Capítulo ocho

O, hve sæla eg aleit mig,

engin mun þvi truande,

þa fjekk eg liða fyrir þig

forsman vina, en hinna spje.

Sa minn þanki sannur er,

þo svik þin banni nyting arðs,

o, hve hefir orðið þjer

eitruð rosin Kiðjaskarðs!

Qué feliz me creía

y qué libre, nadie sabe cuánto,

incluso cuando por ti sufría,

¡y todos de mí se reían!

Traidor, he aquí tu infortunio,

he aquí mis pensamientos; son ciertos,

ay, que esta rosa de Kiðjaskard

¡te ha envenenado!

Poema de la poetisa Rósa a Natan Ketilsson, h. 1827

El otoño cayó en el valle como un sobresalto. Margrét, despierta en la prolongada oscuridad de la mañana de octubre, con los pulmones musgosos por las flemas, se maravilló de la lentitud con la que llegaba la luz; de la manera en que parecía entrar aturdida por la ventana, como cansada de un largo viaje. Levantarse empezaba a suponerle un esfuerzo. Se despertaba en la fría noche con los pies de Jón contra los suyos en busca de calor cuando los braceros volvían de dar de comer a las vacas y a los caballos con las narices y las mejillas rosas por el aire gélido. Sus hijas le habían dicho que había helado cada mañana en su excursión para coger bayas y durante el rodeo del ganado había caído nieve. Margrét no había ido, pues no confiaba que sus pulmones soportaran la caminata montaña arriba para encontrar y sacar el ganado de los pastos de verano, pero había enviado a todos los demás. Excepto a Agnes. No podía dejarla ir a la montaña. Aunque no porque fuera a escaparse. Agnes no era tonta. Conocía el valle y sabía que ofrecía pocas posibilidades de huida. La habrían visto. Todo el mundo sabía quién era.

El rodeo había sido un día de desasosiego. Los braceros habían salido primero, antes del amanecer, a caballo hasta más allá de la montaña Vididals con otros hombres del valle, y algunas mujeres de la comarca les habían seguido a pie no mucho después. Margrét se había quedado con Agnes preparando la comida para cuando volvieran. Desde la primera luz del día Margrét se había sentido inquieta. El cielo había amanecido gris y amenazador y había sabido que algo iba a ocurrir. Era por la manera en que las nubes se agazapaban demasiado cerca del suelo. El olor a hierro en el aire. Había estado pensando toda la mañana en personas que se habían perdido en las montañas. El año anterior, sin ir más lejos, una criada se había perdido durante el rodeo en una ventisca repentina y no habían encontrado sus huesos hasta la primavera siguiente, a kilómetros de distancia de donde se la había visto por última vez. La preocupación atenazaba a Margrét hasta el punto de llevarla a hablar con Agnes solo por el alivio que le suponía expresar en voz alta sus temores. Juntas hicieron una lista con las personas que habían muerto en las montañas. Una conversación de lo más tétrica, pensó Margrét, aunque había cierto consuelo en hablar de la muerte a viva voz, como si al dar nombre a las cosas se pudiera evitar que ocurrieran. Quizá por eso Agnes le hablaba más al reverendo que éste a ella, pensó.

Había estado en lo cierto, claro; algo había ocurrido. Poco después de mediodía, cuando aún no había regresado nadie de la montaña, habían llamado con prisa a la puerta e Ingibjörg había entrado como una exhalación.

—Es Róslín —había dicho.

La granja de Gilsstaðir estaba tomada por los niños. Margrét reparó en que, a pesar del caos, de la cocina humeante llena de ollas y cazuelas requemándose, la horda de chiquillos de Róslín parecía aburrida por el hecho de que su madre estuviera de parto. Cuando entraron las tres mujeres Róslín se dirigió tambaleante a la baðstofa, pálida y sudorosa. Algo iba mal no dejaba de repetir. Por supuesto le horrorizó ver a Agnes de pie callada en el umbral, pero, tal y como había señalado Ingibjörg con calma, ¿qué iba a hacer si no Margrét con ella?

El bebé venía mal. Fue Agnes quien se lo dijo, adelantándose de forma inesperada para poner las manos en el vientre de Róslín. Ésta había chillado, había exigido a las demás que apartaran a Agnes de ella, pero ni Margrét ni Ingibjörg se habían movido. Aunque Róslín se puso a darle manotazos y a arañarle los brazos, Agnes había continuado presionando con suavidad sus dedos esbeltos contra el vientre abultado.

«Viene de nalgas», había dicho. Entonces Róslín había gemido y había dejado de resistirse. Agnes tampoco se había movido, sino que le había dicho a Róslín que se tumbara en el suelo y había permanecido a su lado durante todo el suplicio. Margrét recordaba cómo no había apartado las manos de la mujer. Durante todo el parto había seguido acariciando a Róslín con esas delgadas manos suyas, calmándola, diciendo a los niños que no estorbaran, que trajeran paños, que hirvieran agua. Hizo que uno de ellos corriera a Kornsá a por algo de angélica silvestre que habían traído las chicas de su excusión a recoger bayas. «Está en un semillero en la despensa», había dicho, y Margrét se había admirado de lo bien que conocía ya Agnes su casa. «No estropees la raíz. Vuelve corriendo con un puñadito». Le había pedido a Ingijbörg que hiciera una infusión con la raíz, le había dicho que así el bebé saldría con más facilidad. Cuando le acercaron el líquido caliente a los labios, Róslín apretó la mandíbula y se negó a bebérselo.

«No es veneno, Róslín —le había dicho Margrét—, así que ahórranos la pataleta». Entonces se había producido un momento. Un intercambio de miradas con Agnes. Una sonrisa tensa y fugaz.

El bebé había salido de nalgas, tal y como había predicho Agnes. Primero las piernas, los dedos de los pies ensangrentados asomando, luego el cuerpo y, por último, la cabeza, con el cordón alrededor del brazo y el cuello. Pero estaba vivo y eso era todo lo que quería oír Róslín.

