pegujal. Cuando le pregunté qué estaba haciendo rió y dijo que no era nada, que le había pedido a Natan que le guardara allí algún dinero y que después Natan se había olvidado de dónde estaba enterrado y no había vuelto a verlo. Yo sabía que estaba mintiendo. Friðrik Sigurðsson no tenía una mísera moneda y yo sabía que lo que buscaba era el dinero de Natan.
»Sigga sin embargo no parecía darse cuenta de que el chico era un intrigante. Aquella primavera vi cómo babeaba por Friðrik, llevándole esto y aquello cuando estaba trabajando fuera y riendo con sus historias de peleas de puñetazos y otras aventuras temerarias. Por las noches a menudo iba a la cuadra a llevarle un poco de leche y darle las buenas noches y tardaba bastante en volver. Como le he dicho, Sigga es muy bonita y supongo que Friðrik no tardó en olvidarse de Þórunn y sus dientes marrones. Le gusta mucho montar y solía azotar a su potro a muerte solo para impresionar a Sigga. Una vez, incluso, cuando el pobre caballo le tiró al suelo por dejarle un costado en carne viva, Sigga le llevó la cena y le acompañó mientras la engullía, poniéndole un paño húmedo en la sien hinchada y dándole besitos de cura-sana cuando pensaba que no les veía.
»Cuando volvió Natan, vio que casi todas las ovejas habían parido y nos felicitó por haber hecho tan buen trabajo. Sigga le dijo que no podríamos haberlo hecho sin Friðrik, y Natan nos preguntó por qué en el nombre del cielo habíamos dejado entrar a ese ladronzuelo en la granja cuando no estaba él para vigilarle. Sigga se echó a llorar, no soportaba las peleas, y cuando Natan siguió reprochándole su inconsciencia, yo intervine y dije que había sido idea mía ir a buscarle.
»Le dije a Natan que entendía que tenía otras obligaciones aparte de Illugastaðir, pero que sin otro hombre no podía esperar que Sigga y yo nos ocupáramos de determinadas tareas. Le dije que ninguna de la dos éramos lo bastante fuertes para sacudir a los corderos, y que había muchas otras cosas que nos costaban trabajo. Le dije que aunque tuviera algo contra Friðrik, el muchacho había salvado a muchas de sus ovejas y que habíamos tenido cuidado de no dejarle entrar en la casa. No le conté que Friðrik había estado cavando delante de la casa en busca de dinero.
»Al final, Natan se tranquilizó y las cosas volvieron a la normalidad en Illugastaðir. Dijo que iría a caballo hasta Geitaskard y contrataría a Daníel Guðmundsson para la siega. Dijo que en su ausencia quería que hubiera un hombre con nosotras, pero uno que no fuese Friðrik.