Agnes se había negado a sacarlo ella. Le había pedido a Ingibjörg que ayudara a salir al bebé y no quiso tocarlo, ni siquiera más tarde, cuando Róslín se hubo dormido y los balidos de las ovejas ya en el redil resonaron en todo el valle. Agnes se había negado a acunar al bebé. ¿Qué era lo que había dicho? «Debería vivir». Como si fuera a morirse si ella lo cogía en brazos.

Aquella noche había habido doble motivo de celebración. Snæbjorn estaba eufórico, los otros granjeros no paraban de ofrecerle ron y coñac, de manera que cuando entró al redil para sacar sus ovejas resbaló en el barro y recibió un buen topetazo por parte de un carnero. Margrét escuchó a Páll contarle la historia a su madre convaleciente, recordando alborozado cómo habían tenido que sacar a Snæbjorn y tumbarlo en la hierba mientras los otros repartían los animales.

No habían almorzado hasta tarde. Las hijas de Margrét habían rescatado lo que habían podido de la comida que se había quedado a medio hacer y la habían servido a los hambrientos braceros. «Nevaba un poco —había dicho Steina una vez les hubieron contado lo del parto de Róslín. Miró a Agnes—. Debe de haber sido un buen presagio».

—Yo casi no hice nada —dijo Agnes—. El bebé lo sacó Ingijbörg.

—No —la había corregido Margrét—. La infusión de raíz de angélica… ¿Dónde aprendiste eso?

—Lo sabe todo el mundo —había murmurado Agnes.

—Probablemente de Natan —había sugerido Lauga, sombría.

A Margrét le maravillaba que, durante una hora al menos, Agnes hubiera parecido una más de la familia. Al día siguiente se las arregló para hablar con ella, con la excusa de preguntarle qué tintes estaba acostumbrada a preparar, y habían seguido conversando como ama y sirvienta hasta que Lauga había entrado en la habitación y había dicho que estaba harta de que Agnes mirara con tanta atención su ropa y otras pertenencias. Lauga sabía tan bien como Margrét que si Agnes hubiera sido una ladrona, a esas alturas ya habrían echado algo de menos. Ni siquiera el broche de plata había cambiado de sitio y seguía cubierto de polvo debajo de la cama. Margrét se preguntó por un momento si Lauga no estaría celosa de Agnes, pero enseguida descartó la idea. ¿Cómo iba a estar Lauga celosa de una mujer que podía estar muerta antes del cambio de estación? Y sin embargo, había una intensidad en su rechazo hacia ella que parecía provocada por algo más que el resentimiento.

Margrét sacó las piernas con cuidado de debajo del peso corpulento de su marido y se levantó de la cama. Caminó sin hacer ruido hasta la ventana y escudriñó a través de la vejiga seca. Fuera caía aguanieve. Qué lata, pensó. Aunque los carneros y las ovejas lecheras estaban pastando en el prado ya segado vecino a la casa, los corderos primales seguían en el redil. Hoy iban a empezar la matanza.

Margrét recordó cuando Agnes llegó a Kornsá. Una parte de ella había disfrutado de la tensión entre su familia y la criminal, con avidez incluso. Los había unido; la había acercado a sus hijas, a su marido. Pero ahora se daba cuenta de que el silencio entre Agnes y ella se había vuelto más natural y sereno. Eso le preocupaba. Se había acostumbrado demasiado a tener a Agnes en la granja. Quizá era la ventaja que suponía tener un par extra de manos. Contar con la ayuda de otra mujer hacía que le doliera menos la espalda y la tos ya no le cortaba la respiración con la frecuencia de antes. No quiso pensar en qué pasaría el día en que anunciaran la ejecución. No, era mejor no pensar en ello en absoluto, y si se encontraba más cómoda con la mujer, era porque el trabajo se había vuelto más fácil. No tenía sentido volver la vista atrás cuando tenías algo urgente de que ocuparte.

Hay cierta urgencia en la matanza. Hace mal tiempo, la lluvia es gélida y el viento es como un lobo que te mordisquea los tobillos recordándote que se acerca el invierno. Mi estado de ánimo es tan sombrío como las densas nubes de nieve que se están formando en el cielo.

Nadie quiere trabajar después de oscurecido, así que estamos todos envueltos en capas de ropa, esperando fuera, en la media luz de octubre, a que los sirvientes y Jón cojan la primera oveja. Han apartado los animales que consideran suficientes para sustentarnos durante el invierno. ¿Me habrán incluido a mí en el número de bocas que alimentar? Me sobrepongo al impulso de ponerme delante de Jón y su cuchillo. ¿Por qué no matarme aquí, ahora, en un día cualquiera? La espera es lo que más debilita. Las ovejas buscan la escasa hierba que no ha calcinado el frío. ¿Son conscientes estos animales estúpidos del destino que los espera? Una vez seleccionadas y apartadas del resto, solo pasarán miedo durante una noche gélida. Yo llevo meses en el redil del matadero.

Guðmundur coge la primera de las ovejas y se arrodilla encima de ella para evitar que mueva la cabeza. No me gusta, pero es eficaz: le corta la garganta hasta la médula espinal y es tan rápido con el cubo que apenas se pierde una gota de sangre. Unos pocos minutos y ya ha salido toda. Me acerco para cogerle el cubo, pero él me ignora y se lo da a Lauga. No me importa, yo también le ignoro a él. Espero para coger el cubo de sangre de Jón, que ha arrastrado a su oveja hasta el redil para recoger mejor la sangre. Siempre hay más de la prevista y siempre salpica en la dirección inesperada. Alguna cae en el suelo embarrado, y también en la lana gris del animal, pero pronto el cubo está lleno.

Vuelvo dentro, donde Margrét ha apilado estiércol y turba en el fogón. Me lloran los ojos por el humo y Margrét tose pero, tal y como me recuerda, no tendremos motivo para quejarnos cuando estemos comiéndonos la carne ahumada que colgamos ahora de las vigas. Dejo la sangre y vuelvo fuera.

Esperamos hasta que están desolladas las ovejas. La de Bjarni sigue desangrándose; carece de la técnica necesaria. Guðmundur, sin embargo, es ágil con el cuchillo. Me recuerda a Friðrik, que vino a ayudarme con la matanza de Illugastaðir antes de que él y Natan dejaran de fingir que se llevaban bien. Friðrik siempre parecía un poco demasiado ansioso por descuartizar el animal, un poco demasiado veloz con el cuchillo. Jón es más lento, pero más cuidadoso. Empieza desollando desde los corvejones traseros y rompe la articulación de las patas sin dejar ningún tendón sin cortar. Guðmundur sigue desollando hasta las patas delanteras, pero le cuesta retirar la carne del esternón, y Jón le pide a Bjarni que le ayude. Juntos arrastran la oveja hasta la pared, donde forcejean con el resto del pellejo del cuerpo hasta separarlo del todo. Bjarni ha hecho un estropicio. Me gustaría poder intervenir y enseñarle cómo se hace. Imagino la cara que pondrían todos si diera un paso adelante y pidiera un cuchillo.

Sacamos el corazón, los pulmones y el esófago, también los intestinos y el estómago, y con ello la oveja está destripada.

Aquel otoño en Illugastaðir Natan le desgarró la vejiga a una oveja. El líquido agrio se derramó en la carne y Friðrik aulló de risa. «Y presumes de médico», le dijo a Natan. Es extraño cómo me vienen a la memoria aquellos momentos.

Con la asadura ya en los cubos, dejamos a los hombres cortar la carne en porciones y colgarla y nosotras volvemos a la cocina. Parte del humo se ha aclarado y el fuego está alto. Margrét ha puesto una olla con agua a hervir y todas empezamos a hacer morcillas. Incluso Lauga ayuda, colando la sangre con un trapo. Hace una mueca de desagrado cuando le salpica la cara. Salgo a coger las tripas para la morcilla y, cuando vuelvo, el aire en la casa huele intensamente a grasa cocida y a los riñones que están friendo para el desayuno de los hombres. Margrét ha puesto un poco de sebo en otra cazuela y lo ha cubierto con agua para que hierva a fuego lento. Kristín, Margrét, Steina y yo cosemos las tripas en forma de bolsas, dejando un pequeño agujero para el relleno. Cuando Lauga ha terminado de colar la sangre, la mezclo con el resto del sebo y harina de centeno, y sugiero que añadamos también algo de liquen, como hacíamos en Geitaskard. Cuando Margrét está de acuerdo y envía a Lauga a la troje a cogerlo noto un murmullo de felicidad en el corazón. Así era mi vida: metida en faena hasta los hombros, trabajando por una suerte de supervivencia. Las chicas charlan y ríen mientras relleno las tripas con la mezcla de sangre. Puedo olvidarme de quién soy.

El sebo se derrite con facilidad. Entre tres retiramos la olla del fuego y lo dejamos enfriar hasta que podamos romper la capa que cubre el líquido.

Entran los hombres a comerse los riñones apestando a mierda y a lana mojada. Tengo la impresión de que los criados nos miran a nosotras, las mujeres, echando morcillas en una olla de agua hirviendo entre el humo y el calor de la cocina, con envidia. Cuando le sirvo a Jón su comida me mira a los ojos por primera vez. «Gracias, Agnes», murmura. Es por el bebé de Róslín, estoy segura. Ahora me ve de forma distinta.

Los hombres han dejado de comer y salen a coger los primeros trozos de carne. Yo empiezo a pesar salitre y a mezclarlo con sal. Me recuerda a cuando ayudaba a Natan en su taller: pesando sulfuro, hojas secas, semillas aplastadas. Hoy he estado pensando mucho en Illugastaðir. La matanza del único otoño que pasé allí. Disfruté preparando provisiones para el invierno. Cosas que comeríamos más adelante, que serían el sustento de Natan en sus largos viajes. Aquel día se quedó apoyado contra el quicio de la puerta de la cocina mientras yo cocinaba la sangre, leyéndome de las sagas y hablándome de su estancia en Copenhague, donde la blodpølse se hacía especiada y condimentada con un tipo de fruta seca. Luego Friðrik y Sigga entraron como una tromba, riendo juntos y trayendo cubos de tripas de la matanza, nieve en el aire, y Natan me dejó para irse a trabajar en su taller.

Me duelen los dedos mientras aprieto capa tras capa de carne salada en el barril de madera. Steina me mira y me pregunta con cuánta agua hay que remojar cada capa, comenta que le escuecen las yemas de los dedos por la sal. Se lame la piel y su sabor le hace arrugar la nariz.

—No entiendo por qué no lo ponen todo en suero. La sal es muy cara —dice.

—A los extranjeros les gusta más —contesto.

Este barril se cambiará por provisiones. La carne más grasa la pondremos en suero y se guardará para la familia.

—¿La sal se coge del mar?

—¿Por qué me preguntas esas cosas, Steina?

La muchacha hace una pausa, tiene las mejillas sonrosadas.

—Porque me las contestas —murmura.

Luego vienen los huesos, y las cabezas. Le pido a Lauga que le saque los cartílagos y el líquido a la olla de sebo, pero hace como que no me oye y se queda mirando un punto fijo delante de ella. Es Kristín la que lo hace. Cuando Steina vuelve a mi lado, sonriendo tímidamente, y preguntándome si puede ayudarme en algo, le pido que llene la olla vacía con los huesos que no pueden usarse para nada más. Sal. Centeno. Agua. Steina y yo acercamos la olla hasta donde hierve la morcilla, para que el tuétano se disuelva en el agua, para que la sal y el calor endurezcan la carne. Steina aplaude cuando conseguimos colgar la pesada olla del gancho y de inmediato empieza a echar más combustible al fuego.

—No demasiado, Steina —le digo—. No cubras las brasas.

Las cabezas de las ovejas las sostengo sobre las ascuas para que se quemen los pelos. La lana no prende, sino que se encoje al contacto con las llamas, y noto el hedor que me quema la nariz.

—Dios mío. El olor.

La baðstofa en Illugastaðir. La grasa de ballena sobre la madera y en las camas y luego la llama de la lámpara humeando en las mantas de lana grasientas. Pelo quemado.

No puedo hacerlo; necesito aire fresco. ¡Dios!

No dejo que vean lo afectada que estoy. Le hago una señal a Steina para que siga ella. Necesito aire fresco. A Steina le digo que es por el humo.

Fuera la llovizna me cae en la cara como una bendición. Pero sigo teniendo el hedor de lana calcinada y pelo quemado en las fosas nasales, acre, revolviéndome las entrañas.

Es Margrét quien me encuentra, acuclillada en la oscuridad con la cabeza en las rodillas. Espero su reprimenda. «¿Qué haces, Agnes? Entra. Obedece. ¿Cómo te atreves a dejar que Steina lo haga todo sola? Ha dejado la carne como un zapato».

Pero Margrét no dice nada. Se agacha a mi lado y oigo cómo le crujen las costillas.

—Qué pronto se va la luz ya.

¿Es eso todo lo que va a decirme?

Tiene razón. El crepúsculo azul parece haber salido sigiloso de los oscuros intestinos del río delante de nosotras.

El olor de las cosas siempre parece más intenso de noche y sentada aquí noto que Margrét huele a la cocina. A morcilla. A sangre. A cartílago. Su respiración es pesada y en el silencio del atardecer percibo algo entrecortado en sus pulmones; algo que entorpece su respiración.

—Necesitaba aire —digo.

Margrét suspira y carraspea.

—Nadie se ha muerto nunca por tomar el aire.

Nos sentamos y escuchamos el murmullo débil del agua. Cesa la llovizna. Empieza a nevar.

—Vamos a ver qué están haciendo las chicas —dice Margrét por fin—. No me sorprendería si Steina se hubiera colgado ella misma de las vigas en lugar de la carne. Igual nos la encontramos toda ahumada.

De la fragua llegan golpes ahogados. Los hombres deben de estar estirando las pieles para que se sequen.

—Vamos, Agnes. Te vas a morir de frío.

Cuando bajo los ojos, veo que Margrét ha extendido una mano. La cojo y el tacto de su piel es igual que el papel. Entramos.

El fuego de la cocina había quedado reducido a un montón de ascuas susurrantes y la noche había caído espesa sobre la sangre derramada en los rediles para cuando Lauga, con los dedos hinchados, ató la última ristra de morcilla fresca a una cuerda para colgarla y ponerla a secar. Steina, con el delantal cubierto de manchas de tripas y sangre, se apoyó en el quicio de la puerta y miró a su hermana.

—Se ha puesto a nevar —dijo.

Lauga se encogió de hombros.

—Todos se han ido a la cama. —Olisqueó—. Huele bien aquí. ¿No te parece?

—A mí la matanza nunca me huele bien. —Lauga se agachó y cogió los cubos donde habían estado las entrañas de las ovejas.

—No, déjalos que se sequen. Ya los lavaremos mañana. —Steina fue hasta donde estaba su hermana y sacó una banqueta, que puso delante del fuego—. ¿Te has fijado en cómo metía Agnes la carne en los barriles? Nunca he visto a nadie trabajar tan rápido.

Lauga apiló los cubos contra la pared y se sentó al lado de Steina extendiendo las manos hacia las brasas calientes.

—Seguro que ha envenenado todo el barril.

Steina hizo una mueca.

—No haría una cosa así. A nosotros no, por lo menos. —Chupó una de las esquinas de su delantal y empezó a frotarse las manchas de las manos—. Me preguntó por qué se puso rara de repente.

—¿Cuándo ha sido eso?

—Estábamos las dos aquí sentadas, igual que tú y yo ahora, preparando las cabezas, cuando de pronto me las pone en el regazo y se marcha, murmurando entre dientes. Mamma la siguió fuera y las vi a las dos sentadas, hablando. Luego volvieron dentro.

Lauga frunció el ceño y se puso de pie.

—Es raro —dijo Steina—, pero a pesar de lo que dice, creo que Mamma ahora le tiene cariño.

—Steina… —le advirtió Lauga.

—No es que lo haya dicho, pero…

—¡Steina! Por el amor del cielo, ¿es que siempre tienes que estar hablando de Agnes?

Steina miró a su hermana, sorprendida.

—¿Qué tiene de malo hablar de Agnes?

Lauga bufó.

—¿Que qué tiene de malo? ¿Es que soy la única que se da cuenta de cómo es? —Su voz se convirtió en un susurro airado—. Hablas de ella como si no fuera nada. Como si fuera una criada.

—Ay, Lauga. Me gustaría…

—¿Qué te gustaría? ¿Qué? Dime. ¿Que me haga amiga de ella como habéis hecho los demás?

Steina, asombrada, miró a su hermana con la boca abierta. De pronto Lauga caminó hasta el fondo de la cocina y se presionó la frente con las dos manos hechas un puño.

—¿Lauga?

Su hermana no se volvió; en lugar de ello cogió los cubos sucios.

—Voy a lavarlos. —Su voz era vacilante—. Deberías irte a la cama, Steina.

—¿Lauga? —Steina se levantó y dio unos pasos hacia ella—. ¿Qué te pasa?

—Nada. Tú vete a la cama, Steina. Déjame sola.

—No hasta que me digas qué he hecho para que te disgustes así.

Lauga negó con la cabeza y torció el gesto.

—Pensé que sería distinto —dijo por fin—. Cuando vino Blöndal pensé que no tendríamos que sufrirla demasiado porque habría alguaciles. ¡Pensé que la tendrían encerrada! No imaginé que estaría siempre con nosotros, hablando con el reverendo en nuestra baðstofa. ¡Y ahora veo que hasta Mamma le habla como si fuera de la familia! A nadie parece importarle que todos en el valle nos miren mal.

—No lo hacen. Nadie se fija en nosotros.

Lauga entornó los ojos y dejó caer los cubos a sus pies.

—Pues claro que lo hacen, Steina. Tú no lo ves, pero estamos marcados. Y no nos ayuda mucho que nos vean hablando con ella, alimentándola bien. Nunca nos vamos a casar.

—Eso no lo sabes. —Steina volvió a sentarse en el taburete junto al fuego—. Esto no es para siempre —dijo al cabo de unos segundos.

—Estoy deseando que se vaya.

—¿Cómo puedes decir una cosa así?

Lauga tomó aire con un escalofrío.

—Todo el mundo se da cuenta de que el reverendo revolotea alrededor de Agnes como un chiquillo enamorado, e incluso Pabbi la saluda con la cabeza y le da los buenos días ahora, desde que le sacó el bebé a Róslín mediante hechicerías. Y tú, ¡Steina! —Lauga se volvió hacia su hermana con expresión incrédula—. ¡Tú la tratas como una hermana mejor de lo que me tratas a mí!

—Eso no es verdad.

—Claro que sí. La sigues a todas partes. La ayudas. Quieres gustarle.

Steina respiró hondo.

—Es que… es que la recuerdo de hace años. Y no puedo evitar pensar que no siempre fue de esta manera. Que una vez tuvo nuestra edad. Que tiene una madre y un padre, lo mismo que nosotras.

—No —siseó Lauga—. Como nosotras no. Ha sido llegar ella y nadie se da cuenta de cómo ha cambiado todo. Y no para mejor, precisamente.

Se agachó, cogió los cubos ensangrentados y salió de la habitación con paso airado.

En el norte había empezado a nevar casi todos los días. Breidabólstadur estaba envuelto en una espesa niebla y en un frío que se negaban a levantar, ni siquiera cuando el sol de octubre traía al mundo la escasa luz que podía. A pesar del tiempo, Tóti se resistía a quedarse en casa con su padre. Sentía que la membrana invisible entre Agnes y él se había roto. Había empezado, por fin, a hablarle de Natan, y la idea de que podría permitirle acercarse más, confiar en él lo bastante como para hablar de lo ocurrido en Illugastaðir hacía que algo se acelerara en su interior.

Mientras envolvía con cuidado su cuerpo aterido en todas las capas de lana que encontró en su baúl, Tóti pensó de nuevo en su primer encuentro con Agnes. Recordaba vagamente el agua caudalosa del Gönguskörd, el rugido que hacían las aguas del deshielo al precipitarse por el paso. Podía ver la grava brillar bajo el sol. Y delante de él, inclinada sobre la orilla y bajándose las medias, una mujer de pelo oscuro se preparaba para cruzar la corriente.

Tóti se puso los guantes en la baðstofa de Breidabólstadur y buscó en sus recuerdos la cara de Agnes tal y como la había visto aquel primer día. La mujer había guiñado los ojos por la luz del sol cuando se alzó para mirarle, sin sonreír. Tenía el pelo húmedo y pegado a la frente y el cuello por el esfuerzo de la caminata. A su lado, sobre las piedras del río, había un saco blanco.

Luego, el calor de su cuerpo contra su pecho cuando vadearon juntos las aguas espumosas en la yegua de Tóti. El olor a sudor y a hierba silvestre que emanaba su nuca. Aquel pensamiento le recorrió como una fiebre.

—¿A qué viene tanta prisa?

Tóti levantó los ojos y vio a su padre que le miraba desde el otro extremo de la habitación.

—Me esperan en Kornsá.

El reverendo Jón parecía pensativo.

—Pasas mucho tiempo allí —musitó.

—Hay mucho trabajo que hacer.

—Tengo entendido que el alguacil tiene dos hijas.

—Sí. Sigurlaug y Steinvör.

Su padre entornó los ojos.

—Y son unas bellezas, ¿no?

Tóti parecía confuso.

—Estoy seguro de que algunos así lo piensan. —Se volvió para salir de la habitación—. No me esperes esta noche.

—¡Hijo! —El reverendo Jón dio unos pasos hacia la puerta y le entregó a Tóti su Nuevo Testamento—. Te olvidabas esto.

Tóti se sonrojó, cogió el libro con un gesto rápido y se lo metió en el abrigo.

Fuera del pegujal de Breidabólstadur el frío le hirió en las mejillas y empezaron a dolerle los oídos. Se esforzó por respirar mientras ensillaba su yegua adormilada y la hacía enfilar el camino hacia Kornsá. Incluso cuando la niebla dio paso a la nieve, con copos que se enredaban en las crines de la jaca y Tóti empezó a tener las articulaciones doloridas de llevar tanto tiempo expuesto en el aire cortante, siguió evocando, una y otra vez, a la mujer que conoció junto al paso de Gönguskörd, y el recuerdo le calentó hasta los huesos.

—Después de la fiesta de la cosecha pasé algún tiempo sin ver a Natan. Hasta que un día estaba en un cobertizo, cortando carne colgada de una viga. Estaba subida a una escalera con el cuchillo en la mano y me había detenido un momento para mirar la luz azul de noviembre fuera. Entonces, de repente le vi, apoyado en el quicio de la puerta.

Agnes cambió de postura en la cama para aprovechar mejor la luz de la lámpara. Tóti miró al resto de la familia de Kornsá, sentados en el otro extremo de la baðstofa. Sospechaba que estaban escuchando, pero Agnes no parecía darse cuenta. Era como si no pudiera parar de hablar, aunque quisiera.

—Me sorprendió tanto verle que casi me caigo de la escalera. La carne habría ido a parar al suelo de no haberla cogido Natan. Dijo que había venido a visitar a Worm y que había estado en Hvammur para curar a la mujer de Blöndal, y que no veía razón para volver a casa cuando allí solo le esperaban trabajo y focas. Eso me dijo.

»Creo que le pregunté si le gustaba Illugastaðir y me dijo que necesitaría más criados para que le ayudaran con el trabajo. Dijo que tenía una criada, pero que era poco espabilada. Además era muy joven y Karitas, su ama de llaves, se marchaba al valle de Vatnsdalur a buscar nuevo empleo aprovechando la feria de los mozos. Luego hablamos durante un rato. Recuerdo que le pregunté por las palmas de las manos huecas, puesto que habíamos hablado de ello durante su primera visita, y que él rió y dijo que pronto las tendría llenas de dinero, siempre que Blöndal quisiera que su mujer llegara viva a la primavera.

»Luego fuimos andando a la casa y algunos criados que estaban trabajando en el patio nos vieron. María estaba sacando las cenizas y cuando vio a Natan se paró y se nos quedó mirando. “Ahí está mi amiga”, dije, pero Natan la ignoró. Empezó hablar, diciendo que iba a nevar, que lo notaba en los huesos y que ¿quién era ése?, señalando a Pétur el Mataovejas.

—¿El otro hombre muerto? —preguntó Tóti.

Agnes inclinó la cabeza.

—Se llamaba Pétur Jónsson. Le habían enviado a pasar el invierno a Geitaskard después de acusarle de haber matado animales unos años atrás. Tenía la costumbre de reírse cuando no había nada de lo que reírse y de contarnos a los criados sus pesadillas, lo que nos ponía nerviosos a muchos.

—¿También era clarividente?

Agnes vaciló y miró hacia donde estaban los demás en la baðstofa. Cuando habló, lo hizo en voz baja.

—Mucha gente recuerda un sueño que contó Pétur en Geitaskard. Lo tuvo más de una vez y siempre me puso la carne de gallina. Soñó que caminaba por un valle cuando tres de las ovejas que había matado con Jón Arnarson aparecían corriendo hacia él. Decía que las guiaba una de las ovejas que había matado y que cuando llegaba hasta él vomitaba sangre y le salpicaba. Pétur se reía de su sueño, pero después hubo bastantes personas que vieron algo en él.

—¿Una profecía? ¿Le hablaste a Natan del sueño de Pétur?

—Sí. Y entonces Natan me habló de algunos de los sueños extraños que había tenido a lo largo de su vida. Pero eso ahora no importa.

—Yo conozco los sueños de Natan —dijo una voz sin aliento desde el otro lado de la habitación. Agnes y Tóti volvieron la cabeza y vieron a Lauga observándoles con expresión extraña.

—Lauga —dijo Margrét en tono de advertencia.

—Róslín me habló de ellos, Mamma. Creo que te parecerán interesantes.

—No queremos oír nada de eso —dijo Jón mientras se ponía de pie despacio.

—No. Deja que nos cuente lo de los sueños de Natan —protestó Steina—. Puesto que Lauga cree que los conoce, estoy segura de que a todos nos gustaría oírlos. Incluida Agnes.

Jón estuvo pensativo un momento.

—Deja que el reverendo hable con su pupila sin tus interrupciones…

—¡Mis interrupciones! —Lauga rió y tiró la labor sobre la cama—. ¿Y qué hay de las de Agnes? ¡Está en nuestra casa! ¡Siempre pegada a mí en la cocina! ¡Diciendo mentiras en nuestra baðstofa! —Lauga miró a sus padres—. Mamma, Pabbi. Perdonadme, pero nos dijisteis a Steina y a mí que no escucháramos a esta mujer. Y ahora ¿dejáis que se invente historias a menos de dos metros de nosotros? ¡Pobrecita de mí, soy una desamparada!

—No vamos a mandarla a ella y al reverendo fuera, con la nieve —razonó Steina.

—Pues entonces, Pabbi, si una de nosotras puede contar cuentos de hadas por la noche, ¿por qué no todas?

La expresión de Margrét era inescrutable.

—Vuelve a tu labor, Lauga.

—Sí, eso, vuelve a tu labor —dijo Steina despectiva.

—Ya está bien las dos —ladró Margrét—. Reverendo Tóti, debería saber que no podemos evitar oír…

—¿Qué te contó Róslín sobre los sueños de Natan, Lauga? —la interrumpió Agnes. Había dejado de calcetar y miraba fijamente a las hermanas.

Todos callaron.

—Pues… —murmuró Lauga y se aclaró la garganta. Miró insegura a Agnes, y a continuación a su padre, quien bajó los ojos—. Róslín dijo que Natan le contó a mucha gente un sueño que tuvo en el que un espíritu maligno le acuchillaba el vientre. Y que había tenido otro en el que soñaba que estaba en un cementerio. Me contó que, en su sueño, Natan veía un cuerpo, un cadáver o algo, en una tumba abierta y a tres lagartos que se lo estaban comiendo. Entonces aparecía un hombre junto a él y cuando Natan le preguntaba de quién era el cadáver el hombre le contestaba: «¿No reconoces tu propio cuerpo?».

—Dios bendito —murmuró Kristín.

—¿Y qué pasaba luego? —preguntó Bjarni desde su cama.

Lauga se encogió de hombros.

—Supongo que se despertó. Pero Róslín dijo que le había hablado a mucha gente de ese sueño y que todos coincidían en que es lo que ocurrió. Se lo escuchó contar a Ósk, quien lo oyó de su hermano, quien lo oyó de Natan en persona.

Todas las miradas se volvieron hacia Agnes. Ésta permaneció pensativa unos instantes y luego movió las piernas a uno de los lados de su cama para ver mejor a todos.

—Me contó que había soñado que veía su cuerpo en una tumba abierta, y que al otro lado de la misma estaba su alma. Entonces su cuerpo llamó a su alma y le cantó el salmo del obispo Stein.

Sus palabras restallaron en el silencio. Nadie dijo nada. Por fin Tóti carraspeó.

—Agnes, ¿te gustaría seguir con tu historia? Estabas hablando de Pétur.

—¿Puedo acercarme más a la lámpara?

Jón miró a Margrét, a continuación al resto de su familia, y negó con la cabeza.

Margrét puso mala cara.

—Jón —susurró bajito—. ¿Qué mal puede hacernos ya?

Tóti reparó en la mirada de reojo de Jón a sus hijas.

Margrét suspiró.

—Será mejor que nos quedemos todos donde estamos —le dijo a Agnes—. Para contar historias tienes luz de sobra.

En el rostro de Agnes se encendió un fugaz destello de ira, pero cuando habló su voz era tranquila.

—Pétur tenía mala fama en Langidalur, y también en Vatnsdalur, como seguramente sabéis. Nadie se fía de un hombre que ha matado tantos animales. Me sorprendió que Natan no reconociese a Pétur al verlo en Geitaskard, porque suponía que Natan conocía a toda clase de hombres, así que le expliqué que Pétur era un criminal bajo custodia, que había degollado a más de treinta ovejas solo por divertirse y que era posible que lo enviaran a Copenhague. Natan estuvo mirándole un rato pero no dijo nada.

—A lo mejor quería reclutarlo para robar unas ovejas —dijo Lauga con voz cortante.

—A lo mejor —contestó Agnes desde su rincón oscuro. Se volvió hacia Tóti—. Aquel día llevé a Natan adonde estaba Worm y luego me reuní con María en el corral. Cuando le conté que Natan se había presentado por sorpresa en el cobertizo me preguntó qué quería y le dije que había ido a Geitaskard a visitar a Worm. Entonces María me cogió la mano y me dijo que tuviera cuidado.

—¿Por qué? —preguntó Kristín.

Guðmundur soltó una carcajada desde su rincón en sombras.

Agnes les ignoró a los dos.

—Le dije que ya era mayorcita y que sabía pensar yo sola. María me dijo que eso era lo que le preocupaba.

—Reverendo —dijo Jón de repente—. Quizá sería mejor si los dos hablaran lejos de la familia.

—¿Qué tiene de malo, Pabbi? Quiero oír lo que pasó —dijo Steina.

—Métete en la cama, Steina.

—Perdona, Jón —interrumpió Tóti—. Con todo mi respeto, estoy aquí para escuchar cualquier cosa que Agnes sienta deseos de contarme. Tal y como tú y tu mujer me habéis dejado bien claro, la proximidad hace que sea imposible que tu familia y tus criados no oigan nuestra conversación.

—¿Conversación? —dijo Guðmundur con desaprobación—. Pero si la deja hablar como si le estuviera contando un cuento de antes de dormir.

Antes de que a Tóti se le ocurriera qué decir, Margrét intervino.

—Cierra la boca, Guðmundur. Deja que Agnes hable con el reverendo. ¿Qué importancia tiene, mi Jón? Las dos saben lo que pasó y lo que no sabían ya se ha ocupado Róslín de contárselo, como se ve.

—No tenéis nada que temer —dijo Tóti.

—Espero que así sea —contestó Jón. Apretó los labios y continuó frunciendo un calcetín.

Tóti se volvió hacia Agnes.

—¿Por qué te dijo eso tu amiga?

—Yo pensé que estaba celosa. Era ella la que había querido conocer a Natan. Porque sabíamos que necesitaba un ama de llaves.

—¿Y qué? —preguntó Tóti.

—¿Un trabajo nuevo con un nombre al que nunca le faltaba el dinero? ¿Un puesto mejor, donde podías ser algo más que una simple criada? ¿Llevar una casa y una granja y hacer lo que te parezca, sin tener que responder ante un ama? —Agnes miró a Margrét.

—Sigue, Agnes —musitó ésta.

—La noticia de una oportunidad así nunca tarda en salir a la luz, reverendo. Todas las chicas de Geitaskard sabían que Natan no estaba casado, que necesitaba un ama de llaves y quizá más cosas, y María tenía tanto interés como yo en mejorar de posición, reverendo. —Miró a los otros—. Yo quería el puesto de Karitas más que nada en el mundo. Eso no era ningún deshonor.

Guðmundur resopló y a Agnes le centellearon los ojos.

—Lo cierto es que Natan y yo nos hicimos amigos porque nos gustaba hablar el uno con el otro. Venía a Geitaskard cada pocas semanas y charlábamos. —Miró furiosa a Lauga—. Me ofreció su amistad y yo me sentí feliz de aceptarla, puesto que tenía pocos amigos de verdad. María pronto empezó a ignorarme y cuanto más veía a Natan, menos amistosos se mostraban conmigo todos los demás. Pero no eran más que criados. —Escupió estas palabras en dirección a los braceros repantigados en un rincón de la baðstofa—. Natan era un hombre listo, un médico, y sabía aritmética y era generoso con su dinero. Curó más de una tos entre los trabajadores de Geitaskard aquel otoño. ¿Se lo agradecieron? En absoluto. Sabían que de vez en cuando me visitaba y me castigaron por ello. ¿Qué culpa tenía yo? Cuando les dije que Natan por fin me había pedido que fuera a trabajar para él en Illugastaðir pensé que se alegrarían por mí. Pero me acusaron de darme aires y de creerme que era algo, y no una indigente. Y aquel invierno trajo consigo una nueva forma de soledad y me sentí agradecida por la diversión que significaba Natan. Me sentía contenta de marcharme de Geitaskard. Mi hermano se había ido. María me había dado la espalda. No tenía nada que me retuviera allí.

Agnes se calló y se puso a tejer con furia. Tóti se fijó en que Lauga y Guðmundur intercambiaban miradas breves y furtivas. Hubo unos momentos de silencio incómodo, roto solo por el entrechocar de agujas y por una risita ahogada de Kristín. Por fin, cuando afuera el viento arreció, Jón se puso en pie y sugirió que se fueran todos a dormir. Tóti, súbitamente cansado, aceptó la cama libre que le ofrecían. Un malestar se había apoderado de él mientras Agnes le hablaba de Natan y tenía la garganta tensa y dolorida. Mientras se apagaba la lámpara se preguntó si hacía bien en dejarla hablar.

A veces, después de hablar con el reverendo, me duele la boca. Noto la lengua tan cansada que se me desploma en la boca como un pájaro muerto, todo plumas mojadas, entre las piedras de mis dientes.

¿Qué le he dicho? ¿Qué han pensado los demás de lo que le he dicho? No importa. Nadie entendería lo que era conocer a Natan. Durante aquellas primeras visitas fue como si construyéramos algo sagrado. Juntábamos palabras con cuidado, apilándolas unas sobre otras sin dejar espacio entre medias. Cada uno de nosotros levantó una torre, dos guías parecidas a las que se construyen en las carreteras para señalar el camino cuando hace mal tiempo. Nos veíamos el uno al otro a través de la niebla, de la asfixiante monotonía de la vida.

En Geitaskard paseábamos por las noches sobre la nieve, que rechinaba a nuestro paso. Una vez que me resbalé en el hielo le agarré el brazo y perdió el equilibrio. Caímos juntos, riendo, y, ya en el suelo, me retuvo allí y miramos juntos las estrellas sobre nosotros. Me recitó los nombres de las constelaciones.

—¿Crees que es allí donde vamos cuando nos morimos? —le pregunté.

—Yo no creo en el cielo —dijo Natan.

Estaba atónita.

—¿Cómo puedes no creer en el cielo?

—Es una mentira. El hombre se ha inventado a Dios por el miedo que tiene a la muerte.

—¿Cómo puedes decir una cosa así?

Volvió la cabeza y tenía cristales de hielo en el pelo.

—Agnes. No hagas como que no estás de acuerdo. Esto es todo lo que hay y lo sabes. La vida está aquí, en nuestras venas. Están la nieve y el cielo y las estrellas y las cosas que nos cuentan, y eso es todo. Los demás… están ciegos. No saben si están vivos o muertos.

—No son tan malos.

—Agnes. Haces como que no me entiendes, pero no es así. Tú y yo somos iguales. —Natan se apoyó en los codos y la luz de la luna bañó su cara—. Somos mejor que esto. —Señaló con la cabeza en dirección a la casa—. Tú no perteneces a este valle, Agnes. Tú eres distinta. A ti no te da miedo todo.

Reí.

—Desde luego, tú no me lo das.

Natan sonrió.

—Tengo una pregunta para ti.

El corazón se me aceleró.

—¿Ah sí? ¿Y qué es?

Natan se recostó en la nieve.

—¿Cómo se llama el espacio entre estrellas?

—No tiene nombre.

—Invéntatelo.

Pensé en ello.

—Asilo de almas.

—Eso es otra manera de decir cielo, Agnes.

—No, Natan. No lo es.

Luego, más tarde, el peso de sus argumentos me asfixió y sus oscuros pensamientos cobraron sentido. Luego, más tarde, nuestras lenguas produjeron desprendimientos de tierra y quedamos atrapados entre las grietas, entre lo que decíamos y queríamos decir, hasta que no fuimos capaces de encontrarnos el uno al otro, hasta que desconfiamos de las palabras en nuestras bocas.

Aquella noche fuimos al establo. Llené el hueco de sus manos con mi boca, con mi pecho; mi cuerpo se encontró con el suyo. Sus manos recogieron mis faldas y las levantaron y sentí el aire frío hablándole a mi piel. Me preocupaba que nos descubrieran; me preocupaba que me llamaran ramera. Entonces llegó el primer contacto piel con piel y aquello fue el disparo de salida, la caída libre. Tenía las cintas de las medias sueltas sobre las rodillas mientras la suavidad de su pelo me acariciaba el cuello.

Entonces deseé su peso. Deseé su aliento: la inhalación acelerada y la presión cálida de su boca. Su olor, la piel tersa de su cuerpo no se parecían a los de ningún otro. Arqueé el cuello hasta que tuve la cara húmeda por el sudor acumulado. Le sentía, sentía su calor, su apremio. Gimió y el sonido quedó suspendido en el aire como una nube de ceniza sobre un volcán.

Después sentí ganas de llorar. Había sido demasiado real. Lo había sentido demasiado para verlo como lo que era en realidad.

Natan sonrió mientras se remetía la camisa. Tenía el pelo desordenado iluminado en las puntas por diminutas gotas de agua. Me acarició la mejilla, me preguntó si me había hecho daño, si había sangrado. Se rió cuando le dije que no. ¿Se sintió aliviado? ¿Molesto?

—No tienes que irte tan pronto.

—Levántate de la paja, Agnes. Vete a la cama.

—¿Volverás?

Volvió. Volvió a mí una y otra vez durante todo aquel largo invierno. Hubo noches tiritando en la nieve polvo y otras en el cobertizo mientras los demás dormían. Y aunque la nieve ahogaba el valle y la leche se congelaba en la lechería, mi alma se fundía. El roce de sus labios mientras el viento aullaba fuera hacía arder en mí un fuego furioso. Cuando todo se congelaba nos veíamos en la troje, con una constelación de carne puesta a secar sobre nuestras cabezas. El olor de la paja nos bañaba en aroma a verano. Recuerdo sentirme como si la sangre me fuera a desbordar las venas. El famoso Natan Ketilsson, un hombre que sabía extraer la savia de la enfermedad de las extremidades de los enfermos, que había estado con la famosa poetisa Rósa, que había oído las campanas de Copenhague, que había aprendido latín sin ayuda —un hombre extraordinario, digno de una saga—, me había elegido a mí. Por primera vez en mi vida alguien me veía a mí, y le amaba porque me hacía sentir que era suficiente.

Pensar en cómo deslizaba una mano entre los pliegues de mi falda para buscar y presionar las magulladuras que me había dejado, notar el comienzo del dolor que recorría mi piel. Contusiones como ecos de su tacto, prueba de sus manos en las mías, de sus caderas contra las mías: la exhalación exultante, nuestros cuerpos trepando el uno sobre el otro en la oscuridad. Durante las monótonas jornadas de trabajo, las noches en soledad, los despertares con nada por delante excepto faenas y más faenas, aquellas magulladuras ocultas sugerían algo más: el final de la insipidez asfixiante de la existencia.

Odiaba cuando desaparecían. Eran el único recuerdo suyo hasta que volvía. Todas aquellas semanas, todas aquellas noches el hambre me corroía. En el cobertizo, con la cabeza contra el duro suelo, Natan rompía la yema misma de mi alma. A los criados les oculté la naturaleza de mis sentimientos. Toda esa fuerza de voluntad para contener lo que deseaba proclamar al viento, y arañar en la tierra, y grabar a fuego en la hierba.

Habíamos acordado que me iría a vivir con él. Me sacaría del valle, de la oscuridad de mi existencia triste y sin amor, y todo sería nuevo. Me daría la primavera.

Y durante todo ese tiempo estaba Sigga.